Los diez días siguientes, Frankie subió y bajó de trenes, se dirigió al oeste hasta el final de la línea del tren, y después volvió en dirección contraria, hacia los barcos en Lisboa, hacia los puertos de Burdeos, el micrófono en alto para captar las respuestas a sus preguntas: «¿Cómo se llama? ¿Adónde se dirige? ¿De dónde viene? ¿Cuánto tiempo hace que viaja? ¿Qué lleva encima? ¿Le espera alguien para recibirle?». Por toda la extensión de Francia, a través de la llanura central, en dirección sur y oeste, había hombres y mujeres en tránsito que hablaban todos los idiomas de los que Frankie tenía conocimiento: «Jmenuji se Peter Kryczk. À nevem Magyar Susannah. Je m’appelle Charlotte Maret. Regina Hannemann. Ich heiße Hans Jakobsohn. Je viens de Brancis. Je vais à Lisbon. Mein Name ist Josef. À Lisbon. In Lisbon. Oui, juif. Oui, je suis juive. Und das ist meine frau, Rachel».
En su cuaderno, para cada voz escribía un párrafo. Cómo contestaba el hombre, pronunciando cada palabra tan lentamente como si arrancara el lenguaje del aire. «Und.» Copiaba la información en su cuaderno. «Das.» «Ist.» «Meine.» «Frau.» Cuando él terminaba, la miraba, sonriendo, y miraba a otro lado. Allí. Como un pedazo de madera en la mano de un niño arañada por un lado mostrando una cara dibujada a lápiz. Como los anillos de la propia madre resbalando por la larga línea de su cuarto dedo, y ella subiéndolos y juntándolos, mirando por la ventana. «Merci, Mademoiselle», había dicho un hombre con voz queda, después de que ella le preguntara, después de decirle su nombre al micrófono, cuidadosa y lentamente. «De rien», había murmurado ella, con un nudo en la garganta. Jim Holland tenía razón. Los estaba recogiendo; lo sabía. Estaba recopilando sus voces sin tener una idea clara todavía de lo que le estaba llevando a Murrow, pero tenía que meter algo en la boca de aquel silencio. Quería conseguir todas las voces que pudiera, y mandarlas volando, hacia fuera, hacia arriba, libres. Los días y las noches se sucedían como cuentas en un hilo. Un día, de repente, hubo una explosión de mujeres, todas liberadas del campo de internamiento de Gurs. Gurs, había preguntado Frankie para asegurarse. ¿Gurs? El nombre del campo que hacía tanto tiempo que estaba en su cabeza como centro del reportaje que quería obtener sonaba con una nota clara y cortante, como una campanada de una época que apenas podía recordar.
Había viajado en tantos trenes que se detenían y salían en plena noche que había perdido las referencias habituales de las noches pasadas en una cama concreta, en un lugar concreto. Algunas noches cerraba los ojos y el tren y los silbatos y los durmientes que la rodeaban la lanzaban hacia atrás, y cuando se despertaba, por un minuto Thomas estaba allí sentado, todavía vivo, frente a ella. A veces, perdía el sentido de la dirección en que viajaba, perdía el sentido de todo excepto las caras y las voces y el encendido y el apagado de los botones en su mano, y siguió preguntando, siguió grabando como si fuera a perderlos a todos si no los captaba.
Sabía que se le acababa el tiempo. Y el día anterior se había quedado sin discos. Al final de la segunda cara del último disco vacío, la mujer sentada en el rincón del tren había esperado a que Frankie levantara el brazo de la grabadora, esperó, observando cómo Frankie miraba fijamente el disco. No había más espacio. «Mademoiselle?», preguntó la mujer. Y Frankie oyó la pregunta de la mujer, oyó el suspiro del hombre dormido por fin en el rincón opuesto, oyó la lluvia de verano golpeando contra el costado del vagón, la cantidad de gente que se había quedado en el andén, mojándose, esperando, y no pudo parar de grabar. Le dio la vuelta al disco, bajó la aguja, y sencillamente empezó a grabar otra vez encima de lo que ya había grabado. «Vas-y», dijo animando a la mujer, sosteniendo el micrófono delante de ella. «Je suis seule», respondió la mujer a la anterior pregunta de Frankie. Podía ser que se estuviera estropeando el disco, que se borraran las voces anteriores o no se grabara nada en absoluto. Pero a ella ya le daba igual. Si funcionaba, habría voces sobre las voces. Acordes de personas.
