8. Un hormiguero amenazado

En esos días Goldfeder y yo estábamos intentando organizar un concierto matinal por el aniversario de la formación de nuestro dúo. Iba a ser en el jardín del Sztuka el sábado 25 de julio de 1942. Nos sentíamos optimistas. Teníamos el corazón puesto en ese concierto y nos habíamos tomado muchas molestias para prepararlo. Estábamos en vísperas del acontecimiento y apenas podíamos creer que se fuera a celebrar. Confiábamos en que los rumores sobre el reasentamiento se demostraran infundados una vez más. El domingo 19 de julio toqué en el jardín de otro café, en la calle Nowolipki, sin saber que iba a ser mi última actuación en el gueto. El jardín del café estaba lleno, pero el ambiente era bastante sombrío.

Después de la actuación pasé por el Sztuka. Era tarde y ya no quedaba nadie en el café; sólo los empleados se afanaban en los últimos quehaceres del día. Me senté un momento con el encargado. Estaba muy apagado y daba las órdenes sin convicción, como para cubrir las apariencias.

—¿Estás ya preparando todo para nuestro concierto del sábado? —pregunté.

Me miró como si no supiera de qué le hablaba. Luego su rostro mostró cierta compasión irónica por mi ignorancia de los acontecimientos que habían dado un giro totalmente diferente al destino del gueto.

—¿Pero crees que el sábado seguiremos vivos? —inquirió, inclinándose sobre la mesa para acercarse a mí.

—¡Estoy seguro de que sí! —respondí.

Entonces, como si mi respuesta le hubiera abierto nuevas perspectivas de seguridad y como si esa seguridad dependiera de mí, me agarró la mano y dijo con fervor:

—Mira, si de verdad seguimos vivos, puedes pedir lo que quieras para cenar aquí el sábado, por cuenta mía, y… —Dudó un instante pero decidió hacer las cosas bien y añadió—: ¡Y puedes pedir lo mejor de la bodega del Sztuka, también por mi cuenta y en la cantidad que quieras!

Según los rumores, la «operación» de reasentamiento iba a comenzar el domingo por la noche. Sin embargo, esa noche fue tranquila y el lunes por la mañana la gente estaba más animada. Quizá, una vez más, los rumores eran infundados.

Pero a primera hora de la tarde hubo un nuevo brote de pánico: según las últimas informaciones, la operación iba a comenzar esa noche con el reasentamiento de los ocupantes del gueto pequeño y esta vez no había dudas. Agitados grupos de gente que arrastraba bultos y grandes baúles comenzaron a trasladarse desde el gueto pequeño al grande, cruzando la pasarela que los alemanes habían construido sobre la calle Chlodna para cortarnos la última posibilidad de contacto con el barrio ario. Esperaban estar fuera de la zona amenazada antes del toque de queda. Nosotros, siguiendo con la actitud fatalista de mi familia, nos quedamos donde estábamos. Muy entrada la noche los vecinos oyeron noticias de que el cuartel de la policía polaca estaba en alerta. Así que era verdad que estaba a punto de ocurrir algo malo. No me pude dormir hasta las cuatro de la madrugada y permanecí sentado junto a la ventana abierta. Pero esa noche también fue tranquila.

El martes por la mañana Goldfeder y yo fuimos al organismo administrativo del Consejo Judío. Todavía no habíamos perdido la esperanza de que las cosas se resolvieran de algún modo y queríamos obtener información oficial del Consejo sobre los planes alemanes para el gueto a lo largo de los días siguientes. Casi habíamos llegado al edificio cuando pasó a nuestro lado un coche descubierto. En él, rodeado de policías, pálido y sin sombrero, iba el coronel Kon, jefe del departamento de salud comunitaria. Muchos otros funcionarios judíos habían sido arrestados al mismo tiempo y en las calles había comenzado una cacería.

A primera hora de la tarde de ese mismo día ocurrió algo que conmocionó toda Varsovia a ambos lados del muro. Un famoso cirujano polaco, el doctor Raszeja, destacado experto en su campo y profesor de la Universidad de Poznan, había sido llamado al gueto para realizar una difícil intervención quirúrgica. El cuartel general de la policía alemana en Varsovia le había dado un salvoconducto para entrar en el gueto, pero cuando ya estaba allí y había comenzado la intervención, los SS irrumpieron en el piso donde se desarrollaba y dispararon primero sobre el paciente, que estaba anestesiado en la mesa de operaciones, y luego sobre el cirujano y todos los demás presentes.

