Volvimos a la calle Sliska. Encontramos nuestro piso intacto, aunque nos pareciera imposible; faltaban algunos cristales en las ventanas, pero nada más. Las puertas permanecían cerradas y hasta los objetos más pequeños seguían en su sitio dentro del piso. Otras casas de la zona habían quedado también intactas o habían sufrido sólo leves destrozos. En los días siguientes, cuando comenzamos a salir para ver qué había sido de nuestros conocidos, descubrimos que, a pesar de los graves desperfectos que presentaba, la ciudad seguía en pie. Las pérdidas no eran tan grandes como podía pensar uno a primera vista caminando entre enormes extensiones de ruinas todavía humeantes.
Lo mismo podía decirse de la gente. Al principio se había hablado de cien mil muertos, cifra que suponía casi el diez por ciento de la población y resultaba terrorífica. Más adelante descubrimos que habían muerto alrededor de veinte mil personas.
Entre ellas se contaban amigos a los que habíamos visto con vida sólo unos días antes, y que yacían ahora bajo las ruinas o habían sido triturados por las bombas. Dos compañeras de mi hermana Regina habían muerto al desplomarse un edificio de la calle Koszykova. Al pasar por allí había que taparse la nariz con un pañuelo: el hedor nauseabundo de ocho cuerpos en descomposición se filtraba por las ventanas cegadas del sótano, a través de recovecos y grietas, corrompiendo el aire. Una bomba había matado a un compañero mío en la calle Mazowiecka. Sólo cuando se encontró la cabeza se pudo verificar que esos restos desperdigados pertenecían a un ser humano, en otro tiempo violinista de gran talento.
Por espantosas que fueran todas estas noticias, no podían alterar nuestra satisfacción animal de estar todavía vivos y saber que quienes habían escapado de la muerte ya no corrían peligro inmediato, aunque el subconsciente reprimiera por vergüenza tales sentimientos. En este mundo nuevo en el que todo lo que había sido de valor permanente un mes antes estaba destruido, las cosas más simples, cosas que antes apenas habían merecido atención, adquirían un tremendo significado: un sillón cómodo y firme, la apacible imagen de un fogón de azulejos blancos en el que poder descansar la vista, el crujido de la tarima, cálido preludio de la atmósfera de paz y silencio de la casa.
Mi padre fue el primero en volver a su música. Escapaba de la realidad tocando el violín horas y horas. Cuando alguien lo interrumpía con una mala noticia, escuchaba frunciendo el entrecejo como si estuviera irritado, pero enseguida cambiaba de expresión y decía, llevándose el violín a la barbilla:
—Bueno, no hay que preocuparse. Seguro que dentro de un mes están aquí los aliados.
Esta respuesta invariable a todas las preguntas y problemas del momento era su forma de cerrar la puerta tras él y volver al mundo de la música, en el que era muy feliz.
Por desgracia, las primeras noticias transmitidas por quienes habían adquirido acumuladores y podían escuchar la radio no confirmaban el optimismo de mi padre. Nada de lo que habíamos oído era exacto: los franceses no tenían intención de romper la línea Sigfrido, como tampoco los británicos planeaban bombardear Hamburgo y mucho menos desembarcar en la costa alemana. Por otra parte, se estaban iniciando los ataques racistas alemanes en Varsovia. Al principio se perpetraron de modo chapucero, como si sus autores se avergonzaran de la nueva forma de torturar a la gente y además carecieran de práctica. Coches privados recorrían las calles y paraban en seco junto a la acera cuando localizaban a un judío; se abrían las puertas del coche y asomaba una mano que hacía una señal con el dedo:
—¡Adentro!
Quienes regresaron después de sufrir esos ataques describieron los primeros casos de malos tratos. Todavía no eran demasiado malos; las agresiones físicas se reducían a bofetadas, puñetazos y a veces patadas. Pero, como era un fenómeno tan nuevo, las víctimas lo acusaban con especial agudeza y se tomaban las bofetadas de los alemanes como una deshonra. No se daban cuenta de que esos golpes no tenían más significación moral que la coz de un animal.
