A comienzos de la primavera de 1942 cesaron de repente en el gueto las cacerías humanas, que hasta entonces habían revestido carácter de persecución sistemática. Si eso hubiera ocurrido dos años antes, la gente se habría sentido aliviada y lo habría tomado como una razón para alegrarse; habría acariciado la ilusión de que era un cambio a mejor. Pero para entonces, después de dos años y medio de vivir junto a los alemanes, nadie podía hacerse ilusiones. Si habían detenido las cacerías era sólo porque se les había ocurrido otra idea mejor para atormentarnos. La cuestión era: ¿Qué idea? La gente se lanzaba a las más fantásticas suposiciones y, en lugar de sentirse más calmada, estaba el doble de nerviosa que antes.
Al menos podíamos dormir tranquilos en casa por el momento, y Henryk y yo no teníamos que pasar toda la noche en la clínica del doctor a la menor alarma. Era un sitio muy incómodo. Henryk dormía sobre la mesa de operaciones y yo en la silla de ginecología, y cuando me despertaba por la mañana lo primero que veía eran las radiografías colgadas a secar por encima de mi cabeza con corazones enfermos, pulmones tuberculosos, vesículas llenas de cálculos y huesos rotos. Sin embargo, nuestro amigo el doctor, que dirigía la sociedad propietaria de la clínica, había tenido razón al decir que ni siquiera durante la más feroz incursión nocturna entrarían los jefes de la Gestapo a registrarla, por lo que era el único lugar en el que podíamos dormir a salvo.
La aparente calma total duró hasta un viernes de la segunda mitad del mes de abril, cuando un inesperado vendaval de miedo barrió el gueto. No parecía que hubiera razón para ello, porque si preguntabas a alguien por qué estaba tan asustado y afligido, o qué pensaba que iba a ocurrir, nadie tenía una respuesta concreta. Pero inmediatamente después del mediodía todas las tiendas cerraron y la gente se escondió en su casa.
Yo no estaba seguro de lo que ocurriría en el café. Fui al Sztuka como de costumbre, pero lo hallé cerrado. Me puse especialmente nervioso al volver a casa cuando, a pesar de todas las indagaciones que hice entre los conocidos míos que solían estar bien informados, no pude averiguar qué pasaba. Nadie lo sabía.
Permanecimos todos levantados y vestidos de calle hasta las once, pero entonces decidimos irnos a la cama porque fuera todo parecía tranquilo. Estábamos casi seguros de que el pánico había sido consecuencia de rumores sin fundamento. Nuestro padre fue el primero en salir por la mañana. Volvió a los pocos minutos, pálido y alarmado: los alemanes habían entrado en muchos edificios durante la noche, habían sacado a la calle a unos setenta hombres y los habían fusilado. Hasta ese momento nadie había recogido los cadáveres.
¿Qué significaba eso? ¿Qué les había hecho esa gente a los alemanes? Estábamos horrorizados e indignados.
La respuesta llegó a primera hora de la tarde, cuando se pegaron carteles en las calles vacías. Las autoridades alemanas nos informaban de que se habían visto obligadas a limpiar nuestra parte de la ciudad de «elementos indeseables», pero que su acción no afectaba a la población leal: las tiendas y los cafés debían volver a abrir de inmediato, y la gente debía reanudar su vida cotidiana, que no corría ningún peligro.
Es verdad que el mes siguiente transcurrió en paz. Era mayo e incluso en el gueto florecían lilas aquí y allá en los escasos jardincillos, mientras que de las acacias colgaban racimos de flores en ciernes que se hacían más pálidas cada día. Cuando estaban a punto de abrirse del todo las flores, los alemanes se acordaron de que existíamos. Pero esta vez había una diferencia: no planeaban ocuparse de nosotros ellos mismos, sino que delegaron la responsabilidad de las cacerías humanas en la policía y la oficina de trabajo judías.
