Uno de enero de 1943: Roosevelt había anunciado que en ese año serían derrotados los alemanes. Y, desde luego, era indudable que estaban obteniendo menos triunfos en el frente. ¡Ojalá el frente hubiera estado más cerca de nosotros! Llegaron noticias sobre la derrota alemana en Stalingrado; era una información demasiado importante para ser silenciada, o despachada con la apostilla habitual en la prensa de que ni siquiera eso tenía «trascendencia para la progresión victoriosa de la guerra». Esta vez los alemanes tuvieron que admitirlo y anunciaron tres días de luto, el primer tiempo libre que habíamos disfrutado en muchos meses. Entre nosotros, los más optimistas se frotaban las manos de alegría, convencidos de que la guerra terminaría enseguida. Los pesimistas pensaban de otro modo: creían que la guerra duraría todavía algún tiempo, pero al menos ya no había la menor duda sobre su resultado final.
En paralelo con las cada vez mejores noticias políticas, se produjo una escalada de actividades en las organizaciones clandestinas del gueto. Mi grupo también participaba. Majorek, que todos los días entregaba a nuestro grupo sacos de patatas procedentes de la ciudad, introducía munición escondida entre las patatas Nos la repartíamos y la distribuíamos por el gueto oculta en las perneras de los pantalones. Era peligroso y un día estuvo a punto de tener un final trágico para todos nosotros.
Majorek había entregado los sacos en mi almacén como de costumbre. Yo tenía que vaciarlos, ocultar las municiones y repartirlas entre mis compañeros esa tarde. Pero, nada más descargar Majorek los sacos y salir del almacén, se abrió de golpe la puerta e irrumpió el Untersturmführer Young. Miró a su alrededor, vio los sacos y se dirigió a ellos. Yo sentí que me flaqueaban las rodillas. Si inspeccionaba el contenido estábamos acabados, y yo sería el primero en recibir un balazo en la cabeza. Young se detuvo ante los sacos y trató de desatar uno. Sin embargo, la cuerda se había enredado y era difícil deshacer el nudo. El oficial de las SS maldijo con impaciencia y me miró.
—¡Desátelo! —ladró.
Me acerqué a él tratando de controlar mis nervios. Deshice el nudo con intencionada lentitud, bastante tranquilo en apariencia. El alemán me observaba con las manos en las caderas.
—¿Qué hay dentro? —preguntó.
—Patatas. Nos permiten llevar unas pocas al gueto todos los días.
El saco estaba abierto. Llegó la siguiente orden:
—Sáquelas para que las vea.
Metí la mano en el saco. No había patatas. Quiso la suerte que Majorek hubiera comprado ese día una pequeña cantidad de harina de avena y alubias en lugar de sólo patatas. Estaban encima y las patatas debajo. Mostré un puñado de alubias amarillas bastante largas.
—¿Así que patatas, eh? —Young rio sarcásticamente. Luego ordenó—: ¡Pruebe más abajo!
Esta vez saqué un puñado de harina de avena. En cualquier momento el alemán me golpearía por engañarlo. En realidad, esperaba que lo hiciera: eso mantendría su mente apartada del contenido del saco. Sin embargo, ni siquiera me abofeteó. Dio media vuelta y salió. Poco después volvió a entrar del mismo modo violento que antes, como si esperara sorprenderme cometiendo algún nuevo delito. Yo estaba de pie en medio del almacén, intentando recuperarme del susto. Tuve que sobreponerme. Sólo cuando oí atenuarse el sonido de los pasos de Young en el callejón hasta que al fin se desvaneció, vacié los sacos a toda velocidad y oculté las municiones bajo un montón de cal que habían descargado en un rincón del almacén. Al acercarnos al muro del gueto esa tarde, lanzamos por encima nuestro nuevo cargamento de balas y granadas de mano como de costumbre. ¡De buena nos habíamos librado!
El 14 de enero, viernes, furiosos por sus derrotas en el frente y por la evidente alegría que estas causaban a los polacos, los alemanes reemprendieron las cacerías humanas. Esta vez las extendieron por toda Varsovia. Duraron tres días sin interrupción. Todos los días, al ir y al volver del trabajo, veíamos cómo perseguían y capturaban gente en las calles. Convoyes de camiones de policía cargados de prisioneros iban hasta la cárcel y volvían vacíos, listos para recoger nuevos lotes de futuros internos en campos de concentración. Bastantes años buscaron refugio en el gueto. En estos días difíciles se dio otra de las paradojas del periodo de ocupación: el brazalete con la estrella de David, el más amenazador de los símbolos en otro tiempo, se convirtió de la noche a la mañana en una protección, una especie de seguro, puesto que los judíos no eran ya la presa.