En esta etapa inicial la ira contra el gobierno y el mando del ejército, que habían huido abandonando el país a su suerte, era en general más intensa que el odio hacia los alemanes. Recordábamos con amargura las palabras del mariscal de campo cuando juró que no dejaría que el enemigo tocara ni un solo botón de su uniforme: y así fue, pero únicamente porque llevaba los botones cosidos al uniforme cuando se puso a salvo en el extranjero. No faltaban voces que indicaran que tal vez incluso saldríamos ganando, porque los alemanes llevarían algo de orden al caos de Polonia.
Sin embargo, ahora que los alemanes habían ganado el enfrentamiento armado contra nosotros, empezaban a perder la guerra política. La ejecución de los primeros cien ciudadanos inocentes en diciembre de 1939 fue un punto de inflexión esencial. En unas pocas horas se había levantado un muro de odio entre alemanes y polacos, y ninguno de los bandos podría escalarlo después, aunque los alemanes mostraron cierta disposición a hacerlo en los últimos años de la ocupación.
Se dieron a conocer los primeros decretos alemanes cuyo incumplimiento acarreaba la pena de muerte. El más importante afectaba al comercio del pan: cualquiera que fuera sorprendido comprando o vendiendo pan a un precio superior al de antes de la guerra sería fusilado. Esta prohibición nos causó una impresión devastadora. Nos pasamos días y días sin comer pan, que sustituimos por patatas y otras féculas. Pero Henryk descubrió que seguía habiendo pan y se vendía, y el comprador no necesariamente moría en el acto. Así que empezamos a comprar pan otra vez. Puesto que el decreto nunca se revocó, y que todos comimos y compramos pan todos los días durante los cinco años de ocupación, en el territorio polaco bajo dominio alemán tendrían que haberse producido millones de condenas a muerte sólo por este delito. Sin embargo, pasó mucho tiempo hasta que nos convencimos de que los decretos alemanes carecían de peso y el peligro real estaba en lo que podía sucederle a uno de manera por completo inesperada, como caído del cielo: no previsto en ninguna norma ni reglamento, por ficticio que este fuera.
Pronto se publicaron decretos aplicables sólo a los judíos. Una familia judía no podía tener en casa más de dos mil zlotys. Los demás ahorros y artículos de valor debían depositarse en el banco, en una cuenta bloqueada. Al mismo tiempo, las propiedades inmobiliarias judías tenían que ser entregadas a los alemanes. Claro que apenas hubo nadie lo bastante ingenuo para dar sus bienes al enemigo por propia voluntad. Como todos los demás, decidimos esconder nuestras pertenencias de valor, aunque se componían sólo del reloj y la cadena de oro de mi padre, y de cinco mil zlotys.
Discutimos con vehemencia la mejor forma de esconderlos. Mi padre propuso algunos métodos muy utilizados en la última guerra, como ahuecar en parte una pata de la mesa del comedor y ocultar allí los objetos valiosos.
—Supón que se llevan la mesa —dijo Henryk en tono sarcástico.
—Imbécil —replicó, molesto, nuestro padre—. ¿Para qué iban a querer una mesa? ¿Una mesa como esta?
Miró con desprecio la mesa. Su brillante superficie de nogal tenía marcas de líquidos derramados y el barniz estaba un poco desprendido en una zona. Para hacer desaparecer del mueble el último vestigio de valor, se acercó a él y levantó con la uña el barniz casi suelto, que se rompió dejando a la vista una franja de madera desnuda.
—¿Pero qué haces? —exclamó nuestra madre.
Henryk tenía otra propuesta. Pensaba que debíamos emplear métodos psicológicos, y dejar el reloj y el dinero a la vista. Los alemanes buscarían por todas partes y no se fijarían en los objetos de valor que hubiera sobre la mesa.
