El 31 de agosto de 1939 todo el mundo en Varsovia llevaba ya cierto tiempo convencido de que la guerra con los alemanes era inevitable. Sólo los optimistas incorregibles seguían abrigando la ilusión de que la resuelta postura de Polonia disuadiera a Hitler en el último momento. El optimismo de las demás personas se manifestaba, tal vez de modo subconsciente, como oportunismo: una convicción profunda, contraria a toda lógica, de que aunque la guerra iba a llegar —eso estaba decidido desde hacía tiempo— su estallido se retrasaría y se podría vivir en plenitud un poco más. Después de todo, la vida era buena.
La ciudad se mantenía en total oscuridad por la noche. La gente sellaba las habitaciones que pensaba utilizar como refugios y se probaba las máscaras antigás. Se temía más al gas que a ninguna otra cosa.
Mientras tanto, las bandas seguían tocando detrás de los cristales oscurecidos de los cafés y los bares, donde los clientes bebían, bailaban y avivaban sus sentimientos patrióticos entonando canciones de guerra. La oscuridad total, la posibilidad de pasear con una máscara de gas en bandolera, la vuelta a casa de noche en taxi por unas calles que de repente parecían distintas añadían cierta chispa a la vida, sobre todo porque aún no había peligro real.
Todavía no se había creado el gueto y yo vivía con mis padres y hermanos en la calle Sliska; trabajaba de pianista en la radio oficial polaca. Ese último día de agosto llegué tarde a casa y, como estaba cansado, me fui derecho a la cama. Vivíamos en una tercera planta, con todas sus ventajas: en las noches de verano no nos llegaban el polvo y los olores de la calle, sino que por las ventanas entraba un aire refrescante, cargado de humedad procedente del río Vístula.
Me despertó el ruido de las explosiones. Ya era casi de día. Miré la hora: las seis. Los estampidos no eran muy fuertes y parecían más bien lejanos; sonaban fuera de la ciudad, en cualquier caso. Era evidente que se estaban desarrollando maniobras militares; en los últimos días nos habíamos acostumbrado a ellas. A los pocos minutos cesaron las explosiones. Pensé en volver a dormirme, pero había ya demasiada luz. Decidí leer hasta la hora del desayuno.
Debían de ser como mínimo las ocho cuando se abrió la puerta del dormitorio y apareció mi madre, vestida como si estuviera a punto de salir. La encontré más pálida de lo normal y no pudo ocultar cierto desagrado cuando me vio todavía en la cama, leyendo. Abrió la boca, pero cuando iba a hablar le falló la voz y tuvo que aclararse la garganta. Luego dijo, en tono nervioso y apresurado:
—¡Levántate! La guerra… ha empezado la guerra.
Decidí ir directamente a la emisora de radio, donde encontraría a mis amigos y escucharía las últimas noticias. Me vestí, desayuné y salí de casa.
Ya se veían grandes carteles blancos en los muros de los edificios y los postes para anuncios: contenían el mensaje del presidente a la nación en el que se informaba de que los alemanes habían atacado. Algunas personas formaban corrillos en torno a ellos y los leían, mientras que otras se dispersaban a toda prisa en distintas direcciones para atender sus asuntos más urgentes. La propietaria de la tienda de comestibles que había cerca de nuestra casa estaba pegando tiras de papel blanco sobre los escaparates, con la esperanza de que eso los mantuviera intactos durante el bombardeo que se avecinaba. Mientras, su hija decoraba las fuentes de ensalada de huevo, jamón y rodajas de salchicha con banderitas nacionales y retratos de dignatarios polacos. Los repartidores de periódicos corrían sin aliento por las calles vendiendo ediciones especiales.
No había pánico. La atmósfera oscilaba entre la curiosidad —¿qué ocurriría a continuación?— y la sorpresa: ¿era así como había comenzado todo?
