Cuando Frankie abrió la puerta y entró en el vestíbulo vacío, la cartera estaba tras la ventanilla. Desde la puerta, Frankie observó cómo estampaba el matasellos en tres cartas seguidas con un golpe seco, después se giraba y lanzaba lo que había sellado detrás de ella con unos giros impacientes de la muñeca. Tranquila, eficiente, absorta en su trabajo, la cartera estaba al mando. Frankie siguió los sobres volando en silencio sobre el hombro de Iris hacia las sacas.
—¿Alguna vez no acierta?
—Jamás.
Iris no levantó la cabeza.
—¿Ni una sola vez? No es posible.
—Claro que sí. Fíjese en Joe DiMaggio.
Entonces la miró y sonrió. Frankie se acercó.
—Pero, a veces —concedió la cartera—, sí pienso en las cartas que se pierden. Me pregunto si deberían… si yo debería dejarlas donde caen.
—Bromea.
—No —contestó Iris calmosamente, abriendo el cajón de los sellos.
—¿Alguna vez lo ha hecho? —insistió Frankie—. Dejar que una carta…
—Jamás.
Iris cerró el cajón de golpe, pero Frankie vio que el pensamiento se le había pasado por la cabeza, aunque fuera fugazmente.
—¿Cómo llegó a ser cartera, si me permite la pregunta?
—Pasé el examen.
—¿De qué examen se trata?
—Del examen de jefe de oficina de correos.
Frankie asintió.
—Sumas y restas —siguió Iris.
Estaba esquivando la pregunta. No se llega a ser cartera sólo sabiendo matemáticas, Frankie estaba segura de eso.
—¿Le gusta el puesto?
—¿Me está entrevistando? —replicó la señorita James.
Frankie negó con la cabeza.
—Sólo siento curiosidad.
—Sí. —Iris la miró atentamente—. Me gusta asegurarme de que todo sigue su curso. Me gusta que las cosas estén en su sitio.
—Pero esto es algo más que mantener las cosas en marcha, ¿no? Todo el pueblo gira en torno a este sitio. Usted sujeta todos los hilos en sus dedos, como un gigantesco juego de la cuna.
—Eso es lo que creen ellos —contestó Iris tranquilamente.
—¿Quiénes?
Iris indicó el pueblo con la barbilla.
—A ellos les gusta pensar que lo controlo todo desde aquí, que porque veo lo que les llega, de alguna manera estoy en condiciones de cambiar las cosas. De hacer que ocurran cosas.
—Puede que sólo esperen que esté atenta.
—¿Que esté atenta a qué?
—Que vigile. —Frankie se encogió de hombros—. Que les vigile.
La señorita James arqueó una ceja y entró en la sala de clasificación. Frankie esperó a que saliera.
—¿Está atenta? —preguntó Frankie.
—¿Disculpe?
Frankie cambió de táctica, un poco avergonzada por la melancolía que había detectado en la voz de la mujer.
—Bueno, piense en la cantidad de secretos que tiene en sus manos.
—Yo no tengo absolutamente nada en las manos aparte del correo —contestó Iris, dejando un grueso fajo de periódicos y una carta delante de Frankie.
—Pero piénselo bien. Algo podría desviarse, o pararse, y sería su mano la que lo arreglaría, su mano la que haría que la historia siguiera adelante. Es como un buen narrador. —Frankie calló, notando que Iris se ruborizaba—. Incluso el autor. Podría escoger quién recibe el correo y quién…
—Aunque pudiera, no lo haría, señorita Bard. —Iris la interrumpió. ¿Qué quería la periodista? ¿Por qué estaba aquí insistiendo con sus preguntas?—. Va en contra de todos mis principios.
Frankie le sostuvo la mirada.
—¿Como cuáles?
—Orden —contestó Iris—. Calma. Cada cosa en su sitio.
—Suena bien. —Frankie se apoyó en el mostrador—. Suena de maravilla.
—No hay nada maravilloso en ello. —La señorita James levantó la cabeza y miró fijamente a Frankie—. Y podría ahorrarse ese tono petulante.
La cartera miró a Frankie, impasible y alerta como una Madonna en una pared. Sin más ni más, Frankie sintió que se le formaban lágrimas en el pecho.
—Señorita James…
—Cuando una persona escribe una carta, coge un bolígrafo en la mano y escribe lo que necesita en una página. Lo mete en un sobre. Le pone un sello. Y me lo trae. —Frankie arqueó las cejas, pero Iris siguió, sin prestarle atención—. Me da la carta y yo la envío. La meto en la saca de correos. El señor Flores se la lleva a Boston. Allí se clasifican las cartas y se mandan por todo el país, por todo el mundo. Esa carta. En esa carta es en lo que se basa todo.
—¿Qué es todo?
