21

En el bar de Grand Central Station, el «suuch» de las puertas giratorias dejaba entrar pareja tras pareja en la atestada sala repleta de humo y conversaciones. Max Prescott del New York Trib las observaba en el largo espejo que ocupaba toda la longitud del bar. Los hombres con traje levantaban los dedos hacia el maître, indicando cuántos eran en el grupo; las mujeres se volvían y estudiaban la sala. Algunos hombres, como él, estaban solos y se instalaban a la barra, donde se quitaban las americanas y las guardaban dobladas sobre las rodillas. Cada vez que las puertas giraban, el chuc-chuc y los gemidos distantes de los trenes de la estación se metían en su interior, los travesaños mecánicos de la laboriosidad cruzando y recruzando la hora del almuerzo. Era el final del verano y hacía un calor horroroso. Los ventiladores de techo agitaban las camisas húmedas de los hombres de derecha a izquierda, refrescando la piel al moverse.

—Hola, jefe.

Frankie se sentó en el taburete al lado del hombre.

Había aparecido sin avisar —aunque él estuviera allí esperándola—, como si hubiera atravesado los velos que dividían un momento del siguiente.

—Sí. —Asintió al camarero—. Lo que tome el señor. —Se volvió hacia el hombre mayor, conspirativamente—. ¿Qué tomas?

—Bourbon con agua.

—Nadie debería beber bourbon antes de las seis —observó Frankie.

—¿Escocés?

—El escocés —tocó el vaso de él con suavidad con el suyo— es para los criados.

Él la miró de soslayo. Estaba más delgada. Y, aunque su tono fuera ligero, parecía agotada y enervada, como un gato que acaba de escapar por los pelos de un baño. Había oído su última emisión, hacía dos meses, desde Francia, y entonces le había parecido rara, quebrada. Pero no le había dado más importancia hasta que le había llamado la madre, desesperada por saber de ella; no tenía noticias de Frankie desde hacía dos semanas. ¿Y él? Llamó a Murrow, incluso el señor Paley estaba preocupado, pero después de verse con Jim Holland en Lyon, nadie la había visto ni sabía nada de ella y Europa estaba llena de ojos y oídos. Qué caramba, eran del cuerpo de prensa. Pero no se sabía nada de Frankie, y no había nada que pensar aparte de que hubiera quedado atrapada en alguna habitación solitaria en la que nadie se fijaba. Había estado en el lugar equivocado frente a la persona equivocada. Max estaba tan seguro de que era eso lo que había ocurrido, que al oír su voz por teléfono el día anterior se había vuelto a mirar por la ventana para asegurarse de que Nueva York seguía fuera. «He vuelto, Max —había dicho ella sin más preámbulo—. Pero no puedo más.»

Bebieron sin hablar. Por costumbre, estaban en silencio hasta que tenían algo que decir. Y, a menudo, no tenían nada que decirse aparte de cuatro o cinco frases al principio. La mayor parte de las personas que él conocía, su esposa incluida, no pasarían una hora con él sólo con la promesa de cuatro frases. Pero Frankie Bard era como un camello. Podía guardarse las palabras durante días, siempre que pudiera observar los acontecimientos.

—Había olvidado cómo era todo esto.

Levantó la cabeza hacia el espejo y vio que Frankie estaba observando a las personas del restaurante, detrás de ellos.

—¿Todo qué?

—Esto. —Indicó con la cabeza—. Aquí nadie cree que esté en peligro.

—Lo han dejado fuera —propuso él.

—No, no es verdad. —Con la barbilla indicó la escena de detrás de ellos, reflejados en el espejo—. No creen que esté allí.

Vio que uno de los hombres de detrás de él se inclinaba hacia su pareja y le decía algo al oído. Ella volvió la mejilla hacia la boca susurrante, aunque su atención siguió fija en la carta. El estrépito por encima y alrededor de ellos era tan protector como un cenador.

—La naturaleza humana —aventuró.

—No, Max. —Frankie cruzó los brazos delante de la copa—. La naturaleza norteamericana.

Él rió nerviosamente.

—Parece que te gustaría que pagaran por ello.

—Eso es.

Asintió.

—¿Por qué?

Frankie se encogió de hombros.

—Por esto.

Volvió a indicar el almuerzo cotidiano detrás de ellos. Uno de los camareros cruzó a través del humo con una bandeja en alto hacia la cocina, y la gente se apartó para dejarlo pasar. La conversación en la sala era un murmullo bajo e insistente sobre el cual los vasos tintineaban y los cubiertos golpeaban los platos.