Henryk había tenido razón cuando se negó a entrar en la policía y la describió como una banda de ladrones. Estaba compuesta sobre todo por jóvenes de las clases más prósperas de la sociedad, y entre ellos había varios conocidos de Henryk. A todos nos horrorizaba ver que esos hombres a los que habíamos estrechado la mano y tratado como amigos, hombres que hacía poco eran todavía personas decentes, se habían convertido en seres despreciables. Tal vez se podría decir que habían captado el espíritu de la Gestapo. Tan pronto como se pusieron el uniforme y la gorra de policías, y se colgaron la porra de caucho, su naturaleza cambió. Ahora su máxima ambición era estar en estrecho contacto con la Gestapo, ser útiles a los oficiales de la Gestapo, desfilar por la calle con ellos, hacer gala de sus conocimientos de alemán y competir con sus amos por el rigor en el trato a la población judía. Eso no les impidió formar en la policía una banda de jazz que, dicho sea de paso, era excelente.
Durante la cacería humana de mayo cercaron las calles con la profesionalidad de los SS de pura raza. Andaban a zancadas con sus elegantes uniformes, dando grandes y destempladas voces a imitación de los alemanes, y golpeando a la gente con las porras de caucho.
Estaba todavía en casa cuando llegó corriendo mi madre con noticias de la cacería: habían detenido a Henryk. Decidí ayudarlo a escapar a cualquier precio, aunque con lo único que podía contar era con mi popularidad como pianista; ni siquiera tenía la documentación en orden. Conseguí atravesar una serie de cordones, en los que me detenían y luego me dejaban seguir, antes de llegar al edificio de la oficina de trabajo. Delante de él había bastantes hombres a los que los policías, como perros pastores, iban congregando desde todas direcciones. El rebaño seguía aumentando con la llegada de nuevos grupos desde las calles próximas. Con dificultad conseguí llegar hasta el director adjunto de la oficina de trabajo y arrancarle la promesa de que Henryk estaría de nuevo en casa antes de que oscureciera.
Y así fue, aunque —para mi sorpresa— Henryk estaba furioso conmigo. Pensaba que no tenía que haberme rebajado suplicando a seres tan indignos como los policías y el personal de la oficina de trabajo.
—¿Así que habrías preferido que te llevaran, verdad?
—¡Eso no tiene nada que ver contigo! —respondió refunfuñando—. Era a mí a quien querían, no a ti. ¿Por qué te metes en los asuntos de los demás?
Me encogí de hombros. ¿Para qué discutir con un loco?
Esa tarde anunciaron que el toque de queda se retrasaba hasta la media noche, con el fin de que las familias de quienes «habían sido enviados a trabajar» tuvieran tiempo para llevarles sábanas, una muda y comida para el viaje. Tanta «magnanimidad» por parte de los alemanes resultaba en verdad conmovedora y se debía en gran parte al esfuerzo de la policía judía por ganarse nuestra confianza.
Hasta mucho después no supe que el millar de hombres capturados en el gueto habían sido llevados directamente al campo de Treblinka, para que los alemanes pudieran probar la eficacia de las cámaras de gas y los hornos crematorios recién construidos.
