Si Frankie estaba orgullosa de algo era de haber sido capaz siempre de decir la verdad. Se consideraba intrépida —una especie de Juana de Arco—, valiente, audaz, apasionada. Todos la consideraban así. Toda su vida se había lanzado de cabeza a la carrera. Pero había viajado hasta ahí, había llegado hasta la puerta del médico, había abierto la boca y no había dicho nada. Casi se echó a reír. La mala pasada había estado allí todo el tiempo. Mientras Frankie estaba grabando voces, mirando a las caras de personas cuyos finales creía que no conocería nunca, ella era el final. Era el final para la mujer menuda y fiera de la puerta de al lado. Era las tijeras. Y había creído ser el hilo.
¿Qué se había imaginado? Si le daba la carta a Emma y le contaba todo lo sucedido, la parte que conducía al momento en el que Will no había mirado hacia el lado correcto (porque ésa era la historia, ése era el pedacito que se atragantaba en la garganta), ¿ayudaría en algo? Sí. Ése era el quid de la cuestión. Si Will Fitch no hubiera mirado a la mujer que cruzaba, no hubiera buscado a Emma en todas las caras, habría mirado hacia el lado correcto y habría visto venir el taxi. «¡Allí! ¡Está allí! ¡Allí!» Si Frankie no hubiera gritado, no habrían localizado a Thomas.
Apartó la manta de una patada, hacía demasiado calor para dormir, y se encaminó al salón de la casita, levantando las ventanas para aprovechar la brisa nocturna. La luz en lo que debía ser el dormitorio de Emma, un cuadrado amarillo pequeño elevado en la oscuridad de la noche. Frankie se volvió de espaldas a la ventana y encendió el gramófono. No importaba qué disco estuviera puesto; bajó el brazo sobre el disco y apagó su propia luz.
«Pertenecemos a una Federación de Casandras», había confiado una noche Martha Gellhorn en el Savoy. Y Frankie había mirado a la cara de la mujer mayor y había pensado: «Yo no». La imagen de una Casandra loca y hermosa, deambulando por las calles de Troya, gritando «¡Escuchad! ¡Escuchad!», haciendo sonar el gong, era una advertencia, no una señal. Pero ahora sus propias palabras habían volado, las palabras valientes y orgullosas que creía suyas. Allí estaba, en un porche en un extremo del pueblo, incapaz de hablar, incapaz de hacer nada más que escuchar discos con voces de otras personas, una y otra vez.
La luz de Emma en la casa de al lado se había apagado. Frankie asintió en la casa a oscuras. Incapaz incluso de comunicar la noticia.
Durante los días siguientes, los hábitos de Frankie se refinaron y redujeron al mínimo. Se encontró en el estado ya conocido de temor alterado, como la sensación de antes de salir en antena, las horas del día que se hacían más y más pesadas hasta que podía hablar. No hablaba con nadie. Dormía. Despertaba. Bajaba al pueblo a tomar café, y después, al volver, dudaba ante la verja de la casa de Emma. Muchas mañanas Otto estaba en la escalera, pintando el lado norte de la casa. Por las tardes paseaba, saliendo del pueblo por el negro asfalto y después girando a la izquierda hacia las olas y los parches de hierba. Y Frankie se adentraba en el hondo silencio de las horas y las dunas, como un ave abandonándose a las corrientes del cielo.
El tiempo contenía su aliento. El mundo era empujado hacia atrás. Como si nada pudiera ocurrir y nada hubiera ocurrido, el tiempo saltaba por encima del momento en que Will había muerto y Thomas había desaparecido y el niño se había alejado de Frankie a través de las verjas; y de alguna manera, en el silencio, Frankie no podía ver su camino hacia atrás… ni hacia delante.
Las puertas mosquiteras en las otras casitas se abrían y cerraban, anuncio y conversación todo en uno para que Frankie supiera cuándo estaba sola y cuándo tenía la compañía de esos desconocidos familiares. Y la luz vespertina enmugrecía el oro de la arena y el sol, de modo que el espíritu de la tierra, aquella oreja retorcida en el puerto, flotaba en perpetua indecisión entre la tierra y el mar. La marea vaciaba y llenaba bajo el amplio tejido de nubes; la bandera de la oficina de correos subía cada mañana exactamente a las siete y media sobre el perfil de los tejados del pueblo, y bajaba cada tarde exactamente a las seis. Apoyada en el espejo de la cómoda, la carta del médico era la primera cosa que veía cada mañana y la última al apagar la luz por la noche.
