3. Los primeros alemanes

A lo largo de los días siguientes, por fortuna, la situación mejoró mucho. Se declaró a la ciudad plaza fuerte y se nombró un comandante, que hizo un llamamiento a la población para que permaneciera donde estaba y se aprestara a la defensa de Varsovia. Se estaba organizando un contraataque de las tropas polacas al otro lado del recodo del río y, mientras tanto, teníamos que contener al grueso del ejército enemigo en Varsovia hasta que llegaran nuestros hombres a relevarnos. También estaba mejorando la situación en los alrededores de Varsovia; la artillería alemana había dejado de bombardear la ciudad.

Pero, al mismo tiempo, aumentaban los ataques aéreos enemigos. Ya no sonaban las alarmas antiaéreas; habían paralizado la ciudad y sus preparativos de defensa durante demasiado tiempo. Casi cada hora aparecían por encima de nosotros las formas plateadas de los bombarderos en el cielo insólitamente azul de ese otoño y veíamos las humaredas blancas de los proyectiles antiaéreos que les lanzaba nuestra artillería. Entonces teníamos que bajar a toda prisa a los refugios. Ahora iba en serio: toda la ciudad estaba siendo bombardeada. El suelo y las paredes de los refugios antiaéreos vibraban, y que cayera una bomba en el edificio bajo el cual se ocultaba uno significaba la muerte segura: la bala en ese macabro juego de ruleta rusa. Circulaban ambulancias a todas horas por la ciudad y, cuando no eran suficientes, se complementaban con taxis o incluso vehículos de tracción animal, que transportaban a los muertos y los heridos sacados de entre los escombros.

La moral de la población era alta y el entusiasmo aumentaba de hora en hora. Habíamos dejado de confiar en la suerte y en la iniciativa individual, como el 7 de septiembre. Ahora éramos un ejército con comandantes y municiones; compartíamos un objetivo —la autodefensa— y el éxito o el fracaso dependía de nosotros. Sólo teníamos que poner en juego toda nuestra fuerza.

El general al mando de la plaza hizo un llamamiento a la población para que cavara trincheras en torno a la ciudad con el fin de impedir el avance de los tanques alemanes. Todos en la familia nos ofrecimos voluntarios para cavar: sólo nuestra madre se quedaba en casa por las mañanas para ocuparse de las tareas domésticas y preparar la comida.

Estuvimos cavando a lo largo de la falda de una colina en las afueras. Teníamos un atractivo barrio residencial de casas con jardín a nuestra espalda y un parque municipal lleno de árboles frente a nosotros. Habría resultado un trabajo bastante agradable si no hubiera sido por las bombas que nos lanzaban. Aunque no eran muy certeras y caían a relativa distancia, resultaba incómodo oírlas silbar mientras trabajábamos en la trinchera, sabiendo que una de ellas podía acertarnos.

El primer día había un anciano judío con caftán y yarmulka[1] traspalando tierra a mi lado. Cavaba con fervor bíblico, abalanzándose sobre la pala como si fuera un enemigo mortal y echando espumarajos por la boca, con el pálido rostro empapado de sudor, el cuerpo tembloroso y los músculos en tensión. Le rechinaban los dientes mientras trabajaba, todo él convertido en un torbellino de caftán y barba. Su tenaz esfuerzo, que superaba con mucho su capacidad normal, producía unos resultados escasísimos. La punta de su pala apenas penetraba en el barro endurecido, y los terrones secos y amarillos que conseguía extraer volvían a deslizarse dentro de la zanja antes de que el pobre hombre, con un esfuerzo sobrehumano, descargara la pala fuera de la trinchera. A cada rato se apoyaba contra la pared de tierra en un acceso de tos. Pálido como un muerto, bebía a sorbitos la infusión de menta que hacían para refrescar a los trabajadores las mujeres mayores que, demasiado débiles para cavar, querían ser útiles de alguna forma.

—Se está esforzando demasiado —le dije en uno de sus descansos—. En realidad, no debería usted estar cavando porque no tiene fuerza suficiente —preocupado por él, intentaba convencerlo para que lo dejara. Era evidente que no estaba en condiciones de hacer ese trabajo—. Además, después de todo, nadie le pide que cave.

