9. El Umschlagplatz

El Umschlagplatz estaba en el límite del gueto. Era un recinto junto a las vías muertas del ferrocarril, rodeado por una maraña de calles, callejuelas y senderos mugrientos. A pesar de su aspecto poco atractivo, antes de la guerra había habido ricos allí. Una de las vías muertas había sido el destino de grandes cantidades de mercancías de todo el mundo. Comerciantes judíos negociaban con ellas para luego suministrarlas a tiendas de Varsovia desde los almacenes de la calle Nalewski y el pasaje Simón. El lugar era un enorme óvalo, en parte rodeado por edificios y en parte cercado, con una serie de calles que afluían a él, como arroyos a un lago, y enlazaban con la ciudad. La zona había sido cerrada con puertas en las desembocaduras de las calles y podía contener hasta ocho mil personas.

Cuando llegamos allí, el recinto estaba aún bastante vacío. La gente iba y venía, buscando agua en vano. Era un día cálido y radiante de finales de verano. El cielo tenía un color azul grisáceo, como si fuera a convertirse en ceniza por el calor que ascendía desde el suelo pisoteado y los muros deslumbrantes de los edificios, y el ardiente sol extraía las últimas gotas de sudor de los cuerpos agotados.

En uno de los márgenes del recinto, junto a la desembocadura de una calle, había un espacio sin ocupar. Todo el mundo lo evitaba y lanzaba miradas de horror hacia él. Había unos cuerpos tendidos en el suelo: los cadáveres de quienes habían sido asesinados el día anterior por algún delito, tal vez incluso por intentar escapar. Entre cadáveres de hombres se veían los cuerpos de una mujer joven y dos muchachas con el cráneo destrozado. El muro a cuyo pie yacían los cuerpos mostraba restos de sangre y sustancia cerebral. Los niños habían sido asesinados con uno de los métodos preferidos de los alemanes: agarrándolos por las piernas, los lanzaban violentamente contra el muro. Grandes moscas negras se posaban en los cadáveres y en los charcos de sangre del suelo, y los cuerpos se hinchaban y descomponían casi a ojos vistas por el calor.

Nos habíamos instalado lo mejor que habíamos podido para esperar el tren. Mi madre estaba sentada sobre el fardo con nuestras cosas y Regina a su lado, en el suelo; yo permanecía de pie y mi padre caminaba nervioso con los brazos a la espalda, dando cuatro pasos en una dirección y cuatro pasos de vuelta. Sólo entonces, a la deslumbrante luz del sol, cuando ya carecía de sentido preocuparse por ningún plan inútil que nos salvara, tuve tiempo de examinar atentamente a mi madre. Parecía asustada, aunque se esforzaba por mantener pleno control sobre sí misma. Su pelo, en otro tiempo hermoso y siempre muy cuidado, apenas tenía ya color y le caía desgreñado sobre la cara, llena de arrugas y agobiada por las preocupaciones. Había desaparecido la luz de sus brillantes ojos negros y un tic nervioso le recorría el rostro desde la sien derecha, por la mejilla, hasta la comisura de los labios. Nunca antes me había fijado en ese gesto, una muestra de hasta qué punto estaba alterada mi madre por la escena que nos rodeaba. Regina lloraba cubriéndose la cara con las manos y las lagrimas se le escapaban entre los dedos.

Cada cierto tiempo llegaban vehículos hasta las puertas del Umschlagplatz con nuevos grupos de gente destinada al reasentamiento. Los recién llegados no ocultaban su desesperación. Los hombres daban grandes voces, y las mujeres que habían sido separadas de sus hijos gritaban y sollozaban desconsoladas. Pero enseguida la atmósfera de plomiza apatía que reinaba en el recinto comenzaba a afectarlos también a ellos. Se iban tranquilizando y sólo de vez en cuando había un breve estallido de pánico, al entrar un SS que pasaba a matar a alguien que no se había apartado de su camino con suficiente rapidez o cuya expresión no era suficientemente humilde.

Había una joven sentada en el suelo no lejos de nosotros. Tenía el vestido desgarrado y el pelo en desorden, como si hubiera peleado con alguien. Sin embargo, permanecía allí sentada bastante tranquila, con el rostro inexpresivo y los ojos fijos en algún punto del espacio. Se agarraba la garganta con los dedos muy abiertos y de cuando en cuando preguntaba, con monótona regularidad:

—¿Por qué lo he hecho? ¿Por qué lo he hecho?

