Harry estaba sentado observando el mar con los prismáticos a través de las ventanas traseras del ayuntamiento, más allá del páramo de dunas, dividiendo la gran expansión de agua en cuadrantes y escrutando fijamente cada uno por turno, y después al azar, para mantener ágil su atención. Estuvo mirando durante toda una hora, sin desenvolver el bocadillo que tenía sobre las rodillas; después, sin pensar en nada, comió, con los ojos puestos en la paleta vacía que tenía ante él. Esperaba, como el marinero de popa está atento al bacalao, con la cuerda floja en las manos, los ojos a un lado, relajado, todos los músculos preparados para actuar.
Hacía tanto tiempo que miraba fijamente el agua que la escena frente a él ya no significaba nada. De la misma forma automática que una persona cruza una calle o se agacha para tirar de la palanca que abre el capó de un coche, Harry miraba el mar. Agua y luz y los barcos regresando. Algunos días estaba seguro de que el mar se partiría, y se alzaría el submarino que estaba esperando. Otros días estaba muy seguro de que era un idiota redomado. Pero, por el momento, subir a ese lugar y observar se había convertido en un hábito.
Harry dejó los prismáticos y los barcos de pesca de langosta en el agua tomaron forma, una gruesa mancha infantil porque el casco quedaba por debajo del trapecio achaparrado de su cabina del timonel, con el cristal reflejado en la proa. Detrás de ellos, la Marina se perfilaba a lo lejos en el amplio y llano azul. El día anterior, una brigada de la Marina había atracado en Islandia para establecer una guarnición y empezar a proteger las vías marítimas. Las embarcaciones de transporte del Destacamento 19 del almirante Breton incluía dos barcos de guerra, dos cruceros y doce destructores. Y ahora se decía que la Marina de Estados Unidos proporcionaría escolta a barcos de cualquier nacionalidad que navegaran a Islandia o salieran de ella. Estaba claro que nos estaban arrastrando a la guerra.
«¿Cómo sabe dónde mandarán la pelota?», había preguntado un periodista a Red Barber, el gran retransmisor de partidos de béisbol. «¿Cómo sabe dónde buscar la pelota?»
«No miro la pelota —contestó Barber—, me fijo en los fildeadores. Observo cómo se mueven. Si empieza a correr el fildeador de la derecha, sé que han lanzado la pelota al campo derecho.»
Harry recogió los prismáticos. No esperaba ver nada, pero tenía claro que quería jugar con ventaja.
Florence Cripps estaba de pie en la parte despejada del parque, la más cercana a la oficina de correos, dando la vuelta a un gran montón de metal reluciente, lanzando cazuelas y sartenes caídas a la parte alta, recortando el borde para que formara un círculo pulcro. Barreños, cafeteras, planchas, hervidores, cazuelas para asar y cazos para el baño María se amontonaban uno encima del otro en una decidida cola para convertirse en bombardero. El cabello de Florence estaba en punta por el calor, y tenía las mejillas encendidas de tanto agacharse.
Desde donde estaba sentada en la farmacia de Adam, Emma observaba a la señora Cripps al otro lado del parque sujetando una tetera con dos dedos como si fuera un ratón. La farmacia estaba vacía a aquellas horas y ella había ido a tomar una taza de café hecha por otro mientras le escribía a Will. El ventilador sobre su cabeza pasó la página de la revista que tenía abierta delante de ella. «El embarazo no es una enfermedad —advertía la letra en negrita—. Las mujeres deben hacer ejercicio y estar en forma para prepararse para el niño… y el hombre después del niño», bromeaba el subtítulo. Emma cerró de un manotazo el ejemplar de Ladies’ Home Journal y lo guardó en el revistero de metal, junto a la barra.
La página bajo la mano de Emma se estaba mojando de sudor. Apartó la palma y miró las palabras: «El señor Schelling cree que deberíamos pintar algo más que los adornos decorativos de la casa, o se pudrirá». Ya eran treinta y ocho días sin carta. Más de un mes de silencio, en los que había escrito día tras día, mandando cartas como si repitiera un hechizo.
Entraron en tromba los hijos de Maggie, el mayor cargando con la pequeña en una manta a modo de cabestrillo. Cada tarde bajaban al puerto a recibir la barca de Jim Tom. Emma había visto allí a la familia, a los niños ayudando a limpiar el barco, limpiando el pescado, y al bebé sobre la caja de cebos. Ahora ya no le dolía tanto verlos sin su madre, como antes, pero Emma todavía no era capaz de hablar con Jim Tom. Cuando le veía venir, le saludaba con la mano, como si tuviera muchas cosas que hacer.
Tenía que acabar la carta. Pero hacía demasiado calor para escribir, pensó lánguidamente. Miró la página. «¿Will? ¿Dónde estás?» Se inclinó y posó los labios en el final de la frase, dejando un débil rastro rojo con su boca. Ya. Dobló la página y la metió en el sobre, bajó del taburete y salió por la puerta, acercándose en silencio a la pareja que estaba frente al montón de chatarra que crecía en el parque.