El cuarto día, Frankie cruzaba hacia las dunas justo cuando Emma subía la calle camino de casa.
—Hola —saludó Frankie, aunque sintió como si la sangre se le hubiera vuelto arena en las venas.
Emma le devolvió el saludo sin mucho entusiasmo.
—He decidido quedarme en el pueblo —explicó Frankie, cruzando la calle entre ellas y parándose, con el corazón en un puño.
Emma asintió.
—Ya me he dado cuenta.
—Espero que no le importe.
—¿Por qué me iba a importar?
Frankie no contestó.
La esposa del médico apoyó la cadera contra la verja cerrada de su casa y la miró atentamente.
—No es tan grande como me la imaginaba.
—¿Ah, no?
Frankie buscó el paquete de tabaco y lo sacudió hacia Emma, ofreciéndole al mismo tiempo el encendedor. Al encenderse la llama, se oyó un breve siseo, y después la agradecida inspiración de Emma.
—En la radio, parece una mujer muy alta. Más alta de lo que es, en fin, y un poco… —Emma sacó el labio hacia fuera— impaciente.
Frankie sonrió.
—¿Pasó miedo allí?
Frankie calló.
—Perdone —dijo Emma—. No pretendía fisgar.
—Por Dios —contestó Frankie débilmente—. Por favor… fisgue cuanto quiera.
—Nunca parecía asustada —musitó Emma.
—¿Cómo parecía?
—No lo sé. Indignada. Y clara. —Emma apartó la cabeza—. Y a veces feliz —siguió con amabilidad—, como mi marido.
Frankie se quedó sin respiración y tuvo que concentrarse en la cara de Emma.
—Feliz.
Tragó saliva.
—Lo siento. —Se ruborizó Emma y abrió la verja—. Siento haberla entretenido. He hablado demasiado.
—No. —Frankie se aclaró la garganta—. Señora Fitch.
Emma se volvió, expectante.
«No quiero más noticias», había dicho. Y, otra vez, mirándola a la cara, Frankie perdió su valor.
—En absoluto. —Consiguió sonreír—. No me ha entretenido en absoluto.
Emma posó la mirada en la sonrisa de Frankie y, tras un minuto, asintió. Después fue lentamente hacia los escalones de su casa.
Con el corazón acelerado, Frankie abrió su puerta mosquitera, fue al dormitorio y se quedó mirando la carta. Se le paralizó la mente, la mente giraba y se paralizaba. Todas las extremidades de su cuerpo se habían vuelto inverosímilmente pesadas. No podía coger la carta. No podía matar al médico. La dejó y fue al salón.
Había fundamentado su carrera en un consejo que Max le había dado al empezar a trabajar: contabas una historia dejando que las cosas pequeñas hablaran. Mirabas directamente las cosas para obtener una imagen, y entonces tenía que seguir mirando para poder comunicarla. En cuanto apartabas la mirada —para hacer una descripción, para cualquier metáfora—, la cosa se desmoronaba, en silencio y por completo, ante ti. Pero ella estaba perdida, en todos los sentidos, con esto. Había pestañeado. Había apartado la mirada. Y ahora no tenía ni idea de cómo decir lo que había venido a decir. Si había podido hacer algún bien, ya no lo haría. Hubo un tiempo en que sencillamente podría haber explicado lo ocurrido a Emma, en que podría haberla mirado y darle la carta y cerrar el hueco del tiempo. Will murió, así, y en tal sitio y en tal momento. En cambio allí estaba ella, como un arquero, tensando más y más la cuerda.
¿Un arquero? Frankie sorbió por la nariz. Era una mentirosa.
Se quedó sentada, inmóvil, esperando que su corazón se calmara y las horas pasaran.
En la casita de al lado, alguien puso la radio y el entusiasmo inconfundible de la voz del locutor llenó el ambiente: «Ha sido capturado. ¡Sí, señores! El submarino 570 ha sido capturado. En una misión de rutina al sur de Islandia, el submarino alemán salió a la superficie justo debajo de un bombardero Coastal Command Hudson. Hemos sabido que el comandante alemán se ha rendido, y que el submarino se dirige hoy rumbo a Islandia».