—La gente no se puede imaginar lo que no ha visto —respondió—. Por eso te necesitan.

—Lo siento, Max, pero eso es una estupidez.

—Te comprometiste a ver lo que ellos no han visto —observó él—. No puedes culparlos por ello.

—¿Por qué demonios crees que voy a dejarlo? —preguntó ella fríamente.

—Menudo año para dejarlo —contestó él con la misma frialdad.

Frankie apuró la copa. El camarero se inclinó inquisitivamente desde el otro lado de la barra. El hombre mayor asintió sin mirarlo. Conocía lo bastante bien a Frankie para saber que no daba explicaciones. Lo que fuera que hubiera pasado en Europa se quedaría allí. Frankie se volvió y le miró, y entonces le dedicó una de sus extrañas sonrisas.

Cogió la copa que el camarero había dejado delante de él y se lo acercó.

—Tómate un descanso —propuso.

Ella sacudió la cabeza.

—Quiero apearme.

—Es la única noticia que hay, Frankie.

—No te lo crees ni tú —contestó ella.

—No te entiendo.

Se encogió de hombros y siguió mirando el espejo.

—Puede que no esté capacitada para contarla.

—Tonterías.

El hombre mayor hizo un gesto con la barbilla.

Frankie no contestó.

—Solía pensar que escribías una noticia como un cazador arroja una lanza —dijo al cabo de un rato—. Apuntabas. Echabas el brazo atrás, lanzabas y aterrizaba. Era un tiro limpio. Inicio, nudo y desenlace.

Él la miraba.

—Cuanto más costaba obtener una noticia, mejor. ¿Puedes hacerlo, Frankie? Pues claro, ya está hecho. —Le miraba—. Fue fácil. Vaya, fue estupendo. No había posibilidad de retroceder o mirar a otro lado, te sumergías con los ojos y los oídos abiertos, e informabas de lo que veías. Era tu trabajo. Ver y contar. Había un objetivo. Había una trama.

—Frankie… —Max se había vuelto en el taburete. Frankie sacó un cigarrillo y él le ofreció fuego. Ella inclinó la cabeza y asintió, exhalando.

—Pero una noche estaba allí, Max, de pie sobre un asiento de terciopelo de un tren que salía de una estación, desesperada por corregir, desesperada por enderezar un entuerto que acabó espantosamente mal. Me había sentado en aquel asiento como si fuera Dios y pudiera salvar a los de abajo. Como si pudiera cambiar la historia —se volvió a mirarlo, oyendo el grito de Thomas: «Calle, Fräulein. Van a disparar. ¡Se lo ruego, cállese!»— e hice que mataran a un hombre.

—Frankie…

—Qué caramba, Max. Nunca importó. Nunca cambió nada. La guerra sigue tanto si la cuento como si no, y ahora la tengo en mis manos.

Max la estudió, esperando que siguiera.

—Todo el tiempo que estuve allí —su dedo se deslizó por el borde del vidrio—, informándome, entendiendo. Pero no se puede, la historia apenas susurra en la oscuridad. ¿Qué sucede a continuación? ¿Qué sucedió? No lo soporto. —Calló, recordando su propia voz interrumpiendo a Will Fitch: «Yo no tengo que soportarlo»—. Por Dios, Max, escúchame. —Sonrió, con lágrimas en los ojos—. No me hagas caso.

Él la miró.

—De acuerdo —dijo, viendo que había empezado a llorar.

—¿De acuerdo? —Apartó el pañuelo que le ofrecía y se secó los ojos con las puntas de los dedos—. ¿De acuerdo? —repitió, casi riendo, y entonces se rindió y se tapó la cara con las manos.

Alguien contó un chiste detrás de ellos y fue un éxito, y las risotadas repentinas cayeron sobre la sala como la lluvia. Frankie se volvió en el taburete y vio a una mujer que entraba en el bar en plena risa. Era esbelta y llevaba los brazos al aire y la falda le rozaba la piel sobre las pantorrillas bronceadas al moverse. Max también se volvió, y los dos contemplaron a la mujer, que se sentó y apoyó los codos en la mesa —lánguida, acalorada— y descansó la barbilla en las manos, los largos brazos desnudos doblados en dos ganchos suaves.

