11. ¡Arriba, tiradores!

Me había cambiado de casa una vez más, el último de no sé cuantos traslados desde que vivíamos en la calle Sliska y estalló la guerra. En esta ocasión nos dieron habitaciones compartidas, o más bien celdas que contenían sólo los enseres más indispensables y camastros de tablas. Compartía la mía con los tres miembros de la familia Prozanski y la señora A., una dama silenciosa que evitaba el contacto con los demás, aunque tuviera que vivir en la misma habitación que el resto de nosotros. La primera noche que pasé allí tuve un sueño que me desanimó del todo. Parecía la confirmación definitiva de mis hipótesis sobre el destino de mi familia. Soñé que mi hermano Henryk se acercaba a mí y decía, inclinado sobre mi cama: «Estamos muertos».

Nos despertaba a las seis de la mañana el ajetreo del pasillo exterior. Se oían voces y mucha actividad. Los peones privilegiados que trabajaban en la Aleje Ujazdowskie, en la reforma del palacio del comandante de las SS en Varsovia, salían a trabajar. Su posición «privilegiada» implicaba que les daban una nutritiva sopa antes de irse; saciaba y su efecto duraba varias horas. Nosotros salíamos poco después que ellos con el estómago casi vacío tras recibir un caldo aguado. Su escaso valor alimenticio era parejo a la importancia de nuestro trabajo: íbamos a limpiar el patio del edificio del Consejo Judío.

Al día siguiente nos enviaron a mí, a Prozanski y a su hijo, ya crecido, al edificio que albergaba las despensas del Consejo y los pisos de sus funcionarios. Eran las dos de la tarde cuando se oyó el familiar silbido alemán y el habitual alarido, también alemán, que nos convocaban a todos al patio. Aunque habíamos sufrido ya mucho a manos de los alemanes, nos quedamos inmóviles como estatuas de sal. Sólo dos días antes nos habían asignado los números que significaban la vida. Todo el mundo en el edificio tenía uno, así que seguramente no se trataría de otra selección. ¿De qué, entonces? Bajamos a toda prisa: sí, era una selección. Otra vez vi gente sumida en la desesperación y oí a los SS gritar y renegar, mientras deshacían familias y nos dividían en dos grupos, uno a la derecha y otro a la izquierda, maldiciendo y golpeándonos. Una vez más nuestro grupo de trabajo estaba destinado a vivir, con unas pocas excepciones. Entre ellas se contaba el hijo de Prozanski, un muchacho encantador del que me había hecho amigo. Le había tomado mucho cariño, a pesar de que sólo llevábamos dos días viviendo en la misma habitación. No voy a describir la desesperación de sus padres. Miles de padres y madres del gueto estuvieron igual de desesperados durante esos meses. Hubo un aspecto aún más peculiar en la selección: las familias de destacadas personalidades de la comunidad judía compraron sobre la marcha la libertad de estas a los oficiales de la Gestapo, presuntamente incorruptibles. Para que los números cuadraran, carpinteros, camareros, peluqueros y barberos, y otros trabajadores cualificados que hubieran sido de verdad útiles para los alemanes, fueron enviados en su lugar al Umschlagplatz y conducidos a la muerte. Por cierto, el joven Prozanski escapó del Umschlagplatz y pudo sobrevivir así un poco más.

Poco después, el jefe de nuestro grupo de trabajo me dijo un día que había conseguido que me asignaran al grupo destinado al edificio del cuartel de las SS en el remoto distrito de Mokotow. Recibiría mejor comida y viviría mucho mejor en general, me aseguró.

La realidad fue muy diferente. Tenía que levantarme dos horas antes y caminar cerca de doce kilómetros atravesando toda la ciudad para llegar a tiempo al trabajo. Cuando por fin llegaba, agotado por la caminata, debía ponerme a trabajar de inmediato en una tarea muy superior a mis fuerzas, transportando sobre la espalda pilas de ladrillos colocadas en un tablón. También transportaba cubos de cal y barras de hierro. Podría haberlo hecho bien si no hubiera sido porque los capataces de las SS, futuros ocupantes del cuartel, pensaban que trabajábamos demasiado despacio. Nos ordenaban que lleváramos las pilas de ladrillos o las barras de hierro a la carrera, y si alguno desfallecía y paraba lo golpeaban con látigos de tiras de cuero rematadas por bolas de plomo.