Apagaron la radio. La puerta se abrió y un hombre en bañador bajó los escalones hacia la arena, con una sombrilla en la mano. El calor zumbaba. Un haz de sol haraganeaba a través de la ventana y se posaba sobre la mesa como un gato. Era una tarde magnífica y calurosa del 28 de agosto.
Frankie miró por la ventana como si pudiera ver algo, algo más que el cielo. El mar. Las proas blancas de los barcos. Era un viaje de tres o cuatro días en barco desde Islandia. Por primera vez, se preguntó si Harry Vale, sentado en lo alto del ayuntamiento, podría tener razón. ¿Los submarinos en el océano podían estar dirigiéndose hacia ellos? La prensa de Estados Unidos no estaba supeditada al gobierno, pero ella sabía lo fácil que era amortiguar la verdad, y hacía tanto tiempo que estaba en el extremo receptor de las noticias que Frankie había olvidado lo que era estar fuera de los rumores, los cuchicheos, las palabras pasadas de un corresponsal a otro. Rumores y cotilleos, la conversación cotidiana de otros periodistas, personas que recogían fragmentos y los transmitían y que, de algún modo, mantenían a raya esa sensación de que algo podía venir de alguna parte, de cualquier dirección. Sin los fragmentos de palabras, sin que los demás también observaran, hablaran, analizaran la guerra, se tenía la sensación de que podía ocurrir cualquier cosa. Podía suceder cualquier cosa.
Era la hora de la siesta en la calle. La hora de la siesta al final del verano. Frankie podía ver los cuerpos tumbados al sol a lo lejos, en la playa del puerto, y el hondo silencio le produjo ganas de apresurarse.
Para cuando llegó al pueblo, sabía lo que quería ver, y al entrar en la sombra del parque, y salir de debajo de los árboles al gran círculo central, sin mirar a la ventana de arriba, de repente quiso que Harry Vale estuviera allí. Quiso que estuviera vigilando.
Empujó la pesada puerta del ayuntamiento y entró en el silencio del linóleo. A la derecha, la puerta de la oficina estaba abierta y de dentro llegaba un débil sonido, como alguien rascando o frotando dos tablones, y cuando dobló por la esquina, la mujer que se limaba las uñas la miró sin perder el hilo, sin que el ruidito de sierra cesara.
—Hola —saludó Frankie—, ¿podría indicarme el camino para subir con los vigías?
La mujer tenía una cara redonda, poco afortunada para una mujer de constitución tan menuda. Dejó la lima.
—¿Y eso qué es?
—Los hombres de la Unidad de Defensa Civil, arriba.
—¿Se refiere a Harry?
Frankie asintió.
—Harry Vale.
La mujer indicó con la barbilla en dirección a la entrada, detrás de Frankie.
—Por la escalera —declaró.
—Gracias —dijo Frankie, volviéndose—. ¿Está arriba ahora?
La mujer miró a Frankie y se encogió elaboradamente de hombros, como si estuviera sentada a una mesa sobre un escenario.
—Si lo supiera —dijo con afectación— estropearía el secreto.
—¿Qué secreto?
—Podría ser alemana —sugirió la mujer, cogiendo la lima otra vez—. Y no quiero revelar nada, ni en un sentido ni en otro.
Sonrió a Frankie.
—Si yo fuera alemana —observó Frankie—, usted estaría muerta.
—Oiga —dijo la mujer, con las mejillas más rojas todavía—. No hace falta ser tan antipática.
«Antipática», pensó Frankie, mientras salía y cruzaba la sala redonda de la entrada hacia la escalera. «Qué sabrás tú.» El silencio de la oficina la siguió. Cuando llegó al pie de la escalera, el limado de uñas había empezado otra vez, y Frankie oyó que se reanudaba el ligero zapateado. Subió la escalera rápidamente, de dos en dos, dando vueltas y vueltas, hacia arriba. Cuando abrió la puerta del último piso, estaba sin aliento.
—Ah, es usted, señorita Bard —dijo Harry Vale, girando en su silla.
Frankie se detuvo en el umbral. Harry Vale estaba sentado en una silla de respaldo recto en el centro de la hilera de tres ventanas, casi en el extremo del desván. El sol de la tarde inundaba la sala y la figura del hombre se perfilaba a contraluz. Tenía unos prismáticos en la mano, que había bajado al verla aparecer; girándose lentamente de espaldas a la ventana, volvió a llevárselos a los ojos. No apoyaba la espalda en la silla, sino que se sentaba un poco inclinado hacia delante como si se estuviera entrenando. La muchacha observó un hornillo Bunsen en un rincón, y al lado un catre con la sábana bien tirante bajo una manta. Y, aunque estuvieran en el desván del ayuntamiento, Frankie tenía la fuerte impresión de que el señor Vale estaba preparado para vivir allí. Tenía la escasa vitalidad de una tienda, todo lo necesario, todo a mano, aunque la ancha habitación se expandiera alrededor de ellos y los tablones vacíos del suelo olieran como el mar.
