18

La guerra se acercaba, todos lo decían, aunque resultara difícil de creer lo que decían. Al otro lado de la ventana, las gaviotas y las golondrinas dividían un cielo indivisible; el azul claro envolvía un mar plano y verde, día caluroso tras día caluroso de verano. Junio había abierto su garganta y con ganas, y había un ruido constante. Los barcos de Boston dejaban numerosos turistas para que se unieran a las multitudes en Front Street, mezclándose con marineros de permiso que paseaban en grupo. Las playas soleadas estaban salpicadas de sombrillas de colores al tiempo que las torres de los barcos de la marina almenaban el horizonte en la bahía.

—¿Hay alguien en casa? —gritó un hombre desde el vestíbulo.

Iris se sobresaltó y miró el reloj.

—Voy —contestó.

Si había una psicología del veraneante era ésta: aunque estuvieran allí de vacaciones, lejos, en un extremo del mundo norteamericano —acalorados, resacosos o atontados de pura inactividad—, reaccionaban a la mañana como perros al sonido de la voz de su amo. Alertas y despiertos, entraban en la oficina de correos con cartas y postales, deseosos de librarse del trabajo de sus vacaciones por la mañana. Así, el resto del día podían ser como perros. El resto del día podía deslizarse con facilidad como el sol de la tarde hundiéndose en el mar circundante.

Iris estaba en la ventanilla vendiendo sellos y confirmando transferencias, indicando a los recién llegados cómo llegar al ayuntamiento, asintiendo y contando y esperando que se adelantara el siguiente de la cola. Sí, se podía llegar a la playa de atrás atravesando las dunas. Pero debería llevarse agua. Unos tres kilómetros. Sí, parece que hoy hará un calor de mil demonios. Los veraneantes iban y venían como la espuma en la cresta de la ola, y ella escuchaba como se escucha a medias los armoniosos sonidos de los carboneros cabecinegros o a un cuervo. Por la ventana de atrás oía el ronroneo grave de los motores.

—¿Cree que hoy lloverá?

—No sabría decirle.

—Vamos, señorita —los ojos del anciano pasaron sobre su hombro hacia el nombre impreso junto a la notificación del Departamento de Correos clavada en el tablón de anuncios— James. Seguro que conoce el tiempo.

—Lo siento, señor.

Emma no miró al anciano al pasar por su lado. Tampoco miró a Iris. Se concentró en llegar al buzón, buscar la llave en el bolso e insertarla cuidadosamente en la cerradura. Podría haberse puesto de puntillas para ver si despuntaba una carta dentro, pero siempre utilizaba la llave. Iris vio cómo giraba la llave, abría la puerta y metía la mano, aunque para entonces ya supiera que la sacaría vacía. Cerró la puerta del buzón y giró la llave en silencio otra vez, y ahora sabría qué había pasado otro día —el catorceavo— sin carta.

—Espera —llamó discretamente Iris.

De mala gana, Emma se detuvo donde estaba, a un par de metros, y se volvió.

—¿Cómo estás? —preguntó Iris.

—Bien. —Emma asintió—. Estoy bien.

Bajó la mirada, un poco nerviosa por el escrutinio de la otra.

—Mañana llegará algo.

—No hagas eso —dijo Emma con voz tensa—. Por favor.

La puerta de la calle se abrió de golpe y se oyeron risas masculinas.

—Bueno, bueno, ¡fíjate qué sitio! —canturreó uno de los hombres con una gran sonrisa.

—Señorita James. —Johnny Cripps vio a Iris—. Me alegro de volver a verla, como siempre.

Iris saludó con la cabeza a todos los hombres en general, pero siguió mirando a Emma.

—Hola, señora Fitch —saludó Johnny alegremente.

—Hola —respondió Emma, sintiendo que todos estaban demasiado cerca.

—Ahí está.

Tom señaló la pared al lado de la cabeza de Emma, y los tres muchachos miraron el póster que Iris había colgado hacía dos días y se quedaron silenciosos. Mostraba a una muchacha vestida con una blusa y una gorra de marinero, con los pulgares metidos bajo unos tirantes azules y las caderas hacia delante. «¡Oye! Ojalá fuera hombre —decía la leyenda—. Me alistaría en la Marina.»