—Mademoiselle?
La mano la sacudió.
—Mademoiselle?
La mano la despertó. Frankie se incorporó un poco contra el duro banco, intentando salir del pozo del sueño. Se concentró en el hombre de delante.
—Oui?
—Le train. —Señaló con la mano. Frankie se puso de pie. El andén hervía de personas bajo las luces brillantes de la estación que se habían encendido de repente. Buscó la grabadora y su maleta—. Merci, monsieur. —Sonrió con agotamiento—. Et le train, òu va-t’il?
—À Toulouse, madame.
El gentío ya se había agolpado alrededor de las puertas cerradas de los distintos compartimentos y esperaba, mirando los costados metálicos del tren con una mezcla de resignación y angustia que Frankie había visto una y otra vez en las últimas dos semanas. Bebés en cestos. Mujeres mirando por encima del hombro a los jefes de estación, esperando ser las primeras en ver movimiento, las primeras en ver la señal de que el tren se marchaba, de que las puertas se abrirían.
Evaluó a la multitud. Probablemente muchos de ellos se dirigían a los barcos atracados en la Costa Oeste de Burdeos. Algunos viajarían hasta Périgueux y después bajarían hacia el sur, a Bayona y cruzarían los Pirineos hasta Lisboa. Un calendario colgando junto a la caja registradora de la cafetería de la estación anunciaba que era el 5 de junio. Verano. Miró fijamente la fecha, intentando evocar Broadway en Manhattan y el ruido de los automóviles y los vendedores callejeros anunciando su mercancía de Coca-Cola y caramelos chinos. Si era el 5 de junio, le quedaban cuatro días del permis de séjour.
Las puertas se abrieron de golpe. Encontró un compartimento vacío y se acomodó en el asiento del rincón, colocando la grabadora sobre el asiento de al lado. Los dieciséis discos seguían guardados en sus fundas, conteniendo casi setenta personas, según sus cálculos. Y dentro de su maleta tenía los cuadernos, con párrafos con todos los detalles adicionales de las personas cuyas voces tenía. Dos días antes, al quedarse sin recursos en alemán para afrontar el torrente de palabras de un anciano, sencillamente le había entregado el cuaderno y un bolígrafo y le había indicado que escribiera lo que estaba diciendo. «A la mierda Jim Holland», pensó. Lo que había hecho sí era algo.
El estallido estridente y seco de un silbato cercano la sobresaltó. Un hombre gritó. Levantó la cabeza y vio el campanario aislado de una iglesia de pueblo a poca distancia. El tren avanzó y se paró en una estación insignificante. En el andén vio a una madre y a su hijo. Iba cogido de la mano aunque parecía tener unos diez años.
La puerta del tren se abrió y el conductor bajó el escalón. Madre e hijo subieron al tren. Se oyó una discusión en susurros en el pasillo, y después se abrió la puerta del compartimento. Frankie los miró cuando entraron, la madre con una maleta, que dejó en el portaequipajes superior. Se sentaron. El niño miró por la ventanilla, excitado.
El tren siseó y se puso en marcha. La madre cerró los ojos brevemente, como si rezara. Un minuto después los abrió, miró con brusquedad a Frankie, y después, volviéndose, dedicó toda su atención al niño. Por la ventana los campos quemados por el sol retrocedían bajo el alargado cielo azul. «Maman!», gritó él, señalando, cuando un hombre a caballo se puso a galopar junto al tren. Ella miró lo que le señalaba el niño, pero la sonrisa que había puesto en sus labios desapareció en cuanto él dejó de mirarla y volvió a contemplar el paisaje. Se soltó de la mano de su madre para acercarse más a la ventanilla y la mujer apoyó esa mano vacía en la rodilla del niño.
—¿Adónde van? —preguntó Frankie con amabilidad al cabo de un raro.
—En Espagne —contestó el niño, mirando de soslayo a su madre, que asintió sin mirar a Frankie.
Había algo en el silencio que mantenían entre ellos que le impidió seguir haciendo preguntas.
Viajaron más de dos horas en silencio. La mano de la madre no se apartó ni un momento de su hijo. Era un tren de cercanías y efectuó muchas paradas en estaciones como aquella en la que habían subido madre e hijo. El aire era balsámico fuera de la ventanilla y el sol parpadeaba, entrando y saliendo todo el día.