Me miró, respirando todavía con dificultad, y enseguida levantó la vista hacia el cielo, una tranquila extensión azul zafiro en la que seguían flotando las nubecillas blancas dejadas por la metralla; en sus ojos brilló una expresión de éxtasis, como si estuviera viendo a Jehová en toda su majestad allá en el cielo.

—Tengo una tienda —musitó. Lanzó un profundo suspiro que se rompió en un sollozo. En su cara se dibujaba la desesperación cuando volvió a la pala, fuera de sí por el esfuerzo.

Dejé de cavar después de dos días. Había oído que la emisora de radio estaba transmitiendo otra vez con un nuevo director, Edmund Rudnicki, que había sido jefe del departamento de música. No había huido como los demás, sino que había vuelto a reunir a sus compañeros dispersos para reabrir la emisora. Llegué a la conclusión de que sería más útil allí que cavando, y así fue: toqué mucho, como solista y como acompañante.

Las condiciones en la ciudad empezaron a deteriorarse en proporción inversa, se podría decir, al aumento del valor y la determinación de sus gentes.

La artillería alemana comenzó a bombardear de nuevo Varsovia, primero los suburbios y luego también el centro de la ciudad. Cada vez más edificios perdían los cristales de las ventanas, se abrían agujeros redondos en los muros por los impactos y se derrumbaban las esquinas de mampostería. De noche el cielo enrojecía con el resplandor de los incendios y el aire olía a quemado. Era lo único en lo que se había equivocado Starzynski, el heroico alcalde de la ciudad: no debería haber recomendado a la gente que no acumulara alimentos. Ahora la ciudad carecía de comida no sólo para sus habitantes, sino también para los soldados atrapados en ella y para el ejército de Poznan, que se había abierto paso hasta Varsovia desde el oeste para reforzar la defensa.

Hacia el 20 de septiembre nuestra familia se trasladó al completo desde el piso de la calle Sliska hasta el de unos amigos que vivían en la primera planta de una casa de la calle Panska. A ninguno de nosotros nos gustaban los refugios antiaéreos. En el sótano el aire era tan sofocante que apenas se podía respirar, y el techo tan bajo que parecía que se fuera a caer en cualquier momento, sepultando todo lo que había en su interior con las ruinas de un edificio de varias plantas encima. Pero era difícil aguantar en nuestro piso de la tercera planta. Oíamos el silbido de las bombas cuando pasaban por delante de las ventanas, que habían perdido los cristales, y una de ellas podía chocar con nuestro edificio en su camino por el cielo. Decidimos que una primera planta sería mejor: las bombas caerían en los pisos superiores y explotarían allí, y nosotros no tendríamos que bajar al sótano. Al piso de nuestros amigos habían acudido también otras personas: estaba abarrotado y tuvimos que dormir en el suelo.

Entretanto el sitio de Varsovia, primer capítulo de la historia trágica de la ciudad, se acercaba a su fin.

Cada vez me resultaba más difícil llegar al centro de emisión. Esparcidos por las calles había cadáveres de personas y caballerías destrozados por la metralla, zonas enteras de la ciudad estaban en llamas y, con el sistema de abastecimiento de agua averiado por la artillería y las bombas, no se podía hacer nada para apagar los incendios. Tocar en el estudio también era peligroso. La artillería alemana estaba bombardeando los lugares más importantes de la ciudad y, tan pronto como un locutor comenzaba a anunciar un programa, las baterías alemanas abrían fuego contra la emisora.

Durante esta penúltima etapa del sitio, el miedo histérico de la población a los sabotajes alcanzó su cenit. Cualquiera podía ser acusado de espionaje y recibir un disparo en cualquier momento, sin tiempo para explicarse.

