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Todos habían sido muy amables con ella. Frankie, la señorita James y Harry. Al subir los tres escalones del porche donde la esperaban con la noticia, había tropezado, y Harry había corrido hacia ella. «Vamos —había susurrado—, vamos, cógete a mí.» Y ella le había mirado a la cara y lo había sabido. Estaba tan cansada. Pero olía a grasa de eje y a Old Spice y a piel, y ella levantó los brazos y se dejó llevar en brazos a la casa, como una niña. Él la dejó en el sofá, llamándola querida, y la tapó con una manta, cariñoso como una madre.

Había llegado un telegrama. Había habido una confusión. El doctor Fitch había sido atropellado por un taxi el 18 de mayo y fue enterrado en el cementerio de Brompton el 28. Su más sentido pésame. Y entonces la señorita James había dejado la carta en manos de Emma.

—El doctor Fitch quería que te lo diera… —Iris se ruborizó— si moría.

Emma se sentó en el sofá entre Harry e Iris y miró el sobre. «Emma», decía. Como si estuviera en la otra habitación, llamándola. «Emma.»

Frankie quería ponerse de pie, pero temía hacerlo por si Iris también se levantaba y se marchaba. Emma rasgó el sobre y sacó la carta.

Frankie se quedó sin respiración, se levantó y fue ciegamente por el pasillo donde las luces del rompeolas parpadeaban a través de la ventana de la cocina, muy lejos del agua agitada. Caminó hasta la ventana y miró, con la mente atascada, su mente giraba y se atascaba. Frankie se apoyó en el sobre y tiró del cordón de la lámpara de la cocina. Llenó el hervidor y lo puso al fuego. No había tabaco, y a Emma le quedaba poco té. Echó el último en el fondo de la tetera de porcelana. La luz de la nevera formaba una cuña sobre el linóleo. Sacó la botella de leche y echó un poco en una jarra, sosteniendo la puerta de la nevera abierta con la cadera, después la empujó y cerró el mango con un golpe seco. Cuando el hervidor silbó, echó el agua y volvió al salón con los útiles del té. Los tres seguían en el sofá, aunque Emma tenía el pañuelo de Harry en la mano.

Iris buscó la lámpara y la encendió. Frankie se sentó junto a la mesa y sirvió la leche en el fondo de la taza y después sostuvo el colador de plata sobre el borde y levantó la tetera y sirvió. El vapor le llegó a la barbilla, humedeciéndola. Sentía la mirada de Emma sobre ella.

Emma alargó la carta hacia Frankie.

—Lea.

—No puedo leer su carta.

A Frankie le temblaba la voz.

—Por favor.

Emma insistió y Frankie la cogió.

«Mi amor —empezaba—, si tienes esta carta en la mano, ya no podré volver a cogerte la mano.»

Frankie cerró los ojos y bajó la carta.

—¿Ya ha acabado?

—No puedo.

—Por favor, señorita Bard. —La voz de Emma era ahogada—. Es él, ahí… en esa página. Quiero que le vea.

3 de enero de 1941

Mi amor:

Si tienes esta carta en la mano, ya no podré volver a coger tu mano. Y la mera idea es inimaginable, imposible, porque eres muy real. Y porque yo lo soy. Aquí está mi mano sujetando la página, aquí está la otra mano, escribiendo.

Podría decir que poniendo un pie delante de otro he llegado hasta aquí, pero sería una mentira. Si existe un plan, es el que ponemos en movimiento; alargamos las manos, cogemos algo, y eso hace que la bola empiece a rodar en silencio hacia lo que sucederá. Mi padre dejó su espada y su escudo, Emma, sencillamente se rindió, y no puedo decir por qué. Yo los recogí. Y seguí adelante. Me fui de Franklin, fui a la universidad, me hice médico, y entonces una tarde de invierno, entré en esa habitación donde estabas tú. Oh, mi amor, nada ha sido más dulce en mi vida que amarte, pero me voy. Y no puedo decir por qué.

En los cuentos de hadas, querida mía, los muertos velan por los vivos. Pero, ahora mismo, estás leyendo lo que he escrito y por lo tanto estamos juntos, aquí. No es un cuento. Estoy aquí, mi pluma rasca el papel con tu nombre, Emma Emma Emma. Cuánto, cuánto te he querido, Emma. Eras mi hogar.

Pero esto es lo que quiero decir… mira hacia arriba, ahora. Aparta los ojos de esta página y mira hacia arriba. La señorita James, creo, estará a tu lado. Te dará esta carta y, por lo que sé, esperará contigo a que la leas. Esperará. Te vigilará. Y otros también lo harán. No estás sola. Todos estamos a tu lado, muertos y vivos.

Mira hacia arriba.

WILL

Frankie se estremeció.

«No volveré a casa», había dicho él, justo después de mirar a Frankie y decir: «Todo tiene sentido».

Cuando miró hacia arriba, Emma la estaba mirando y sonriendo. Y fue con un gran alivio que Frankie se dio cuenta de que nunca se lo diría. Nunca le daría la carta que había llevado para Emma. La había llevado hasta allí, y se la llevaría de allí. La noticia había llegado. Will Fitch estaba muerto. Iris había dado a Emma esta última carta, la carta que él quería que leyera cuando muriera. Frankie no tenía nada que añadir más que la felicidad de Will aquella noche a su lado en la oscuridad, y no lo comunicaría. Cruzó la habitación, se sentó al lado de la mujer menuda en el sillón, la rodeó con sus brazos y la abrazó.