—¿Puedo? —preguntó mientras se sentaba en una silla al lado de él.
—Por favor —dijo Harry.
Frankie llegó a las ventanas y absorbió el amplio panorama desde el último piso. Todo el puerto, no sólo el centro, se extendía frente a ella, así como la carretera de entrada en el pueblo. Incluso podía ver el risco del tejado de Emma. Desde allí, Harry Vale podía vigilarlos a todos sin los impedimentos de un dios.
—Vaya —comentó—. Menuda vista.
Él asintió, sin dejar de vigilar.
Frankie sacó los cigarrillos del bolsillo. La bandera de la oficina de correos ondeaba muy por encima de los tejados. Frankie encendió el cigarrillo.
—¿Es verdad que quiere recortar esa asta?
—¿Dónde se ha enterado?
—En la cafetería.
Frankie soltó el humo.
—Nadie vigila esas aguas —dijo Harry lentamente—, y es así como vendrán.
—¿Es lo que dice Defensa Civil?
—Es lo que digo yo.
—¿Qué dice Defensa Civil?
—Estupideces, en mi opinión.
—¿Qué dice? —insistió Frankie.
—Dice que vigilemos el cielo. Defensa quiere vigías del cielo, con los prismáticos apuntando arriba.
—Está muy seguro.
—Dígamelo usted, señorita Bard —dijo Harry, con tanta amabilidad que le cogió desprevenida—. ¿Por qué combatimos en la Primera Guerra Mundial?
La muchacha se volvió a mirarlo. Él le devolvió la mirada tranquilamente.
—Es verdad —dijo la muchacha.
—Qué demonios —repuso él—, ya estamos otra vez.
—Bueno… no exactamente.
—¿Le parecería bien hablar con Defensa Civil?
—¿Para qué? —Le miró—. A la gente le da igual una mentira que la verdad. Hace años que deberíamos estar allí, pero a nadie le importaba, así que se deshicieron de los informes.
Él gruñó a modo de conformidad y se dirigió hacia las otras ventanas, donde miró a través de los prismáticos. Frankie vio claramente que tenía un programa. Le dieron ganas de llorar. Aquella idea valiente y firme del orden. Ese hombre, levantando el brazo en el mismo ángulo preciso hacia el mar cada vez que se paraba a mirar. Esa mano y esa cabeza trabajando por separado y sin distracción, empeñadas en seguir adelante.
—Permita que le haga una pregunta. ¿Qué esperaba, estando allí?
—Un final.
A Frankie la alivió el cambio de tema.
—¿De la guerra?
—Sí —contestó Frankie, crispada—. Bueno, no. De hecho lo que quería era que empezara.
—¿Y cómo demonios creía que lo conseguiría?
—Cuanto más supiera la gente, cuanto más pudiera ver… ver lo que había que hacer.
—Tonterías. —Sacudió la cabeza sin volverse—. Aquí nadie ve más allá de las fotos, ni de cualquier historia que intente contarles, sobre la guerra… sobre lo que hay allí.
—¿Qué hay allí?
—Contingencia.
Ella esperó.
—«La extraña aritmética del azar» —recitó él con suavidad—. Wilfred Owen.
Frankie contuvo el aliento con brusquedad.
Harry siguió mirando por los prismáticos.
—Cielo santo.
Frankie se quedó con la mirada fija.
Él se encogió de hombros.
—No podemos cambiar lo que vendrá. Siempre hay algo que viene.
—¿Eso debe servir de consuelo?
Él gruñó y se sentó en la silla.
—Es lo que hay.