No sé cómo habría salido de esa primera experiencia de duro trabajo físico si no hubiera ido a ver al jefe de mi grupo y le hubiera suplicado, con éxito, que me trasladaran al grupo que estaba construyendo el palacete del comandante de las SS en la Aleje Ujazdowskie. Las condiciones allí eran más tolerables y me las arreglé más o menos bien. Eran tolerables sobre todo porque trabajábamos con maestros albañiles alemanes y artesanos polacos, algunos de ellos de leva forzosa pero otros contratados. En consecuencia, resultábamos menos llamativos y podíamos turnarnos para hacer un descanso, pues ya no éramos siempre un grupo exclusivamente judío. Además, los polacos hacían causa común con nosotros en contra de los capataces alemanes y nos echaban una mano. Otro factor favorable era que el arquitecto a cargo del edificio era judío, un ingeniero llamado Blum, con un equipo de ingenieros judíos a sus órdenes, todos ellos destacados profesionales. Los alemanes no reconocían de modo oficial la situación y el maestro albañil Schultke, arquitecto encargado de la obra a efectos formales y sádico consumado, tenía derecho a golpear a los ingenieros siempre que quisiera. Pero sin los artesanos especializados judíos no se podría haber hecho nada. Por eso nos trataban con relativa suavidad, aparte de las palizas ya mencionadas, pero esas cosas apenas contaban en el ambiente de la época.

Yo era peón de un albañil polaco llamado Bartczak, buena persona en el fondo aunque por fuerza hubiera fricciones entre nosotros. A veces los alemanes nos controlaban muy de cerca y teníamos que procurar trabajar como ellos querían. Yo ponía mi mejor voluntad, pero era inevitable que volcara la escalera, derramara la cal o tropezara con los ladrillos y los enviara fuera del andamio, y el rapapolvo era también para Bartczak, que se enfurecía conmigo hasta enrojecer y refunfuñaba a la espera de que se fueran los alemanes. Entonces se echaba la gorra hacia atrás, se ponía las manos en las caderas, sacudía la cabeza por mi torpeza como albañil y comenzaba su invectiva:

—¿Cómo es posible que tocaras música en la radio, Szpilman? —preguntaba asombrado—. ¡Músico tú, que ni siquiera eres capaz de manejar una pala o de raspar la cal de un tablón! ¡Seguro que los dormías a todos!

Luego se encogía de hombros, me miraba con recelo, escupía y, desahogando su cólera por última vez, gritaba con todas sus fuerzas:

—¡Idiota!

Sin embargo, cuando me sumía en la melancólica contemplación de mis asuntos e interrumpía el trabajo olvidando dónde estaba, Bartczak nunca dejaba de avisarme a tiempo si se encontraba con un capataz alemán.

—¡Mortero! —bramaba, y su voz resonaba en todo el solar; yo agarraba el primer cubo que encontraba, o una paleta, y fingía trabajar con aplicación.

La perspectiva del invierno, que casi teníamos encima, me causaba especial preocupación. No tenía ropa de abrigo y, por supuesto, tampoco guantes. Siempre he sido bastante sensible al frío y si se me congelaban las manos por realizar un trabajo físico tan pesado podía dar por perdida mi posible carrera futura como pianista. Observaba con creciente pesimismo cómo cambiaban de color las hojas de los árboles de la Aleje Ujazdowskie con el viento que soplaba más frío de día en día.

Los números que habían significado un permiso provisional para vivir recibieron entonces el carácter de permanentes y, al mismo tiempo, fui trasladado a un nuevo cuartel en el gueto, en la calle Kurza. También cambió nuestro lugar de trabajo, que pasó a estar en el lado ario de la ciudad. El trabajo en el palacete de la Aleje Ujazdowskie estaba llegando al final y cada vez hacían falta menos trabajadores. Algunos de nosotros fuimos transferidos al número 8 de la calle Narbutt para preparar el alojamiento de una unidad de oficiales de las SS.

Cada vez hacía más frío y se me entumecían los dedos con mayor frecuencia al trabajar. No sé cómo habría terminado si el azar no hubiera llegado en mi ayuda: un afortunado golpe de mala suerte, por decirlo de algún modo. Un día tropecé cuando transportaba cal y me torcí un tobillo. Me quedé inútil para trabajar en el solar y el ingeniero Blum me asignó a los almacenes. Estábamos a finales de noviembre y en el ultimísimo momento para tener alguna esperanza de salvar mis manos. En cualquier caso hacía menos frío en los almacenes que en el exterior.