—Todo. —Iris se calmó; después del esfuerzo de dar esa explicación en voz alta estaba sin respiración—. Existe un orden subyacente, un orden y una razón, y cada carta mandada, cada maldita carta mandada y recibida, lo demuestra. Algo empieza, algo termina. Algo se manda, algo llega. Cada día. Cada hora. Mientras existan las cartas…
—Tonterías —intervino Frankie con brusquedad—. Es usted, señorita James, no un orden más elevado, no una razón extraña. Somos nosotros, aquí abajo, haciendo nuestro trabajo.
—No puede creer eso. —Iris se mostraba lacónica—. No creo que lo diga en serio.
—No tiene ni idea de lo que yo creo.
Iris se dio la vuelta y señaló la radio negra en el estante, sobre las sacas de correo.
—El mes pasado la escuché hablando de eso, diciéndome que prestara atención. Estaba aquí y oí su voz desde allí y nos decía que lo que teníamos que hacer, ante lo que estaba sucediendo, era prestar atención.
—Entendido.
Frankie tragó saliva.
—¿Y para qué demonios prestamos atención? ¿Para qué deberíamos estar atentos?
Frankie contuvo la respiración.
—Aquí no es diferente. Hay que vigilar. Prestar atención todo el tiempo y después hacer sonar la alarma.
—¿Prestar atención a qué?
—Errores —respondió Iris rápidamente—. Averías. En la maquinaria.
—¿Maquinaria?
Iris escrutó a la periodista.
—¿Recuerda la historia de Teseo?
—¿Teseo? —Eso pilló totalmente por sorpresa a Frankie—. ¿El héroe griego?
Iris asintió. Quería aplastar a la mujer que tenía delante de algún modo, hacer que comprendiera. Para que se llevara sus preguntas pesadas y provocadoras a otra parte.
—Siga.
Frankie soltó un bufido.
—Cuando Teseo se hizo a la mar, prometió a su padre que, si estaba vivo, regresaría con velas blancas. Y cada día, todos los años que su hijo estuvo fuera, el rey trepó al acantilado para ver llegar las velas y no vio nada. Cada día del mundo durante años.
Calló, sin mirar a Frankie. Le habían contado esa historia hacía años, en la escuela, y era lo peor que había oído.
—Entonces, un día, vio las velas. Acercándose por el horizonte. Unas velas a la vista, tras años de espera. Años.
Frankie esperó.
—Pero las velas eran negras. Negras de duelo. Así que el padre, el rey, saltó del acantilado para encontrar la muerte en las rocas de abajo, mientras su hijo navegaba triunfante hacia él. Había olvidado su promesa. —Iris se ruborizó—. ¿Por qué nadie de los que estaban en el barco miró hacia arriba y se dio cuenta del error? Teseo podría haberlo arreglado. Si lo hubiera sabido.
Frankie sostuvo la mirada de la cartera, mientras una idea se introducía lentamente en su cerebro.
—Jamás he superado el desperdicio de ese accidente —dijo Iris bajito.
—Pero la historia lo sabía.
—¿Disculpe?
—La historia —Frankie asintió, todavía no del todo segura de lo que estaba diciendo— lo sabía. La historia no tendría ninguna gracia sin el error. Si Teseo hubiera recordado cambiar las velas, no se habría contado la historia. La historia habría acabado, como todas, con el regreso triunfal del héroe. Pero ese error es el que hizo la historia. Ese error es la historia. Por eso la cuentan.
Iris la miró fijamente.
—No puede ser tan fría.
—Es un mito, señorita James —siguió Frankie, agotada—. Se cometen errores constantemente.
—¿Se cree que no lo sé? —Iris se volvió, con voz temblorosa, y señaló la sala de clasificación—. Cada minuto, cada segundo de cada minuto —se corrigió—, existe la posibilidad de que algo salga mal.
—Pero no por su culpa, ¿se trata de eso?
—Sí. Las cosas se hacen mal todo el tiempo, pero yo las detecto. Y cuando lo hago —Iris se echó más adelante sobre el mostrador—, cuando lo hago, señorita Bard, me doy cuenta de que se me ha permitido detectarlos. Cada error, cada accidente, cada pedacito de azar detenido, es una mirada a Dios. Es Dios que nos mira.
—Claro —dijo Frankie, recogiendo los periódicos, con las mejillas encendidas.
Estaba casi en la puerta. Algo suelto que la había estado fastidiando en el fondo de su cabeza se materializó. Hablar estaba bien. Hablar era gratis, no, aquí, a millones de kilómetros de donde Will Fitch había sido atropellado por un taxi, donde Thomas había sido abatido delante de ella, donde cada día morían personas, personas reales a las que les arrancaban la vida, sus cuerpos hechos pedazos, disparados y abandonados a su suerte. Se volvió.