Un caballero de pelo gris, muy bien afeitado, permanecía clavado junto a uno de los postes con el anuncio presidencial. Su agitación era visible en las brillantes manchas rojas que le cubrían la cara y el cuello, y se había echado hacia atrás el sombrero, algo que con toda seguridad nunca habría hecho en condiciones normales. Estudiaba el anuncio, sacudía la cabeza con incredulidad y seguía leyendo, afianzándose los quevedos sobre la nariz. Leyó en voz alta unas cuantas palabras, indignado:
—¡Nos han atacado… sin avisar!
Miró a su alrededor para ver la reacción de sus vecinos, levantó una mano, volvió a ajustarse los quevedos y comentó:
—¡Verdaderamente, no es forma de comportarse!
Y mientras se alejaba, después de haber leído todo una vez más y todavía incapaz de controlar su agitación, sacudía la cabeza y murmuraba:
—¡No, no, no se puede consentir!
Mi casa estaba bastante cerca de la emisora, pero no fue en absoluto fácil llegar hasta allí; el recorrido me llevó el doble del tiempo normal. Estaba a mitad de camino cuando se oyó un ulular de sirenas por los altavoces instalados en las farolas, en los escaparates y a la entrada de las tiendas. Sonó la voz de un locutor de radio:
—Aviso de alarma para la ciudad de Varsovia… ¡Estén alerta! Ahora están en camino…
A continuación el locutor leyó una relación de números y letras del alfabeto en cifra militar que cayó en los oídos de los civiles como una misteriosa amenaza cabalística. ¿Correspondían las cifras al número de aviones en camino? ¿Eran las letras el código de los lugares donde estaban a punto de lanzarse las bombas? ¿Era el sitio donde nos encontrábamos uno de esos lugares?
La calle se vació con rapidez. Las mujeres corrieron a toda prisa hacia los refugios. Los hombres no querían bajar; se quedaron de pie a la entrada, maldiciendo a los alemanes, haciendo grandes demostraciones de valor y descargando su cólera contra el gobierno por haber hecho la movilización tan mal que sólo un pequeño número de los hombres aptos para el servicio habían sido llamados a filas. El resto iba de una dependencia militar a otra sin conseguir entrar en el ejército por ningún medio.
No se oía otra cosa en las calles vacías y sin vida que las discusiones entre los vigilantes contra ataques aéreos y quienes insistían en salir de los portales de las casas para hacer algo e intentaban seguir su camino manteniéndose pegados a los muros. Al poco rato hubo más explosiones, pero todavía no demasiado cercanas.
Llegué al centro de emisión en el preciso instante en que saltaba la alarma por tercera vez. Pero ninguna de las personas que estaban dentro del edificio tenía tiempo para ir a los refugios antiaéreos cada vez que sonaba.
La programación de la emisora era un caos. Tan pronto como se conseguía hilvanar a toda prisa algo parecido a un programa, llegaban anuncios importantes que transmitir, desde el frente o de índole diplomática. Había que interrumpir todo para emitir esas noticias con la mayor celeridad posible, mezcladas con marchas militares e himnos patrióticos.
Reinaba también la confusión absoluta en los pasillos del centro, donde prevalecía una atmósfera de suficiencia beligerante. Uno de los locutores que habían sido llamados a filas fue a despedirse de sus compañeros y a lucir su uniforme. Probablemente pensaba que todos iban a rodearlo para componer una escena de despedida conmovedora y edificante, pero se llevó un chasco: nadie tuvo tiempo de prestarle mucha atención. Se quedó allí de pie, intentando abordar a los compañeros que pasaban apresurados y conseguir que se emitiera al menos una parte de su programa, titulado Despedida de un civil, para poder contárselo a sus nietos algún día. No sabía que dos semanas después ni siquiera tendrían tiempo para él, tiempo para honrar su memoria con un funeral en regla.