Un joven que estaba de pie junto a ella, sin duda su marido, trataba de consolarla y convencerla de algo habiéndole con dulzura, pero no parecía hacerle mella.

Nos encontramos con conocidos entre las personas conducidas al recinto. Se nos acercaban, nos saludaban y, por la fuerza de la costumbre, intentaban conversar, pero la charla se interrumpía enseguida. Se alejaban, para ver si solos podían dominar mejor su preocupación.

El sol estaba cada vez más alto y brillaba con más fuerza, y el tormento del hambre y la sed se acrecentaba. La noche anterior habíamos terminado con el pan y la sopa que nos quedaba. Era difícil permanecer quieto en un sitio, así que decidí dar una vuelta; tal vez así me sentiría mejor.

Cuanta más gente llegaba, más se congestionaba la plaza; había que caminar sorteando los grupos de personas sentadas y tumbadas. En todos se hablaba del mismo tema: adonde nos iban a llevar y si de verdad nos mandaban a trabajar, como insistía en decirnos la policía judía.

Vi a un grupo de personas de edad tendidas en el suelo en una zona del recinto, hombres y mujeres que probablemente habían sido evacuados de una residencia de ancianos. De una delgadez espantosa, agotados por el hambre y el calor, era evidente que estaban al límite de su resistencia. De algunos, tumbados con los ojos cerrados, era imposible decir si ya estaban muertos o sólo muñéndose. Si íbamos a ser mano de obra, ¿qué hacían allí esos ancianos?

Mujeres con niños en brazos se arrastraban de grupo en grupo mendigando una gota de agua. Los alemanes habían cortado a propósito el abastecimiento de agua del Umschlagplatz. Los ojos de los niños estaban como sin vida, con los párpados caídos: las cabecitas colgaban de los delgados cuellos y los labios resecos se abrían como bocas de pececillos arrojados a la orilla por los pescadores.

Cuando volví junto a mi familia ya no estaban solos. Un amigo de nuestra madre se había sentado junto a ella, y su marido, en otro tiempo propietario de una gran tienda, se había unido a mi padre y a otro conocido de ambos. El comerciante estaba bastante optimista. Sin embargo, su compañero, un dentista que tenía la consulta en la calle Sliska, no lejos de nuestro piso, veía todo con tintes muy oscuros. Estaba nervioso y amargado.

—¡Qué vergüenza para todos nosotros! —casi gritó—. ¡Les estamos dejando que nos lleven a la muerte como ovejas que van al matadero! ¡Si atacáramos a los alemanes nosotros, que somos medio millón, podríamos escapar del gueto o al menos moriría con honor, no como una mancha en el rostro de la Historia!

Nuestro padre escuchaba. Bastante incómodo pero con una sonrisa amable, se encogió un poco de hombros y preguntó:

—¿Cómo puedes estar tan seguro de que nos envían a la muerte?

—Bueno, claro que no lo sé de cierto. ¿Cómo voy a saberlo? ¿Nos lo iban a decir? ¡Pero puedes estar seguro al noventa por ciento de que piensan aniquilarnos!

Nuestro padre sonrió otra vez, como si estuviera todavía más seguro de sí mismo después de esa respuesta:

—Mira —le dijo, señalándole la muchedumbre concentrada en el Umschlagplatz—. ¡No somos héroes! Somos gente normal y corriente, y por eso preferimos arriesgarnos y confiar en ese diez por ciento de posibilidades de vivir.

El comerciante estaba de acuerdo con mi padre. Su opinión era también diametralmente opuesta a la del dentista: los alemanes no podían ser tan tontos como para desperdiciar la ingente mano de obra potencial que representaban los judíos. Él pensaba que íbamos a ir a campos de trabajo, tal vez dirigidos de manera muy estricta, pero que seguramente no iban a matarnos.

Mientras tanto, la esposa del comerciante estaba contándoles a nuestra madre y a Regina que había dejado su vajilla de plata emparedada en el sótano, y que esperaba encontrarla allí cuando volviera de la deportación.

A primera hora de la tarde vimos cómo conducían al recinto a un nuevo grupo de personas destinadas al reasentamiento. Nos heló la sangre descubrir a Henryk y Halina entre ellos. Así que iban a compartir también nuestro destino, con lo que nos había consolado pensar que al menos ellos dos se salvarían.