Pasó otro mes de paz y tranquilidad, y luego, una tarde de junio, hubo un baño de sangre en el gueto. Estábamos muy lejos de tener la menor idea de lo que estaba a punto de ocurrir. Hacía calor y, después de cenar, levantamos las persianas del comedor y abrirnos de par en par las ventanas para que entrara el aire fresco del atardecer. El vehículo de la Gestapo llegó a la casa de enfrente a tal velocidad y los disparos de advertencia fueron tan rápidos que, antes de que pudiéramos saltar de la mesa y correr hasta la ventana, las puertas del edificio estaban ya abiertas y podíamos oír a los SS gritando en su interior. Las ventanas estaban también abiertas y a oscuras, pero oíamos un gran tumulto detrás de ellas. Rostros asustados emergían de la penumbra y retrocedían enseguida. A medida que los alemanes subían por las escaleras con sus botas de montar, se encendían las luces de una planta tras otra. En el piso que había justo enfrente del nuestro vivía un hombre de negocios con su familia; los conocíamos de vista. Cuando se encendieron también allí las luces e irrumpieron en la habitación varios SS con casco y las metralletas listas para disparar, los habitantes de la casa estaban sentados a la mesa exactamente igual que nosotros un momento antes. Se quedaron paralizados por el terror. El suboficial que conducía el destacamento se tomó esa actitud como un insulto personal. Mudo de indignación, permaneció de pie escrutando a los comensales. Momentos después rugió con violencia:
—¡En pie!
Se levantaron de las sillas lo más deprisa posible, todos menos el cabeza de familia, un anciano impedido. El suboficial estaba furioso. Se acercó a la mesa, apoyó los brazos en ella, miró fijamente al anciano y gritó por segunda vez:
—¡En pie!
El anciano se aferró a los brazos de la butaca para apoyarse e hizo esfuerzos desesperados por ponerse en pie, sin conseguirlo. Antes de que pudiéramos comprender lo que ocurría, los alemanes agarraron al enfermo, lo levantaron del suelo con butaca y todo, acercaron la butaca hasta el balcón y la arrojaron a la calle desde el tercer piso.
Nuestra madre lanzó un gritó y cerró los ojos. Nuestro padre retrocedió al interior de la habitación. Halina se precipitó tras él y Regina rodeó con su brazo los hombros de mamá, diciendo bastante alto y muy claro, en tono autoritario:
—¡Silencio!
Henryk y yo no podíamos despegarnos de la ventana. Vimos al anciano suspendido en el aire todavía con su butaca durante un segundo o dos, y luego separado de ella. Oímos caer la butaca a la calle y el golpe de un cuerpo al estrellarse contra los adoquines. Nos quedamos allí en silencio, clavados, incapaces de retroceder o de apartar la mirada de la escena que teníamos delante.
Mientras tanto, los SS habían sacado a una veintena de hombres del edificio hasta la calle. Encendieron los faros del coche, obligaron a los prisioneros a ponerse de espaldas a las luces, arrancaron el motor e hicieron que los hombres corrieran por delante de ellos en el blanco cono de luz. Oímos gritos crispados procedentes de las ventanas del edificio y una ráfaga de ametralladora que llegó desde el coche. Los hombres que corrían delante de él cayeron uno tras otro; se alzaban en el aire con los disparos, daban vueltas de campana y describían círculos, como si el tránsito de la vida a la muerte fuera un salto en extremo difícil y complejo. Sólo uno de ellos consiguió apartarse y salir del cono de luz. Corría con todas sus fuerzas y parecía que fuera a alcanzar la calle que cruzaba la nuestra. Pero el coche tenía un foco giratorio en el techo para esa eventualidad. Se encendió, buscó al fugitivo, hubo otra ráfaga y al corredor le llegó el turno de brincar en el aire. Levantó los brazos, se arqueó hacia atrás al saltar y cayó de espaldas.
Todos los SS subieron al coche y se alejaron pasando por encima de los muertos. El vehículo se balanceó un poco, como si hubiera encontrado pequeños baches.
Esa noche murieron en el gueto alrededor de un centenar de personas, pero la operación no causó ni con mucho tanta impresión como la primera. Las tiendas y los cafés abrieron como de costumbre al día siguiente.
