6. Baile en la calle Chlodna

Hoy, al evocar otros recuerdos más terribles, mis experiencias en el gueto de Varsovia entre noviembre de 1940 y julio de 1942, periodo de casi dos años, se funden en una única imagen como si hubieran durado sólo un día. Por más que lo intento no puedo descomponer esa imagen en fragmentos que le aporten algún orden cronológico, como se suele hacer al escribir un diario.

Por supuesto, hay cosas que pasaron en esa época, así como otras que ocurrieron antes y después, que fueron de dominio público y fáciles de aprehender. Los alemanes se dedicaron a cazar presas humanas para usarlas como bestias de carga, al igual que hicieron en toda Europa. Tal vez la única diferencia estuvo en que en el gueto de Varsovia esas cacerías cesaron de repente en la primavera de 1942. En un plazo de pocos meses los judíos iban a servir para otros fines y, como ocurre siempre con la caza, necesitaban una temporada de veda para que las grandes cacerías fueran mejores y no defraudaran. A los judíos nos robaron, igual que a franceses, belgas, noruegos y griegos, pero con la diferencia de que nos robaban de un modo más sistemático y estrictamente oficial. Los alemanes que no formaban parte del sistema no tenían acceso al gueto ni derecho a robar para sí. La policía alemana estaba autorizada a robar por un decreto que promulgó el gobernador general de acuerdo con la ley sobre robos del gobierno del Reich.

En 1941 Alemania invadió Rusia. En el gueto seguimos el curso de esta nueva ofensiva conteniendo la respiración. Al principio creímos, erróneamente, que los alemanes perderían enseguida; más adelante nos dominó la desesperación y unas dudas cada vez mayores sobre el destino de la humanidad y de nosotros mismos, a medida que las tropas de Hitler se adentraban en Rusia. Luego, otra vez, cuando los alemanes ordenaron que todos los abrigos de piel de los judíos debían ser entregados, so pena de muerte, nos satisfizo pensar que no les iba demasiado bien si su victoria dependía de unas pieles de zorro plateado y de castor.

El gueto se iba recortando. Los alemanes reducían calle por calle su superficie. De la misma forma, Alemania desplazaba las fronteras de los países europeos que había sometido, apropiándose de una provincia tras otra; era como si el gueto de Varsovia fuera igual de importante que Francia, y la exclusión de las calles Zlota y Zielna tan significativa para la expansión del Lebensraum alemán como la separación de Alsacia y Lorena del territorio francés.

Sin embargo, todos estos incidentes exteriores carecían por completo de importancia en comparación con el único hecho significativo que ocupaba nuestra mente de modo constante, cada hora y cada minuto del tiempo que pasábamos en el gueto: estábamos encerrados.

Creo que habría sido más fácil de soportar, desde el punto de vista psicológico, si hubiéramos estado encarcelados de forma más evidente: recluidos en una celda, por ejemplo. Ese tipo de encierro define con total claridad y certeza la relación de un ser humano con la realidad. No hay posibilidad de llamarse a engaño con respecto a la situación: la celda es un mundo aparte en el que sólo existe el hecho de estar encarcelado y no hay interacción con el distante mundo de la libertad. Se puede soñar con ese mundo si se dispone del tiempo y la inclinación necesarios; pero, si no se piensa en él, no impone su presencia de manera espontánea. No está siempre allí, delante de los ojos de uno, atormentándolo con recordatorios constantes de la vida en libertad que ha perdido.

La realidad del gueto era peor precisamente porque guardaba una apariencia de libertad. Uno podía salir a la calle a pasear y mantener la ilusión de que estaba en una ciudad por completo normal. Los brazaletes que nos señalaban como judíos no nos molestaban porque todos los llevábamos y, después de cierto tiempo de vivir en el gueto, me di cuenta de que me había acostumbrado del todo a ellos; tanto, que cuando soñaba con mis amigos arios los veía con brazaletes, como si esa tira de tela blanca fuera una parte tan esencial de la indumentaria como la corbata. Sin embargo, las calles del gueto —y sólo ellas— terminaban en muros. Con frecuencia salía a caminar sin rumbo y de repente me encontraba con uno de esos muros. Me impedían el paso aun cuando yo quisiera seguir caminando y no hubiera ninguna razón lógica para detenerme. Entonces la parte de la calle que estaba al otro lado del muro se convertía de golpe en el lugar que más me gustaba y más necesitaba de todo el mundo, un lugar en el que tenían que estar ocurriendo, en ese preciso instante, cosas que yo hubiera dado algo por ver; pero era inútil. Volvía sobre mis pasos, anonadado, y seguía así día tras día, siempre con la misma desesperación.