Corrí al encuentro de Henryk, convencido de que su estúpida rectitud tenía la culpa de que Halina y él estuvieran allí. Lo bombardeé con preguntas y reproches antes de que pudiera decir ni una palabra, pero de cualquier forma no iba a dignarse responderme. Se encogió de hombros, sacó del bolsillo un librito de Shakespeare en edición de Oxford, se puso a nuestro lado y empezó a leer.

Fue Halina quien nos contó lo ocurrido. Se enteraron en el trabajo de adonde nos habían llevado y se ofrecieron voluntarios para ir al Umschlagplatz porque querían estar con nosotros.

¡Qué reacción emocional más estúpida la suya! Decidí que tenía que sacarlos de allí a cualquier precio. Al fin y al cabo, no estaban en la lista de reasentamiento. Podían permanecer en Varsovia.

El policía judío que los había llevado me conocía del café Sztuka y yo suponía que podría ablandar su corazón con bastante facilidad, sobre todo porque no había ninguna razón formal para que ellos dos estuvieran allí. Por desgracia, calculé mal: no quiso ni oír hablar de que se fueran. Como todos los policías, estaba obligado a entregar a cinco personas en el Umschlagplatz todos los días, so pena de ser reasentado él si no lo cumplía. Con Halina y Henryk alcanzaba su cuota diaria de cinco. Estaba cansado y no tenía intención de dejarlos ir para tener que ponerse a cazar a otras dos personas, Dios sabía dónde. En su opinión las cacerías no eran tarea fácil, porque la gente no iba cuando la policía la llamaba, sino que se escondía, y en cualquier caso estaba harto de todo el asunto.

Volví adonde estaba mi familia con las manos vacías. Incluso ese último intento de salvar por lo menos a dos de ellos había fracasado, igual que todos mis esfuerzos anteriores. Me senté junto a nuestra madre muy abatido.

Eran ya las cinco de la tarde, pero seguía haciendo el mismo calor y la aglomeración aumentaba a cada hora que pasaba. Algunas personas se perdían entre la masa y llamaban inútilmente a sus acompañantes. Oíamos disparos y gritos que indicaban que había cacerías en las calles próximas. La agitación se intensificaba a medida que se acercaba la hora a la que supuestamente iba a llegar el tren.

La mujer que estaba junto a nosotros seguía con la eterna pregunta. —«¿Por qué lo he hecho?»— que nos crispaba los nervios más que ninguna otra cosa. Para ese momento ya sabíamos de qué hablaba. Lo había averiguado nuestro amigo el comerciante. Cuando a todo el mundo le dijeron que abandonara el edificio, esa mujer, su marido y su hijo se habían escondido en un lugar preparado de antemano. Al pasar la policía por delante, el bebé empezó a llorar y la madre, aterrorizada, lo asfixió con sus propias manos. Pero, por desgracia, ni siquiera eso sirvió. La policía había oído el llanto del niño y descubrió el escondite.

En determinado momento se abrió paso entre la multitud en dirección a nosotros un chico con una caja de dulces colgada de una cuerda en torno a su cuello. Los vendía a precios ridículos, aunque sólo el cielo sabe qué pensaba que iba a hacer con el dinero. Reuniendo los últimos céntimos que nos quedaban, compramos un caramelo de nata. Nuestro padre lo dividió en seis trozos con su cortaplumas. Fue nuestra última comida juntos.

Hacia las seis se cernió sobre el recinto una intensa sensación de inquietud. Habían llegado varios vehículos alemanes y la policía inspeccionaba a quienes estaban destinados al reasentamiento, descartando a los jóvenes y fuertes. Era evidente que esos afortunados iban a servir para otros fines. Una masa de muchos miles de personas empezó a empujar en esa dirección; gritaban y trataban de adelantarse para mostrar sus cualidades físicas. Los alemanes respondieron haciendo fuego. El dentista, que todavía estaba en nuestro grupo, apenas pudo contener la indignación. Se lanzó furioso contra mi padre, como si todo fuera culpa suya:

—¿Me crees ahora cuando digo que nos van a matar a todos? La gente más apta para el trabajo se va a quedar aquí. ¡En esa dirección está la muerte!

La voz se le rompía al intentar imponerla al ruido de la multitud y los disparos, al tiempo que señalaba la dirección que iban a tomar los transportes.