Al acercarse a Toulouse, el tren redujo la marcha. Todos los pasajeros tenían que bajar y subir a otro tren en dirección norte o sur, o permanecer en ése y seguir hasta cruzar la frontera de España. La mano del niño volvió a coger la de su madre. El perfil de las casas de la ciudad pasaba tan lentamente a su lado que se podían ver las cortinas en las ventanas y la vajilla en los estantes. La madre hizo girar al niño de cara a ella, y le puso una mano en cada brazo. Le miró a la cara.
Y entonces Frankie entendió que el niño continuaría solo. Tal vez sólo habían conseguido documentos para él. Tal vez sólo había un avalador para el niño en otro país. Tal vez había muchos. Pero ahora estaba claro que la madre mandaba al hijo solo. Su desesperación se difundió por el compartimento, espeso y silencioso como una niebla. Buscó los papeles en su chaqueta. Se levantó y bajó la maleta y volvió a comprobar que tenía la comida que le había guardado. Él estaba muy quieto, observando las manos de su madre entre las cosas que le había guardado antes de salir de casa. Después, la madre se sentó al lado del niño y acercó las manos de él a su pecho, girándolo de cara a ella. El niño temblaba. Lo atrajo hacia ella y lo besó en una mejilla y después en la otra, muy lentamente, mirando todos los pedacitos de su rostro, y después lo abrazó. El tren se paró con una sacudida y se hizo el silencio.
Arriba y abajo del pasillo se oían portazos. Fuera sonó un silbato. Daban gritos en el andén de la estación, bajo la ventana. Finalmente, la madre soltó a su hijo y se levantó. El niño le cogió la mano. Ella se soltó los dedos con suavidad. Ninguno de los dos dijo una sola palabra. Ella se volvió para abrir la puerta del compartimento y él la siguió, tocándole la espalda con la mano. Pero ella se volvió con una sonrisa en la cara, con tanta calma, con un amor tan franco, que el niño se detuvo y bajó la mano.
Abrió la puerta y la cruzó. Él se quedó en medio del compartimento. En el pasillo, ella se volvió y se llevó un dedo a los labios, como diciendo «calla», y después le mandó un beso y se marchó. Durante un largo momento, el niño permaneció donde lo había dejado su madre, contemplando la puerta del compartimento por el que su madre se había desvanecido.
La aguja grabadora habría inciso aquella línea silenciosa de congoja en el disco. Y lo que le había costado a la madre, su última sonrisa, el último consuelo para que el niño pudiera tolerar aquel momento final, nadie lo sabría nunca. Frankie se miró las manos, lejos del niño que ahora estaba apretado contra el cristal de la ventanilla, observando cómo su madre desaparecía entre los abrigos y los vestidos de otros, zambulléndose y perdiéndose en la espesura de la gente.
El niño volvió a sentarse, y dejó de mirar por la ventanilla. No tenía lágrimas en los ojos. No tenía nada. No habló y Frankie no se movió. Se quedaron quietos mientras el tren repostaba y subían más pasajeros. Dos mujeres y un hombre entraron en el compartimento. Se sentaron en silencio, mientras el motor cobraba vida y lentamente, muy lentamente, empezaron a alejarse, metro a metro. El niño cerró los ojos y Frankie vio que movía los labios y se dio cuenta de que estaba contando.
Cuando abrió los ojos, nada había cambiado. Volvió la cabeza y miró por la ventana.
—T’inquiètes pas.
Frankie tragó saliva.
Él la miró, después volvió a mirar por la ventanilla. Pero entonces, se puso de pie, bamboleándose, y cruzó el espacio para sentarse al lado de Frankie. Los ojos de ella se encontraron con los de la mujer sentada al otro lado. La mujer la miró y después se miró las manos. Frankie echó un vistazo al niño y vio que había cerrado los ojos otra vez. Al cabo de un rato el niño suspiró, y Frankie vio que se había dormido, con la cabeza torcida, colgando. La cogió y la apoyó en su hombro, acercándoselo a ella. Después apoyó su cabeza contra el respaldo, pero no le fue posible dormir.
Llegaron a Bayona, en la frontera española, con la primera luz. Frankie abrió los ojos y volvió la cabeza. Las puertas de los compartimentos se abrieron por todo el tren y la gente bajó su equipaje y fue hacia el andén, donde la policía de Vichy esperaba.
—¿Adónde vais, tú y tu madre?
La mujer frente a Frankie se dirigió al niño en francés.
