22

A la mañana siguiente, media docena de jóvenes estaban sentados en taburetes en el interior de la cafetería del pueblo, tres de ellos con botas de pescador, las manos alrededor de las tazas de café caliente. A través del silencio que se había aposentado, Frankie fue hasta un taburete de la barra, saludó con la cabeza a la mujer que servía el café y se sentó.

—Gracias —dijo Frankie, aceptando la taza llena que le pusieron delante.

—Buenos días.

El hombre sentado a su lado sonrió. Era el líder de los bañistas del día anterior.

—Buenos días.

Le devolvió el saludo.

La puerta se abrió y un hombre perfilado por la luz de fuera se quedó un minuto en el umbral, saludando, antes de entrar y sentarse en el taburete al lado de Frankie. Apoyó un pie en el travesaño y se sentó ágilmente, como si fuera una silla de caballo. Era fuerte como un tonel, pequeño y compacto, con el cabello rubio canoso muy corto sobre la elevación del cráneo. Dejó el sombrero en la barra al lado del plato con tanto cuidado como un juez.

—Harry —saludó al joven pescador al lado de Frankie.

—Hola, Johnny —dijo Harry.

En la radio sonaron las señales horarias y la sala quedó en silencio como si contemplara un incendio. «Los soldados británicos y soviéticos han invadido Irán —dijo la voz del presentador por la radio, seguido por las tres señales que marcaban el principio de las noticias—. Preocupados por las informaciones de “turistas” alemanes, Gran Bretaña y Rusia han decidido hoy que Irán debe aceptar su protección de los suministros de petróleo. Los soldados de infantería británicos avanzaron en dos zonas para proteger el petróleo cerca de Ābādān y al noreste de Bagdad para situarse también alrededor de Kermānshāh. Mientras tanto los rusos avanzaron sobre Tabriz. Las fuerzas británicas y rusas encontraron escasa oposición iraní.»

Johnny gruñó:

—Qué razón tiene.

Frankie tomó su café, rodeando la taza con las dos manos, y escuchó como cualquier otro cómo avanzaba la guerra a través del cable.

La voz del presentador siguió, catalogando los frentes alrededor del mundo. En la Francia Ocupada, veinte mil soldados alemanes registraban París en busca de sospechosos tras un fin de semana de ataques furtivos contra las fuerzas ocupantes. Los ciudadanos de Leningrado resistían. Y, entonces, sonó la voz fría de Betty Bonney en la radio, el tono ligero irrumpiendo en la sala, cantando «Joltin’ Joe DiMaggio», por encima del chirrido risueño de la trompeta. Johnny Cripps se puso de pie y se apoyó en la barra para apagar la radio, molesto.

—¿Cuándo vendrán a buscarnos? —murmuró, volviendo a sentarse.

El hombre a su lado sacudió la cabeza.

—No lo harán.

—Oh, ya iremos, no te preocupes —declaró otro.

—Bueno, yo no —dijo su vecino.

Alrededor de las bravuconadas, los hombres mayores tomaban sus cafés en silencio. ¿La guerra?, pensó Frankie. La guerra estaba allí mismo en el silencio de los ancianos. Sintió que el tal Harry escuchaba a su lado, con la palma de una mano apoyada en la barra mientras fumaba.

—¿Y qué se supone que debemos hacer con un par de miles de judíos acorralados en Polonia? —soltó sin más el hombre sentado al otro lado de Harry—. DeVoris ni siquiera se los llevaría a su hotel de Sudbury.

—Ni DeVoris ni Jameson. Ninguno de los dos.

Frankie se giró y se concentró en su cabeza.

—¿Cómo lograrán esquivarlo?

—No quedan habitaciones. Sin más. Nunca hay habitaciones para ellos.

—En fin, es su problema. Y los alemanes sólo mataron a ésos para dejar las cosas claras. Los judíos no son la cuestión, se trata del territorio. Y en Europa ha habido siempre una guerra u otra desde…

—Por eso les llevamos ventaja —interrumpió alguien—. Hace ochenta años que no tenemos ninguna guerra.