El miércoles 22 de julio fui a la ciudad hacia las diez de la mañana. El ambiente en las calles era un poco menos tenso que la noche anterior. Circulaba un rumor tranquilizador en el sentido de que los funcionarios del Consejo arrestados la víspera habían sido puestos en libertad. Así pues, los alemanes no pensaban reasentarnos todavía, porque en ese caso (como sabíamos por informes llegados de fuera de Varsovia, donde hacía mucho tiempo que habían sido reasentadas comunidades mucho más pequeñas) siempre comenzaban liquidando a los funcionarios.

Eran las once cuando llegué a la pasarela sobre la calle Chlodna. Caminaba sumido en mis pensamientos, y al principio no me di cuenta de que la gente se había detenido en lo alto del puentecillo y señalaba algo. Luego todo el mundo se dispersó con gran nerviosismo.

Estaba a punto de subir los escalones que conducían hasta el arco de madera de la pasarela, cuando un amigo al que hacía bastante tiempo que no veía me agarró por el brazo.

—¿Qué haces aquí? —Estaba muy agitado y al hablar tenía un temblor cómico en el labio inferior, como el del hocico de un conejo—. ¡Vuelve a casa enseguida!

—¿Qué ocurre?

—La operación empieza dentro de una hora.

—Eso es imposible.

—¿Imposible? —lanzó una carcajada amarga y nerviosa, me hizo girar hasta ponerme de cara a la barandilla y señaló hacia la calle Chlodna—. ¡Mira eso!

Un destacamento de soldados vestidos con un uniforme amarillo que no conocíamos marchaba por la calle Chlodna, conducido por un suboficial alemán. Cada pocos pasos la unidad se detenía y uno de los soldados se quedaba en posición junto al muro del gueto.

—¡Ucranianos! ¡Estamos rodeados! —sollozó casi. Luego bajó las escaleras a toda prisa, sin despedirse.

En efecto, hacia mediodía las tropas comenzaron a desalojar los domicilios de ancianos y veteranos, y los refugios nocturnos. En estos últimos vivían campesinos judíos de los alrededores de Varsovia que habían sido internados en el gueto, así como judíos expulsados de Alemania, Checoslovaquia, Rumanía y Hungría. A primera hora de la tarde había ya carteles por la ciudad que anunciaban el comienzo de la operación de reasentamiento. Todos los judíos aptos para el trabajo iban a ir al este. Cada uno podía llevar veinte kilos de equipaje, provisiones para dos días y sus joyas. Cuando llegaran a su destino, los que estuvieran en condiciones de trabajar serían alojados en cuarteles y ocuparían puestos de trabajo en las fábricas alemanas de la región. Sólo estaban exentos los funcionarios del Consejo y las instituciones sociales judías. Por primera vez un decreto no llevaba la firma del presidente del Consejo Judío. Czerniaków se había dado muerte tomando cianuro.

Finalmente había ocurrido lo peor: todo un barrio de medio millón de habitantes iba a ser reasentado. Parecía absurdo, nadie podía creerlo.

Durante los primeros días la operación se desarrolló por el sistema de lotería. Se rodeaban edificios al azar, ora en una parte del gueto, ora en otra. De un silbido se convocaba en el patio de una casa a sus habitantes; todos ellos eran cargados sin excepción —sea cual fuera su edad y su sexo, desde bebés hasta ancianos— en vehículos tirados por caballos que los transportaban hasta el Umschlagplatz, el centro de reunión y tránsito. Entonces se apiñaba a las víctimas en vagones y se las enviaba hacia lo desconocido.

Al principio toda la operación la realizaba la policía judía, conducida por tres ayudantes de los verdugos alemanes: el coronel Szerynski, y los capitanes Lejkin y Ehrlich, que no eran menos peligrosos y despiadados que los propios alemanes. Tal vez eran incluso peores, porque cuando encontraban a gente que se había ocultado en algún rincón en vez de bajar al patio, era fácil convencerlos para que cerraran los ojos, pero sólo a cambio de dinero. No los conmovían las lágrimas ni las súplicas, ni siquiera el llanto desesperado de los niños.