Sin embargo, dos días después nos tocó a nosotros. Cuando salí del edificio el lunes por la mañana no encontré a todo nuestro grupo en la calle, sino sólo a unos pocos trabajadores, sin duda los considerados indispensables. Yo, como «gerente del almacén», estaba entre ellos. Nos pusimos en marcha, escoltados por dos policías, en dirección a la puerta del gueto. Habitualmente sólo la guardaban agentes de la policía judía, pero ese día toda una unidad de la policía alemana estaba comprobando minuciosamente los documentos de quienes salían del gueto para ir a trabajar. Un chico de unos diez años llegó corriendo por la acera. Estaba muy pálido, y tan asustado que olvidó quitarse la gorra ante un policía alemán que iba hacia él. El alemán se detuvo, sacó su revólver sin decir una palabra, se lo puso en la sien al chico y disparó. El niño cayó al suelo agitando los brazos, se quedó rígido y murió. El policía devolvió con calma el revólver a la funda y siguió su camino. Lo miré; no tenía unos rasgos especialmente brutales ni parecía enfadado. Era un hombre normal, apacible, que había cumplido con una de sus obligaciones menores cotidianas y la había apartado de su mente al instante, porque le esperaban otros asuntos de mayor importancia.
Nuestro grupo estaba ya en el lado ario cuando oímos disparos detrás de nosotros. Procedían de los otros grupos de trabajadores judíos, que estaban rodeados en el gueto y por primera vez respondían al terror alemán haciendo fuego.
Proseguimos abatidos nuestro camino al trabajo, preguntándonos todos qué estaría ocurriendo en el gueto. No había duda de que había comenzado una nueva etapa de su liquidación. El joven Prozanski caminaba a mi lado preocupado por sus padres, que habían quedado atrás en nuestra habitación, y preguntándose si conseguirían esconderse a tiempo para escapar del reasentamiento. Yo tenía mis propias preocupaciones, que eran de un carácter muy concreto: me había dejado la estilográfica y el reloj, todo lo que tenía en el mundo, encima de la mesa de nuestra habitación. Había planeado que, si conseguía escapar, los convertiría en dinero con el que vivir unos pocos días, el tiempo suficiente para encontrar un lugar donde esconderme con ayuda de mis amigos.
Aquella tarde no volvimos al gueto: quedamos alojados de manera provisional en la calle Narbutt. Hasta después no supimos lo que había ocurrido detrás de los muros, donde la gente se defendía lo mejor que podía antes de ser conducida a la muerte. Se ocultaba en lugares preparados de antemano y las mujeres echaban agua en los peldaños de las escaleras, para que se congelara y fuera más difícil que los alemanes alcanzaran los pisos superiores. Algunos edificios se cerraron con barricadas y sus habitantes intercambiaron disparos con las SS, decididos a morir luchando con un arma en la mano, en lugar de perecer en la cámara de gas. Los alemanes habían evacuado a los pacientes del hospital judío en ropa interior, los habían cargado en camiones abiertos bajo el intenso frío y se los habían llevado a Treblinka. Pero, gracias a esta primera demostración de la resistencia judía, los alemanes se llevaron sólo a cinco mil personas a lo largo de cinco días, en lugar de las diez mil que tenían planeado transportar.
El quinto día por la tarde Ziszás nos informó de que la operación para «limpiar el gueto de elementos no trabajadores» había concluido y podíamos volver a entrar en él. El corazón nos saltaba en el pecho. Las calles del gueto eran un espectáculo de devastación. Las aceras estaban cubiertas de cristales rotos procedentes de las ventanas. Había plumas de almohadones destripados atascando las alcantarillas y por todas partes; el menor soplo de viento levantaba grandes nubes de plumas, que se arremolinaban en el aire como una copiosa nevada al revés, de la tierra al cielo. Cada pocos pasos veíamos cuerpos de personas asesinadas. Era tal el silencio, que las paredes de los edificios nos devolvían el eco de nuestros pasos, como si estuviéramos atravesando una garganta rocosa en las montañas. No encontramos a nadie en nuestra habitación, que no había sido saqueada. Todo estaba exactamente como lo habían dejado los padres de Prozanski, escogidos para los transportes. Los camastros de tablas seguían aún deshechos desde la última noche que habían pasado allí y sobre la estufa fría quedaba un puchero de café que no se habían podido terminar. Mi estilográfica y mi reloj estaban en la mesa, donde los había dejado.