Y la semilla que se había aposentado en el corazón de Frankie todo aquel tiempo se abrió. Pétalo blanco tras pétalo blanco se abrió lentamente desde su corazón y empezó a ascender y a salir hacia fuera. Hay historias que no se cuentan. Hay historias que te las quedas para ti. Quedarte mirando y retenerlas en tus brazos no era cobardía. Mirar directamente a la bestia y sentir su aliento en tu costado y no volverte… se podía cargar así con el mundo.

Se quedaron sentados los cuatro un rato más, antes de que Harry se levantara lentamente. Era jueves. La tarde llegaba a su fin. Había llegado el momento de cumplir con la otra parte del día.

Y aunque supiera que Harry bajaría por la colina para ocupar su puesto de vigilancia, y que le vería más tarde, Iris no quería que se fuera; quería que se quedara un poco más y que después fuera con ella y se sentara en la sala trasera de la oficina de correos, y cuando fuera la hora de cerrar, bajara la bandera y la acompañara a casa. Le quería cerca y lo siguió al porche de Emma.

Él se había vuelto al pie de los escalones y la miraba, y ella le sonrió y asintió ligeramente, sintiéndose tímida por las mujeres que estaban en silencio en la habitación, detrás de ella.

Todo lo que él amaba en este mundo estaba frente a él. Y al mirarla, la palabra «siempre» le vino a la cabeza y se quedó.

—Nos vemos esta noche —gritó al abrir la puerta de la camioneta para marcharse.

Eran las cinco y media de un jueves. Al otro lado del parque, las luces de la tienda de Alden estaban encendidas y a lo largo de la calle, con las persianas echadas sobre las ventanas, las franjas amarillas brillaban entre los listones. Harry subió la escalera del ayuntamiento con rapidez, sin pensar, impulsando el cuerpo hacia arriba como si fuera a encontrarse con alguien. Una vez arriba, se detuvo, jadeante. La campana tocó la media por encima de su cabeza, y mientras el clamor se apagaba, Harry cerró los ojos.

Pensó en Will Fitch muerto. Pensó en Emma. Y observó a la hija del tendero bajando los escalones de la oficina de correos, enfadada al encontrarla cerrada, deteniéndose y metiéndose el cabello por dentro del pañuelo antes de caminar rápidamente por Front Street. La siguió todo el camino hasta el recodo en las casas de pescadores donde aparecía el puerto. Las olas en el viejo cristal de la ventana se estremecieron con la forma de la mujer de un modo que la hacía parecer agua caminando sobre el agua. Su pañuelo rojo aparecía y desaparecía entre el verde oscuro de las hayas. La siguió con la mirada, como un farero, hasta el extremo de Front Street y hasta que se perdió de vista.

Paseó la mirada por los tejados del pueblo, hacia el centro y el puerto, más allá, y se detuvo. Entonces Harry se puso de pie y recorrió los nueve metros del desván del ayuntamiento hacia la ventana que daba al mar.

Levantó los prismáticos y apoyó los codos en el alféizar de la ventana. El sol rebotaba en la costilla de la playa cercana, las puntas de las olas como pañuelos blancos agitándose. Se estaba registrando una captura récord de jurel, y los barcos volvían al puerto con tal cantidad de presas, que tenían que cortarles las colas e introducirlas dentro de los cuerpos sin entrañas para que cupieran en las cajas de un metro de ancho amontonadas, selladas y con destino a Cape. Deslizó la mirada diez grados hacia el este. Nada. Se echó hacia delante.

Lejos, por el este, más allá de los barcos de pesca, lo que parecía la sombra gris de una ballena quebró la superficie del agua, formando olas a los lados. Avanzó lentamente, la torre ancha y alta de un submarino asomando en el aire. Larga y baja en el agua, la amenaza gris oscuro sólo mostraba la mitad superior.

—Dios santo —exclamó sin aliento.

El submarino paró las hélices delanteras y los flancos grises del casco se balancearon, flotando con firmeza, con la vela de metal de cinco metros sobre las olas. Los alemanes de su interior no debían de tener ni idea de cuánto se habían adentrado; un poco más y embarrancarían. Harry bajó los prismáticos, prácticamente sin respirar.

Volvió a levantarlos y observó cómo la cabeza y los hombros de un hombre subían al puente en lo alto de la vela, seguido de otro que parecía un oficial.

«Vamos.» El corazón se le aceleró y casi se reía de la ironía. Habían venido y él estaba allí. Lejos y alto, tras unos prismáticos. «Vamos, cabronazos», los ojos puestos en el marinero alemán que había trepado al borde del puente y que se incorporaba ágilmente, apoyando el cuerpo contra el círculo del submarino que tenía detrás. El oficial levantó unos prismáticos y empezó a escanear la costa.

—Vamos, un poco más cerca —susurró Harry—. Venid, cabrones. Os vais a quedar sin agua.

Un golpe enorme dentro de su pecho hizo que soltara los prismáticos y se agarrara al alféizar para recuperar el aliento.

Sintió otro golpe dentro, y éste le hizo caer de rodillas. Abrió la boca para gritar. Ya llega. Están llegando. Y un sonido que nunca había oído le llegó de dentro, le subió por la garganta, entre un gruñido y una risa, y el golpe de dentro se expandió hacia los lados, y cerró los ojos para bloquearlo. Se levantó del suelo, tambaleándose por todo el desván donde colgaba la cuerda de la campana de la torre. Podía verla. Volvió a gemir, el dolor le dejó sin respiración, y se agarró a la cuerda y tiró, gruñendo, sin respirar. Sonó un débil golpecito de hierro. Otro golpe en el corazón, esta vez apagando la luz de la habitación. Tiró. Tiró con lo que le quedaba de vida. Lejos, se oyó una gran colisión. De nuevo, una última vez. Otro impacto. Siempre lo había sabido. Habían venido.