Había otra cosa que interesaba a la gente en esa época: entre sus restantes actividades cotidianas, los alemanes se habían aficionado a hacer películas. Nos preguntábamos por qué. Irrumpían en un restaurante y les decían a los camareros que prepararan una mesa con la mejor comida y la mejor bebida. Luego ordenaban a los clientes que rieran, comieran y bebieran, y los tomaban en celuloide divirtiéndose así. Los alemanes filmaban las representaciones de opereta en el cine Femina de la calle Leszno y los conciertos sinfónicos dirigidos por Marian Neuteich que se ofrecían allí mismo una vez por semana. Insistían en que el presidente del Consejo Judío celebrara una lujosa recepción e invitara a todas las personas destacadas del gueto, y también filmaban la recepción. Por último, un día agruparon a cierto número de hombres y mujeres en los baños públicos, les dijeron que se desnudaran y se bañaran en la misma sala, y filmaron la curiosa escena con todo detalle. Sólo mucho más tarde descubrí que esas películas estaban pensadas para la población del Reich y del extranjero. Los alemanes hacían las películas antes de acabar con el gueto, para desmentir posibles rumores en caso de que llegaran al mundo exterior noticias de lo ocurrido. Mostraban lo bien que vivían los judíos de Varsovia, y también lo inmorales y despreciables que eran: para eso servían las escenas de hombres y mujeres judíos compartiendo el baño, desnudándose sin pudor unos delante de otros.
Más o menos hacia la misma época comenzaron a circular por el gueto rumores cada vez más alarmantes y a intervalos cada vez más cortos, aunque como de costumbre eran infundados y uno nunca podía encontrar a nadie que los hubiera originado o que pudiera proporcionar ninguna confirmación de que tenían base real. Un día, por ejemplo, la gente empezó a hablar de las espantosas condiciones del gueto de Lódz, donde a los judíos se les había obligado a poner en circulación una moneda propia de hierro, con la que no se podía comprar nada, y estaban muriendo de inanición a millares. Había quienes se tomaban estas noticias muy en serio y quienes no les prestaban atención. Al poco tiempo la gente dejó de hablar de Lódz, y empezó a hablar de Lublin y Tarnów, donde aparentemente se estaba envenenando a los judíos con gas, aunque nadie pudiera creer de verdad ese cuento. Más creíble era el rumor de que los guetos judíos de Polonia se iban a reducir a cuatro: Varsovia, Lublin, Cracovia y Radom. Luego empezaron a circular rumores que indicaban que los habitantes del gueto de Varsovia iban a ser reasentados en el este y saldrían en transportes de seis mil personas al día. En opinión de algunas personas, esa acción se habría llevado a cabo mucho tiempo atrás de no haber sido por una misteriosa conferencia del Consejo Judío que consiguió convencer a la Gestapo (sin duda mediante soborno) de que no nos reasentaran.
El 18 de julio, sábado, Goldfeder y yo estábamos dando un concierto en el café Pod Fontanna de la calle Leszno a beneficio del famoso pianista León Borunski, ganador años atrás del concurso Chopin. Había caído enfermo de tuberculosis y vivía en la indigencia en el gueto de Otwock. El jardín del café estaba abarrotado. Habían asistido cerca de cuatrocientas personas, entre miembros de la buena sociedad y aspirantes a serlo. Casi nadie podía recordar el último acto social de esas dimensiones, pero la emoción del público se debía a razones muy distintas: las refinadas damas de las clases acomodadas y los advenedizos más elegantes estaban, todos, muertos de curiosidad por ver si la señora L. hablaba a la señora K. ese día. Ambas se dedicaban a hacer obras de caridad y participaban en las actividades de los comités que se habían formado en muchos de los edificios más prósperos para ayudar a los pobres. Su labor benéfica era especialmente agradable porque implicaba frecuentes fiestas en las que la gente bailaba, se divertía y bebía, y cuyos beneficios se destinaban a fines caritativos.
La causa de la tirantez entre las dos damas era un incidente que había ocurrido en el café Sztuka pocos días antes. Eran las dos muy guapas, cada una en su estilo; no se caían nada bien y hacían lo posible por robarse los admiradores. El más cotizado de todos ellos era Maurycy Kohn, propietario de ferrocarriles y agente de la Gestapo, un hombre con el rostro atractivo y delicado de un actor.