Mientras quedaran personas observando, eso sería lo que mirarían, pensó Frankie. A una mujer hermosa en un bar. Con qué facilidad aparta el mundo la cara. Miró a Max en el espejo y se inclinó para sacar del bolso un bulto envuelto en un trapo, desenvolvió los discos del tren y los dejó sobre la barra.

—¿Qué es esto? —preguntó Max.

—Lo que grabé.

—¿En Francia?

Frankie asintió.

—¿Murrow sabe que los tienes?

Había bajado del tren de París, había ido directamente a su piso y había hecho las maletas. Recogió las historias de Harriet, las hojas de papel sobre su escritorio, y las guardó entre las páginas de su cuaderno. Cerró la puerta de la habitación detrás de ella y pasó la llave por debajo de la puerta de la casera. Lo hizo muy deprisa, como si abandonara la escena de un crimen. Camino del barco, dejó la grabadora portátil en la recepción de la Broadcasting House sin hablar con nadie de arriba. Corrió. Fue directamente al puerto y compró un billete y esperó varias horas hasta zarpar, sentada en un pub de los muelles, mirando las grandes mangueras apuntadas a los lados del bote, el agua resbalando, limpiando la sal.

—Ahora ya lo sabe —contestó ella con tristeza.

—¿Qué planes tienes?

Frankie sacudió la cabeza y se encogió de hombros.

—Frankie… —empezó él.

—Nada de esto importa, Max. —Le miró—. Pero esto… éstos.

Empujó los bordes de los discos amontonados, formando una torre de acetato perfecta.

Él la observaba.

—¿Qué contienen?

Ella sonrió con tristeza.

—Nadie. Personas. Personas que están vivas.

—¿Cuál es la noticia?

La muchacha dibujó una línea en el frío vaso delante de ella.

—No hay una noticia, Max.

—Siempre la hay.

Tardó un buen rato en contestar.

—Bueno, entonces es que la he perdido.

Max se echó hacia atrás en el taburete.

—¿Así que te vas a callar?

—No lo sé.

—No te puedes callar —dijo Max—. Te matará.

—Te diré una cosa —soltó ella, sin importarle que sonara absurdo, necesitando sacar las palabras, sacar las peores cosas—. Por mucho que queramos tener a un venerable anciano ahí arriba, está clarísimo que no hay nadie vigilando. Es sólo un cielo vacío, Max.

—Por supuesto, Frankie.

La muchacha estudió el perfil clásico del hombre, la línea que hacía que las chicas de las oficinas lo llamaran mascarón de proa a sus espaldas, e intentó sonreír.

—Pero es que ya está. No hay nadie escuchando. Nadie está atento a los vacíos. Así que lo que tengo aquí no es nada más que unas setenta voces perdidas, viajando, pero sin ir a parar a ninguna parte, deslizándose por la cúpula interna del cielo. Y aun así, de algún modo, creo que lo son todo. —Calló y se frotó los ojos—. Oh, Max —preguntó, cansada como una niña—, ¿qué viene ahora?

—Ahora entraremos en guerra.

Frankie asintió y apuró la copa.

—Busca la verdad. Informa de ella. Minimiza los daños.

Frankie bajó del taburete y se puso de pie. Se arregló la chaqueta y le vio mirándola por el espejo.

—Hazme un favor —dijo él—, coge a tu madre, vete de vacaciones a Island, o a la costa de Jersey, a algún sitio cercano donde pueda ir a darte la lata.

Eso la hizo sonreír un poco.

—Esta tarde me voy a Cape.

—Muy lejos para unas vacaciones cortas.

—Es sólo Massachusetts.

Él gruñó.

—Tengo que entregar una carta. —Se inclinó y le besó en la mejilla—. Es la única maldita cosa que voy a hacer bien desde hace meses.

Él levantó una mano, pero no la miró. Pero, en cuanto se fue, quiso volver a tenerla al lado, y se giró para llamarla. Se había marchado con la rapidez de un pájaro y salía esquivando las mesas, alta y enérgica. La dejó marchar. Había sido ella la que había estado en Europa. Y había emitido para ellos, sentados a sus mesas, y había hecho que lo miraran directamente a los ojos. Aunque no supiera bien lo que eso significaba. Llamó al camarero para pagar. Nada podía mirarse directamente a los ojos, y lo sabía. Miró al espejo sobre la barra y los vestidos blancos esparcidos entre las mesas creaban el efecto de un campo de algodón encendido por la rara luz que siempre precede a la tormenta.

