10. Una posibilidad de vivir

Seguí caminando todo recto. No me importaba adonde iba. El Umschlagplatz y los vagones que se llevaban a mi familia quedaban ahora a mi espalda. No podía oír el tren, que estaba ya a varios kilómetros de la ciudad. Pero sí podía sentir dentro de mí cómo se alejaba. Con cada paso que daba por la acera aumentaba mi soledad. Era consciente de que estaba siendo arrancado de manera irrevocable de todo lo que había constituido mi vida hasta entonces. No sabía qué me esperaba, pero sí estaba seguro de que sería lo peor que pudiera imaginar. No tenía posibilidad de volver al último edificio en el que habíamos vivido. Los SS me matarían en el acto o me enviarían de nuevo al Umschlagplatz como si hubiera perdido el transporte de reasentamiento por error. No tenía ni idea de dónde iba a pasar la noche, pero de momento no me importaba en absoluto, aunque en mi inconsciente había un vago temor a la llegada del anochecer.

Las calles parecían recién barridas: las puertas estaban cerradas o habían quedado abiertas de par en par en los edificios que habían sido despojados de sus habitantes. Se acercaba un policía judío. No despertó mi interés y no le habría prestado atención si él no se hubiera detenido y exclamado:

—¡Wladeck!

Cuando yo también me detuve, añadió sorprendido:

—¿Qué haces aquí a estas horas?

Sólo entonces lo reconocí. Era un pariente no muy apreciado en nuestra familia. Lo considerábamos de moral dudosa y procurábamos evitarlo. Siempre encontraba alguna forma de salir de las dificultades y caer de pie empleando métodos que los demás consideraban equivocados. Su entrada en la policía no hizo más que confirmar su mala fama.

En cuanto lo identifiqué bajo su uniforme pasaron por mi mente todos esos pensamientos, pero al instante pensé que en ese momento era mi pariente más cercano, el único en realidad. Sea como fuere, me encontraba ante algo relacionado con el recuerdo de mi familia.

—Es que… —comencé. Iba a contarle cómo se habían llevado a mis padres y mis hermanos, pero no pude pronunciar ni una palabra más. Sin embargo, él lo entendió. Se me acercó y me tomó del brazo.

—Quizá haya sido mejor así —susurró, haciendo un gesto de resignación—. En realidad, cuanto antes, mejor. Es lo que nos espera a todos. —Después de un breve silencio, añadió—: Pero vente a casa. Nos animará un poco a todos.

Acepté y pasé con esos parientes mi primera noche solo.

Por la mañana fui a ver a Mieczyslaw Lichtenbaum, hijo del nuevo presidente del Consejo Judío, a quien había conocido bien cuando todavía tocaba el piano en los cafés del gueto. Me dijo que podría tocar en el casino del comando de exterminio alemán, adonde iban por la noche a distraerse los oficiales de la Gestapo y las SS después de un día agotador asesinando judíos. Estaba atendido por judíos que tarde o temprano serían también asesinados. Naturalmente, no quise aceptar semejante oferta, aunque Lichtenbaum no pudo comprender por qué no me atraía y se sintió herido cuando la rechacé. Sin más comentarios, hizo que me enrolara en una columna de trabajadores encargada de demoler los muros del antiguo gueto grande, ahora incorporado a la parte aria de la ciudad.

Al día siguiente salí del barrio judío por primera vez en dos años. Hacía un tiempo espléndido y caluroso en ese día cercano al 20 de agosto. Tan espléndido como desde hacía unas semanas, y como el último día que pasé con mi familia en el Umschlagplatz. Caminábamos en columnas de cuatro en fondo, bajo el mando de capataces judíos, escoltadas por dos SS. Nos detuvimos en la plaza Zelazna Brama. ¡De modo que en alguna parte aún había vida como esta!

Fuera del mercado, cerrado y presumiblemente convertido en una especie de almacén por los alemanes, se habían instalado vendedores ambulantes con cestas llenas de mercancías. La luz del sol avivaba los colores de frutas y verduras, hacía centellear las escamas del pescado y confería un brillo deslumbrante a las tapas de los tarros de conservas. Alrededor de los vendedores discurrían mujeres que regateaban, iban de cesta en cesta, hacían sus compras y luego se alejaban hacia el centro de la ciudad. Los comerciantes en oro y moneda repetían su monótono reclamo:

—¡Oro, compren oro. Dólares, rublos!