En el gueto uno podía incluso frecuentar un restaurante o un café, y reunirse allí con sus amigos. Aparentemente, nada impedía que se creara una atmósfera tan acogedora como en un restaurante o un café de cualquier otro sitio. Sin embargo, de manera inevitable, tarde o temprano llegaba un momento en el que uno de los amigos hacía notar que sería estupendo que los reunidos, que mantenían una conversación tan agradable, fueran de excursión a algún sido —a Otwok, por ejemplo— un domingo que hiciera buen tiempo. «Estamos en verano», diría, «y hace bueno. Parece que el calor se va a mantener». Y nada impediría que uno llevara a cabo un plan tan sencillo, aunque le apeteciera ponerlo en práctica al instante. Sólo habría que pagar la cuenta de los cafés y las pastas, salir a la calle, ir a la estación con los alegres compañeros, comprar los billetes y tomar el tren suburbano. Se daban todas las condiciones necesarias para crear una ilusión perfecta, hasta que uno se encontraba con el límite de los muros…

El periodo de casi dos años que pasé en el gueto me recuerda, cuando pienso en él, una experiencia infantil que duró mucho menos tiempo. Me iban a quitar el apéndice. La operación se preveía sencilla; no había motivo de preocupación. Me iban a operar en el plazo de una semana; había una cita concertada con los doctores y una habitación reservada en el hospital. Con la esperanza de hacerme más llevadera la espera, mis padres se tomaron muchas molestias para llenar esa semana de invitaciones y caprichos. Salíamos a tomar un helado todos los días, y luego íbamos al cine o al teatro; me regalaron montones de libros y juguetes, todo lo que podía desear. Era como si no hubiera nada más que pudiera necesitar para que mi felicidad fuera completa. Pero todavía recuerdo que durante toda esa semana, estuviera viendo películas, en el teatro o comiendo helados, incluso con las diversiones que exigían mayor concentración, no me libré ni un segundo del hormigueo del miedo en el estómago, un temor constante e inconsciente a lo que ocurriría cuando por fin llegara el día de la operación.

Ese mismo miedo instintivo no abandonó ni un momento a la gente del gueto durante casi dos años. En comparación con la época siguiente, fueron dos años de relativa calma, pero convirtieron nuestra vida en una pesadilla interminable, porque todo nuestro ser percibía que en cualquier momento iba a ocurrir algo terrible, sólo que no sabíamos con certeza aún qué peligro nos amenazaba ni de dónde vendría.

Generalmente salía todas las mañanas después de desayunar. Mi ritual cotidiano incluía un largo paseo por la calle Mila hasta la oscura madriguera en la que vivía la familia del portero Jehuda Zyskind. En las condiciones del gueto, salir de casa, una actividad bien normal, adquiría el carácter de una ceremonia, sobre todo durante las cacerías callejeras. Primero había que visitar a los vecinos, escuchar sus problemas y lamentaciones, y averiguar así lo que ocurría ese día en la ciudad: si había redadas, si se sabía algo de posibles bloqueos, si estaba vigilada la calle Chlodna. Una vez hecho eso, fuera ya del edificio, había que repetir las mismas preguntas en la calle, detener a los viandantes que se acercaban y volver a preguntar en cada esquina. Sólo con tales precauciones podía uno estar relativamente seguro de que no lo iban a detener.

El gueto estaba dividido en dos zonas, una grande y otra pequeña. Tras las sucesivas reducciones de tamaño, el gueto pequeño, delimitado por las calles Wielka, Sienna, Zelazna y Chlodna, sólo tenía una conexión con el gueto grande, a través de la calle Chlodna por la esquina con Zelazna. El gueto grande comprendía todo el norte de Varsovia, y contenía infinidad de callejuelas estrechas y malolientes, abarrotadas de judíos que vivían en condiciones de extrema pobreza, hacinamiento y suciedad. El gueto pequeño estaba también atestado, pero no hasta extremos tan irracionales. En cada habitación vivían tres o cuatro personas, Y maniobrando y moviéndose con habilidad era posible caminar por las calles sin chocar con otros transeúntes. Tampoco ese posible contacto físico revestía demasiado peligro, porque quienes vivían en el gueto pequeño eran sobre todo intelectuales y miembros prósperos de la clase media; estaban relativamente libres de parásitos y hacían todo lo posible por exterminar los que, de manera inevitable, adquirían en el gueto grande. La pesadilla no comenzaba hasta que uno cruzaba la calle Chlodna: era entonces cuando sabía si había tenido la suerte y el instinto necesarios para llegar a ese lugar en el momento adecuado.