—Hola —dijo.
La señora Cripps se volvió. Sin que nadie dijera nada, el pueblo había empezado a tratar a Emma, que ya estaba de seis meses y se notaba, con sumo cuidado. Las conversaciones cesaban cuando ella se acercaba y volvían a brotar después como la hierba. La esposa del médico no debería estar al aire libre con ese calor, pensó Florence. Estaba pálida y jadeaba.
—Vaya, hola —contestó la señora Cripps.
—¿Cuánto tiene?
La señora Cripps miró la pila. Casi tres cuartas partes de los hogares de Franklin habían contribuido con algo a la recolecta de aluminio.
—Quinientos barreños, diez mil cafeteras de filtro, dos mil cazuelas para asar y dos mil quinientos cazos para baño María hacen un avión. Si todos contribuyen con alguna de esas cosas, podemos decir con la cabeza alta que hemos construido —hizo una pausa para calcular rápida y animosamente— ¿un ala?
—Más bien la punta de un ala.
Harry apareció por detrás.
Florence miró el montón con tristeza.
—Puede que sólo un casco.
Callaron.
—Imagínense ir a la guerra con el cazo para baño María de la señora Gilson —soltó Florence, e inmediatamente deseó no haber hablado.
Harry había ido a la guerra y había regresado y no se había casado nunca, lo que ya lo decía todo de la guerra. Le miró de soslayo, pero él estaba absorto estudiando una pieza oculta. Apagó el cigarrillo en un lado de la pila de aluminio y dio un golpecito con el pie a una lámina de tapacubos de la parte baja.
—Esto no es de aluminio, Florence.
Ella miró los tapacubos que los niños Taraval le habían ofrecido tan contentos.
—Y son robados —siguió con amabilidad.
—¡Robados!
—De mi taller.
Emma disimuló una sonrisa.
—Parecen de aluminio —protestó la señora Cripps.
Harry reconoció que sí.
La señora Cripps se agachó y recogió tres cucharas de acero inoxidable que habían caído sobre la hierba, a sus pies. Se preguntó qué más habría en la pila, otras cosas que parecían lo que tenían que ser pero no lo eran. Pedazos que no resistirían bajo el fuego. Lanzó con fuerza las cucharillas otra vez arriba.
—He visto que tenías al alemán en casa, Emma. —Se incorporó—. Deberías andarte con cuidado.
Emma se ruborizó.
—¿Otto?
La señora Cripps asintió.
Emma la miró.
—Otto Schelling es austríaco, señora Cripps. No es alemán.
—Da lo mismo. No es norteamericano y es demasiado callado.
Emma frunció el ceño.
—Muchas personas son calladas —dijo—. Yo, por ejemplo.
—Estás allí sola. —La señora Cripps indicó con la barbilla en dirección a la casa de Emma—. Es lo único que digo.
—Sí, gracias, señora Cripps. Lo sé.
Emma se ruborizó otra vez, enfadada, y se marchó sin decir adiós.
—Lo tiene allí casi todas las tardes, Harry —declaró la señora Cripps, tanto a la espalda de Emma que se alejaba como al hombre que seguía de pie a su lado.
—¿Cómo lo sabes?
—No eres el único que vigila lo que pasa en el pueblo —contestó ella.
—Creo que está practicando inglés —dijo Harry con amabilidad, siguiendo con los ojos a Emma que se encaminaba hacia las casas de pescadores.
Otto no era un espía, pensaba Emma. Por supuesto que no. Era pintor de casas. ¿No se lo había demostrado las últimas dos semanas, cada mañana en aquella escalera? Pero ¿dónde estaba Will? Lo único que deseaba era levantar la cabeza y verle caminar hacia ella. Lo único que quería era a Will.
Manny y Jo Alvarez seguían en el agua, pero el barco del primo de Manny había vuelto pronto, por lo visto, así que Emma fue a su casa de pescador en el lado más cercano del puerto. No sabía su nombre, pero cuando llamó a la puerta de la casa de pescador, él le indicó que pasara. El niño estaba a su lado con un peto rojo, una talla pequeña, pensó ella, prestando atención al bacalao colocado sobre pedazos de hielo delante de ella, con ojos del color del metal.
—¿Cuánto quiere?
—Uno —respondió Emma, y después pensó que le gustaría tener un poco más para hacer sopa—. No —negó con la cabeza—, dos.
El pescador sacó del hielo dos pescados flácidos y los colocó en las balanzas de porcelana, haciendo que se balancearan arriba y abajo delante de ella. Después los puso sobre un papel extendido en el mostrador de detrás.
—¿Un caramelo? —preguntó el niño a Emma, encallándose en las sílabas.
Era un niño moreno, con unas manos grandes que sobresalían torpemente de las mangas estrechas de la camisa.
