A finales de noviembre, cuando comenzaron a escasear los días de buen tiempo en ese otoño extraordinariamente largo y se hicieron más frecuentes los chaparrones sobre la ciudad, nuestro padre, Henryk y yo tuvimos el primer contacto con el estilo de muerte alemán.
Una tarde fuimos los tres a visitar a un amigo. Estuvimos hablando y, cuando miré el reloj, me di cuenta de que era casi la hora del toque de queda. Teníamos que irnos de inmediato, aunque no había ninguna posibilidad de que llegáramos a casa a tiempo. Pero tampoco era un delito tan grave llegar un cuarto de hora tarde y esperábamos que no nos ocurriera nada.
Nos pusimos el abrigo, nos despedimos a toda prisa y salimos. Las calles estaban oscuras y ya completamente vacías. La lluvia nos azotaba la cara, las ráfagas de viento sacudían los letreros y el aire estaba lleno de golpeteos metálicos. Con el cuello del abrigo subido, caminábamos a toda velocidad y con el mayor sigilo posible, manteniéndonos pegados a los muros de los edificios. Estábamos ya a la mitad de la calle Zielna y parecía que íbamos a poder llegar a nuestro destino sin problemas, cuando de repente apareció en una esquina una patrulla de la policía. No tuvimos tiempo de darnos la vuelta ni de ocultarnos. Nos quedamos inmóviles, deslumbrados por la luz de las linternas, intentando pensar cada uno alguna excusa, mientras uno de los policías se dirigía a nosotros y nos alumbraba la cara.
—¿Sois judíos? —Era una pregunta puramente retórica porque no esperó a que respondiéramos—. Bueno, entonces…
Había un tono de triunfo en esa afirmación de nuestro origen racial. Denotaba satisfacción por habernos cazado. Antes de que nos diéramos cuenta estábamos de cara a la pared del edificio, con los policías caminando hacia atrás, hacia la calle, y quitando el seguro a sus carabinas. Era así como íbamos a morir. Ocurriría en pocos segundos y luego quedaríamos tirados sobre la acera en un charco de sangre, con el cráneo destrozado, hasta el día siguiente. Sería entonces cuando se enteraran nuestra madre y hermanas de lo que había ocurrido, y vinieran desesperadas a buscarnos. Los amigos a los que habíamos visitado se reprocharían habernos entretenido tanto. Todos estos pensamientos llegaron a mi cabeza de una forma rara, como si pertenecieran a otra persona. Oí que alguien decía en voz alta:
—Esto es el fin.
Hasta un momento después no me di cuenta de que era yo quien había hablado. Mientras tanto, oía un sonoro llanto y sollozos convulsos. Volví la cabeza y, a la luz cruel de las linternas, vi a nuestro padre de rodillas sobre el pavimento mojado, sollozando y suplicando a los policías por nuestra vida. ¿Cómo podía rebajarse tanto? Henryk estaba inclinado sobre él, susurrándole algo, intentando que se pusiera en pie. Henryk, mi comedido hermano Henryk, el de la eterna sonrisa sarcástica, desprendía una extraordinaria delicadeza y ternura en aquel momento. Nunca antes lo había visto de ese talante. Así que debía de haber otro Henryk al que yo entendería muy bien si llegaba a conocerlo en lugar de estar siempre riñendo con él.
Me volví de nuevo hacia la pared. La situación no había cambiado. Nuestro padre lloraba, Henryk trataba de calmarlo y los policías seguían apuntándonos con sus armas. No podíamos verlos porque estaban detrás del muro de luz blanca. De repente, en una fracción de segundo, tuve la sensación instintiva de que ya no nos amenazaba la muerte. Pasaron unos instantes y nos llegó una voz desde el otro lado del muro de luz:
—¿Cómo os ganáis la vida?
Henryk respondió por los tres. Tenía un autocontrol sorprendente, con una tranquilidad total en la voz, como si no hubiera pasado nada:
—Somos músicos.
Uno de los policías se colocó delante de mí, me agarró por el cuello del abrigo y me zarandeó en un último arrebato de mal genio, no habiendo ya ninguna razón para ello ahora que habían decidido dejarnos vivos.
—¡Tenéis suerte de que yo también sea músico!
De un empellón me lanzó contra la pared.
—¡Marchaos!
Corrimos en la oscuridad, angustiados por quedar fuera del alcance de las linternas lo más rápidamente posible, antes de que pudieran cambiar de opinión. Oíamos sus voces desvaneciéndose a nuestra espalda, enzarzadas en una violenta discusión. Los otros dos reconvenían al que nos había dejado escapar. Pensaban que no merecíamos compasión puesto que habíamos iniciado una guerra en la que morían alemanes.