Llegamos a un acuerdo amistoso: escondimos el reloj debajo del armario, la cadena debajo del diapasón del violín de nuestro padre, e introdujimos el dinero en el marco de la ventana.
Aunque la gente estaba alarmada por la severidad de las leyes alemanas, no se descorazonaba y se confortaba con la idea de que los alemanes podían entregar Varsovia a la Rusia soviética en cualquier momento, y que las zonas ocupadas sólo para salvar las apariencias serían devueltas a Polonia lo antes posible. Todavía no se había creado la frontera del recodo del Vístula, y llegaban a la ciudad desde los dos lados del río personas que juraban que habían visto con sus propios ojos tropas del Ejército Rojo en Jablonna o Garwolin. Pero inmediatamente después llegaban otras que juraban que habían visto, también con sus propios ojos, la retirada de los rusos de Vilna y Lvov, y la rendición de esas ciudades a los alemanes. Era difícil decidir a qué testigos visuales creer.
Muchos judíos no esperaron a que entraran los rusos, sino que vendieron sus bienes en Varsovia y se trasladaron hacia el este, única dirección en la que podían escapar de los alemanes. Casi todos mis compañeros músicos se fueron e insistieron en que me fuera con ellos. Pero mi familia había decidido que nos quedáramos.
Uno de esos compañeros volvió a los dos días, magullado y furioso, sin mochila ni dinero. Había visto en unos árboles cercanos a la frontera a cinco judíos, semidesnudos y colgados por las manos, que habían sido azotados. También había sido testigo de la muerte del doctor Haskielewicz, quien dijo a los alemanes que quería cruzar el recodo. Le ordenaron, a punta de pistola, que se adentrara más y más en el río, hasta que dejó de hacer pie y se ahogó. Mi compañero había perdido sólo sus pertenencias y su dinero, y luego había sido golpeado y enviado de vuelta. Pero la mayoría de los judíos, aunque les robaron y los maltrataron, llegaron a Rusia.
Lo sentimos por el pobre hombre, pero al mismo tiempo tuvimos cierta sensación de triunfo: habría sido mejor que hubiera seguido nuestro consejo y se hubiera quedado. Nuestra decisión no estaba influida por ninguna consideración lógica. La pura realidad es que decidimos quedarnos por nuestro cariño a Varsovia, aunque tampoco habríamos sido capaces de darle a eso una explicación lógica.
Cuando hablo de nuestra decisión me estoy refiriendo a todos mis seres queridos menos mi padre. Si él no dejó Varsovia fue más bien porque no quería estar muy lejos de Sosnowiec, su ciudad natal. Nunca le había gustado Varsovia y, cuanto más difíciles se nos ponían allí las cosas, más suspiraba por una Sosnowiec idealizada. Era el único lugar donde se vivía bien, donde la gente tenía sensibilidad musical y podía apreciar a un buen violinista. Sosnowiec era incluso el único lugar donde se podía tomar una jarra de cerveza decente, porque en Varsovia sólo se conseguía un agua sucia repugnante e intragable. Después de cenar, mi padre cruzaba las manos sobre el estómago, se echaba hacia atrás, cerraba los ojos en actitud soñadora y nos aburría con su monótono recital de excelencias de Sosnowiec que sólo existían en su fervorosa imaginación.
En esas semanas del final del otoño, menos de dos meses después de la toma de Varsovia por los alemanes, la ciudad recuperó de golpe y como por arte de magia su antigua forma de vida. Este vuelco en las condiciones materiales, llevado a cabo con tanta facilidad, fue para nosotros una sorpresa más en la más sorprendente de las guerras, en la que nada salía como esperábamos. La enorme ciudad, capital de un país con muchos millones de habitantes, estaba parcialmente destruida, tenía un ejército de funcionarios sin trabajo y seguía recibiendo oleadas de evacuados desde Silesia, la zona de Poznan y Pomerania. De improviso toda esa gente —gente sin un techo para cobijarse, sin trabajo, con las perspectivas más negras— cayó en la cuenta de que se podían hacer grandes sumas de dinero con enorme facilidad burlando los decretos alemanes. Cuantos más decretos se promulgaban, mayores eran las posibilidades de obtener ganancias.