—No es verdad. Simplemente no le llamamos guerra. Pero siempre hay un enemigo, eso está claro. Indios. Negros. Polacos. Siempre hay alguien que levanta la tapa.

—¿Te vas a poner comunista?

—Esta vez los alemanes traerán aquí la guerra —comentó Harry tranquilamente, con la mirada al frente.

El grupo de hombres mayores miraron hacia la barra. Harry volvió la cabeza lentamente hacia ellos. Frankie notó que un par de ellos asentían. Los otros miraban sus tazas.

—No lo sé, Harry. ¿Y los japoneses?

—¿Qué pasa con ellos?

—¿No deberíamos preocuparnos por ellos?

—Demonios, dejemos que el presidente Roosevelt se preocupe por ellos —replicó Harry—. Los japoneses están en la otra punta del mundo. No puedo preocuparme por los japoneses. Los alemanes ya están en el Atlántico. Diría que nos enfrentaremos a sus armas mucho antes de que los japoneses lleguen a leer los documentos de Roosevelt. A mí me preocupa lo que puedo ver como un peligro claro para nosotros, aquí.

Frankie captó la mirada entre Johnny y uno de los otros jóvenes.

—Pero Harry, ¿no crees que sería mejor esperar hasta que sepamos realmente qué pasa?

—Cuando los alemanes vengan, sencillamente vendrán, y no habrá ningún aviso.

Era la clase de hombre que los otros escuchan, pero Frankie podía ver que no les apetecía escuchar eso. Desafiaba la razón. Desafiaba la imaginación.

—¿Cómo puedes estar tan seguro?

—No puedo —respondió Harry.

Uno de los hombres que había estado sacudiendo la cabeza durante la argumentación de Harry sobre los japoneses, rió burlonamente.

Harry se encogió de hombros.

—Deberían prestar atención a lo que ocurre allí —dijo Frankie, con toda la ecuanimidad de que fue capaz—, donde los judíos están siendo acorralados, arrancados de sus casas, y no a miles —indicó con la cabeza al hombre que había hablado— sino a decenas de miles. Riadas de personas caminando. Un mar de cuerpos, moviéndose, haciendo cola, empujando frente a las puertas de los consulados y las embajadas, por todas partes. Masas que se mueven sin un lugar a donde ir.

—Pero muchos están saliendo… caramba, oí una historia el otro día sobre un grupo de ellos que había llegado a…

—Es demasiado tarde —interrumpió Frankie. El hombre a su lado calló—. Es demasiado tarde para la mayoría. Y ahora están atrapados y la situación empeorará. Hay escuadrones de asesinos de las SS entrando en las ciudades rusas y capturando a los judíos, asesinándolos a todos. —Bajó del taburete—. Y aquí están todos de brazos cruzados.

—Chorradas —murmuró Johnny.

Temblando, Frankie miró a Harry. No pretendía hablar. Abrió su monedero buscando monedas para pagar el café.

—¿Ha estado allí? —preguntó Harry.

Ella asintió.

—¿Dónde?

—Por todas partes. Sobre todo en Londres.

Frankie dejó algunas monedas delante de su taza de café, consciente de que los hombres la observaban y del silencio en la sala.

—¿Haciendo qué?

—Informando. —Frankie le ofreció la mano—. Soy Frankie Bard.

Harry silbó.

—Harry Vale.

Le cogió la mano y la estrechó.

—¿Es la chica de la radio? —intervino Johnny.

Ella asintió.

—¿Ha venido a quedarse?

—Unos cuantos días —dijo Frankie.

—¿Va a hacer un reportaje sobre nosotros?

—¿Tienes algo que decir? —preguntó Frankie con frialdad.