La calle Chlodna estaba en el barrio «ario» de la ciudad, y había en ella mucho ajetreo de coches, tranvías y viandantes. Permitir que la población judía fuera por la calle Zelazna desde el gueto pequeño al grande, y a la inversa, implicaba que el tráfico tenía que detenerse cuando la gente cruzaba la calle Chlodna. Como esto suponía una incomodidad para los alemanes, a los judíos se les permitía cruzar con la menor frecuencia posible.

Caminando por la calle Zelazna era fácil ver a una multitud congregada a cierta distancia de la esquina con la calle Chlodna. Quienes tenían asuntos urgentes cambiaban de pie con nerviosismo sin moverse del sitio, esperando a que los policías tuvieran la bondad de detener el tráfico. Eran ellos quienes decidían si la calle Chlodna estaba suficientemente vacía y la calle Zelazna suficientemente abarrotada para dejar que cruzaran los judíos. Cuando llegaba ese momento, los guardias se apartaban y a ambos lados de la calle surgían sendas muchedumbres apretadas e impacientes de personas que chocaban, se empujaban hasta hacerse caer y pisoteaban a los caídos, para apartarse de la peligrosa proximidad de los alemanes lo antes posible y volver al interior de los dos guetos. La cadena de guardias volvía a cerrarse y comenzaba otra vez la espera.

A medida que aumentaba el número de congregados crecía su agitación, nerviosismo e inquietud; como los guardias alemanes se aburrían en sus puestos, trataban de divertirse todo lo que podían. Uno de sus entretenimientos favoritos era el baile. Hacían que fueran músicos de las bocacalles vecinas —el número de bandas callejeras aumentaba al generalizarse la miseria— y los soldados elegían, entre la multitud que esperaba, a personas cuyo aspecto encontraban especialmente cómico y les ordenaban que bailaran valses. Los músicos se colocaban junto al muro de un edificio, se dejaba espacio libre en la calle y uno de los policías actuaba como director, golpeando a los músicos si tocaban demasiado despacio. Otros vigilaban la concienzuda ejecución de los bailes. Parejas de lisiados, ancianos, y personas muy gruesas o muy delgadas tenían que girar en círculos ante los ojos de los horrorizados asistentes. Se hacía que los niños y las personas de baja estatura formaran pareja con los más altos. Los alemanes permanecían de pie alrededor de la «pista de baile», entre grandes carcajadas y alaridos:

—¡Más deprisa! ¡Vamos, más deprisa…! ¡Todo el mundo a bailar!

Si la selección de las parejas se consideraba especialmente acertada y graciosa, el baile se prolongaba más. El cruce se abría, se cerraba y se volvía a abrir, pero los desafortunados bailarines tenían que seguir dando saltitos a ritmo de vals, jadeantes, llorando de agotamiento, luchando por seguir, con la vana esperanza de que se apiadaran de ellos.

Sólo cuando me encontraba a salvo al otro lado de la calle Chlodna veía yo el gueto como era en realidad. Sus gentes no tenían capital ni objetos de valor ocultos; se ganaban el pan comerciando. Cuanto más se internaba uno en el laberinto de callejuelas, más vivaz y urgente era el comercio. Mujeres con niños agarrados a la falda abordaban a los viandantes ofreciéndoles su mercancía: unos pocos pasteles sobre un trozo de cartón. Constituían toda la fortuna de esas mujeres, y que sus hijos tuvieran un trocito de pan negro para comer esa noche dependía de que se vendieran. Ancianos judíos, irreconocibles de puro demacrados, trataban de atraer la atención de los transeúntes hacia unos harapos con los que esperaban ganar un poco de dinero. Los hombres jóvenes comerciaban con oro y billetes, librando amargas y enconadas batallas por cajas de reloj deterioradas, trozos de cadena o billetes de un dólar ajados y sucios que ponían al trasluz, con lo que se veía que eran defectuosos y apenas valían nada, aunque los vendedores insistían con vehemencia en que estaban «casi nuevos».