Ellos, por el momento, no morían sino que se enriquecían. Cada vez con mayor frecuencia, bandas de alemanes irrumpían en los domicilios judíos, los saqueaban y se llevaban los muebles en furgones. Los propietarios de viviendas más preocupados vendían sus pertenencias de valor y las sustituían por otras sin interés. Nosotros vendimos los muebles, aunque más por necesidad que por miedo: cada vez éramos más pobres. En nuestra familia no había nadie bueno para el regateo. Regina lo intentaba, pero sin éxito. Como abogada tenía un gran sentido de la honradez y la responsabilidad, y era sencillamente incapaz de pedir o aceptar un precio dos veces superior al valor de algo. Enseguida se dedicó a dar clases particulares. Nuestro padre, nuestra madre y Halina daban clases de música, y Henryk enseñaba inglés. Yo era el único que en esa época no encontró forma de ganarse el pan. Sumido en la apatía, lo único que hacía era trabajar ocasionalmente en la orquestación de mi concierto breve.
En la segunda mitad de noviembre, sin aducir ninguna razón, los alemanes comenzaron a cerrar con barricadas y alambre de espino las bocacalles situadas al norte de Marszalkowska, y a finales de mes se hizo público un anuncio que nadie podía creer al principio. Ni en nuestros más secretos pensamientos habíamos sospechado nunca que pudiera suceder algo así: entre el 1 y el 5 de diciembre los judíos tenían que proveerse de brazaletes blancos que llevaran cosida una estrella de David azul. Así quedaríamos señalados públicamente como parias. Estaban a punto de anularse cinco siglos de progreso de la humanidad y volvíamos a la Edad Media.
Durante semanas y semanas los intelectuales judíos permanecieron en arresto domiciliario por propia voluntad. Nadie quería aventurarse a salir a la calle con el brazalete en la manga; si no quedaba más remedio que salir de casa, intentábamos pasar inadvertidos y caminábamos con los ojos bajos, llenos de vergüenza y aflicción.
Comenzaron varios meses de riguroso invierno y el frío pareció aliarse con los alemanes para matar gente. Las heladas duraban semanas y las temperaturas eran las más bajas que se recordaban en Polonia. Apenas se podía conseguir carbón y lo poco que se vendía alcanzaba precios astronómicos. Recuerdo que durante bastantes días seguidos nos quedamos en la cama porque la temperatura en nuestro piso era tan baja que no se podía soportar.
En lo más crudo de ese invierno llegaron a Varsovia numerosos deportados judíos evacuados desde el oeste. Es decir, llegaron sólo una parte de ellos: los habían cargado en vagones para ganado en sus lugares de origen, habían precintado los vagones y los deportados habían tenido que hacer el viaje sin comida, agua ni protección alguna contra el frío. Con frecuencia esos terribles transportes tardaban varios días en llegar a Varsovia y sólo entonces se permitía salir a la gente. En algunos trenes apenas quedaban vivos la mitad de los pasajeros, y con graves congelaciones. La otra mitad eran cadáveres que, rígidos por el frío glacial, se mantenían en pie aprisionados entre los vivos y caían al suelo al moverse estos.
Parecía que las cosas no podían empeorar. Pero no era nada más que el punto de vista judío; los alemanes pensaban de otro modo. Fieles a su sistema de ejercer la presión por etapas graduales, promulgaron nuevos decretos represivos en enero y febrero de 1940. En el primero se proclamaba que los judíos teníamos que trabajar dos años en campos de concentración, donde recibiríamos «la formación social adecuada» que nos redimiera de ser «parásitos en el organismo sano de los pueblos arios». Tenían que ir los hombres de entre doce y sesenta años, y las mujeres de entre catorce y cuarenta y cinco. En el segundo decreto se establecía el método para inscribirnos y trasladarnos. Para ahorrarse molestias, los alemanes encargaron la tarea al Consejo Judío, que se ocupaba de la administración de la comunidad. Debíamos asistir a nuestra propia ejecución, preparar nuestra caída con nuestras propias manos, cometer una especie de suicidio legalizado. Los transportes tenían que salir en primavera.
El Consejo decidió actuar de modo que se salvaran la mayoría de los intelectuales. Pagando mil zlotys por cabeza, el Consejo enviaba a un miembro de las clases trabajadoras judías como sustituto de la persona supuestamente registrada. Claro que no todo el dinero iba al bolsillo de los pobres sustitutos: los funcionarios del Consejo tenían que vivir, y vivir bien, con vodka y alguna que otra exquisitez.