—No, gracias.
Le miró. Alto para su edad, y quizás un poco retrasado. El mono tenía dos barcos de vapor bordados en el bolsillo superior, y la pana roja estaba deshilachada en el peto. De repente, el corazón de Emma latió con fuerza.
—¿De dónde lo has sacado?
No pudo dominarse.
El niño la miró sin entender.
—El peto —se lo señaló, impaciente—. ¿De dónde es?
El niño se quedó quieto. El padre dejó de envolver el pescado y se volvió con la cara alerta. Emma dio un paso adelante y se inclinó sobre el pescado, ignorando al padre y haciendo un esfuerzo por sonreír. Podía ver a Will casi con más claridad por lo mal que le quedaba el peto al niño, aquel no niño evocaba a Will. Era una de las fotos que ella había dejado sobre la chimenea. Su marido con cinco años, mirando a la cámara con los ojos entornados por el sol. La madre de Will debió de regalarlo a la iglesia. Debió de pasar de mano en mano durante años.
—¿Quiere el pescado?
El pescador puso una mano en el hombro de su hijo.
Emma retrocedió y asintió. Recogió el pescado. La miraron mientras lo guardaba en la cesta y contaba las monedas en la mano del padre. Tenía que decir algo más.
—Oye —dijo con amabilidad al niño. Algo en la voz de Emma hizo que él se inclinara hacia delante—. Este peto perteneció un día a mi marido —susurró—. Díselo a tu madre.
Los ojos del niño se oscurecieron y dijo en portugués:
—Muerta.
Emma oyó la palabra antes de entender lo que significaba, porque repitió:
—Dile a tu madre…
—Váyase.
El hombre gesticuló delante de ella, echándola, como para proteger al niño.
—Mamá e muerta —contestó el niño.
Emma se volvió, acongojada, y salió de la casa del pescador y bajó por el muelle, lleno de pescado amontonado en cajas, consciente de los ojos del hombre y el niño fijos en ella. Apareciendo así, tan de repente, en los hombros de un niño portugués, el peto tenía la fuerza de un mensaje. Caminó sin pensar hasta el extremo del puerto en Front Street y cruzó en dirección a la oficina de correos.
Las persianas de madera estaban bajadas para defender el interior del ángulo del sol de verano, como el dormitorio de un niño que han puesto a dormir la siesta, la luz filtrándose alrededor de la sombra, la habitación absolutamente inmóvil salvo por el pecho diminuto del durmiente, subiendo y bajando, mientras el listón de madera de abajo de la persiana se levantaba con la brisa y golpeaba contra el alféizar. Tap, tap. Y Emma recordó, violentamente, la cara de la enfermera inclinándose hacia ella para comprobar si respiraba en la tienda de los enfermos, la cara blanca de la enfermera con la boca tapada con una mascarilla. La ternura del orden, la calma fiable, le dieron ganas de llorar. Allí había alguien que cuidaba de las cosas. El frío y la quietud la envolvieron. Quizá se quedaría ahí y dentro de un minuto se marcharía. El sonido de los sobres introducidos en la ranura, el «poc» cuando el extremo de la carta chocaba con el fondo de cada buzón de madera, era regular y calmante. «Poc» y después «sus». Poc. Poc. Emma cerró los ojos y escuchó. Poc. Alguien estaba atento. Alguien estaba al mando. Poc. Poc. Quizás aquella sala era lo único que necesitaba.
—¿Emma?
Se sobresaltó. El corazón le latía con fuerza.
—¿Estás bien?
Ella asintió. La señorita James estaba en la ventanilla.
—¿Quieres un vaso de agua?
Emma asintió.
—Sí, por favor.
La señorita James se volvió y entró en la sala de atrás. Emma oyó que abría el grifo y el sonido del agua. Se sentía pesada y amorfa, como si hubiera tropezado con una pared y se hubiera quedado pegada. Pero cuando la cartera volvió con el vaso de agua, Emma caminó hacia él y bebió agradecida. La señorita James se quedó esperando. Cuando acabó, dejó el vaso.
—Ha pasado algo —dijo—. A Will le ha pasado algo.
—No —respondió la señorita James rápidamente.
Emma levantó los ojos hacia la cartera y la miró a la cara.
—Estás segura.
—Emma —Iris se ruborizó—, no ha habido noticias.
—A paseo las noticias —susurró Emma, y se volvió y se marchó.
Las puertas hicieron «chung chung» detrás de ella. Iris se quedó muy quieta donde estaba. Escuchó los pies de Emma golpeando los escalones de la oficina de correos, y oyó el chirrido de la verja al abrirse y cerrarse. Esperó un minuto entero antes de meter la mano en el bolsillo de la falda para sacar el tabaco y el encendedor. La llama se enrolló en la punta del Lucky Strike y ella inhaló con ganas. Entonces, por fin, se retiró al orden consolador de la sala trasera.