En la cuarta planta del edificio al que nos habíamos trasladado para estar con nuestros amigos vivía una anciana soltera, profesora de música. Tuvo la mala suerte de llevar el apellido Hoffer y ser valiente. Su valor podría describirse también como excentricidad. Ningún ataque aéreo o bombardeo consiguió convencerla de que bajara al refugio en lugar de hacer sus dos horas diarias de ejercicios al piano antes de almorzar. Tenía en el balcón una jaula con pájaros a los que daba de comer tres veces al día con obstinada regularidad. Esta actitud vital resultaba sumamente extraña en la ciudad sitiada de Varsovia. A las sirvientas del edificio les parecía muy sospechosa. Se reunían en la portería para sus conversaciones políticas. Después de muchos dimes y diretes llegaron a la firme conclusión de que una profesora de nombre tan inequívocamente alemán tenía que ser alemana, y sus interpretaciones al piano un código secreto mediante el cual enviaba señales a los pilotos de la Luftwaffe para decirles dónde dejar caer las bombas. En un instante las acaloradas mujeres subieron al piso de la excéntrica anciana, la ataron y la condujeron escaleras abajo para encerrarla en uno de los sótanos, junto con los pájaros que eran la prueba de su sabotaje. Sin saberlo le salvaron la vida: pocas horas después cayó una bomba en su piso y lo destruyó por completo.

Toqué ante un micrófono por última vez el 23 de septiembre. Ni siquiera sé cómo llegué a la emisora aquel día. Corría de la entrada de un edificio a la de otro, me ocultaba y volvía a salir corriendo a la calle cuando creía que ya no oía silbar las bombas cerca de mí. A la entrada de la emisora me encontré con el alcalde, Starzynski. Con el pelo revuelto y sin afeitar, su cara mostraba una expresión de mortal agotamiento. Llevaba días sin dormir. Era el corazón y el alma de la defensa, el verdadero héroe de la ciudad. Sobre sus hombros descansaba toda la responsabilidad del destino de Varsovia. Estaba en todas partes: recorría las trincheras, supervisaba la construcción de barricadas, la organización de hospitales, la distribución equitativa de la poca comida que había, las defensas antiaéreas, la extinción de incendios, y aún encontraba tiempo para dirigirse diariamente a la población. Todo el mundo esperaba ansioso sus discursos y extraía valor de ellos: no había razón para que nadie se descorazonara mientras el alcalde no tuviera dudas. A pesar de todo, la situación no parecía demasiado mala. Los franceses habían roto la línea Sigfrido, la aviación británica había bombardeado Hamburgo con gran intensidad y el ejército británico desembarcaría en Alemania en cualquier momento. O eso pensábamos.

En ese mi último día en la radio estaba dando un recital de Chopin. Fue la última emisión de música en directo desde Varsovia. Mientras toqué, todo el tiempo estuvieron explotando bombas cerca de la emisora y se incendiaron edificios muy próximos a nosotros. Apenas podía oír el sonido del piano entre el ruido. Después del recital tuve que esperar dos horas hasta que el bombardeo amainó lo suficiente para que pudiera llegar a mi casa. Mis padres y mis hermanos debieron de pensar que había muerto, y me recibieron como si acabara de salir de la tumba. Nuestra sirvienta fue la única persona a la que le pareció innecesaria tanta preocupación.

—Al fin y al cabo, llevaba sus papeles en el bolsillo —señaló—. Si hubiera muerto habrían sabido dónde traerlo.

Ese mismo día, a las tres y cuarto de la tarde, Radio Varsovia desapareció de las ondas. Se emitía una grabación del Concierto para piano en do mayor de Rachmaninof y, cuando estaba terminando su segundo movimiento, hermoso y apacible, una bomba destruyó la central eléctrica. Los altavoces enmudecieron en toda la ciudad. Al anochecer, a pesar de que el fuego de artillería volvió a intensificarse, intenté trabajar en la composición de mi concierto breve para piano y orquesta. Seguí trabajando en él el resto de septiembre, aunque cada vez me resultaba más difícil hacerlo.

Cuando cayó la oscuridad esa noche, me asomé a la ventana. La calle, roja por el resplandor de los incendios, estaba vacía y no había otro sonido que el eco de las explosiones de bombas. Hacia la izquierda la calle Marszalkowska estaba en llamas, lo mismo que la calle Krolewska y la plaza Grzybowski a nuestra espalda, y la calle Sienna enfrente. Pesadas masas de humo de color rojo sanguinolento surgían de los edificios. Las calzadas y aceras aparecían salpicadas de octavillas blancas alemanas; nadie las recogía porque se decía que estaban envenenadas. Había dos cadáveres bajo una farola en la encrucijada, uno con los brazos abiertos y el otro encogido como si durmiera. A la puerta de nuestro edificio yacía el cadáver de una mujer al que le faltaban la cabeza y un brazo, junto a él, un cubo volcado: la infortunada había ido a buscar agua al pozo. Su sangre corría por el bordillo formando un reguero largo y oscuro que se perdía en una alcantarilla cubierta por un enrejado.