Pero los transportes no salieron en primavera. Una vez más se supo que no había que tomarse en serio los decretos oficiales alemanes, e incluso se redujo la tensión en las relaciones entre judíos y alemanes durante unos pocos meses, reducción que pareció más auténtica a medida que iba aumentando en ambas partes la preocupación por lo que ocurría en el frente.
Por fin había llegado la primavera y ya no podía quedar duda de que los aliados, que habían dedicado el invierno a hacer los preparativos necesarios, atacarían Alemania simultáneamente desde Francia, Bélgica y Holanda, romperían la línea Sigfrido, tomarían el Sarre, Baviera y el norte de Alemania, conquistarían Berlín y liberarían Varsovia ese mismo verano, como muy tarde. En toda la ciudad reinaba un clima de ilusionado entusiasmo. Esperábamos el comienzo de la ofensiva como quien espera la celebración de una fiesta. Mientras tanto, los alemanes invadieron Dinamarca, pero en opinión de nuestros políticos locales eso no significaba nada: simplemente que sus ejércitos se quedarían incomunicados allí.
El 10 de mayo comenzó por fin la ofensiva, pero fue una ofensiva alemana. Cayeron Holanda y Bélgica. Los alemanes avanzaron sobre Francia. Sin embargo, no había por qué desanimarse. Se estaba repitiendo lo que ocurrió en 1914. Eran incluso las mismas personas quienes estaban al mando por el lado francés: Pétain, Weygand, hombres excelentes de la escuela de Foch. Se podía confiar en que se defenderían de los alemanes como lo habían hecho la vez anterior.
Finalmente el 20 de mayo un violinista compañero mío vino a verme después del almuerzo, íbamos a tocar juntos, a recordar una sonata de Beethoven que llevábamos algún tiempo sin interpretar y nos gustaba mucho a los dos. Nos acompañaban también unos pocos amigos más; mi madre, deseosa de complacerme, había conseguido café. Era un día magnífico de sol, y estábamos disfrutando del café y las deliciosas pastas que había preparado mi madre; reinaba el buen humor. Todos sabíamos que los alemanes habían llegado a las afueras de París, pero a ninguno nos preocupaba demasiado. Después de todo, quedaba el Marne —esa línea defensiva clásica en la que todo debe detenerse, como ocurre en la fermata de la segunda parte del scherzo en si menor de Chopin, en un tempo tormentoso de trémolos que siguen y siguen, cada vez más tempestuosos, hasta el acorde final— y en ese punto los alemanes se retirarían hasta su frontera con la misma rapidez con que habían avanzado, lo que supondría el fin de la guerra y una victoria aliada.
Después del café íbamos a continuar con nuestra interpretación. Me senté al piano, rodeado de oyentes sensibles, de personas capaces de apreciar el placer que pretendía procurarles, a ellos y a mí mismo. El violinista estaba a mi derecha y a mi izquierda se sentaba una amiga encantadora de Regina que se iba a encargar de pasar las páginas. ¿Qué más podía pedir para que mi felicidad fuera completa? Sólo estábamos esperando a Halina para comenzar; había bajado a la tienda a llamar por teléfono. Cuando volvió llevaba un periódico, una edición especial. En la primera plana había dos palabras en letras enormes, sin duda las más grandes que tenían en la imprenta: ¡CAE PARÍS!
Apoyé la cabeza sobre el piano y —por primera vez en la guerra— me eché a llorar.
Embriagados por la victoria y haciendo un breve alto para tornar aliento, los alemanes tuvieron tiempo entonces de volver a pensar en nosotros, aunque no se puede decir que nos hubieran olvidado del todo mientras se luchaba en el oeste. Todo el tiempo se sucedían los robos a judíos, las evacuaciones forzosas y las deportaciones a campos de trabajo en Alemania, pero ya estábamos acostumbrados. Ahora había que esperar lo peor. En septiembre salieron los primeros transportes hacia los campos de trabajo de Belzec y Hrubieszow. Los judíos que recibían allí «la formación social adecuada» se pasaban días y días con el agua hasta la cintura arreglando el alcantarillado, y obtenían cien gramos de pan y un plato de sopa aguada al día para mantenerse. El trabajo no duró en realidad dos años, como se había anunciado, sino sólo tres meses. Sin embargo, fue tiempo suficiente para que los trabajadores se agotaran físicamente y en muchos casos contrajeran tuberculosis.