Cada vez transferían más trabajadores de los que habían estado en la Aleje Ujazdowskie hasta donde estábamos nosotros, y cada vez eran más los SS que habían sido nuestros capataces allí que eran trasladados al solar de la calle Narbutt. Una mañana nos encontramos entre ellos con el hombre que había sido nuestra ruina: un sádico cuyo nombre no recuerdo, pero al que llamábamos Ziszás. Para él era un placer casi erótico maltratar a la gente de un modo peculiar: ordenaba al infractor que se inclinara, se colocaba la cabeza del hombre entre los muslos, apretaba con todas sus fuerzas y le destrozaba el trasero con un látigo, pálido de ira y repitiendo entre dientes: «Zis, zas. Zis, zas». Nunca soltaba a su víctima hasta dejarla desfallecida por el dolor.

Otra vez circularon por el gueto rumores sobre un nuevo «reasentamiento». Si eran ciertos, no cabía duda de que los alemanes querían exterminarnos por completo. Después de todo, sólo quedábamos alrededor de sesenta mil de nosotros y, ¿con qué otro fin podían pretender llevarse a ese pequeño número de la ciudad? Cada vez se mencionaba más a menudo la idea de ofrecer resistencia a los alemanes. Los judíos jóvenes estaban especialmente decididos a luchar, y aquí y allá se empezaban a fortificar en secreto edificios del gueto, de modo que pudieran ser defendidos desde dentro si ocurría lo peor. Era evidente que los alemanes sabían algo de esos cambios, porque llegaron a los muros del gueto decretos en los que se nos aseguraba con insistencia que no iba a haber más reasentamientos. Los hombres que escoltaban a nuestro grupo repetían todos los días lo mismo y, para hacer sus afirmaciones aún más convincentes, nos permitían de vez en cuando y con carácter oficial comprar en el lado ario cinco kilos de patatas y una hogaza de pan por cabeza, que podíamos llevar con nosotros de vuelta al gueto. La benevolencia de los alemanes los llevó incluso a permitir que un delegado de nuestro grupo se moviera libremente por la ciudad todos los días para hacer esas compras en nuestro nombre. Elegimos a un valiente joven conocido como Majorek (pequeño comandante). Los alemanes ignoraban que Majorek, siguiendo instrucciones nuestras, iba a convertirse en enlace entre el movimiento clandestino de resistencia dentro del gueto y una organización similar polaca que actuaba fuera de él.

El permiso oficial que teníamos para llevar cierta cantidad de alimentos al gueto impulsó un activo comercio en torno a nuestro grupo. Había un montón de vendedores esperándonos todos los días cuando salíamos del gueto. Cambiaban con mis compañeros ciuchy, ropa de segunda mano, por alimentos. Yo estaba menos interesado en ese comercio que en las noticias que nos llevaban al mismo tiempo los vendedores. Los aliados habían desembarcado en África. Stalingrado estaba en su tercer mes de defensa y había habido una conspiración en Varsovia: se habían lanzado granadas contra el Café Club alemán. Noticias como estas nos levantaban el ánimo, aumentando nuestra capacidad de resistencia y nuestra convicción de que los alemanes serían derrotados en un futuro próximo. Muy pronto comenzaron las primeras represalias armadas en el gueto, en primer lugar contra los elementos corruptos que había entre nosotros. Fue asesinado uno de los peores policías judíos: Lejkin, célebre por su diligencia para cazar gente y entregar sus cuotas en el Umschlagplatz. Al poco tiempo murió a manos de asesinos judíos un hombre conocido como Primero, que actuaba de enlace entre la Gestapo y el Consejo Judío. Por primera vez los espías del gueto empezaban a tener miedo.