En determinado momento se oyó la bocina de un vehículo procedente de una bocacalle y apareció la silueta gris verdosa de un camión de policía. Los vendedores, presas del pánico, recogieron a toda prisa sus mercancías y tropezaron unos con otros en su afán por quitarse de en medio. Los gritos y la confusión se adueñaron de la plaza. ¡De modo que ni siquiera aquí iban las cosas bien del todo!

Procurábamos trabajar lo más despacio posible en la demolición del muro para que la tarea durara mucho tiempo. Los capataces judíos no nos hostigaban y ni siquiera los SS se comportaban tan mal allí como dentro del gueto. Se mantenían un poco apartados, en conversación, sin fijar la vista en nosotros.

El camión pasó de largo por la plaza y desapareció. Los vendedores recuperaron su posición inicial y la plaza quedó como si nada hubiera ocurrido. Mis compañeros dejaron el grupo de uno en uno para comprar cosas en los puestos y esconderlas en bolsas que habían llevado, o en las perneras de los pantalones y en las chaquetas. Por desgracia, yo no tenía dinero y debía contentarme con mirar, aunque me sintiera debilitado por el hambre.

Una pareja que salía del Ogród Saski se acercaba a nuestro grupo. Los dos iban muy bien vestidos. La joven era encantadora; yo no podía apartar los ojos de ella. Su boca pintada sonreía, sus caderas se balanceaban con suavidad, y el sol convertía su rubio cabello en un halo dorado y resplandeciente en torno a su cabeza. Al pasar a nuestro lado, aminoró el paso y exclamó:

—¡Mira!

El joven no entendía. La miró con ojos inquisitivos.

—¡Judíos! —dijo ella señalando hacia nosotros.

—¿Y qué? —preguntó su sorprendido acompañante, encogiéndose de hombros—. ¿Son los primeros judíos que ves en tu vida?

La mujer sonrió un poco cohibida, se acercó más a su compañero y juntos siguieron su camino en dirección al mercado.

A primera hora de la tarde conseguí que uno del grupo me prestara cincuenta zlotys. Me los gasté en pan y patatas. Me comí parte del pan, y me llevé el resto y las patatas de vuelta al gueto. Esa tarde hice el primer trato comercial de mi vida. Había pagado veinte zlotys por el pan; lo vendí por cincuenta en el gueto. Las patatas me habían costado a tres zlotys el kilo; las vendí por dieciocho. Por primera vez en mucho tiempo tenía comida suficiente Y disponía además de un pequeño capital para hacer mis compras al día siguiente.

El trabajo de demolición era muy monótono. Salíamos del gueto por la mañana temprano y permanecíamos de pie alrededor de un montón de ladrillos, haciendo como que trabajábamos, hasta las cinco de la tarde. Mis compañeros se pasaban el rato enfrascados en toda clase de transacciones, adquiriendo artículos y haciendo conjeturas sobre qué comprar, cómo llevarlo hasta el gueto y cómo venderlo allí con más provecho. Yo compraba las cosas más sencillas, sólo lo imprescindible para ganarme el sustento. Si algo me hacía pensar era mi familia: dónde estarían, a qué campo los habrían llevado, qué tal les iría allí.

Un día un viejo amigo mío pasó junto a nuestro grupo. Era Tadeusz Blumental, judío, pero de rasgos tan «arios» que no tuvo que confesar su origen y pudo vivir fuera de los muros del gueto. Se alegró de verme, pero lo apenó encontrarme en una situación tan difícil. Me dio algo de dinero y prometió que intentaría ayudarme. Me dijo que al día siguiente iría a buscarme una mujer y, si yo podía escabullirme sin que nadie se diera cuenta, me llevaría a un lugar en el que podría esconderme. La mujer fue, pero con la mala noticia de que las personas con las que supuestamente iba a quedarme no estaban de acuerdo en acoger a un judío.

Otro día, el director de la Filarmónica de Varsovia, Jan Dworakowski, me vio cuando cruzaba la plaza. Se emocionó de verdad al encontrarme. Me abrazó y comenzó a preguntarme cómo estábamos, mi familia y yo. Cuando le dije que a los demás se los habían llevado de Varsovia, me miró con algo que a mí me pareció una especial compasión y abrió la boca como si fuera a decir algo. Pero calló.

—¿Qué cree que les habrá ocurrido? —pregunté inquieto.

—¡Wladyslaw! —me tomó las manos y las apretó calurosamente entre las suyas—. Tal vez sea mejor que lo sepa… para que esté prevenido. —Dudó un instante y luego añadió, casi en un susurro—: Nunca volverá a verlos.