Los hombres que rodeaban a Johnny rieron. Frankie se volvió sobre el taburete. La charla empezó de nuevo en la cafetería. Terminó su café. Era algo con lo que no había contado; de hecho, no tenía por qué imaginarlo. Nunca había oído su propia voz en la radio, no tenía ni idea de cómo sonaba, ni la impresión que producía. La semana pasada había oído a Murrow en la radio en una tienda de Nueva York y a través de las puertas abiertas por las calles por las que pasaba, y la había hecho parar en seco. Conocía el estudio donde él estaba sentado en ese momento, sabía exactamente cómo ponía las dos manos sobre la base del micro como un niño, sabía que hablaba con los ojos cerrados para poder oír su propio ritmo, y estaba allí una tarde soleada de agosto, arengando a la gente. Pero no estaba preparada para que la gente la escuchara así a ella, para que conociera su voz.

—¿Y qué? ¿Qué probabilidades cree que hay de que los submarinos lleguen hasta aquí? —preguntó Harry.

—¿Es una pregunta de verdad?

Él la miró directamente a la cara.

—Como guste.

Frankie sacudió la cabeza.

—Yo no lo creo. Ahora que están en Rusia, serían demasiados frentes.

Si eso desilusionó a Harry, no lo demostró.

—¿Tiene cartas?

Un hombre demasiado mayor para combatir estaba en el umbral, cabello abundante y rubio sobresaliendo de la gorra en largos rizos. Se movió cómodamente por el café, los tablones del suelo chirriando bajo sus zapatos; se paró frente a la caja, apoyando las manos en la barra, mirando las hileras de tazas de café del estante detrás de la cabeza de Betty.

—¿Qué clase de cartas quiere? —preguntó ella.

—Para jugar.

Hablaba con acento alemán. En un cuenco, cerca de la caja, había cajas de cerillas y de cartas. Betty Boggs sacó una baraja de cartas de coleccionista, marcadas con las siluetas de bombarderos alemanes, y las dejó en la barra para que el hombre las viera. Él cogió la baraja.

—¿Éstas? —preguntó con el ceño fruncido.

—Son las que tenemos.

Frankie y los hombres observaron cómo él giraba la baraja y examinaba el dorso. Bombardero alemán Messerschmitt Me-110, decía bajo la negra curva del casco del aeroplano de guerra. Junto al siete de diamantes se perfilaba la silueta del mismo avión desde el morro, como si volara bajo y estuviera a punto de soltar una bomba. Se tomó su tiempo para examinarlas, pero Frankie presintió que sabía que todos los ojos del local estaban posados en su espalda.

—¿Quiere las cartas o no? —preguntó Betty con calma.

El hombre la miró.

—Sí —dijo—. Quiero las cartas.

Dejó una moneda de veinticinco sobre la barra.

—Gracias.

La mujer se alejó hacia la caja del fondo de la barra. Se quedó allí, con una mano a cada lado de la caja, esperando que el hombre se marchara. Él no se demoró, y Frankie le observó bajar la acera y cruzar la calle.

—¿Quién era? —preguntó Frankie.

—Un alemán cualquiera. —Johnny guiñó el ojo a Frankie—. Así que vigile.

—¿A qué se refiere? —preguntó Frankie con irritación.

La ligera excitación en la voz de Johnny Cripps era odiosa, la típica de un matón.

—No es de aquí —explicó el hombre al lado de Johnny—. Se llama Schelling. Y está aquí desde la primavera.

—Ahora está pintando la casa del doctor Fitch, brillante como un sol. ¿Le preocupa eso, señor Vale? —Johnny frunció el ceño—. Resalta mucho, como un faro.

Si pudiera cerrar los ojos, pensó absurdamente Frankie, y serenarse, podría ignorar lo que parecía una bandada de pájaros alzando el vuelo de repente en su pecho. Así, sin más, el nombre del médico había sido lanzado al aire. No estaba preparada.

Harry sacudió la cabeza.

—¿Por qué iba a preocuparle? —preguntó Frankie, con brusquedad.

