Cuando vivía en un pueblo de la punta de Cape Cod, me gustaba observar a la mujer que entregaba el correo caminando arriba y abajo con su cartera llena de cartas. Me habría gustado saber si alguna vez leía las postales que entregaba, ya que podía. Y si guardaba los secretos, que por fuerza tenía que conocer, de todos nosotros. Una tarde, tuve una imagen clara de esa mujer de pie frente a las cajas de clasificación de la habitación trasera de la oficina de correos con un sobre en la mano. La vi de pie mirando lo que tenía en la mano, decidiéndose, y entonces sencillamente guardándose la carta en el bolsillo. Así nació Iris James, la cartera.
En aquel momento, recuerdo que pensé: «Estupendo, ya tengo mi próxima novela».
Pero ¿de quién era la carta que tenía en la mano? Y ¿por qué? Me di cuenta de que para que la novela tuviera suspense, tenía que estar ambientada en una época en que una carta no entregada fuera importante, en que el retraso pudiera crear toda clase de situaciones caóticas. Dado que tenía un montón de cartas guardadas de mis abuelos, de la época en que mi abuelo estaba en la Marina en el Pacífico, durante la Segunda Guerra Mundial, decidí situarla en esa época, utilizando esas cartas para la ambientación, y la carta que la cartera decide no entregar sería la de un hombre a su esposa desde el frente.
Así que ya tenía un esbozo de la historia, pero seguía sin tener ni idea del argumento. Buscando detalles que me indicaran la dirección de la novela, pasé tres meses revisando números de Life de los años de guerra, deshuesando todos los aspectos de la guerra y encontré las emisiones de Edward R. Murrow sobre el Blitz en Londres, leí informes sobre los refugiados que huían de Europa en verano de 1941, y descubrí la información de primera mano sobre un capitán de un submarino alemán que emergió sin ser detectado en el puerto de Nueva York en enero de 1942 y vio las luces de los coches zumbando arriba y abajo de la West Side Highway, ignorado por los habitantes de la ciudad.
A medida que mis pocos conocimientos del período aumentaban, empecé a escribir la historia de Emma y Will, de Iris James, que era el centro del pueblo, y su inesperado amor por Harry Vale, un hombre que estaba convencido de que llegarían los alemanes. Tras escribir cien páginas sobre el pueblo y esa época, Frankie Bard bajó del autobús de Boston y entró, de forma totalmente inesperada, en la historia.
Pero ¿cómo se combinan esos personajes para formar una novela? ¿Cómo conducen sus tres historias al momento ante las cajas de clasificación en que Iris decide no entregar una carta? Todavía no tenía ni idea.
Una mañana de primavera de 2001, abrí el periódico y vi la fotografía ahora icónica de un padre palestino y su hijo agachados detrás de un búnker, atrapados en el fuego cruzado entre tiradores israelíes y palestinos, el niño acurrucado en las rodillas de su padre, que intenta protegerlo de las balas. La foto capta el momento antes de que el niño reciba un tiro y muera. Y el hecho de que yo, desayunando en Chicago, con mi hijo leyendo un tebeo a mi lado, pueda ver el último segundo de la vida de ese niño es insoportable. Quería escribir sobre ello, sobre ese aspecto de la guerra y sus aterradoras contingencias y cómo llegamos a aceptar que se están librando guerras ahora mismo, mientras yo escribo (y ustedes leen) estas palabras. ¿Cómo imaginamos esta simultaneidad?
Unos meses después, me mudé con mi familia a Washington D. C., de modo que estaba allí el 11 de septiembre. La reacción de la ciudad a las agresiones, los F16 que la sobrevolaron durante semanas, los tanques en la calle, los rótulos que se pusieron en las calles más importantes que decían «RUTA DE EVACUACIÓN», los artículos en The Washington Post detallando cuáles de nuestros barrios se verían afectados por una bomba sucia, basándose en las pautas de los vientos predominantes, me dejó muy claro cómo debieron sentirse en Estados Unidos inmediatamente después de Pearl Harbor. De repente, se hizo fundamental la cuestión de cómo sabemos que estamos en peligro como nación. ¿Cómo llegas a comprender que el momento en el que vives es histórico, y qué haces al respecto? ¿Cómo debió de ser para los norteamericanos intentar encontrar sentido a las noticias que recibían del extranjero?
Me di cuenta de que quería escribir una historia de guerra que no se desarrollara en el campo de batalla, sino que nos mostrara los márgenes de una fotografía de guerra o una información en los momentos anteriores o posteriores a lo que leemos o vemos u oímos.
Para entonces había leído tantas informaciones de los grandes periodistas de la época —Martha Gellhorn, William Shirer, Ernie Pyle, Wes Gallagher— que se había impuesto la figura del corresponsal de guerra. Pero cuando leí que Bill Paley, el jefe de CBS, había decidido —apostando por el dominio de la radio sobre la prensa escrita— que se informaría de la guerra en vivo, me di cuenta de que la historia de la persona que graba la guerra, que narra la guerra, que vive la cotidianidad de la guerra después de salir en antena, era la que quería explicar.
Cuando empecé a saquear el Radio & Television Museum en Bowie, Maryland, escuchando todas las emisiones que pude, me di cuenta de que la inmediatez de la información en directo era una espada de doble filo: por una parte, trasladaba al oyente directamente a la guerra. Sin embargo, las normas de objetividad exigían que los locutores caminaran sobre una cuerda floja, manteniendo la voz exenta de emoción, intentando que no se les quebrara la voz. ¿Cómo sería, pensé, que esa voz que transmitía la guerra fuera la de una mujer?
Salvo contadas excepciones, la información de guerra seguía siendo un club exclusivo para hombres. Esto era más cierto aún en la radio, donde existía un claro prejuicio en contra del sonido de las voces femeninas. Betty Wason y Mary Marvin Breckinridge fueron dos mujeres que emitieron desde Europa en los primeros años de la guerra; de hecho, Breckinridge trabajó para Murrow durante los seis primeros meses del Blitz. Me sirvieron de inspiración para Frankie.
Cuanto más profundizaba en mi investigación, más pensaba en la posición de los que pueden ver lo que ocurre, o ver partes de lo que ocurre, y se sienten impotentes para hacer nada más que intentar que la gente mire en esa dirección. La revelación de Frankie Bard en el centro de la novela —cuando se da cuenta de que ha visto morir a alguien y conoce el final de una historia que los padres de esa persona no llegarán a saber— engloba la gran aflicción implícita en la responsabilidad de saber. Y me di cuenta de que lo que le pasó a Frankie en Europa era que la responsabilidad de cargar con las voces de las personas que conoce, cuyos finales no puede saber, se hace insoportable. La grabadora portátil de disco (que, de hecho, la BBC y CBS no pusieron en circulación hasta poco después de la guerra) se convirtió en un vehículo para que ella los conservara.
Y esto se convirtió para mí en el punto central de la novela: ¿Cómo se sobrellevan las noticias?
La forma como Iris y Frankie acaban traicionando todos sus principios —que el correo debe entregarse, que la verdad debe divulgarse— es la historia de guerra que esperaba contar. Es la historia que está en los márgenes de las fotografías, o al final del relato del periódico. Trata de las mentiras que decimos a los demás para protegerlos, y de las mentiras que nos decimos a nosotros mismos para no reconocer lo que no podemos sobrellevar: que estamos vivos, por ejemplo, y que nos encontramos comiendo mientras caen las bombas, y los refugiados están amontonados en campos, y que la noticia nos llega a cada hora del día. Y, al final, ¿qué hacemos?