—No es mi madre.
La mujer miró a Frankie con el ceño fruncido.
—¿Adónde vas? —preguntó al niño otra vez.
—A Lisboa —respondió él.
—Buena suerte, pequeño —susurró, y se puso de pie.
—Vamos —dijo Frankie—. Bajemos.
Las colas serpenteaban por todo el andén casi hasta el final del tren. Frankie y el niño se pusieron a la cola y fueron avanzando lentamente. ¿Adónde va? ¿Eh? ¿Cuánto tiempo le queda? Angulema, Madrid, Lisboa. Los nombres de las líneas que se dirigían a los barcos anclados. Delante de ellos, una mujer gimió estridentemente. El niño miró a Frankie, preocupado. «Non!» Oían los gritos de la mujer. «Non. Je n’ai qu’une semaine. Monsieur! Non!» Frankie salió de la cola para intentar ver mejor a la mujer, y le dieron un brusco empujón para que volviera a su sitio.
Tardaron casi tres horas en llegar a la cabeza de la cola. El niño estaba sentado sobre su maleta en silencio, como si fuera un pupitre de la escuela, avanzando con ella cuando la cola se movía, pero no le hablaba. Tampoco se alejaba de ella. Cuando llegaron al oficial del otro lado de la mesa, Frankie entregó primero sus documentos de tránsito. El hombre les echó un vistazo y se los devolvió.
—El próximo tren a París no sale hasta dentro de tres días.
Ella frunció el ceño.
—Pero yo no voy a París. Quiero cruzar España.
Él le señaló su carta de tránsito. Claramente señalado en tinta azul estaban las palabras: «De 18 May à 9 June 1941».
—Pero ¿qué día es hoy? —preguntó Frankie.
—Siete. Así que, mademoiselle, se le ha acabado el tiempo —respondió él, haciendo un gesto a uno de los guardias de detrás, que sacó a Frankie de la cola y la dejó a un lado—. Tiene que subir al tren de París esta noche. Vuelva dentro de ocho horas.
Gesticuló pidiendo los documentos al niño. Desorientado, el niño miró a Frankie, que había salido de la cola.
Ella sacudió la cabeza.
—Viens! —apremió el oficial.
El niño se desabrochó el abrigo y sacó los papeles, con la mano temblorosa, pero el oficial apenas los miró. Le puso un sello e indicó al niño que cruzara la verja.
—Vas-y.
El niño miró a Frankie que seguía junto a la mesa. Después miró rápidamente en la otra dirección, hacia la verja abierta. Volvió a mirar a Frankie, desolado.
—¡Eh!
Uno de los guardias le indicó que circulara.
—Ve —dijo Frankie con insistencia.
—Vous ne venez pas?
Ella sacudió la cabeza.
Él frunció el ceño y miró abajo, recogió la maleta y pasó lentamente junto a los agentes que custodiaban la verja. A Frankie se le llenaron los ojos de lágrimas, mirando sus pequeños hombros alejándose, inmensamente solos. «¿Adónde voy? —se lo imaginó pensando—. ¿Adónde voy? ¿Cuándo llegaré? ¿A quién conoceré?» En la puerta de la sala de espera, al otro lado de la verja, él se volvió y la miró. Ella lo saludó con la cabeza, sin saber su nombre, y levantó la mano.
El hombre que caminaba detrás de él lo empujó para que avanzara.
Frankie se quedó junto a la mesa, en compañía de los demás que no podrían subir al siguiente tren, intentando volver a verlo, mucho después de que hubiera desaparecido. Y cuando la puerta se cerró, se lo imaginó subiendo a un tren al otro lado de la puerta, y después bajando de él. Se lo imaginó llegando a la frontera española, a Bilbao, donde las vías lo llevarían hasta Madrid, y después a Portugal, hasta Lisboa, donde bajaría del tren y de allí a la pasarela del barco. Ese niño, ese niño solitario, intentó guardarlo en el ojo de su mente todo el trayecto, como si pudiera sustituir a su madre, como si pudiera cogerlo, como una tía, como una madrina, y llevarlo directamente al barco. Allí de pie, pensó en el final, en un final feliz.
—Mademoiselle!