Fuera del estudio me tocó en el brazo un viejo pianista que trabajaba en la emisora. El querido profesor Urzstein. Mientras que otras personas miden su vida por días y horas, él midió la suya durante décadas por acompañamientos de piano. Cuando el profesor intentaba recordar algún detalle de un acontecimiento del pasado, decía:
—Veamos. En esa época yo acompañaba esto y aquello…
Una vez que había puesto fecha a un acompañamiento concreto, como un mojón en el camino, dejaba que su memoria ordenara los demás recuerdos, siempre menos importantes. Allí estaba ahora, aturdido y desorientado, a la puerta del estudio. ¿Cómo se iba a hacer esta guerra sin acompañamiento de piano? ¿Cómo sería?
Perplejo, empezó a quejarse:
—No van a decirme si tengo que trabajar hoy…
Esa misma tarde estábamos los dos trabajando, cada uno a su piano. Seguía habiendo emisiones de música, aunque no con los programas habituales.
A mitad de la jornada algunos sentimos hambre y salimos de la emisora para almorzar en un restaurante cercano. El aspecto de las calles era casi normal. Había mucho tráfico de tranvías, coches y peatones en las vías principales; las tiendas estaban abiertas y, como el alcalde había hecho un llamamiento a la población para que no acaparara alimentos, asegurándonos que tal cosa era innecesaria, ni siquiera había colas en el exterior. Los vendedores ambulantes hacían buen negocio ofreciendo figuras de papel con la efigie de un cerdo que, al juntar el papel y desplegarlo de determinada manera, se convertía en la cara de Hitler.
Conseguimos mesa en el restaurante, no sin ciertas dificultades, y resultó que faltaban varios de los platos normales de la carta y otros estaban bastante más caros de lo habitual. Los especuladores habían empezado ya a trabajar.
La conversación giró en torno a la declaración de guerra por parte de Francia y Gran Bretaña, que se esperaba para muy pronto. La mayoría de los presentes, a excepción de unos pocos pesimistas empedernidos, estábamos convencidos de que entrarían en la guerra en cualquier momento, y bastantes pensábamos que también Estados Unidos declararía la guerra a Alemania. Se extrajeron argumentos de las experiencias de la Gran Guerra, y reinaba la sensación general de que la única finalidad de ese conflicto había sido mostrarnos cómo conducir mejor el presente y hacer las cosas bien esta vez.
La declaración de guerra de Francia y Gran Bretaña se hizo realidad el 3 de septiembre.
Me encontraba todavía en casa, aunque eran ya las once. Teníamos todo el día la radio encendida para no perdernos ni una palabra de las importantísimas noticias. Los comunicados que llegaban del frente no se ajustaban a lo que habíamos previsto. Nuestra caballería había atacado Prusia oriental y nuestra aviación bombardeaba objetivos militares alemanes, pero al mismo tiempo la superioridad militar del enemigo obligaba al ejercito polaco a retirarse de aquí o de allá. ¿Cómo era posible semejante cosa cuando, según nuestra propaganda, los aviones y los tanques alemanes eran de cartón y funcionaban con un combustible sintético que ni siquiera servía para los encendedores? Ya habían sido derribados varios aviones alemanes en vuelo sobre Varsovia, y los testigos presenciales afirmaban en sus relatos que habían visto los cadáveres de los aviadores enemigos vestidos con uniformes y calzado de papel. ¿Cómo era posible que unas tropas tan mal equipadas nos obligaran a retirarnos? Era absurdo.
Mi madre iba y venía por el cuarto de estar, mi padre hacía ejercicios al violín y yo leía en un sillón, cuando se interrumpió de súbito algún programa intrascendente y una voz dijo que estaba a punto de hacerse un anuncio de la máxima importancia. Mi padre y yo corrimos hacia el receptor mientras mi madre iba a la habitación de al lado a llamar a mis dos hermanas y mi hermano. Mientras tanto, en la radio sonaban marchas militares. El locutor repitió el aviso, se reanudaron las marchas y otra vez se anunció el inminente comunicado. Ya casi no podíamos soportar la tensión nerviosa cuando por fin sonó el himno nacional polaco, seguido del británico. Entonces nos enteramos de que ya no nos enfrentábamos solos al enemigo: teníamos un poderoso aliado y la guerra se iba a ganar con toda seguridad, aunque habría altibajos y nuestra situación tal vez no fuera demasiado buena par el momento.