Empezaron a coexistir dos vidas: una oficial y ficticia, basada en normas que obligaban a la gente a trabajar de la mañana a la noche casi sin comer, y otra no oficial, llena de fantásticas oportunidades de obtención de beneficios, con un floreciente comercio de dólares, diamantes, harina, piel o incluso documentos falsos, una vida bajo la constante amenaza de la pena de muerte, pero vivida con alegría en restaurantes de lujo a los que la gente llegaba en rickshaws.
Por supuesto, no todo el mundo lo pasaba en grande. Día tras día, al volver a casa por la noche, veía a una mujer sentada en el mismo hueco del muro de la calle Sienna, tocando la concertina y cantando melancólicas canciones rusas. Nunca empezaba a pedir antes del anochecer, probablemente por temor a que la reconocieran. Llevaba un traje gris, tal vez el último que le quedaba, cuya elegancia hacía pensar que su portadora había conocido días mejores. A la luz del crepúsculo, con una expresión mortecina en el bello rostro, mantenía los ojos fijos en un punto situado un poco por encima de la cabeza de los viandantes. Cantaba con voz profunda y atractiva, y se acompañaba muy bien a la concertina. Todo su porte, la forma en que se inclinaba hacia atrás para apoyarse en el muro, indicaba que era una dama de la buena sociedad a quien la guerra había obligado a ganarse la vida así. Pero se defendía bastante bien. Siempre había muchas monedas en la pandereta adornada con cintas que, sin duda, constituía para ella el símbolo de la mendicidad. La colocaba a sus pies para que nadie tuviera ninguna duda de que mendigaba, y además de monedas solía haber en ella billetes de cincuenta zlotys.
Tampoco yo salía hasta el anochecer si podía evitarlo, pero por razones muy diferentes. Entre las muchas normas molestas impuestas a los judíos había una que no estaba escrita pero debía observarse de manera muy estricta: los hombres de ascendencia judía debían inclinarse ante los soldados alemanes. Esta obligación estúpida y humillante nos hizo hervir de rabia a Henryk y a mí. Hacíamos todo lo que podíamos para eludirla. Dábamos largos rodeos por la calle sólo para no encontrarnos con un alemán y, si no podíamos evitarlo, mirábamos a otra parte y hacíamos como si no lo hubiéramos visto, aunque eso pudiera costamos una paliza.
La actitud de mi padre era por completo diferente. Elegía las calles más largas para sus paseos, y se inclinaba ante los alemanes con una gracia y una ironía indescriptibles, sintiéndose feliz cuando uno de los soldados, desorientado por su radiante sonrisa, le respondía con un atento saludo y le sonreía como si fueran buenos amigos. Al volver a casa por la noche no podía remediar hablarnos con naturalidad de su amplio círculo de amistades: le bastaba poner un pie en la calle, nos decía, para que lo rodearan decenas de conocidos. Él no podía hacer otra que corresponder a tanta cordialidad y tenía la mano rígida de tanto saludar con el sombrero. Decía esto con sonrisa traviesa, frotándose regocijado las manos.
Pero la malevolencia de los alemanes no se podía tomar a la ligera. Formaba parte de un sistema pensado para mantenernos en un constante estado de incertidumbre nerviosa sobre nuestro futuro. Cada pocos días se promulgaban nuevos decretos. Aparentemente eran de escasa importancia, pero servían para avisarnos de que no se habían olvidado de nosotros ni tenían intención de hacerlo.
A los judíos se nos prohibió viajar en tren. Más adelante, tuvimos que pagar más del cuádruple que los «arios» por un billete de tranvía. Comenzaron a circular los primeros rumores sobre la construcción de un gueto. Se intensificaron durante dos días, sembrando la desesperación en nuestros corazones, y luego amainaron de nuevo.