Como se habían cerrado las tiendas y se habían cortado todos los suministros del gueto, el hambre se extendió un par de días después, alcanzando esta vez a todo el mundo. La gente no permitió que eso le afectara gran cosa: estaba detrás de algo más importante que la comida. Quería certificados de empleo.

Sólo se me ocurre una comparación capaz de dar una idea de nuestra existencia en esos días y horas terribles: era como vivir en un hormiguero amenazado. Cuando el pie brutal de algún idiota desconsiderado comienza a destruir la vivienda de esos insectos con el tacón de su bota de clavos, las hormigas corren a toda prisa de aquí para allá, buscando cada vez con más empeño una salida, una forma de ponerse a salvo; pero, sea porque se encuentran paralizadas por lo repentino del ataque, o preocupadas por la suerte de su descendencia y de cualquier cosa que puedan salvar, vuelven hacia atrás una y otra vez como si estuvieran bajo alguna influencia funesta, en lugar de ponerse a salvo, y regresan siempre a las mismas sendas y los mismos lugares, incapaces de salir del círculo mortal: así mueren. Igual que nosotros.

Aunque fue un periodo terrible para la población judía, los alemanes hicieron muy buenos negocios. En el gueto brotaron empresas alemanas como los hongos después de la lluvia, y todas estaban dispuestas a hacernos certificados de empleo. Naturalmente por unos cuantos miles, pero la magnitud de las sumas no disuadió a la gente. A la puerta de esas empresas había largas colas, que asumían proporciones gigantescas en el caso de las oficinas de fábricas realmente grandes e importantes, como Toebbens y Schultz. Quienes habían tenido la suerte de hacerse con certificados de empleo prendían pequeños letreros en sus ropas con el nombre del lugar donde se suponía que trabajaban. Pensaban que eso los protegía del reasentamiento.

Podría haber conseguido sin dificultad uno de tales certificados, pero otra vez, como ocurrió con la vacuna del tifus, sólo para mí. A ninguno de mis conocidos, ni siquiera a los mejor relacionados, le habría resultado concebible la idea de proporcionar certificados para toda mi familia. Seis certificados gratis: sin duda era esperar mucho, pero yo no podía permitirme el lujo de pagar siquiera el precio más bajo para todos nosotros. Vivía al día y nos comíamos todo lo que ganaba. El comienzo de la operación en el gueto me había sorprendido con sólo unos cuantos cientos de zlotys en el bolsillo. Estaba destrozado por mi impotencia y por tener que ver cómo mis amigos ricos garantizaban de la manera más fácil la seguridad de su familia. Descuidado, con la barba crecida, sin haber probado bocado, me pasaba el día yendo de una empresa a otra y pidiendo a la gente que se apiadara de nosotros. Después de seis días así, llamando a todas las puertas posibles, conseguí reunir los certificados.

Debió de ser la semana anterior al comienzo de la operación cuando vi a Román Kramsztyk por última vez. Estaba demacrado y nervioso, pero trataba de ocultarlo. Le alegró verme.

—Qué, ¿todavía no has salido de gira? —dijo, tratando de hacer una broma.

—No. —Fue toda mi respuesta. No me apetecía bromear. Luego le hice las preguntas que nos hacíamos siempre entonces—. ¿Qué piensas? ¿Nos reasentarán a todos?

En lugar de responder a mi pregunta, la eludió con una exclamación:

—¡Qué mal aspecto tienes! —Me miró con aire compasivo—. Te tomas todo esto demasiado en serio.

—¿Cómo evitarlo? —dije, encogiéndome de hombros.

Sonrió, encendió un cigarrillo, estuvo un momento callado y luego prosiguió:

—Ya verás como todo esto termina el día menos pensado, porque… —y abrió los brazos— porque realmente no tiene ningún sentido, ¿verdad?

Dijo esto con una convicción entre cómica y desvalida, como si la absoluta insensatez de lo que estaba ocurriendo fuera prueba evidente de que iba a terminar.

