23

«¡Allí! ¡Está allí! ¡Allí!»

Frankie se despertó, con el corazón retumbando en el pecho. Alguien había gritado, y tras un minuto se dio cuenta de que había sido ella. Tenía la garganta irritada y seca. Dobló las rodillas bajo la sábana, mirando el espejo sobre la cómoda a los pies de la cama. Una mujer le devolvió la mirada con un rostro que parecía no tener ojos. Frankie parpadeó dos veces lentamente y la cara desparramada de la mujer se puso en su lugar. Cogió el tabaco y el encendedor de la mesilla y se subió un poco la almohada detrás de la espalda, con el corazón todavía retumbando.

Tuvo la sensación de tener que trepar un largo camino de regreso al mundo. La persiana colgaba inmóvil. La luz en la habitación era suave. Miró el reloj y vio que había dormido hasta entrada la tarde. Oyó voces de mujeres fuera, en uno de los porches, y se quedó un rato echada, con los ojos cerrados, escuchando sin oír lo que decían. Abrió los ojos. Venga. Sacó las piernas de la cama y se desperezó.

Desde los pies de la cama podía ver el salón y la puerta del porche, donde alguien estaba sentado en una de sus sillas. Se levantó en silencio y fue a la ventana, pero el alto respaldo de la silla blanca de tablillas mantenía oculta a la persona que estaba sentada en ella. Abrió la puerta mosquitera.

El alemán de la cafetería se levantó de la silla. Se quitó el sombrero y la saludó con la cabeza. Olía vagamente a aguarrás.

—Hola —dijo Frankie con cautela.

—¿Está usted bien?

—¿A qué se refiere?

Frunció el ceño.

—Estaba gritando.

La muchacha no contestó.

—La he oído gritar. —Él miró a un punto de la puerta detrás de la cabeza de ella, como para darle un poco de intimidad—. Desde mi escalera.

Se volvió y señaló la casa grande al final de las casitas.

—Pase, si le apetece —dijo ella con amabilidad.

—No.

Volvió a mirarla.

—Como quiera —respondió ella, y se sentó en una de las sillas, dejándolo de pie al lado de ella.

—Estaba asustada.

Frankie vio que pretendía decirlo como si fuera una pregunta y asintió. Y le indicó la otra silla.

—Era un sueño. Una pesadilla.

—¿De Alemania?

—¿Qué?

—Estuvo en Europa —dijo él—. Eso es lo que dicen en el pueblo.

Frankie asintió.

El hombre se sentó con brusquedad en una silla al lado de ella.

—¿Acaba de salir de Alemania? —preguntó Frankie con amabilidad, mirándolo.

—De Austria —asintió—. En abril.

La tela gastada y lustrosa de su chaqueta captaba el sol de la tarde. Con las manos hundidas en los bolsillos, inclinado hacia delante, podría haber sido cualquiera de los hombres que se acercaban a su micrófono y decían su nombre. Le sonaba tanto; parecía más real que cualquiera de los que había conocido desde que había vuelto a casa.

Le tocó la manga de la chaqueta.

—Venga —dijo—, quiero que escuche algo.

Sin esperar a comprobar si le seguía, Frankie se puso de pie y entró, cogió el último disco del gramófono, y buscó entre la pila hasta que encontró el que tenía grabado a Thomas. Dio la vuelta al botón y el disco se movió y empezó a girar, lentamente, hacia delante. Introdujo un dedo bajo el brazo de la aguja y lo posó con cuidado sobre el disco, hacia la mitad de la cara.

Su voz fue lo primero que se oyó. «Hable aquí —decía—, hable a la máquina.»

«¿Empiezo?»

Había un espacio vacío en la grabación donde Frankie había asentido a modo de respuesta. La voz de él surgió un poco fuerte, como si se hubiera acercado más. «Me llamo Thomas Kleinmann. Vengo de Austria», y se aclaraba la garganta, «en las montañas…».

Otto había entrado y estaba de pie en el umbral. Los dos escucharon la voz de Thomas hasta el final, Otto de pie, y cuando el disco acabó, Otto entró y dejó el sombrero sobre la silla. Se acercó a Frankie, se detuvo y miró el gramófono.

—¿Hay más?

Ella asintió. Él se sentó. Cuidadosamente, cambió la cara del disco y bajó la aguja. Después cogió la botella y dos vasos y se sentó en el sofá, y los dos escucharon el segundo disco, el tercero y el cuarto. Cuando acabó la segunda cara de este último, Otto se puso de pie, educado como un párroco, levantó el brazo del disco, y lo sustituyó por el siguiente. Y después por el siguiente.