—Los alemanes tendrán un indicador en la costa —soltó Johnny—. Una gran señal blanca en el risco sobre el pueblo.

—¿Oyó lo que dijo la esposa de Fitch a Beth sobre eso en el mercado el otro día?

Harry miró a Tom Jakes, de pie junto a Johnny.

—Dijo que quería asegurarse de que el doctor encontraría el camino de regreso a casa.

—¿Qué? —exclamó abruptamente Frankie, y se inclinó para ver al hombre que había hablado.

—Cállate. —Betty Boggs habló con voz fuerte, dejando la cafetera sobre la barra—. Que te calles, Tom Jakes.

—¿A qué se refiere? —Frankie tragó saliva—. ¿Dónde está el doctor Fitch?

—En Londres —contestó Johnny.

—Fue a echar una mano durante el Blitz —explicó Betty Boggs con decisión—. Se lo tomó muy mal cuando murió Maggie —siguió, casi para sí misma.

—¿Cómo lo lleva Jim Tom? —preguntó el hombre detrás de Harry.

—Bastante mejor de lo que lo llevaría cualquiera de vosotros —replicó Betty—. Lleva a esa pequeña a todas partes. Pero es difícil para él con cinco niños tan pequeños, aunque su madre viva cerca.

Frankie bajó del taburete y se puso de pie con brusquedad.

—En fin —Betty se dirigió a Frankie—, el doctor Fitch debería volver pronto.

—De acuerdo. —Frankie se concentró en cerrar el cierre del bolso—. De acuerdo, gracias.

—Hasta pronto —añadió Betty, recogiendo en el delantal las monedas que Frankie había dejado, pero sonrió a Frankie, cerrando más el círculo.

Frankie empujó la puerta mosquitera y salió a Front Street donde las aglomeraciones de veraneantes deambulaban entrando y saliendo de las tiendas en el ambiente brillante matinal, y la sangre le latía en los oídos. El médico estaba muerto. El Blitz había acabado hacía semanas. Un hombre al otro lado la miró y la saludó levantándose el sombrero. Frankie le devolvió el saludo y se obligó a sonreír ligeramente. Era agosto. Al médico lo habían matado en mayo. Había muerto. Ella le había visto morir. Levantó la cabeza del retazo blanco de sol en el asfalto y vio al alemán que había ido a buscar las cartas caminando lentamente en dirección a la oficina de correos y le siguió, sin pensar muy bien en lo que hacía; se paró en los escalones de entrada a la oficina de correos mucho después de que el hombre desapareciera en la estación de servicio, más arriba de la calle. Nunca habría imaginado que sería ella la que entraría en el pueblo con la noticia de la muerte del médico.

Frankie se quedó un buen rato donde estaba, mirando hacia el porche a la sombra de la oficina de correos. Estaba allí porque tenía una carta. Era así de sencillo. Había una carta y ella debía entregarla. La llevaba encima desde Londres a Berlín y de vuelta otra vez. La había trasladado del bolsillo de una falda a otra, por todo el continente europeo, a través del océano, subiendo por la Costa Este, hasta aquí. Estaba, de hecho, apoyada en su paquete de tabaco, en el satén de su bolsillo. Lo único que tenía que hacer era sacarla y entregarla. Aunque, por supuesto, podía limitarse a enviarla por correo. No era necesario que le comunicara a Emma Fitch lo ocurrido, ¿no?

—Oh, por el amor de Dios —se dijo Frankie furiosamente, y subió los escalones de dos en dos.

En la oficina de correos había cola y Frankie esperó a un lado, junto a los buzones. Se estaba tranquilo allí dentro, había calma y regularidad, y la encargada estaba en la ventanilla, orgullosa como un mascarón de proa.

—Buenos días —dijo Iris.

Apretó el matasellos sobre tres cartas seguidas con un sonido seco y satisfactorio, después se volvió y lanzó lo que había sellado detrás de ella con un gesto rápido e impaciente de la muñeca. Frankie siguió el vuelo de los sobres en silencio por encima del hombro de Iris hasta las sacas, temerosa de interrumpir el orden.