Por desgracia, no fue así. Las cosas incluso empeoraron con la llegada de los lituanos y ucranianos en los días siguientes. Eran tan venales como la policía judía, pero de modo diferente. Aceptaban sobornos y, en cuanto los habían recibido, mataban a la gente cuyo dinero acababan de aceptar. Les gustaba matar de cualquier manera: por deporte o para facilitar su trabajo, como práctica de tiro o por mera diversión. Mataban a un niño ante los ojos de su madre y encontraban graciosa la desesperación de esta. Disparaban a la gente en el estómago para ver cómo sufría. A veces unos cuantos ponían a sus víctimas en fila y les lanzaban granadas de mano desde cierta distancia para ver quién tenía mejor puntería. En todas las guerras se señalan pequeños grupos que comparten origen étnico: minorías demasiado cobardes para luchar a las claras, demasiado insignificantes para desempeñar un papel político independiente, pero lo suficientemente despreciables para actuar como verdugos a sueldo de una de las potencias en liza. En esta guerra fueron los fascistas ucranianos y lituanos.

Román Kramsztyk fue uno de los primeros en morir cuando empezaron a tomar parte en la operación de reasentamiento. El edificio en el que vivía fue rodeado, pero él no bajó al patio al oír el silbato. Prefirió que lo fusilaran en casa, entre sus cuadros.

Hacia esa época murieron los agentes de la Gestapo Kon y Heller. No habían afianzado su posición con suficiente habilidad, o tal vez eran demasiado ahorrativos. Sólo pagaban a uno de los dos cuarteles generales de las SS en Varsovia y tuvieron la mala suerte de caer en manos de hombres del otro. Las autorizaciones que presentaron, al proceder de la unidad rival de las SS, enfurecieron aún más a sus captores, que no se contentaron con disparar sin más contra Kon y Heller, sino que dispusieron que fueran a recogerlos camiones de basura y sobre ellos, entre desechos e inmundicias, hicieron los dos potentados su último viaje a través del gueto hasta una fosa común.

Los ucranianos y los lituanos no prestaban atención a ningún certificado de empleo. Los seis días que dediqué a hacerme con los nuestros fueron tiempo perdido. Pensé que había que trabajar de verdad; la cuestión era cómo lograrlo. Me descorazoné del todo. Me pasaba el día en la cama oyendo los sonidos que llegaban de la calle. Cada vez que oía retumbar ruedas sobre el pavimento era presa del pánico. Esos vehículos se llevaban a la gente al Umschlagplatz. Pero no siempre atravesaban el gueto en línea recta: cualquiera de ellos podía detenerse a la puerta de nuestro edificio. En cualquier momento podíamos oír el silbato en el patio. Una y otra vez saltaba de la cama para asomarme a la ventana, me tumbaba de nuevo y volvía a levantarme.

Era el único de la familia que actuaba con tan vergonzosa falta de carácter. Quizá fuera porque, al ser el único que tenía alguna posibilidad de salvar al resto por mi popularidad como intérprete, me sentía responsable.

Mis padres y hermanos sabían que no tenían nada que hacer. Se concentraban en controlarse al máximo y mantener la ficción de una vida cotidiana normal. Nuestro padre tocaba el violín todo el día, Henryk estudiaba, Regina y Halina leían, y nuestra madre nos zurcía la ropa.

Los alemanes dieron con otra brillante idea para facilitar su trabajo. Colocaron en las paredes decretos que decían que todas las familias que se presentaran de manera voluntaria en el Umschlagplatz para «emigrar» recibirían una hogaza de pan y un kilo de mermelada por persona, y que esas familias voluntarias no serían separadas. La oferta tuvo una respuesta masiva. La gente se mostró ansiosa de aceptarla porque estaba hambrienta, y porque tenía la esperanza de recorrer en compañía el camino, difícil y desconocido, hacia su destino.

De manera inesperada, Goldfeder vino en nuestra ayuda. Tenía la posibilidad de emplear a determinado número de personas en el centro de recogida próximo al Umschlagplatz donde se clasificaban los muebles y enseres de las viviendas de los judíos que ya habían sido reasentados. Encontró acomodo allí para nuestro padre, Henryk y yo, y luego conseguimos que se nos unieran las mujeres de la familia, aunque ellas no trabajaban en el centro de recogida sino que cuidaban de nuestro nuevo «hogar» en el edificio que era nuestro cuartel. Las raciones no eran nada especial: recibíamos cada uno media hogaza de pan y cuarto de litro de sopa al día, y teníamos que administrarlo bien para saciar el hambre lo mejor posible.