Un cabriolé avanzaba con cierta dificultad por la calzada; procedía de la calle Wielka y se dirigía a la calle Zelazna. Era difícil imaginar cómo había llegado hasta allí, y por qué caballo y cochero parecían tan tranquilos, como si no pasara nada a su alrededor. El hombre detuvo el caballo en la esquina de la calle Sosnowa, como si dudara entre girar o seguir recto. Tras una breve reflexión eligió segur hacia delante; chascó la lengua y el caballo se puso al trote. Estaban a diez pasos de la esquina cuando se oyó un silbido, seguido de un estruendo, y la calle se iluminó con un fogonazo; me quedé aturdido. Cuando mis ojos se acostumbraron de nuevo a la penumbra ya no había cabriolé, sino astillas, restos de ruedas y ejes, trozos de tapicería, y los cuerpos del cochero y el caballo destrozados junto a los muros de los edificios. Si hubiera girado hacia la calle Sosnowa…

Llegaron los terribles 25 y 26 de septiembre. El ruido de las explosiones se confundía con el tronar constante de los cañones y era atravesado por el estampido de aviones en picado que sonaban como taladros eléctricos haciendo agujeros en una plancha de hierro. El aire estaba cargado de humo y del polvo de los ladrillos y la argamasa desmenuzados. Llegaba a todas partes y ahogaba a quienes se habían encerrado en los sótanos o en sus casas para mantenerse lo más alejados posible de la calle.

No sé cómo sobreviví a esos dos días. Un trozo de metralla mató a alguien que estaba sentado a mi lado en el dormitorio de nuestros amigos. Pasé dos noches y un día con otras diez personas de pie en un cuarto de aseo minúsculo. A las pocas semanas, cuando nos preguntamos cómo había sido posible y nos estrujamos intentando metemos allí de nuevo, vimos que sólo cabían ocho personas, a menos que temieran por su vida.

Varsovia se rindió el miércoles 27 de septiembre.

Pasaron dos días antes de que me atreviera a salir a la ciudad. Volví a casa abatido por completo: la ciudad ya no existía, o al menos eso pensaba yo en mi inexperiencia.

Nowy Swiat era un estrecho callejón que serpenteaba entre montones de escombros. En todas las esquinas tuve que rodear barricadas construidas con tranvías volcados y adoquines arrancados. Había cuerpos en descomposición amontonados en las calles. La gente, enferma de hambre como consecuencia del sitio, se lanzaba sobre las caballerías muertas. Las ruinas de muchos edificios humeaban todavía.

Estaba en la Aleje Jerozolimskie cuando vi acercarse una motocicleta que venía del Vístula. En ella iban dos soldados con un uniforme verde desconocido para mí y casco de acero. De cara grande e inexpresiva, tenían los ojos azul pálido. Se detuvieron junto a la acera y llamaron a un sorprendido muchacho, que se acercó a ellos.

—¡Marschallstrasse! ¡Marschallstrasse!

Repetían una y otra vez esa única palabra, el nombre de la calle Marszalkowska en alemán. El muchacho permaneció inmóvil, desconcertado, con la boca abierta, incapaz de decir nada. Los soldados perdieron la paciencia:

—¡Al infierno! —gritó el conductor con gesto airado. Aceleró y la motocicleta se alejó con gran estruendo.

Fueron los primeros alemanes que vi.

A los pocos días aparecieron proclamas bilingües en los muros de Varsovia, firmadas por el comandante alemán, en las que se prometía a la población que podría trabajar en paz bajo el cuidado del estado alemán. Había un apartado especial dedicado a los judíos, a los que se les garantizaban todos sus derechos y la inviolabilidad de sus propiedades, así como la total protección de su vida.