Yo recobraba poco a poco el ánimo y la voluntad de sobrevivir. Un día fui a ver a Majorek para pedirle que telefoneara a algunos conocidos míos mientras estaba en la ciudad, y les preguntara si podían sacarme del gueto y esconderme. Esa tarde esperé la vuelta de Majorek con el corazón saltándome en el pecho. Volvió, pero con malas noticias: mis conocidos habían dicho que no se podían arriesgar a esconder a un judío. ¡Después de todo, explicaban más bien indignados por mi propuesta, una cosa así estaba castigada con la pena de muerte! Bueno, nada se podía hacer. Habían dicho que no; quizá otros se mostraran más humanos. En ningún caso debía perder la esperanza.

Se acercaba el Año Nuevo. El 31 de diciembre de 1942 llegó de manera inesperada un convoy que transportaba carbón. Tuvimos que descargarlo todo el mismo día y almacenarlo en un sótano del edificio de la calle Narbutt. Era un trabajo muy pesado y llevó más tiempo del previsto. En lugar de salir para el gueto a las seis de la tarde, no nos fuimos hasta que era casi de noche.

Siempre hacíamos el mismo recorrido, caminando de tres en tres, desde la calle Polna hasta la calle Chalubinski y luego por la calle Zelazna hasta el gueto. Ya habíamos llegado a la calle Chalubinski cuando se oyeron gritos furiosos en la cabecera de la columna. Nos detuvimos. Al momento vimos lo que había ocurrido. Por pura casualidad nos habíamos encontrado con dos SS, borrachos como cubas. Uno de ellos era Ziszás. Cayeron sobre nosotros azotándonos con los látigos, de los que no se separaban ni en sus juergas etílicas. Lo hacían de manera sistemática: azotaban a cada grupo de tres empezando por la cabecera de la columna. Cuando terminaron, se colocaron a unos pasos de nosotros en la acera, sacaron la pistola y Ziszás gritó:

—¡Intelectuales, rompan filas!

No había duda de sus intenciones: iban a matarnos allí mismo. Me resultaba difícil decidir qué hacer. Si no rompíamos filas se enfurecerían aún más. Podían terminar sacándonos a rastras de la columna ellos mismos para darnos otra paliza antes de matarnos, en castigo por no cumplir su orden. El doctor Zajczyk, un historiador y profesor universitario que estaba a mi lado, temblaba de los pies a la cabeza como yo y, como yo, tampoco podía decidirse. Pero cuando gritaron la orden por segunda vez rompimos filas. Éramos siete en total. Me volví a encontrar cara a cara con Ziszás y esta vez me gritaba a mí expresamente.

—¡Os voy a enseñar disciplina! ¿Por qué habéis tardado tanto? —Y blandía su pistola en mis narices—. ¡Teníais que estar aquí a las seis y son ya las diez!

No dije nada, seguro de que en cualquier caso iba a dispararme en un instante. Me miraba directamente a mí con ojos turbios, tambaleándose a la luz de la farola, y de manera inesperada anunció con voz firme:

—Vosotros siete sois responsables personalmente de llevar la columna de vuelta al gueto. Podéis iros.

Ya nos alejábamos, cuando de repente bramó:

—¡Volved!

Esta vez tenía justo enfrente al doctor Zajczyk. Lo agarró por el cuello, lo zarandeó y gruñó:

—¿Sabéis por qué os golpeamos?

El doctor no dijo nada.

—¿Sabéis por qué?

Un hombre que estaba a cierta distancia, muy alarmado, preguntó con timidez:

—¿Por qué?

—¡Para recordaros que es Año Nuevo!

Cuando habíamos vuelto a formar la columna oímos una orden más:

—¡Cantad!

Sorprendidos, nos quedamos mirando a Ziszás. Se tambaleó de nuevo y eructó antes de añadir:

—¡Cantad algo alegre!

Riéndose de su broma, se volvió y siguió dando tumbos por la calle. A los pocos pasos se detuvo y gritó amenazador:

—¡Y cantadlo bien y alto!

No sé quién fue el primero en entonar la melodía ni por qué le vino a la cabeza esa canción militar en concreto. Lo seguimos. Después de todo, poco importaba lo que cantáramos.

Sólo ahora, al evocar el incidente, me doy cuenta de la tragedia que se escondía tras su apariencia ridícula. Esa víspera de Año Nuevo un pequeño grupo de judíos extenuados caminaban por las calles de una ciudad en la que las declaraciones de patriotismo polaco llevaban años prohibidas bajo pena de muerte, cantando a voz en cuello y con total impunidad la canción patriótica He, strzelcy wraz! (¡Arriba, tiradores!).