Frankie se alejó caminando lo más rápido que pudo de su antiguo jefe en el calor de Grand Central Station —en medio de los viajeros norteamericanos, en el remolino y la inquietud por subir al tren correcto, la vía correcta, el beso de despedida, la despedida— y se paró finalmente bajo la cúpula, con lágrimas resbalándole de los ojos. En el horario que tenía delante, las letras blancas se tambaleaban en la pizarra negra. Las personas se daban empujones alrededor de ella, deteniéndose, mirando hacia arriba antes de seguir. Lo que Frankie veía en la estación era simplemente lo que veía. Cabinas y rampas. Los verdes estallidos de los lirios de verano en una maceta junto a la ventanilla de billetes. Nada que mirar, nada que ver. Y nada de lo que informar. Era un placer casi insoportable. Sorbió por la nariz y se secó la cara con la mano. Echó un vistazo al reloj cuya manecilla marcaba segundo tras segundo hacia lo alto. Tras un par de minutos, los blancos números y letras se combinaron para dar un significado, y ella se dirigió a donde el tren de Boston esperaba.

Un mes antes, Frankie había bajado la pasarela del SS Norway y había abrazado a su madre. Se había dejado llevar a casa y acostar. Abajo, las voces de su madre y del ama de llaves giraban hora tras hora, alargándose en el calor del verano a través de las habitaciones protegidas por persianas. Había contemplado el techo con los brazos cruzados sobre la manta de algodón, mientras Nueva York alborotaba afuera. En la segunda semana, pidió un gramófono y permaneció en el dormitorio donde había vivido de niña, con la bata colgada del poste de la cama, las zapatillas alineadas pulcramente debajo, escuchando las voces del tren.

Cuando su madre subía a sentarse a su lado, ella cerraba los ojos y retrocedía lentamente a donde había estado. A Harriet y su piso. A la madre de Billy. Al médico en el refugio, a la última noche del Blitz, y a los ojos del médico posados en ella al morir. A los trenes, a Thomas. A los niños. A aquel último niño que no pudo seguir. Tantos. Había habido demasiados.

Adelante y atrás, se arrastraba en su ojo mental, hasta que lentamente, como un río añil, en la última semana, había llegado a imaginarse a la esposa del médico ante una puerta y a ella al otro lado. Se imaginaba entregándole la carta de su marido por fin; y, entonces, se la imaginaba sonriendo, como si tuviera algo que darle a Frankie a cambio.

Frankie llegó a Nauset para tomar el autobús a Franklin con tiempo de sobras. Se acomodó en el asiento y abrió la ventanilla.

Se despertó cuando el autobús se detuvo en una parada, haciéndole saltar la cabeza de la ventana en la que se había apoyado. Personas afuera en la noche, riendo. Frankie apoyó la mano en el asiento de delante y se puso de pie. La luz brillante de la noche resplandecía en el parabrisas y Frankie bajó del autobús a la acera; se situó a la sombra de uno de los dos árboles frente a la oficina de correos, esperando que el conductor le entregara sus maletas.

Era el segundo fin de semana de agosto y el pueblo parecía haberse vuelto ligeramente loco en busca de diversión. Veraneantes, que salían con sus trajes de hilo y popelina, limpios y relucientes tras el día pasado en la playa, a la luz del atardecer. Paseaban y charlaban, mirando escaparates, como ramitas bajando lentamente por un riachuelo tranquilo, animando las callejuelas con sus voces. Sólo eran las seis, pero ya habían puesto rótulos en las ventanas de algunas cafeterías. «NO QUEDA LANGOSTA. NO QUEDA TARTA.» Desde allí, oyó un grito y un choque, un golpe de metal contra metal, e inmediatamente después el trino arrastrado de una trompeta mientras las casas de huéspedes del borde del puerto se ponían en marcha y una orquesta de baile empezaba a tocar.

Quizás había cometido un error yendo allí, pensó, inquieta por primera vez, inclinándose para coger el mango de su bolsa. Quizá no había forma de estar tranquila. Aunque Europa se estuviera haciendo pedazos, fracturándose y explotando, al menos tenía claro adónde se dirigía. Pero todo ese movimiento —miró calle abajo— sin sentido, ¿adónde iba a parar? Había un cine, y una sala de baile, pero los parranderos parecían venir de todas partes del pueblo. Recogió la maleta y la Victrola portátil, se colgó el bolso del hombro y caminó por la acera, esperando que la cola de Chevys y Plymouths disminuyera.