—Qué caramba, yo me alistaría en la Marina —murmuró Johnny Cripps—, para estar con ella.

Emma se dio la vuelta. Necesitaba volver a casa y sentarse. Necesitaba volver a casa y echarse. Necesitaba quitarse el vestido y las medias y alejarse de aquel parloteo.

—Hasta luego, señorita James.

Miró a Iris y se volvió, saludando a Johnny a salir.

—Hasta luego —se despidió Iris.

Los hombres la miraron cruzar la puerta y, en el silencio, la máquina de telégrafos empezó a piar como un pájaro en la trastienda.

—Vaya —exclamó Iris en voz baja.

Cruzó la puerta de separación y salió al porche de la oficina de correos, mirando cómo la esposa de Will caminaba lentamente por la acera, junto a las tiendas, apretando su libro de bolsillo con firmeza en la mano como si fuera a escapársele. Le golpeaba ligeramente las rodillas y, llevar un libro así, como una colegiala, la hacía parecer más pequeña de lo que era. En la esquina se detuvo y miró cuidadosamente en ambas direcciones. A Iris se le formó un nudo en la garganta y tuvo que mirar al suelo, apartar la mirada de esa mujer tan cuidadosa.

—Dios todopoderoso —susurró, aclarándose la garganta llena de lágrimas.

Cuando volvió a mirar, Emma ya estaba a media manzana, con la cabeza y los hombros hacia atrás como si alguien le hubiera dicho que se pusiera recta.

—Cortarla será coser y cantar.

Johnny Cripps y los Jakes habían aparecido detrás de ella y contemplaban la bandera.

—¿Disculpa?

—Cortar el asta de la bandera, como quiere el señor Vale.

—Él no quiere cortarla —dijo Iris—. Sólo bajarla.

—¿Cree que tiene razón o es una locura? —preguntó Tom Jakes.

—Una locura —contestó Johnny sin pensarlo—. Los alemanes no podrían llegar hasta aquí.

—¿Esta noche irás a la reunión?

—¿Qué reunión?

—De defensa. El señor Vale está preguntando a todo el mundo si quiere colaborar.

—No creo que se refiera a personas como yo —contestó Johnny riendo—. Creo que se refiere a personas sin oficio. Sin ánimo de ofender, Warren.

—No me ofendo —respondió Warren de buen humor.

—Oh, por el amor de Dios. —La señorita James abrió de par en par la puerta de la oficina de correos—. Marchaos todos. No os quedéis aquí diciendo tonterías.

Cruzó el vestíbulo, empujó la puerta de la trastienda de la oficina de correos y la cerró con firmeza. Cogió el hervidor y, acercándose a la pila, abrió el grifo y dejó correr el agua sobre su mano hasta que sintió el frío del agua más profunda del pozo, agua bombeada y no la que pasaba la noche en las tuberías, y el frío en la piel, el frío más intenso, le recordó a sí misma. Ella y Harry habían tocado tan a menudo el tema del asta de la bandera, que casi creía que era privado. Y aunque, evidentemente, era una tontería por su parte, no había motivo para enfadarse tanto. La bandera era de ella, pero no era suya, al fin y al cabo. El Departamento de Correos todavía no había respondido sobre el tema del asta de la bandera. Estaba fuera de su alcance. Llenó el hervidor y lo puso sobre el hornillo eléctrico, al lado de la pila, y lo subió al máximo. De todos modos, aquella charla en labios de los jóvenes la inquietaba.

¿La guerra estaba en la sangre del hombre desde la concepción, o qué? ¿El padre hacía explotar la semilla de varón dentro de la madre? A cada semana que pasaba Harry parecía más compulsivo en su vigilancia de la guerra. Había dejado el trabajo del garaje en manos de Otto, convencido de que un submarino se dirigía a su costa. También estaban los muchachos como Johnny Cripps, en el vestíbulo, que iban en grupo, fanfarroneaban y ridiculizaban, anhelantes y temerosos a partes iguales. Y estaban las madres, que cuando estaban seguras de estar solas en la oficina de correos, suspiraban aliviadas al saber que uno de los chicos no había superado las pruebas físicas.