Abatido y apesadumbrado, mi padre no contestó. El comerciante se encogió de hombros y sonrió irónicamente; seguía optimista. No pensaba que la selección de unos pocos cientos de personas significara nada.

Los alemanes habían elegido por fin su mano de obra y se iban, pero la agitación de la multitud no se calmaba. Poco después oímos el silbido de una locomotora en la distancia y el traqueteo de los vagones sobre los raíles al acercarse. A los pocos minutos divisamos el tren: más de una docena de vagones de ganado y de mercancías rodaban lentamente hacia nosotros. La brisa del atardecer, que soplaba de la misma dirección, nos traía una oleada sofocante de olor a cloro.

Al mismo tiempo, el cordón de policías judíos y miembros de las SS que rodeaba el recinto se hizo más denso y comenzó a abrirse paso hasta el centro. Otra vez oímos disparos hechos para asustarnos. De la apretada multitud se elevaban los lamentos de las mujeres y el llanto de los niños.

Estábamos listos para salir. ¿Por qué esperar? Cuanto antes estuviéramos en los vagones, mejor. Había una línea de policía situada a cierta distancia del tren, con lo que quedaba un camino ancho y despejado para la multitud. El camino conducía a las puertas abiertas de los vagones tratados con cloro.

Cuando conseguimos abrirnos paso hasta el tren, los primeros vagones estaban ya llenos. La gente se apiñaba de pie dentro de ellos. Los SS seguían empujando con la culata de sus rifles, a pesar de que desde el interior llegaban fuertes gritos y lamentos por la falta de aire. Además, el olor a cloro hacía que resultara difícil respirar, incluso a cierta distancia de los vagones. ¿Qué habían transportado en ellos para que les hubiera parecido necesario clorarlos tanto? Estábamos hacia la mitad del tren cuando, de repente, oí a alguien gritar:

—¡Aquí, Szpilman! ¡Aquí!

Una mano me agarró por el cuello y tiró de mí hacia atrás, fuera del cordón de policía.

¿Quién se atrevía a hacer algo así? No quería que me separaran de mi familia. ¡Quería estar con ellos!

Lo que veía ahora eran apretadas hileras de policías de espaldas. Me lancé contra ellas, pero no se abrieron. Entre las cabezas de los policías pude ver a nuestra madre y a Regina que, ayudadas por Halina y Henryk, se encaramaban a los vagones, mientras nuestro padre me buscaba con los ojos.

—¡Papá! —grité.

Me vio y dio unos pasos en dirección a mí, pero entonces vaciló y se detuvo. Estaba pálido y le temblaban los labios. Esbozó una dolorida sonrisa de impotencia, levantó la mano y me dijo adiós con ella, como si yo estuviera colocado en el lado de la vida y él me saludara ya desde la tumba. Dio media vuelta y se dirigió a los vagones.

Me lancé de nuevo con todas mis fuerzas contra los hombros de los policías.

—¡Papá! ¡Henryk! ¡Halina!

Grité como si estuviera poseído, aterrorizado al pensar que en ese instante crucial no iba a llegar hasta ellos y quedaríamos separados para siempre.

Uno de los policías se volvió y me miró colérico:

—¿Qué demonios estás haciendo? ¡Vete, sálvate!

¿Salvarme? ¿De qué? En una fracción de segundo supe lo que le esperaba a la gente de los vagones de ganado. Estaba aterrorizado. Miré hacia atrás. Vi el recinto abierto, los andenes del ferrocarril y más allá las calles. Impulsado por un invencible miedo animal, corrí hacia las calles, me deslicé entre una columna de trabajadores del Consejo que salía en ese momento y crucé la puerta.

Cuando pude volver a pensar con claridad me encontraba en una acera, entre edificios. Un SS salía de una de las casas con un policía judío. El alemán tenía un rostro arrogante e impasible; era evidente que el policía se humillaba ante él, le sonreía, se esforzaba por complacerlo. Señalaba hacia el tren que estaba en el Umschlagplatz y decía al alemán, con familiaridad de camarada y en tono sarcástico:

—¡Allá van a fundirse!

Miré hacia donde apuntaba. Habían cerrado las puertas de los vagones y el tren estaba poniéndose en marcha, lenta y penosamente.

Volví la cara y avancé tambaleante por la calle vacía, llorando en voz alta, perseguido por los gritos apagados de la gente encerrada en los vagones. Sonaban como un gorjeo de pájaros enjaulados destinados a morir.