Fue mi primer trabajo para los alemanes. Acarreaba muebles, espejos, alfombras, ropa interior, ropa de casa y vestidos todo el día, de la mañana a la noche: cosas que habían pertenecido a alguien sólo unos días antes, que habían mostrado que determinado interior era el hogar de personas con o sin gusto, ricas o pobres, amables o crueles. Ahora no pertenecían a nadie; se incorporaban a pilas y montones de objetos, se trataban sin ningún cuidado y, sólo en ocasiones, cuando transportaba en mis brazos un hato de ropa interior, surgía de él con gran delicadeza, como un recuerdo, la fragancia del perfume favorito de alguien o acertaba a ver por un instante monogramas de color sobre un fondo blanco. Pero no tenía tiempo de pensar en esas cosas. Cualquier instante de contemplación o de distracción acarreaba un doloroso golpe con la porra de caucho, o una patada con la bota de puntera metálica de un policía. Podía costar incluso la vida, como les ocurrió a los jóvenes que fueron fusilados en el acto porque se les cayó un espejo de salón y se les rompió.

A primera hora de la mañana del 2 de agosto llegó la orden de que todos los judíos tenían que dejar el gueto pequeño antes de las seis de la tarde de ese día. Conseguí sacar tiempo para ir a buscar algo de ropa a la calle Sliska, además de mis composiciones, una colección de reseñas de mis actuaciones y mi trabajo creativo como compositor, y el violín de nuestro padre. Me lo llevé a nuestro cuartel, con mucho trabajo, en un carro de mano. Era todo lo que teníamos.

Un día, hacia el 5 de agosto, en el que había hecho un breve descanso en el trabajo y caminaba por la calle Gesia, vi a Janusz Korczak y sus huérfanos abandonar el gueto.

Se había ordenado que la evacuación del orfanato judío que dirigía Janusz Korczak se realizara esa mañana. Los niños tenían que salir solos. Él tuvo la oportunidad de salvarse, pero consiguió con muchas dificultades que los alemanes se lo llevaran también. Había dedicado largos años de su vida a los niños y ahora, en el último viaje, no iba a dejarlos solos. Quería facilitarles las cosas. Les dijo a los huérfanos que se iban al campo, así que debían estar alegres. Por fin podrían cambiar los horribles y agobiantes muros de la ciudad por praderas llenas de flores, arroyos en los que bañarse, y bosques rebosantes de bayas y setas. Les dijo que se pusieran sus mejores ropas y así salieron al patio, de dos en dos, bien vestidos y de excelente humor.

Al frente de la pequeña columna iba un SS que, como buen alemán, amaba a los niños, incluso cuando estaba a punto de verlos en camino hacia el otro mundo. Sentía especial aprecio por un muchacho de doce años, violinista, que llevaba su instrumento bajo el brazo. El SS le dijo que se pusiera en cabeza del cortejo y tocara, y así iniciaron la marcha.

Cuando me los encontré en la calle Gesia iban sonrientes y cantando a coro; el pequeño violinista tocaba para ellos y Korczak llevaba en brazos a dos de los niños más pequeños, que también sonreían, y les contaba algún cuento divertido.

Estoy seguro de que incluso en la cámara de gas, cuando el fluido letal los estuviera ahogando y convirtiendo en terror la esperanza de sus corazones, «el viejo doctor» les susurraría en un último esfuerzo que todo estaba bien y que todo iba a salir bien, para ahorrar a sus pupilos, al menos, el miedo ante el paso de la vida a la muerte.

Finalmente, el 16 de agosto de 1942 llegó nuestro turno. Se había hecho una selección en el centro de recogida, y sólo Henryk y Halina fueron aprobados como aptos para trabajar. A nuestro padre, a Regina y a mí nos dijeron que volviéramos al cuartel. Una vez que estuvimos allí, rodearon el edificio y oímos el silbato en el patio.

Era inútil seguir luchando. Había hecho cuanto había podido para salvarnos, a mis seres queridos y a mí. Desde el principio había resultado evidente que era imposible. Quizá al menos a Halina y a Henryk les iría mejor que al resto de nosotros.

Nos vestimos deprisa, entre gritos y disparos que llegaban del patio. Nuestra madre hizo un pequeño fardo con todo lo que encontró a mano y bajamos las escaleras.