El estómago le protuberaba sobre el regazo y el jersey le quedaba muy prieto. Frankie le miró observar, y después se volvió y contempló el agua, que se expandía como una fotografía alejándose del pueblo. Y se sintió curiosamente consolada. Ese hombre hizo volver a Will Fitch, sentado a su lado: «Usted sólo es una voz y un par de manos». Ella se había vuelto a mirar al médico en la oscuridad, para detener la ola de alivio que emanaba de él y se le venía encima, su alivio y su alegría. Ahora estaba en el pueblo de él, sentada tranquilamente. ¿Tendría razón? Salió el primer grupo anunciando la abertura de la noche. Unos colegiales se reunieron a holgazanear frente a la verja de la oficina de correos y uno de ellos lanzó una piedra contra la madera. Y volvió a lanzarla. Y a lanzarla.
Ahora los niños se habían colocado en formación de pelotón de fusilamiento, fingiendo que disparaban contra algo que al principio ella no pudo ver, hasta que se echó un poco hacia delante. Entonces se levantó de golpe sin decir nada a Harry Vale y bajó la escalera corriendo, de dos en dos, con la mano resbalando por la barandilla para mantener el equilibrio. Pasó el segundo piso, y el primero donde el traqueteo de la máquina de escribir cesó y volvió a empezar al pasar ella corriendo y abrir la pesada puerta. Dos de ellos caminaban lentamente detrás de él, siguiendo a Otto por la calle. Frankie cruzó corriendo el parque hacia el resto de niños que todavía estaban de pie con los brazos levantados, apuntando a la espalda del hombre con los dedos.
—¡Maldita sea! —gritó la muchacha—. ¿Se puede saber qué hacéis?
Se quedaron mudos. Los brazos sin fuerzas.
A Frankie le latía el corazón con tanta fuerza que le costaba hablar.
—Malditos niñatos —dijo rabiosa—. Malditos niñatos de mierda.
Miró calle arriba hacia Otto, que se había parado al oír su voz y se había vuelto, viendo por primera vez a los niños que le estaban siguiendo.
—Largaos de aquí —volvió a mirar a los niños— y si vuelvo a veros hacer eso, os denunciaré a la policía.
Uno de los niños sonrió y miró al suelo.
—¿Qué es gracioso?
Frankie era consciente de que Otto se acercaba por detrás.
Otro niño levantó la cabeza.
—¿Qué os hace tanta gracia?
—Mi papá es policía —ululó el primer niño, y todos le siguieron la corriente y rieron, dejando a Frankie paralizada por la rabia.
Otto se paró frente a ella.
Frankie lo miró.
—¿Estás bien?
Él se encogió de hombros.
Beth Alden, la hija del tendero, había salido del mercado y estaba de pie en el umbral, observándolos.
—Otto —susurró Frankie—, ¿por qué no se lo dices?
—¿Qué debería decirles? —comentó él con calma.
—Que eres judío. —Frankie intentó mantener la calma—. Que tu esposa sigue allí.
Él levantó la cabeza y miró hacia el mercado.
—Otto —insistió ella.
Él sacudió la cabeza.
—No pienso decir nunca más nada a nadie.
—Pero la gente no lo entiende. No entiende quién eres.
Otto miró a Frankie a los ojos. Le latía el corazón muy deprisa. La miró largo rato.
—¿Y? —Sólo levantó un poco la voz, pero la furia repicaba—. ¿Decir? ¿A quién debería decírselo? ¿Cómo? ¿Debo hacer un discurso en el parque? —Señaló el parque del pueblo con un dedo—. ¿Subirme a una tarima? Decirles a todos: Ich bin Jude!
—¡De acuerdo! —exclamó ella, pero él se apartó de la mano que ella le tendía.
Dio la vuelta y se puso a caminar con rapidez, sin correr, hacia las afueras del pueblo. Ella se quedó mirando la calle, hasta que él se detuvo por fin y se volvió. Se detuvo, la miró y después siguió caminando.
Frankie pestañeó, como si hubiera salido de un trance.
—Señorita Bard —la cartera había salido de la sombra del porche—, tiene correo.
—¿Lo ha visto?
Frankie la miró.
—¿Qué?
Frankie estaba tan enfadada que no podía hablar. Caminó hacia los escalones de la oficina de correos.
—A esos niños —dijo rabiosa—. Unos niños fingían disparar al señor Schilling por la espalda.
—No. —Iris sacudió la cabeza—. No lo he visto.
Las pesadas puertas se cerraron con un golpe seco detrás de Iris, que desapareció dentro.
—Por Dios. —Frankie apoyó una mano en la barandilla sólo para sujetarse un minuto. Distinguió a Otto doblando por la esquina al final de la manzana y entrando en el garaje—. Dios todopoderoso —musitó Frankie.