Es difícil describir la emoción que sentimos al oír ese anuncio por la radio. Mi madre tenía los ojos llenos de lágrimas, mi padre sollozaba abiertamente y mi hermano Henryk no perdió la oportunidad de meterse conmigo y dijo, de bastante mal humor:
—¿Lo ves? ¿No te lo había dicho?
A Regina no le gustó vernos discutir en un momento así e intervino en tono calmado:
—¡Por favor, dejadlo ya! Todos sabíamos que tenía que ocurrir. —Hizo una pausa y añadió—: Es la consecuencia lógica de los tratados.
Regina era abogada y experta en esos temas, así que no se podía discutir con ella.
Halina se había sentado junto a la radio y trataba de sintonizar una emisora de Londres; quería confirmar de primera mano la noticia.
Mis hermanas eran los dos miembros más sensatos de la familia. ¿Quién las seguía? En todo caso, mi madre; pero incluso ella resultaba emocional en comparación con Regina y Halina.
Cuatro horas después Francia declaraba la guerra a Alemania. Esa tarde mi padre insistió en unirse a la manifestación ante el edificio de la embajada británica. A mi madre no le hacía feliz la idea, pero él estaba decidido a ir. Volvió en un estado de gran agitación, con el pelo revuelto por la presión de la muchedumbre. Había visto a nuestro ministro de asuntos exteriores y a los embajadores británico y francés, y había gritado y cantado con todos los demás, pero de repente habían pedido a la multitud que se dispersara con la mayor rapidez posible porque podía haber un ataque aéreo. Fue tanta la energía con que los manifestantes hicieron lo que se les decía, que mi padre estuvo a punto de asfixiarse. Con todo, se sentía muy feliz y optimista.
Por desgracia, nuestra alegría duró poco. Los comunicados del frente se hicieron cada vez más alarmantes. El 7 de septiembre, un poco antes del amanecer, sonaron fuertes golpes en la puerta de nuestro piso. Al abrir vimos al vecino de enfrente, médico, vestido con botas altas militares, cazadora y gorra, y cargado con una mochila. Aunque tenía mucha prisa, se había sentido en la obligación de hacernos saber que los alemanes avanzaban sobre Varsovia, el gobierno se había trasladado a Lublin, y todos los hombres sanos tenían que dejar la ciudad y dirigirse al otro lado del río Vístula, donde se iba a organizar una nueva línea de defensa.
Al principio ninguno lo creímos. Decidí obtener información de algún otro vecino. Henryk encendió la radio pero sólo había silencio: la emisora había dejado de transmitir.
No pude encontrar a muchos vecinos. Algunos pisos estaban cerrados y en otros las mujeres hacían el equipaje de sus maridos o hermanos, lloraban y se preparaban para lo peor. No había duda de que el doctor nos había dicho la verdad.
Enseguida resolví quedarme. No tenía sentido vagar sin rumbo fuera de la ciudad; si iba a morir prefería que fuera en casa. Y después de todo, pensé, alguien tenía que cuidar de mi madre y mis hermanas si mi padre y Henryk se iban. Pero cuando lo hablamos entre todos descubrí que ellos también habían decidido quedarse.
El sentido del deber de mi madre la llevó a intentar convencernos de que dejáramos la ciudad a pesar de todo. Posaba un instante su mirada llena de espanto sobre cada uno de nosotros, formulando nuevos argumentos a favor de que saliéramos de Varsovia. Sin embargo, cuando insistimos en quedarnos, sus bellos y expresivos ojos mostraron un alivio y una satisfacción instintivos: ocurriera lo que ocurriera, era mejor que permaneciéramos juntos.