Los denominados konhellerki, tranvías tirados por caballos, avanzaban por las calles abarrotadas entre traqueteos y ruido de campanillas; la lanza y los caballos hendían la aglomeración de cuerpos humanos como un barco surca las aguas. Se daba ese nombre a los tranvías porque sus propietarios eran Kon y Heller, dos potentados judíos que estaban al servicio de la Gestapo y tenían florecientes negocios. Las tarifas eran bastante elevadas, de modo que sólo viajaban en tranvía los pudientes, que iban al centro del gueto únicamente para asuntos de negocios. Cuando llegaban a su parada, procuraban abrirse paso por la calle lo más deprisa posible hasta la tienda u oficina en la que tenían una cita, e inmediatamente después tomaban otro tranvía para abandonar el terrible barrio cuanto antes.

El mero hecho de llegar desde la parada del tranvía hasta la tienda más cercana no era fácil. Decenas de mendigos estaban al acecho de ese breve encuentro con un ciudadano próspero, al que acosaban tirándole de las ropas, cerrándole el paso, mendigando, llorando, gritando, amenazando. Pero era una imprudencia que alguien sintiera compasión y diera algo a un mendigo, porque entonces los gritos se convertían en alaridos. A esa señal acudían más y más figuras desdichadas que brotaban de todas partes y el buen samaritano terminaba asediado, cercado por espectros andrajosos que lo salpicaban con su saliva de tísicos, por niños cubiertos de llagas que se interponían en su camino, por muñones de brazos, ojos cegados, hediondas bocas sin dientes, todos pidiendo compasión en ese último momento de su vida, como si sólo el apoyo instantáneo pudiera retrasar su fin.

Para llegar al centro del gueto había que ir por la calle Karmelicka, única que llegaba hasta allí. Era del todo imposible no rozarse con otras personas en esa calle. La densa muchedumbre no caminaba, sino que avanzaba a empujones y codazos, formando remolinos delante de los puestos y remansándose fuera de los portales. Las ropas mal aireadas, la mugre y la basura en descomposición de las calles desprendían un fuerte olor a podrido. A la menor provocación se producía un ataque de pánico entre la multitud, que corría de un lado a otro de la calle chocando y apretujándose entre gritos y blasfemias. La calle Karmelicka era un lugar especialmente peligroso: los coches celulares la recorrían varias veces al día. Llevaban a los prisioneros, invisibles tras las chapas de acero gris y las reducidas ventanillas opacas, desde la cárcel de Pawiak al centro de la Gestapo del paseo Szuch; en el viaje de vuelta transportaban lo que quedaba de ellos después del interrogatorio: despojos sanguinolentos de seres humanos con los huesos rotos, los riñones destrozados y las uñas arrancadas. La escolta de esos coches no permitía que nadie se acercara a ellos, aunque eran vehículos blindados. Cuando giraban hacia la calle Karmelicka, que estaba tan congestionada que ni con la mejor voluntad del mundo podría haberse refugiado la gente en los portales, los hombres de la Gestapo se asomaban y golpeaban a la multitud de manera indiscriminada con porras. Esto no hubiera sido especialmente peligroso con las porras normales de caucho, pero las que usaban los hombres de la Gestapo estaban tachonadas de clavos y hojas de afeitar.

Jehuda Zyskind vivía en la calle Mila, no lejos de la calle Karmelicka. Era el encargado de su edificio y, cuando hacía falta, actuaba como transportista, conductor, comerciante y contrabandista de productos por encima del muro del gueto. Con la claridad de su mente y la fuerza física de su enorme cuerpo, no desaprovechaba ninguna oportunidad de ganar dinero para alimentar a su familia. Era una familia tan grande que ni siquiera puedo recordarla al completo. Sin embargo, aparte de sus ocupaciones cotidianas, Zyskind era un idealista del socialismo. Se mantenía en contacto con la organización socialista, hacía llegar informes secretos de prensa al gueto y trataba de formar células en él, aunque esto último le resultaba muy difícil. A mí me trataba con cierto desdén cariñoso porque consideraba que era el modo más adecuado de dirigirse a los artistas, seres carentes de utilidad como conspiradores. Con todo, me apreciaba y me permitía ir a su casa todas las mañanas a leer las proclamas secretas que habían llegado por radio, recién publicadas en la prensa. Cuando pienso en él ahora, al cabo de los años de horror que me separan de la época en la que todavía estaba vivo y podía difundir su mensaje, admiro su firmeza de voluntad. Jehuda era un optimista convencido. Por malas que fueran las noticias de la radio, siempre era capaz de encontrarles una interpretación favorable. Un día que estaba leyendo las últimas noticias, dejé caer desesperado el trozo de periódico y suspiré:

—Bueno, tiene que admitir que no hay nada que hacer.

Jehuda sonrió, alcanzó un cigarrillo, se acomodó en su silla y contestó:

—Es que no lo ha entendido, señor Szpilman.

Se lanzó entonces a una de sus conferencias políticas. Todavía entendí menos gran parte de lo que dijo, pero tenía una forma de hablar y una fe tan contagiosa en que, en realidad, todo era para mejor en el mejor de los mundos posibles, que terminé por compartir su forma de pensar, sin saber cómo ni por qué. Siempre me iba de su casa fortalecido y confortado. Hasta que estaba en la mía y, tumbado en la cama, repasaba una vez más las noticias políticas no llegaba a la conclusión de que sus argumentos eran absurdos. Pero a la mañana siguiente lo visitaba de nuevo y él se las arreglaba para convencerme de que estaba equivocado, y yo volvía a salir con una inyección de optimismo que duraba hasta la noche y me hacía seguir adelante. Jehuda se mantuvo así hasta el invierno de 1942, cuando lo sorprendieron en flagrante con montones de material clandestino sobre la mesa mientras él, su mujer y sus hijos lo clasificaban. Los fusilaron en el acto a todos, incluso al pequeño Symche, de tres años.

Fue muy difícil para mí conservar la esperanza cuando asesinaron a Zyskind y no tuve ya a nadie que me explicara bien las cosas. Sólo ahora me doy cuenta de que yo estaba equivocado, como también lo estaban los informes de prensa de la época, mientras que Zyskind tenía razón. Por improbable que pareciera en ese momento, todo resultó como él había predicho.

Siempre volvía a casa por el mismo camino: las calles Karmelicka, Leszno y Zelazna. De paso, hacía breves visitas a los amigos para contarles de viva voz las noticias que había espigado en casa de Zyskind. Luego iba hasta la calle Nowolipki para ayudar a Henryk a llevar a casa su cesta de libros.

Henryk llevaba una vida difícil. La había elegido él y no tenía intención de cambiarla, porque creía que era despreciable vivir de otra manera. Los amigos que valoraban sus conocimientos y cultura le aconsejaban que ingresara en la policía judía, como hacían la mayor parte de los intelectuales; allí estaban a salvo y si eran ingeniosos podían ganar bastante. Henryk rechazaba de plano esa idea. Se enfadaba y la tomaba como un insulto. Con su habitual actitud de honradez estricta decía que no iba a trabajar con ladrones. Nuestros amigos se sintieron ofendidos y Henryk comenzó a acudir todas las mañanas a la calle Nowolipki con una cesta llena de libros. Comerciaba con ellos allí, de pie, goteando sudor en verano y tiritando con las heladas invernales, inflexible, obstinadamente fiel a sus ideas: si como intelectual no podía tener otro contacto con los libros, al menos tendría ese y no caería más bajo.

Cuando Henryk y yo llegábamos a casa con su cesta, los demás generalmente estaban ya allí, esperándonos para el almuerzo. Nuestra madre insistía mucho en que comiéramos juntos: era su dominio y, a su modo, intentaba proporcionarnos algún asidero. Se aseguraba de que la mesa estuviera puesta con esmero, y el mantel y las servilletas impecables. Se empolvaba un poco la cara antes de que nos sentáramos, se arreglaba el pelo y se miraba al espejo para ver si estaba elegante. Aunque se alisaba el vestido con gestos nerviosos, no podía alisar las pequeñas arrugas que contorneaban sus ojos —más evidentes a medida que pasaban los meses— ni impedir que se volvieran blancos los mechones grises que salpicaban su pelo.