—Hola —contestó Frankie.

Iris asintió y siguió con su trabajo. Cuando, al cabo de un rato, vio que Frankie no se acercaba ni se volvía y se marchaba, Iris levantó la cabeza.

—¿Puedo ayudarla en algo?

—¿En el pueblo hay alguien que tenga uno de éstos? —empezó Frankie, mirando los buzones que tenía delante y sin moverse de donde estaba en el centro del vestíbulo.

—Sí —Iris frunció el ceño—. ¿Por qué lo pregunta?

—Sólo quería saber si es así como la gente recibe su correo.

—Sí.

—¿Y usted es la jefa de correos?

—Jefe —corrigió Iris—. Hombre o mujer siempre es jefe.

—En Inglaterra sería la jefa de correos.

—¿Ha estado en Inglaterra?

—Sí. —Frankie avanzó lentamente hacia la ventanilla—. Acabo de volver.

—¿Se quedará una temporada?

—Unos días de descanso —respondió Frankie.

Iris asintió, cautelosamente. La mujer no parecía capaz de descansar.

«Tengo una carta —deseaba decir Frankie—. Quédese con mi carta.»

—A ver si lo he entendido bien…

La señorita James esperó.

—¿Todas las cartas pasan por sus manos?

—¿Por qué?

—¿Todas las novedades, todas las noticias del pueblo pasan por aquí?

—¿Qué es lo que quiere saber exactamente? —preguntó Iris con brusquedad.

Frankie sacudió la cabeza.

—Intento comprender una cosa.

—Pues sí, todo lo que tiene que ver con este pueblo pasa por aquí. Así es como trabaja el Departamento de Correos. Así es como funciona toda esta región. Alguien envía una carta y pasa por el sistema, se clasifica y se manda y se clasifica de nuevo, y entonces se entrega donde sea necesario.

—Ya —dijo Frankie, exhausta—. Así que, si llegara una noticia aquí, ¿usted la vería? ¿Usted es la primera playa?

—¿Qué playa? —Iris tragó saliva—. ¿Qué noticia?

—Cualquiera. Que alguien ha muerto, por ejemplo.

—¿Quién es usted?

—Nadie —contestó Frankie—. Una periodista.

—¿Está escribiendo un artículo?

Frankie sacudió la cabeza.

—Nadie ha muerto —dijo la cartera con calma.

El reloj zumbó al dar las diez y media.

—De acuerdo —contestó Frankie—. De acuerdo, hasta pronto.

Un Plymouth pasó rugiendo junto a Frankie donde ella se había detenido al pie de los escalones de la oficina de correos. Un Plymouth azul conducido por un hombre con un sombrero. La muchacha le observó maniobrar lentamente por la calle calurosa. Al otro lado de la calle dos de los hombres de la cafetería estaban sentados en dos bancos. Los observó. ¿Cómo puede suceder eso al mismo tiempo que aquello? Ante ella el pueblo se agrupaba y desagrupaba bajo el calor. Se sintió tan desplazada como la mañana que Harriet había muerto, esperando a que Billy, el niño al que había acompañado a casa, se volviera en el escalón y la mirara. ¿A casa? Recordaba haber borrado aquellas palabras de su cabeza mientras veía cómo el niño entendía que su madre había muerto. Su madre no estaba dentro de la casa. No estaba en ninguna parte. «Casa» era una palabra de otro mundo, otro idioma, donde las personas se despertaban y se desperezaban y veían un cielo despejado y salpicado de pájaros por la ventana del dormitorio.

Eran casi las once cuando volvió a su casita. Algunos bañistas ya habían vuelto de la playa y estaban sentados en los porches vecinos antes de almorzar. Empujó la puerta del interior en sombras y buscó la botella de whisky que había llevado y un vaso y lo bebió solo, junto al fregadero, todavía de pie.