Se volvió rápidamente y se alejó. Cuando sólo se había apartado unos pasos, dio la vuelta de nuevo y se acercó a abrazarme, pero en ese momento yo no tuve fuerzas para responder a su cordialidad. De manera inconsciente sabía desde el principio que los cuentos alemanes sobre campos para los judíos donde los aguardaban «buenas condiciones de trabajo» para el reasentamiento eran mentira: que sólo podíamos esperar la muerte a manos de los alemanes. Pero, como otros judíos del gueto, había acariciado la ilusión de que fuera diferente, de que esta vez las promesas alemanas fueran ciertas. Cuando pensaba en mi familia intentaba imaginarlos vivos, aunque fuera en condiciones terribles, pero vivos: así al menos podríamos volver a vernos algún día. Dworakowski había destruido la estructura que con tanto esfuerzo construí para engañarme. Sólo mucho más tarde pude convencerme de que había tenido razón al hacerlo: la certidumbre de la muerte me dio la energía necesaria para salvarme en el momento crucial.

Pasé los días siguientes como en un sueño; de manera automática me levantaba por la mañana, de manera automática iba y venía, y de manera automática me acostaba al llegar la noche sobre un camastro de tablones en el almacén de muebles judíos que había sido asignado al Consejo. De un modo u otro tuve que aceptar la muerte, que entonces ya sabía cierta, de mi madre, mi padre, Halina, Regina y Henryk. Hubo un ataque aéreo soviético sobre Varsovia. Todo el mundo se fue a los refugios. Los alemanes estaban alarmados y furiosos, y los judíos encantados, aunque no podían mostrarlo. Cada vez que oíamos el zumbido de los bombarderos se nos iluminaba la cara; para nosotros era el sonido de la proximidad de la ayuda y la derrota de Alemania, lo único que podía salvarnos. Yo no bajé al refugio: me daba lo mismo vivir o morir.

Mientras tanto, nuestras condiciones de trabajo en la demolición del muro se habían deteriorado. Los lituanos que ahora nos escoltaban se aseguraban de que no compráramos nada en el mercado, y nos inspeccionaban más, y más a fondo, en el puesto de guardia principal y a nuestra vuelta al gueto. Una tarde, de improviso, se hizo una selección en nuestro grupo. Un policía joven se colocó fuera del puesto de guardia con las mangas recogidas y comenzó a dividirnos de acuerdo con el sistema de lotería, como le pareció mejor: los de la izquierda a morir, los de la derecha a vivir. Me colocó a la derecha. Los de la izquierda tenían que permanecer tumbados boca abajo en el suelo: les disparó con su revólver.

Cerca de una semana después pegaron en los muros del gueto anuncios sobre una nueva selección de los judíos que aún seguían en Varsovia. Trescientos mil habían sido ya «reasentados»; quedaban todavía alrededor de cien mil y sólo veinticinco mil iban a permanecer en la ciudad, todos ellos profesionales y trabajadores indispensables para los alemanes.

Los funcionarios del Consejo tenían que ir al patio del edificio del Consejo Judío el día señalado, y el resto de la población a la zona del gueto comprendida entre las calles Nowolipki y Gesia. Para que las cosas quedaran doblemente claras, uno de los policías judíos, un oficial llamado Blaupapier, permanecía de pie ante el edificio del Consejo con un látigo en la mano, que usaba contra cualquiera que intentara entrar.

A quienes iban a quedarse en el gueto les entregaban números estampados en trozos de papel. El Consejo tenía derecho a conservar a cinco mil de sus funcionarios. A mí no me dieron número el primer día, pero a pesar de ello dormí toda la noche, resignado a mi suerte, aunque mis compañeros estaban casi fuera de sí por la inquietud. A la mañana siguiente conseguí un número. Estábamos formados en hileras de cuatro y teníamos que esperar hasta que la comisión de control de las SS, bajo el mando del Untersturmführer Brandt, se dignara venir a contarnos, por si éramos demasiados los que íbamos a escapar de la muerte.

De cuatro en cuatro, al paso y rodeados de policías, nos dirigimos hasta la entrada del edificio del Consejo para ir a la calle Gesia, donde iban a alojarnos. Detrás de nosotros bullía la muchedumbre de condenados a morir, que gritaban, lloraban y maldecían nuestra milagrosa escapatoria, mientras los lituanos que supervisaban su tránsito de la vida a la muerte disparaban a la masa para tranquilizarla de la forma que ya les era habitual.

Así que tenía otra nueva posibilidad de vivir. Pero ¿por cuánto tiempo?