«No me estoy inventando a estas personas —pensó Frankie, mientras voz tras voz llenaba la habitación—. Aquí están. Aquí.» «Me llamo Marta —decía una mujer—. Acabo de salir de Gurs.»

Otto se levantó de la silla de un salto, levantó la aguja y la volvió a colocar con suavidad, y la voz de la mujer sonó, mal articulada al principio, avanzando en un inglés prácticamente impecable: «Soy Marta, acabo de salir de Gurs.

»Abrieron las puertas anteayer, sin previo aviso. Una de las mujeres del edificio contiguo corrió al nuestro y dijo “Apresuraos, apresuraos”, y cuatro de nosotras la seguimos. Fue como si se hubieran hartado de todo el asunto, de todas esas mujeres y niños esperando, muriendo, se hubieran hartado y sencillamente hubieran dejado abierta la puerta. Que salgan los judíos. Cloc, cloc. Que salgan los pollos.

»Y entonces estábamos al otro lado. En Francia. Con un fardo de ropa y papeles viejos. Pero hacía tiempo que no creía que los papeles significaran nada, papeles, horarios de tren, las promesas de otra vida. Ahora lo importante era comer, dormir y vestirse. Eso era lo único a lo que había que prestar atención…

»Había muchas mujeres caminando conmigo entre los árboles».

La voz de la mujer se detuvo.

«Gracias», la voz de Frankie, interrumpiendo.

Otto no se movió. Miraba fijamente el disco que giraba y giraba, con la cabeza baja, las manos colgando al final de las mangas.

Frankie giró el botón de la máquina para parar el disco, con el corazón latiéndole con fuerza.

—Mi esposa —dijo el hombre finalmente—. Está allí. En Gurs.

Dos jardines más allá, de pie frente a la ventana de la cocina, Emma dejó caer la mano. Había estado a punto de llamar. Les había observado, sentados, mirando hacia el agua, charlando. Los había observado el tiempo suficiente para desear interrumpirlos, y había levantado la mano cuando la mujer había tocado a Otto, y ahora él parecía a punto de romper a llorar. Y la mujer no había apartado la mano del brazo de él. Emma sintió una llamada en su interior, tan fuerte y tan repentina, que fue como una visitación, como un ángel que fuera a decirle: «Ahora». Contuvo el aliento. La mujer la llenaba de una vaga sensación de temor, allí sentada, con sus largas piernas, su pañuelo y sus gafas de sol; aquellos dos, con las cabezas juntas, sin hablar, le parecían imágenes de ángeles llorando, uno con una chaqueta, la otra con una blusa, vigilantes, comprendiendo lo que estaba por venir. Lo que estaba por sobrevenirle a ella.

Sus ojos se posaron en la fotografía enmarcada en el alféizar de la ventana, de su padre de pie detrás de su madre, que estaba sentada en una silla, con ella sobre las rodillas. La cogió. Había habido alguien que la abrazó, que la protegió, y ésta era la prueba. Contempló las caras de sus padres, que no miraban a la cámara —ni a ella ahora— sino a su bebé. Respiró hondo. Al lado de la fotografía de Will, tomada en su graduación en la Facultad de Medicina, dejó otra vez la suya. Volvió los marcos el uno hacia el otro, como si quisiera presentarlos. Volvió a mirar arriba. Pero los ángeles se habían marchado del porche.

Emma estuvo una hora mirando por la ventana hacia la casita en la que Otto había entrado, como si lo que hicieran ellos dentro tuviera algo que ver con ella. Como si, cuando finalmente salieron, lo hicieran con algo para ella.

Pero cuando los dos salieron al pequeño porche y Otto señaló la casa de Emma a la mujer, ella se asustó de repente. Se volvió de espaldas a la ventana y cruzó la sala apresuradamente hasta la puerta de la casa, con la intención de cerrarla, con llave, subir al piso y sentarse en la cama y dejar que pasaran de largo.

Ya se acercaban cruzando la verja en el fondo del jardín y, al verla frente a la puerta mosquitera, Otto la saludó con la mano.

—¡Emma! —gritó.

«¡Marchaos!», quería gritar ella. «Marchaos.» Pero abrió la puerta mosquitera y se quedó mirando cómo subían por el sendero hacia ella.