Esperé hasta las ocho y entonces salí; encontré la ciudad irreconocible. ¿Cómo podía haber cambiado de aspecto tanto, tan completamente, en sólo unas horas?
Todas las tiendas estaban cerradas. No había tranvías en las calles, sólo coches, abarrotados de gente y lanzados a gran velocidad, que circulaban todos en la misma dirección: hacia los puentes sobre el Vístula. Por la calle Marszalkowska marchaba un destacamento de soldados. Tenían aire retador e iban cantando, pero resultaba claro que la disciplina era más relajada de lo habitual: cada uno le había dado a su gorra una inclinación diferente, llevaban la carabina de cualquier manera y no marcaban el paso. Algo en su expresión indicaba que habían salido a combatir por iniciativa propia, por así decirlo, y habían dejado hacía tiempo de formar parte de una maquinaria de precisión y en perfecto funcionamiento como es el ejército.
Dos chicas jóvenes les lanzaban desde la acera flores rosas, y repetían una y otra vez un grito histérico. Nadie les hacía caso. La gente corría, y era evidente que todo el mundo pensaba cruzar el Vístula y sólo tenía unas pocas cosas importantes que le preocupaba hacer antes de que los alemanes empezaran a atacar.
La gente tenía además un aspecto diferente que la noche anterior. ¡Varsovia era una ciudad tan elegante! ¿Qué había sido de todas las damas y caballeros vestidos como si acabaran de salir de una revista de modas? Quienes se dispersaban ahora en todas direcciones parecían disfrazados de cazadores o turistas. Llevaban botas altas, botas de esquí, pantalones de esquí, pantalones de montar, pañuelos en la cabeza, bastones, y transportaban bultos y mochilas. No se habían tomado la molestia de procurarse un aspecto civilizado, y se habían vestido sin ningún cuidado y con evidente precipitación.
Las calles, tan limpias el día anterior, estaban llenas de basura y suciedad. En las bocacalles había soldados sentados o tumbados en la acera, los bordillos o la calzada: acababan de volver del frente, y tanto su cara como su porte y sus gestos acusaban un agotamiento y una desmoralización extremos. Exageraban incluso su desmoralización para que los viandantes supieran que la razón por la que estaban allí y no en el frente era que no valía la pena estar en el frente. Era inútil. Pequeños grupos comunicaban las noticias que habían podido arrancar a los soldados sobre los campos de batalla. Eran todas malas.
Miré a mi alrededor de manera instintiva buscando los altavoces. ¿Los habían quitado? No, seguían allí pero habían enmudecido.
Fui corriendo hasta la emisora. ¿Por qué no se emitían proclamas? ¿Por qué nadie trataba de dar ánimos a la gente y detener el éxodo en masa? Las instalaciones estaban clausuradas. La dirección había abandonado la ciudad y sólo habían quedado los cajeros, para pagar a toda prisa a los empleados y a los artistas el salario de tres meses como despido.
—¿Qué se supone que vamos a hacer ahora? —pregunté agarrando por el brazo a uno de los administradores.
Me miró sin comprender y vi en sus ojos el desprecio, que dio paso a la cólera cuando se zafó de mi mano.
—¿A quién le importa? —gritó, encogiéndose de hombros y saliendo de dos zancadas a la calle después de dar un furioso portazo.
Era insoportable.
Nadie podía convencer a toda esa gente de que no huyera. Los altavoces de las farolas habían enmudecido y nadie limpiaba la suciedad de las calles. ¿Suciedad o pánico? ¿O la vergüenza de huir en lugar de luchar?
La dignidad que había perdido de golpe la ciudad no podía restablecerse. Eso era la derrota.
Descorazonado, me fui a casa.
Al anochecer del día siguiente la primera bomba lanzada por la artillería alemana alcanzó el almacén de madera que había frente a nuestra casa. Los escaparates de la tienda de la esquina, con sus tiras de papel blanco pegadas con tanto esmero, fueron los primeros en caer.