Había llegado mi hora de actuar con energía y sin perder un instante. Era de suponer que enseguida llegaría la siguiente operación de reasentamiento y esta vez yo estaría entre los incluidos en la lista. Por medio de Majorek me puse en contacto con unos amigos, una pareja de artistas recién casados: Andrzej Bogucki, actor, y su esposa, una cantante que actuaba con su nombre de soltera, Janina Godlewska. Un día Majorek me dijo que irían a verme hacia las seis de la tarde. Cuando los trabajadores arios se fueron a casa aproveché la oportunidad para escabullirme por la puerta. Allí estaban los dos. Intercambiamos unas pocas palabras. Les entregué mis composiciones, mi estilográfica y mi reloj, todo lo que quería llevarme. Ya había sacado esas cosas del gueto y las había ocultado en el almacén. Acordamos que Bogucki vendría por mí el sábado a las cinco, hora en que un general de las SS iba a estar inspeccionando el edificio. Yo contaba con que el revuelo que ello causaría me facilitara la evasión.
En ese momento el ambiente del gueto era cada vez más tenso y desasosegado. Flotaba en el aire una especie de presentimiento. El comandante de la policía judía, el coronel Szerynski, se suicidó. Muy malas debieron de ser las noticias que recibió si ni siquiera él, más cercano que nadie a los alemanes, pues era el hombre que necesitaban con más urgencia, y que en cualquier caso habría sido el último en el reasentamiento, no podía ver otra salida que la muerte. Todos los días se mezclaban otros judíos con nosotros cuando salíamos a trabajar, en un intento de escapar al lado ario del muro. No siempre lo conseguían. Había por allí espías que esperaban a los fugitivos, y agentes pagados y voluntarios complacientes que más tarde asaltarían al judío que habrían estado observando desde alguna bocacalle, lo despojarían del dinero y las joyas que llevara, y lo amenazarían con entregarlo a los alemanes, cosa que a menudo hacían de todas formas con las personas a las que habían robado.
Ese sábado estuve con los nervios en tensión desde muy temprano. ¿Daría resultado? Cualquier paso en falso podía significar la muerte instantánea. A primera hora de la tarde apareció puntualmente el general para hacer su inspección. Los SS, muy ocupados, se olvidaron de nosotros por un rato. Hacia las cinco los trabajadores arios terminaron su jornada diaria de trabajo. Me puse el abrigo, me quité el brazalete con la estrella azul por primera vez en tres años y me escabullí entre los que salían.
Bogucki me esperaba en la esquina de la calle Wisniowa. Eso significaba que, por el momento, todo había salido según los planes. Caminé unos pasos detrás de él con el cuello del abrigo subido, intentando no perderlo de vista en la oscuridad. Las calles estaban vacías, con una iluminación muy débil para cumplir las normas en vigor desde el estallido de la guerra. Sólo tenía que procurar no encontrarme con un alemán a la luz de una farola, donde pudiera verme la cara. Tomamos el camino más corto y anduvimos muy deprisa, pero aun así se me hizo interminable. Al fin llegamos a nuestro destino, el número diez de la calle Noakowski, donde iba a ocultarme en el quinto piso, en un estudio para artistas que tenía a su disposición Piotr Perkowski, uno de los dirigentes de los músicos que conspiraban contra los alemanes en ese momento. Subimos las escaleras a toda prisa, de tres en tres peldaños. Janina Godlewska nos esperaba en el estudio; estaba nerviosa y asustada. Nos recibió con un suspiro de alivio.
—¡Por fin habéis llegado! —juntó las manos por encima de la cabeza y añadió, dirigiéndose a mí—: Cuando Andrzej ya había salido a buscarte me di cuenta de que es 13 de febrero, ¡trece!