—Nunca pensé —dijo Biddy Green— que desearía que tuviera algo malo, pies planos, cojera, algún defecto físico que lo salvara.

Deseo imposible. Harry Green era el grandullón del grupo, con un cuerpo joven y ágil, que se sumergía desde el borde del muelle en el arco más pronunciado del verano —Iris lo había visto desde la ventana de la oficina de correos—, hendiendo el agua quieta con los brazos, como un dios separando la superficie mortal del mundo.

Se quedó encantada en las ventanas traseras de la sala de clasificación de la oficina de correos, que enmarcaban el muelle y el puerto trasero. Había marea baja, y las embarcaciones de pesca salían lentamente, una a una. Las contempló, siguiéndolas alrededor de Land’s End, hacia mar abierto, como si pudiera otear el ancho corazón de lo que se acercaba.

Aunque no hubiera nada que ver, se dijo a sí misma con impaciencia.

Emma mantuvo los ojos fijos en la carretera de salida del pueblo. Los chicos de la oficina de correos la habían agotado. Los chicos y su charla la habían hecho sentir más invisible, como un globo al final de una cuerda larga, muy larga, que nadie sostuviera. Flotando. No había nadie. No había aliento en su oído por la noche, ni una pierna al lado de la suya bajo la sábana, ni un cuerpo. Se sentía como si hubiera empezado a desaparecer. De vuelta a la época gris y átona en que un día seguía al otro sin distinción, como en su vida anterior a Will, cuando no tenía ni un alma en el mundo.

«Qué guapa», evocó la voz de él diciéndolo. Antes de acostarse, después de hacer el amor, en la calle, a la mesa. «Qué guapa. Y estás aquí.» Y Emma había descubierto que allí estaba. Por primera vez en su vida, con Will, había llegado a verse porque se miraba y se veía a sí misma —la cintura, los brazos, el hueso de la muñeca— en manos de él. Porque él la miraba. Como un hada despertada por un beso, o la sirena que anda de repente, o la historia que fuera sobre alguien que había sido invisible y, de repente, fantásticamente, aparecía.

Cuando Emma subía el último tramo de colina de Yarrow Road, vio a alguien suspendido en el aire delante, el sol detrás de la figura en el cielo, volviéndola negra, una letra negra. Pero se dio cuenta de que era Otto. El cuerpo de Otto Schelling esculpió la letra «I» doblándose en la nada. Su cintura estaba apoyada contra un peldaño de la escalera colocada contra la ventana del segundo piso, la tela suelta de sus pantalones volaba ligeramente hacia atrás en la escasa brisa. Era delgado, flexible y cuidadoso, sostenía la brocha en la mano como si fuera una pluma, pasándolo por el alféizar inferior. Mojó la brocha y se echó hacia atrás. Flexible pero fuerte. Las piernas en el peldaño estaban separadas. No se caería.

Cuando por fin Emma se decidió a pintar la casa, fue como una respuesta caída a través de la neblina de su cerebro. La claridad, la seguridad con la que un día sencillamente entendió que ésa era la respuesta, la había hecho detenerse donde estaba, frente a la ventana de la cocina. No huiría. No daría la espalda al agua que la separaba de Will, pintaría la casa de un blanco brillante, un hechizo para hacerlo volver a casa. Con ella. Podría estar en un barco ahora mismo, con la intención de sorprenderla.

Fue a sentarse en los escalones del porche, con la espalda contra la columna, las piernas estiradas frente a ella. El sol había ascendido hasta lo alto del cielo y pesaba sobre ellos. Otto era la letra «I». Los barcos en la bahía apenas se movían, triángulos adheridos al cielo ardiente. Otto soltó un ruido entre dientes, entre un silbido y un suspiro, pasando con suavidad la brocha. Cuando llegó al marco lateral de la ventana, se detuvo y la miró por encima del hombro.