Al otro lado de la calle, una mujer alta y pelirroja salió de la oficina de correos y bajó la bandera en lo alto de los escalones, su uniforme azul de correos perfectamente ajustado a las caderas. Una heroína de Eliot, decidió Frankie, en una ficción más animada. Llevaba los labios pintados en un tono rojo que no la favorecía, por decirlo de algún modo, pero qué más daba, pensó Frankie. Qué más daban esos labios.

Observó a la cartera aflojando la cuerda del asta y, mientras la bandera bajaba a la luz del atardecer, varios jóvenes corrían por Winthrop Street hacia el puerto, rebosante con la marea alta. El calor húmedo del día todavía estaba pegado a la tarde. Delante de ella los chicos alcanzaron la arena y, despojándose de sombreros y camisas, se lanzaron al agua, con los pantalones de algodón sueltos en la cadera, sostenidos sólo por la gracia de los cinturones. Se zambulleron en el agua y después, gritando y resoplando, se lanzaron unos encima de otros. Blancos como el invierno, sus pechos y sus brazos se agitaban bajo el agua como peces en un tonel. La junta de alistamiento debía de tener todos los números de la lotería en Cape. Frankie pasó a su lado y siguió por Front Street hasta donde se cruzaba con Yarrow Road, emprendiendo decididamente la subida que la alejaba del pueblo.

A su derecha, un seto desastrado de rosas de playa y maleza crecía de la arena. El final de la tarde cantó, y al otro lado del seto y más abajo del risco, los terrenos llanos temblaron con la marea que avanzaba cada vez más. Sal y rosas mezcladas en la brisa costera bajo los gritos de advertencia de las gaviotas.

Por delante de ella, seis casitas blancas que parecían de juguete se alineaban como chicas mirando al caballero que por fin va a pedirles un baile. La casita de Frankie era la cuarta empezando por el final; al pasar junto a las otras oyó duchas, niños cansados quejándose, y las voces frías y alargadas de las madres que se sacudían como toallas en la brisa. Una mujer estaba sentada en el porche de la casa contigua, fumando un cigarrillo, con los pies apoyados en la barandilla, de modo que el vestido se le subía por las piernas morenas. Miró a Frankie y la saludó perezosamente con la mano.

Frankie le devolvió el saludo y abrió la puerta mosquitera. Las dos habitaciones de dentro estaban pintadas de blanco brillante con visillos colgados para agitarse en la brisa marina. Todo fresco. Todo brillante. Un pequeño sofá en la habitación principal. Dos sillones colocados uno a cada lado de una mesilla que soportaba orgullosamente un gramófono. Música y luz, bebidas al atardecer. El verano —la insinuación estaba clara— podía detectarse en esas tres cosas. El aire y el agua volteaban con pereza adelante y atrás por el exterior de las ventanas ribeteadas. La ventana sobre el fregadero daba a las altas dunas, inmóviles y asándose en la quietud del atardecer, las circunferencias de hierba verde plateada sobresaliendo de la arena como plumas.

A través de las ventanas, el cielo azul se arqueaba a lo lejos sin esfuerzo. Frankie dejó las bolsas y llenó un vaso con agua en el fregadero, después volvió afuera para sentarse a contemplar el lento declive hacia la noche. Estaba bastante elevada y fuera del pueblo para poder contemplarlo todo ante ella, sin interrupciones. Los pescadores lanzaban aparejos y redes a las cubiertas de sus barcas de pesca y el alboroto de sus gritos que señalaban el final del día ascendía hacia el silencio general. Ante los sonidos de la vida ordinaria los ojos se le llenaron de lágrimas. Sabía que aquella tarde había divagado con Max, y se podía imaginar cómo había sonado. Deseó no haber sacado a Dios a colación. Ni siquiera estaba segura de lo que pretendía decir.

Volvió la cabeza. A su izquierda un anciano, dormitando en una de las sillas del porche al sol del atardecer, había gemido en voz alta. Pulcramente vestido con pantalones de color claro y una camisa blanca y un jersey oscuro, sus brazos descansaban en la curva de la silla, entregado al sueño. ¿Sueño? Se levantó de su silla, fastidiada. Los meses de informar, las páginas del guión que había escrito los últimos cuatro años. ¿Qué bien habían hecho? Echó una última mirada a las dos hileras estrictas de casas que conducían al centro de ese pueblo. Habría dado igual que emitiera directamente al viento.