El médico se materializó, y entonces el niño asomó la cabeza entre la gente, y Thomas la miró justo antes de recibir el tiro. Como una serie de cartas a punto de caer, lo que había sucedido empezó a caer por un largo pasaje frente a ella, primero cayó una en silencio, segura, empujando a la siguiente, y después la siguiente, cayendo en fila ante ella, de pie, junto al fregadero, con las piernas temblorosas. Siguió las imágenes todo el camino hasta el niño sin nombre del último tren volviéndose para verla antes de seguir su camino y se tapó la boca con las manos, apoyándose contra el borde de la mesa con esa imagen final en la cabeza.

Detrás de ella, estaba la negra mole del gramófono. Se dio la vuelta y lo miró durante un minuto. Los discos de los trenes seguían envueltos dentro de su bolso. Sacó uno y lo puso con suavidad en el giradiscos. Entonces giró el botón y el disco se movió y empezó a girar lentamente. Introdujo un dedo por debajo del brazo de la aguja y lo posó con cautela sobre el disco. «Hable aquí —dijo su voz—. Diga su nombre.» Se sentó, y el débil traqueteo de las ruedas del tren, ratata, ratata, ratata, le llegaron a través del disco. «Hable», su voz más baja. «Inga. Inga Borg», contestó otra vez la muchacha, tímidamente. Y su cara nerviosa y estrecha se apareció otra vez delante de Frankie. «Me llamo Litman», la voz del hermano, más fuerte. Frankie cerró los ojos, escuchando la pauta ya conocida, a través de la chica, su hermano, el hombre, Thomas.

La aguja se deslizó erráticamente hasta el final del disco y el chu, chu, chu giró alrededor de la pequeña sala. Se incorporó un poco y retiró el brazo, giró el disco, y bajó la aguja sobre la otra cara.

Allí estaba el anciano que hablaba un inglés vacilante y elemental, «Miré y vi a mi esposa en la escalera. Era tan…», tosió y Frankie se oyó a sí misma murmurando algo, «querida». Frankie recordó que el hombre estaba solo en la estación. «Nos despertaron —explicó una mujer en francés—, y no tuve tiempo de recoger comida para mis hijos.» «¿Su nombre?» «Me llamo Hannah Moser…»

Las voces eran viejas y jóvenes, suaves y redondas, y ásperas, quebradizas, sedientas. «Exactamente así», instruía su voz a alguien. Hablaban idiomas que Frankie no conocía, que no había oído nunca, húngaro de las montañas, serbio, croata, lenguas densas y sílabas astilladas descascarillándose en el aire mientras Frankie escuchaba disco tras disco. Tres minutos por cara. La mayoría sólo decían sus nombres. Había un niño que no podía decirlo… cada vez que Frankie se lo preguntaba, le daba un ataque de risa nada más empezar, y la risa de Frankie también estaba allí. «Anda —se reía ella—, inténtalo otra vez.» «Pet…», y después se acababa.

Posó la aguja sobre el último disco, el que había grabado sobre lo que ya había antes, y los primeros segundos de sonido —«Jaspar, soy, Greta, fui a buscarlo, ¿qué es? La casa más pequeña al final de la manzana estaba marcada pero yo, Ruth, Sebastian, estoy…»—, le saltaron encima como un animal enloquecido.

Se quedó escuchando el absurdo caos de aquel último disco —«Hannah, soy, no, non j’ai dit, C’est quoi, ça? Ein Kartoffel. ¡No!»—, una voz sustituyendo a otra voz, altas y bajas e insistentes unas sobre otras. Voces humanas dándose caza unas a otras en el aire, sólo para ser seguidas finalmente por el chu chu de la máquina, mientras escuchaba el silencio apoderándose de los hombres y las mujeres, los niños risueños. Había viajado con ellos, había hecho colas con ellos, les había visto cruzar puertas y subir a trenes. «Merci, mademoiselle», habían dicho. «De rien», había contestado ella. Sólo hacía dos meses.