—No —respondió ella—. Nada.

Él asintió.

Emma lo observó. Sabía que tenía esposa al otro lado. Y sabía que le mandaba dinero, había estado detrás de él en la cola de la oficina de correos. Sabía que tenía una sola camisa y un único pantalón, porque había aparecido cada mañana de las últimas cinco con exactamente la misma ropa.

—Otto, ¿de dónde eres?

Le miró con los ojos entornados.

—De aquí.

Ella arqueó una ceja.

Él la miró brevemente, con expresión irónica.

—Usted también.

Emma se ruborizó.

—¿A qué te refieres?

—Todos creen que van a pillar a un alemán.

Se demoró ligeramente en la palabra.

—¿Qué quieres decir? —preguntó ella, con desánimo.

El hombre sacudió la cabeza y dio unos golpecitos al rincón con la brocha.

—Me siguen —dijo.

—¿Quiénes? —preguntó Emma, frunciendo el ceño.

Otto señaló el pueblo con la cabeza.

—Los hombres del café —dijo—. Los chicos.

—No entiendo.

La mano de Otto descendió uniformemente por el tablón del medio de la estrecha franja de madera, y después por el horizontal. No contestó.

—Bueno, los alemanes están ahí —Emma señaló el océano de delante con la cabeza—, según el señor Vale.

—¿Usted qué cree?

—Que es una estupidez —contestó Emma decididamente.

Él rió y ella le vio los dientes y la punta rosada de la lengua. Frunció el ceño, pero él sonrió aún más.

—¿Qué pasa?

No pudo evitar devolverle la sonrisa.

—So reizend und doch so naiv.

Le miró con los ojos entornados. Seguía sonriendo.

—A veces —dijo Emma ligeramente, para que no pareciera importante—, me da la sensación de que me sigues.

—Sí.

—¿Por qué?

Él señaló el vientre de Emma con la brocha.

Se ruborizó. La verdad era que se había olvidado del bebé, lo olvidaba durante largos ratos del día, lo olvidaba por completo hasta que se acostaba y su estómago caía a su lado como un perro.

Otto bajó dos peldaños y empezó con los tablones al lado del marco de la ventana. La escalera cuadriculaba el cielo sobre su cabeza. Observándolo, Emma vio que estaba solo, una larga línea inclinada, un cuerpo pintando madera.

—¿Dónde está tu esposa, Otto? —preguntó hacia su espalda, con amabilidad.

Él la miró. Ella le sostuvo la mirada. Otto sumergió la brocha en la lata de pintura. La pintura blanca brilló en una larga línea bajo su brocha. Dibujó la línea todo lo lejos que pudo y volvió a la escalera y sumergió de nuevo la brocha.

—Mi madre pinta su casa de verde —dijo—. Eso molesta a los vecinos.

—¿En Alemania?

—En Austria. —Se detuvo y la miró—. En Salzburgo.

—Ah —dijo ella.

Otto se volvió y calló un momento, con la mano apoyada sin mucha fuerza en la escalera.

—No sé dónde Anna está —dijo. Y sacudió la cabeza, y volvió a decir, corrigiéndose—: No sé dónde está Anna.

—Puede que esté en Londres. —Emma miró hacia el puerto, sin mirarlo a él, sabiendo que era imposible pero deseando que las palabras estuvieran en el aire—. A lo mejor está con mi marido.

Él no contestó. Tampoco recogió la brocha. Ninguno de los dos se movió. Por fin, Emma se puso de pie sin decir nada. Caminó por el sendero y cruzó la verja porque no podía soportar el cuerpo tenso y triste de él recortado en el cielo, y no podía soportar el suyo. Y siguió caminando hacia las dunas, hasta que tuvo que dejar de andar porque le dio un calambre en el costado. Se quedó entre el mar y su casa y se llevó una mano al costado y sintió que el corazón le latía, bang, bang, bang. Cuando volvió a mirar hacia la casa, le vio todavía en la escalera, con el cuerpo arqueado, un ángel con vistas.