—¡Emma! —Nunca había visto a Otto tan animado—. Emma, aquí hay alguien que viene de allí. Aquí hay alguien que ha estado en Francia.

—¿En Francia?

Emma miró a Otto aturdida y luego a la mujer que parecía petrificada al pie de los escalones. Parecía enferma.

—Ha estado allí. Tiene grabaciones.

—Sí —dijo Frankie, con la boca seca—. Bueno.

—Cuéntele a Emma lo que me ha dicho —dijo Otto a la mujer.

Emma lo miró rápidamente.

—¿Sobre qué?

—Soltaron a los refugiados de Gurs —se obligó a decir Frankie, palabra tras palabra—. Hace un mes más o menos.

Otto asintió mirando a Emma, apremiante.

—¿Ha oído?

Emma frunció el ceño.

—No lo entiendo.

—Mi Anna puede que no esté en Gurs. —La excitación de Otto hizo que Frankie mirara a otro lado—. Por eso no me escribe. No está allí. Y la señorita Bard dice que ha grabado a algunas mujeres. Anna podría estar en su máquina —insistió.

—¿Señorita Bard?

—Hola. —La mujer al pie de los escalones de Emma dio un paso adelante. Tenía la cara muy pálida—. Soy Frankie Bard.

Emma se detuvo de golpe. Estaba a punto de dar un paso. Frankie Bard era la voz de la radio. No un cuerpo viviente con una blusa blanca y una falda estrecha, apareciendo sin más, de la nada.

—¿Cómo puede ser?

—¿Cómo puede ser qué?

—Está allí.

—Estoy aquí, ahora.

Emma se estremeció.

Todos aquellos meses, cuando Frankie se había imaginado a la esposa del médico, se había imaginado a sí misma llevándole su carta, se había visto a sí misma delante de ella y consolando a alguien que lo necesitaba enormemente. En cambio, estaba al pie de los escalones de la casa del médico, frente a una mujer embarazada, cuyo estómago protuberaba en su delgado cuerpo, como una vendedora de cerillas con una pelota.

—¿Cuándo sale de cuentas?

—El mes que viene —contestó Emma, con cautela.

—Debería irme —dijo Frankie sin dirigirse a nadie en concreto—. La estoy incomodando.

—En absoluto. —Emma se ruborizó—. Es que siempre la he oído en la radio. Mi marido y yo la escuchábamos juntos. Solíamos hablar de sus reportajes —explicó.

Frankie no podía moverse. Sólo tenía que abrir la boca y mirar a Emma y decir las palabras: «Lo sé. Sé que me oían. Le conocí. Hablé con él», y no podía. Apenas podía respirar.

—La máquina tiene grabadas voces de personas —interrumpió Otto—. Emma, ella puede explicarte cómo están las cosas allí. Puede explicarnos…

—De acuerdo —Emma se inclinó y puso una mano en la manga de Otto—, de acuerdo, Otto. Está bien.

Miró hacia abajo, a la periodista que había cruzado los brazos con fuerza.

—Gracias, señorita Bard. No pretendo ser grosera, pero es que no me apetece oír hablar de ello. —La voz de Emma se deslizó rápidamente, aguda y ligera—. No me hace ningún bien oír hablar de los ataques y los contraataques, ni de qué bombarderos Douglas se perdieron ni dónde. No quiero saber por lo que puede estar pasando. Bueno, sí, pero no… —Calló—. No quiero más noticias, señorita Bard —acabó en voz baja.

—Señora Fitch…

—No. —Emma interrumpió a la periodista—. Mi marido se ha ido. Hace semanas que no sé nada de él, ninguna noticia.

Frankie tragó saliva.

—Así que estos días me estoy concentrando —dijo Emma con amabilidad—, mucho. Cada día, me concentro en mantenerlo con vida. Cierro los ojos, señorita Bard y me imagino dónde está, y me imagino el daño que le acecha, y me lo imagino marcha atrás, que la pared que lo ha enterrado se levanta, que el cristal que se ha roto sobre él se recompone. Y me lo imagino sano… —su voz tembló— y salvo.

Apoyó una mano en un costado del estómago, haciendo una mueca mientras bajaba los escalones y pasaba junto a Frankie y a Otto. Sin decir palabra, Frankie la siguió. Al final del jardín, Emma se había detenido y esperaba con la mano sobre la verja abierta, esperando a todas luces que Frankie se marchara.