Los hombres que se quedaron en Varsovia también tenían que presentarse para trabajar: todos debían cumplir seis días de trabajo físico al mes. Hice todo lo posible por eludir ese trabajo. Me preocupaban mis dedos. Un pequeño problema muscular, una inflamación de las articulaciones o simplemente un mal golpe habría bastado para poner fin a mi carrera como pianista. Henryk veía las cosas de otro modo. En su opinión, una persona con creatividad intelectual debe hacer trabajo físico para conocer bien sus capacidades, así que cumplió con su cuota de trabajo aunque ello interrumpiera sus estudios.
Enseguida dos acontecimientos afectaron al estado de ánimo general. En primer lugar, comenzó la ofensiva aérea alemana contra Inglaterra. En segundo, se colocaron carteles a la entrada de las calles que más tarde señalarían el límite del gueto judío, en los que se informaba a los viandantes de que esas calles estaban infectadas de tifus y era mejor evitarlas. Un poco después el único periódico de Varsovia que publicaban en polaco los alemanes ofreció un comentario oficial sobre el asunto: los judíos no sólo eran parásitos sociales, sino que además contagiaban la infección. No se trataba, decía el reportaje, de encerrarlos en un gueto, palabra que, por otra parte, no había que utilizar. Los alemanes eran una raza demasiado culta y magnánima, decía el periódico, para confinar, ni siquiera a parásitos como los judíos, en guetos, residuo medieval indigno del nuevo orden de Europa. En lugar de ello, tenía que haber un barrio judío en la ciudad en el que vivieran sólo judíos, para que allí gozaran de libertad total y pudieran continuar practicando sus costumbres y su cultura racial. Por razones de mera higiene, ese barrio tenía que estar rodeado por un muro, de modo que el tifus y las demás enfermedades judías no se extendieran a otras zonas de la ciudad. Este reportaje humanitario se ilustraba con un pequeño mapa en el que aparecían las fronteras exactas del gueto.
Al menos nos podíamos consolar pensando que nuestra calle estaba ya en la zona del gueto y no teníamos que buscar otro piso. Era peor la situación de los judíos que vivían fuera de esa zona. Tuvieron que pagar sumas exorbitantes en efectivo y buscar un nuevo techo para cobijarse en las últimas semanas de octubre. Los más afortunados encontraron habitaciones en la calle Sienna, que iba a convertirse en los Campos Elíseos del gueto, o sus proximidades. Otros se vieron obligados a vivir en raquíticos agujeros en la deplorable zona de las calles Gesia, Smocza, Zamenhof y sus alrededores, ocupados por el proletariado judío desde tiempo inmemorial.
Las puertas del gueto se cerraron el 15 de noviembre. Esa tarde tenía cosas que hacer en el extremo más alejado de la calle Sienna, no lejos de la calle Zelazna. Lloviznaba pero la temperatura se mantenía muy cálida para la época del año. Las oscuras calles hervían de portadores de brazaletes blancos. Estaban todos muy agitados, e iban y venían corriendo como animales encerrados en una jaula a la que todavía no se han acostumbrado. Las mujeres gemían y los niños lloraban aterrorizados junto a los muros de los edificios, encaramados a los montones de ropa de cama que se mojaba y se ensuciaba con la porquería de las calles. Eran familias judías que habían sido llevadas a la fuerza hasta el otro lado de los muros del gueto en el último minuto y no tenían esperanza de encontrar cobijo. Medio millón de personas debían encontrar un lugar donde instalarse en una parte de la ciudad que ya estaba superpoblada y en la que apenas había espacio para más de cien mil.
A lo largo de la calle vi focos que iluminaban el nuevo enrejado de madera: la puerta del gueto, al otro lado de la cual vivía la gente libre, sin encerrar, con espacio suficiente, en la misma ciudad de Varsovia. Pero ningún judío podía traspasar ya esa puerta.
En algún momento alguien me agarró la mano. Era un amigo de mi padre, también músico y, como él, un hombre de carácter alegre y amistoso.
—Bueno, ¿qué te parece? —me preguntó con una risotada nerviosa, describiendo con la mano una curva que abarcaba la muchedumbre, las sucias paredes de las casas, húmedas por la lluvia, y los muros y la puerta del gueto, visibles en la distancia.
—¿Qué me parece? —dije—. Que quieren acabar con nosotros.
Pero el anciano no compartía mi opinión o no quería compartirla. Tras otra carcajada un poco forzada me palmeó el hombro y me dijo:
—¡No te preocupes, hombre! —Luego me agarró por un botón del abrigo, acercó su cara de encendidas mejillas a la mía y dijo, con convicción verdadera o fingida—: ¡Nos dejarán salir enseguida. En cuanto se entere Estados Unidos!