Esa tarde las dos damas habían estado divirtiéndose en el Sztuka. Sentadas en el bar, cada una rodeada de su pequeño círculo de admiradores, habían rivalizado por pedir las bebidas más rebuscadas y hacer que el acordeonista de la banda de jazz tocara en su mesa las canciones de mayor éxito. La señora L. fue la primera en salir. No sabía que, mientras había estado dentro, una mujer desfallecida por el hambre se había arrastrado a lo largo de la calle hasta sufrir un colapso e ir a morir a la puerta del bar. Deslumbrada por las luces del café, la señora L. tropezó con la mujer muerta al salir. Al ver el cadáver, cayó presa de convulsiones Y no había manera de calmarla. No le ocurrió lo mismo a la señora K., que para ese momento ya había sido informada del incidente. Cuando salió a la calle lanzó un chillido de terror, pero de inmediato, como si se hubiera repuesto por la profundidad de su compasión, se acercó a la mujer muerta, sacó quinientos zlotys de su bolso y le dio el dinero a Kohn, que estaba detrás de ella.
—Por favor, ocúpese en mi nombre de que tenga un entierro decente.
Una de las damas de su círculo susurró, suficientemente alto para que todo el mundo lo oyera:
—¡Un ángel, como siempre!
La señora L. no pudo perdonarle esto a la señora K. Al día siguiente la tildaba de «lagarta de baja estofa» y decía que nunca volvería a hablarle. La tarde del concierto las dos damas iban a acudir al café Pod Fontanna y los jóvenes más distinguidos del gueto se morían de curiosidad por ver qué ocurría cuando se encontraran.
Había terminado la primera mitad del concierto, y Goldfeder y yo salimos a la calle a fumar un cigarrillo en el descanso. Nos habíamos hecho amigos y llevábamos un año actuando como dúo; ahora está muerto, aunque en ese momento sus perspectivas de supervivencia parecían mejores que las mías. Era un excelente pianista y además abogado. Había obtenido el título del conservatorio al mismo tiempo que el de la facultad de derecho de la universidad, pero era en extremo autocrítico y había llegado a la conclusión de que nunca llegaría a ser de verdad un pianista de primera, por lo que se había dedicado al derecho; sólo durante la guerra se convirtió de nuevo en pianista.
Era sumamente conocido en la Varsovia de antes de la guerra gracias a su inteligencia, su encanto personal y su elegancia. Más adelante se las arregló para escapar del gueto y sobrevivir durante dos años escondido en casa del escritor Gabriel Karski. Una semana antes de la invasión del ejército soviético fue fusilado por los alemanes en una pequeña ciudad no lejos de las ruinas de Varsovia.
Fumábamos y charlábamos, y nos sentíamos menos agotados a cada nueva bocanada de aire. Había sido un día hermoso. El sol estaba ya oculto detrás de los edificios; sólo los tejados y las ventanas de los pisos superiores tenían todavía un brillo carmesí. El intenso azul del cielo se desvanecía en un tono más pálido, surcado de golondrinas. Iban apareciendo claros en la muchedumbre de las calles, que incluso parecía menos sucia e infeliz de lo habitual, bañada por la luz azul, carmesí y dorada del atardecer.
Entonces vimos a Kramsztyk caminando hacia nosotros. Los dos nos sentimos complacidos: teníamos que hablar con él en la segunda mitad del concierto. Había prometido pintarme un retrato y quería comentar los detalles con él.
Sin embargo, no conseguimos convencerlo de que entrara. Parecía deprimido, inmerso en pensamientos tenebrosos. Un momento antes había oído, de una fuente fiable, que esta vez el reasentamiento de la gente del gueto era inevitable: al otro lado del muro el comando de exterminio alemán estaba listo para actuar, para comenzar las operaciones.