El agente le indicó la estación. Frankie vio las puertas abiertas que daban a la plaza, resplandeciente de luz a aquella hora. Era día de mercado, y había varios puestos montados y con toldos. Hombres y mujeres se inclinaban e incorporaban, se volvían y charlaban. Una mujer indicó con la cabeza a alguien que Frankie no podía ver. Había melones amontonados en cajas colocadas sobre barriles. Había rábanos. Había un hombre que vendía patatas.
Frankie miró por encima del hombro a la puerta que había hecho desaparecer al niño cuyo destino no sabría nunca. Cogió un bulto con cada mano y caminó por el frío mármol de la estación de tren hacia el día de verano.
En la esquina del edificio de la oficina de correos, en el extremo opuesto de la plaza, colgaba un rótulo de teléfono, y Frankie se dirigió hacia allí. La mujer de la ventanilla tenía el cabello rizado en la nuca, como gruesos dedos. Golpeaba las uñas en el mostrador mientras Frankie contaba los céntimos y los empujaba hacia ella para pagar la llamada.
—¿También quiere sellos?
Levantó las cejas con impaciencia.
—¿Sellos?
Frankie se sobresaltó.
—Está en correos, señora.
Frankie estaba muy cansada, lo sabía, pero la mujer que tenía delante, mirándola con ese vago desdén francés en la voz, le daba ganas de llorar.
Detrás de la mujer, sonó el teléfono, y ella indicó a Frankie una cabina en un extremo.
—¿Dónde diablos estás?
—Hola, Ed. —Sonrió—. En Bayona. Esta noche tomo el tren a París.
—Gracias a Dios —suspiró—. ¿Se puede saber qué haces?
—Lo que me pediste —contestó ella—. Grabarlo todo.
—¿Qué, exactamente?
Frankie se encogió de hombros.
—No sé… a ellos.
Hubo un silencio.
—Tienes que volver.
—Ya.
—Quiero decir ahora, Frankie.
—Volveré.
Asintió con la cabeza. Alguien detrás de Ed dijo algo que ella no entendió.
—Oye, Frankie.
Volvía a hablar con ella.
—Sí.
—En Bayona tienen un transmisor bastante bueno. ¿Qué te parecería pasar por allí para hacer tu última emisión desde Francia?
Frankie asintió, pero no dijo nada.
—Te guardaría el espacio de las seis.
—De acuerdo —respondió lentamente—. ¿Ed?
—¿Sí, Frankie?
—¿Nos escucha alguien?
—¿A qué te refieres?
—¿Nos escucha alguien? Todo esto, quiero decir.
—Frankie.
La preocupación de Murrow se transmitió a través del hilo telefónico.
—Y si escuchan —siguió ella—, ¿por qué no están aquí?
Hubo un silencio.
—Tienes que volver.
—Ya.
—Me refiero a ahora, Frankie.
—Ya. —Asintió—. Hasta pronto —contestó y, con sumo cuidado, depositó el receptor en su sitio.
Después se quedó sentada en la estrecha cabina de madera mientras le caía una lágrima encima de otra.
—Mademoiselle?
Dios mío. Sacudió la cabeza y se secó las mejillas con las manos. Se levantó, empujó la puerta y salió al vestíbulo de correos. Por la ventana vio pasar un carro de granja, con la caja llena a rebosar de fresas.
«Vas, consigues la noticia y vuelves.» Bueno, pues ya había emprendido el camino de vuelta. Ella podía volver. Podía volver y regresar a casa. Y emitiría, les había dicho que lo haría. Pero sería este reportaje, este mercado y ese campesino con su carro, y la mujer de la oficina de correos, el niño que se dirigía a España, la madre volviendo a su casa sin su hijo, todas las personas con las que había viajado y a las que había grabado, las personas cuyas vidas había recogido y conservado por un momento, ella las emitiría en el aire.
Cuando el censor de la ciudad, un hombre musculoso que se levantó el ala del sombrero cuando ella entró en el estudio, le tendió la mano para recibir su guión, ella sonrió, sacudió la cabeza, colocó la grabadora sobre la mesa y señaló el asiento frente al micrófono.
—Puis-je?
Él frunció el ceño, pero le indicó que siguiera.
Sonriendo todo el rato al hombre, Frankie levantó la tapa, eligió uno de los discos, y lo puso dentro de la clavija de metal. Cuando el técnico de sonido detrás del censor le hizo una señal, ella respiró hondo y se lanzó: «Soy Frankie Bard del Columbia Broadcasting System desde Bayona, Francia.