Cuando estábamos sentados a la mesa traía la sopa de la cocina y, mientras la servía, iniciaba la conversación. Procuraba no mencionar temas desagradables, pero si alguno de nosotros cometía esa incorrección social, lo interrumpía en tono amable:

—Todo eso pasará, ya lo verás —decía, y enseguida cambiaba de tema.

Nuestro padre tenía poca inclinación a la melancolía y casi siempre intentaba colmarnos de buenas noticias. Si, por ejemplo, se había producido un ataque racista y luego habían liberado a una decena de hombres a cambio de sobornos, él afirmaba resplandeciente que sabía de buena tinta que todos los hombres de más o de menos de cuarenta años habían sido liberados por una u otra razón; sea como fuere, siempre se suponía que era muy alentador. Si las noticias de la ciudad eran innegablemente malas, se sentaba a la mesa con aspecto deprimido, pero la sopa le devolvía el optimismo. Ya en el segundo plato, a menudo compuesto por verduras, se animaba y charlaba con despreocupación.

Henryk y Regina solían estar absortos en sus pensamientos. Regina se preparaba mentalmente para el trabajo que hacía en el despacho de un abogado por las tardes. Ganaba sumas insignificantes, pero trabajaba con la misma probidad que si le pagaran millones. Henryk sólo salía de sus sombríos pensamientos para discutir conmigo. Podía pasarse un rato mirándome con cara de asombro para a continuación encogerse de hombros y rezongar, dando salida por fin a sus sentimientos:

—De verdad, sólo un tonto de nacimiento llevaría una corbata como la tuya.

—¡Para tonto, tú, que además eres idiota! —podía contestar yo y ya estaba armada la pelea. Mi hermano no comprendía que yo tuviera que ir bien vestido para tocar el piano en público. En realidad no quería entender, ni mis cosas ni a mí. Ahora que hace tanto tiempo que murió sé que nos queríamos a nuestra manera, a pesar de todo, aunque estuviéramos siempre sacándonos de quicio el uno al otro, tal vez porque en el fondo teníamos un carácter muy parecido.

A Halina era a quien menos entendía. Era la única que no parecía miembro de nuestra familia. Era reservada y nunca manifestaba sus ideas ni sus sentimientos, ni nos decía lo que hacía cuando salía. Siempre volvía a casa impasible e indiferente. Día tras día se limitaba a sentarse a la mesa sin mostrar el menor interés por lo que pudiera ocurrir. No puedo decir cómo era en realidad y ahora ya nunca averiguaré nada más sobre ella.

Nuestro almuerzo era muy sencillo. Casi nunca teníamos carne y nuestra madre preparaba los demás platos economizando mucho. Con todo, resultaban opíparos en comparación con los de la mayoría de la gente del gueto.

En invierno, un húmedo día de diciembre en el que la nieve se había convertido en fango bajo los pies y soplaba un viento glacial por las calles, presencié el almuerzo de un «manilargo». «Manilargo» era el nombre que dábamos en el gueto a alguien sumido en una pobreza tal que debía robar para seguir viviendo. Eran personas que pasaban a toda prisa junto a un viandante que llevara un paquete, se lo arrebataban y se alejaban corriendo, con la esperanza de encontrar algo comestible dentro.

Ese día atravesaba yo la plaza Bank; a pocos pasos delante de mí una pobre mujer llevaba una lata envuelta en papel de periódico, y entre la mujer y yo se arrastraba un anciano harapiento. Encorvado, tiritaba de frío al avanzar sobre la nieve derretida con unos zapatos llenos de agujeros que dejaban ver sus pies enrojecidos. De repente el anciano se abalanzó hacia delante, agarró la lata e intentó arrebatársela a la mujer. No sé si él no tenía fuerza suficiente o si ella llevaba asida la lata con excesiva firmeza; sea como fuere, en lugar de terminar en manos del viejo, la lata cayó al suelo, y una sopa densa y humeante se derramó por la sucia calle.

Los tres quedamos paralizados. La mujer estaba muda de espanto. El «manilargo» miró la lata, luego miró a la mujer y emitió un gemido lastimero. De repente se echó sobre el fango todo lo largo que era y comenzó a lamer la sopa derramada por el pavimento, formando un cuenco con las manos para que no se le escapara nada y sin hacer caso de la reacción de la mujer, que le daba patadas en la cabeza entre alaridos y se mesaba los cabellos desesperada.