—Escúcheme —empezó Frankie—. Hace unos meses, estaba sentada en un banco con una madre y su bebé. Era un día precioso de primavera. Había un perro. «Perro», dijo el bebé a su madre…
—Señorita Bard… —interrumpió Iris.
Pero Frankie siguió hablando y mirando a Iris, desafiándola a hacerla callar.
—«Sí, señor», dijo la madre. «Perro», dijo el niño otra vez. Ella asintió. «Vamos, pues.» «Vamos», dijo el niño. «Bien», dijo la madre. «Vamos», dijo el niño sonriendo y entonces sonaron las sirenas y todos miramos hacia el cielo. Era de día. Era mediodía. Estaban bombardeando a mediodía, pensé que tenía que haber algún error.
—¡Señorita Bard!
Era intolerable. ¿Es que la periodista creía que Iris no estaba enterada del horror? ¿De la angustia?
—Tuve esa sensación —siguió Frankie—, y entonces eché a correr hacia delante, no recuerdo haber visto nada, por lo que yo recuerdo podría haber corrido con los ojos cerrados, como un topo avanzando con el hocico por delante hacia un recuerdo tenue de una abertura por la que había pasado al entrar en el parque: ¿un sótano?, ¿el metro? Y me lancé al agujero justo cuando el edificio del lado del parque donde estábamos todos se derrumbó con un estruendo tremendo. El ruido y el ruido de después, el mortero, el yeso y el cristal levantado por los aires, cayendo al suelo por todas partes, con golpes secos y hecho añicos. Después vinieron los gritos. Subí los escalones del sótano y el polvo blanco del edificio caía en cascada, como una nevada. Oí a personas que gritaban. Alguien abrió una puerta. Alguien gritó. Oí la lluvia constante del polvo.
»Y a través de ella, hacia mí, alguien caminaba a paso regular, como si viniera caminando desde Escocia, y caminaba bajo el bombardeo e iba a seguir caminando. Eso es lo que recuerdo haber pensado, que por la forma como caminaba, parecía inmortal. Entonces vi que era la madre del parque, con su hijo bien apretado en los brazos. Le susurraba algo al oído mientras caminaba entre personas que se levantaban lentamente, susurrando y susurrando, y el niño la miraba a la cara, y su sangre se derramaba por la falda y la blusa de la madre. “Cariño, cariño, cariño”, decía ella al oído del niño.
La cartera pegó un manotazo con ambas manos sobre el mostrador, con tanta fuerza que Frankie sintió que la madera saltaba.
—¡Basta! —gritó Iris con brusquedad—. ¡Basta! A la mierda. ¿Por qué no puede parar?
Frankie pestañeó, y su boca se cerró. Sus ojos redondos vagaron y parecieron detenerse en el calendario de detrás de la cabeza de la señorita James, como si estuviera buscando su camino con cautela, poco a poco, piedra a piedra, a través de un riachuelo.
—Porque sucedió —dijo, y lo más parsimoniosamente que pudo, cruzó el vestíbulo y la puerta.
La puerta se cerró con un golpe detrás de la mujer, e Iris se quedó varios minutos donde estaba. Se quedó quieta y con los ojos cerrados. Poco a poco, los sonidos resurgieron y olió la sal en la brisa, que había cambiado. Se quedó allí, muy quieta, esperando que su corazón se normalizara, esperando que la imagen que la otra mujer había dibujado y sacudido frente a ella se desvaneciera.
Porque Iris lo había visto, había visto la cara de la madre, los ojos buscando ayuda frenéticamente mientras caminaba, susurrando al pequeño oído moribundo. «Cariño, cariño, cariño.» Iris se tapó la boca. Los había visto tan claramente en las olas de la voz de la mujer. Aquella misma voz que había escuchado en la radio y había apagado cuando resultaba ser demasiado. El reloj volvió a sonar. El tap tap de los tacones de alguien. El viento otra vez. Iris se volvió hacia la sala de clasificación. Dos sacas de correo esperaban donde Flores las había dejado. El hervidor estaba en el hornillo. La persiana estaba subida antes de que entrara la luz cegadora de la tarde.
Pero también estaba ella, guardándose furtivamente una carta en el bolsillo. Ella se había sentado en la mesa de la sala del fondo y había estafado al tiempo. Prestar atención. Todas las palabras que había disparado contra la periodista las creía hasta el fondo de su corazón. Y, sin embargo, había sacado una carta de la maquinaria que tan orgullosamente atendía. La historia lo sabía. Iris miró el cajón de los sellos. «¿Por qué ninguno de los marineros de Teseo se dio cuenta del error y avisó al capitán?», había preguntado a su profesor, angustiada. «Ésta es la lástima de la historia», había contestado con amabilidad el profesor. «No lo hicieron. Y el destino hizo que el padre lo viera.» «Pero ¿quién es el destino?», había insistido la pequeña Iris, pero su profesor no llegó a contestar.