»Lo que están a punto de escuchar son las voces de varias personas en uno de los trenes franceses: un hombre, tres mujeres y un niño. Todos son refugiados, todos viajan hacia el oeste, esperando poder llegar, llegar a donde ustedes están sentados en este momento».
El hombre sentado delante de ella parpadeó con fuerza. Observó cómo ella se levantaba y bajaba con suavidad el brazo sobre el surco de metal del disco grabado. «Je m’appelle Maurice —una voz de hombre inundó las ondas— Maurice Denis. Je vais à Lisbon, et puis aux Ètats-Unis.» La voz saltó con suavidad y ligera sobre la «m», expectante, a pesar de que el hombre se había dejado caer en un rincón del vagón de tren después de hablar, y Frankie había apuntado en su cuaderno que sólo llevaba encima una mochila, que llevaba alianza, pero viajaba solo. Frankie no dejó de mirar al censor que observaba el disco giratorio con atención. Entonces entraron las voces de las niñas, una de ellas dijo su nombre con prisa y en voz baja, como si contara un secreto a los norteamericanos. «Oui, Madame —había dicho a Frankie—, je m’appelle Laura.» La voz era estimulante oída a través del siseo y los arañazos de la grabación y seguía diciendo dónde había nacido y adónde iba y sí, como los demás, sí, soy judía, somos judíos, pronunciaba la voz, mi hermana y yo. Y Frankie, como un pastor, traducía a las niñas del francés al inglés en los huecos, para que lo entendieran. Pero las niñas se elevaron en el aire. Como un hilo aislado de color volando libre y brillando en un revoltijo de hilo de algodón, la plenitud de sus voces, los tonos claros de la niña, transmitían vidas. Y eso era el alma de la radio, pensó Frankie, ese sonido humano enviado al aire para hacer del cielo una cúpula, una galería con ecos.
Frankie miró el reloj y, tras sesenta segundos, levantó el brazo del disco. «Éstas eran las voces de los judíos de Europa. Esta noche están en los trenes. Están viajando en este momento. Aún vivos. Ahora mismo…»
—Arrête!
El censor la desconectó.
Frankie se levantó de la mesa, con el corazón acelerado. El hombre permaneció sentado e inmóvil. O salía corriendo por la puerta o la arrestaría. El hombre se levantó y dio la vuelta a la mesa, lentamente, y se paró delante de ella. Sólo los separaban treinta centímetros, y la chica olía el sudor en su uniforme bajo la colonia. Él la escrutó y, durante un largo segundo, ella no supo qué iba a hacer con ella. Mantuvo los ojos fijos en el botón plateado del cuello, esperando. Cuando por fin lo miró a la cara, él desvió la cabeza.
Él le puso las manos en las caderas y la atrajo hacia él. Frankie jadeó, y las manos gruesas se introdujeron en los bolsillos de su falda y volvieron a salir con facilidad, rascándole el estómago a través de la tela de seda.
—Danke.
Le sonrió y miró los papeles que había sacado. Abrió su carta de autorización, la miró y la dobló. Miró su pasaporte, pasando las páginas, una por una. Después metió la carta de tránsito dentro del pasaporte. Finalmente, miró la carta del médico. Pareció que se demoraba mucho. Frankie soltó aire, pero le salió un suspiro estrangulado.
—¿Qué es esto?
—Nada —se encogió de hombros—. Una carta.
—¿A quién?
Tenía ojos inexpresivos.
—Mi hermana —contestó ella en voz baja.
Él sacudió la cabeza y miró al técnico, sonriendo afectadamente. Frankie no vio si el otro hombre prestaba atención; mantenía los ojos fijos en éste. Volvió a mirarla y Frankie entendió que la dejaría marchar.
—Bueno.
Se inclinó hacia ella.
Frankie le miró a los ojos y asintió. Cuando le tendió la carta, ella la cogió. Él le dio un pequeño tirón, pero ella no la soltó. El hombre se echó a reír y se apartó, dirigiéndose a la puerta. Frankie se guardó la carta en el bolsillo, se agachó a recoger la maleta y la grabadora, y después cruzó la puerta del estudio con precaución. Mantuvo los ojos fijos en la siguiente puerta al final del pasillo, caminando hacia ella y cruzándola, y bajó el primer tramo de escalera antes de empezar a temblar. En el segundo tramo, un tenue triángulo de luz se filtraba por encima de la puerta de la calle, y ella la empujó y salió al azul inmenso e inconsolable.