«Les habla Frankie Bard, en noticias de la CBS, desde Mullhouse, Francia, al oeste de la frontera francoalemana.»
Emma se giró de espaldas a su buzón, con una carta en la mano. El tono cortante de la mujer se propagó por la oficina de correos saliendo de la caja verde de baquelita desde detrás de la cabeza de la señorita James. «Se especula mucho sobre quién intenta abandonar Alemania donde —nos dicen— las condiciones nunca han sido mejores, donde la guerra se está ganando en todos los frentes, y donde la paz y el pan abundan.» La voz hizo una pausa. «Es verdad, sí, aquí hay muchos fuegos artificiales.» Emma miró a Iris. Esto último había sido una broma, ¿no? La mujer de la radio parecía estar sonriendo, aunque también parecía agotada. «Aun así, las personas se marchan, intentan marcharse por docenas. Deben imaginarse lo que es salir de tu casa o tu piso, cerrar la puerta para no volver jamás. En tu mano tienes una maleta y quizás una bolsa de la compra con una salchicha, quizás un poco de queso, lo que sea que te hayan vendido en la tienda, algo para aguantar, esperas, hasta llegar a la frontera. En la maleta, si eres judío, dos mudas de ropa y tus documentos —su voz se quebró, pero volvió—; tienes un resquicio para la huida. Si eres uno de los pocos afortunados, tienes un visado norteamericano. Lo más probable es que tengas un visado para Cuba, Argentina o Brasil. Tienes noventa días para llegar a tu destino o tu visado expirará. Pero tienes que subir a un tren. Y cruzar Europa para llegar a los barcos en Lisboa o en Burdeos. Tienes noventa días, y los trenes son pocos y van llenos. En todas partes. Así que desde aquí parece que las ventanas se estén cerrando.» Ahora la voz temblaba. Emma cerró el buzón con llave y se acercó más a la voz. «Deben imaginarse una Europa que ya no está hecha de casas en pueblos donde las generaciones permanecen. Imagínense personas sin casa, sin el marco, el mortero y el ladrillo alrededor de ellas, manteniéndose a flote, intentando nadar con todas sus fuerzas para escapar. Deben imaginarse que ahora mismo, en Europa, hay un mar de personas en movimiento. Si uno de ustedes quisiera escribirles una carta, deben entender que no hay un lugar donde esa carta pueda llegarles…» Iris se volvió y apagó la radio.
—No tenemos que imaginarnos nada, maldita sea —dijo ecuánimemente a Emma—. Aquello es un desastre, y esa muchacha debería dominarse un poco.
Emma miraba fijamente la radio como si fuera a hablar otra vez.
—Está bien —dijo la señorita James con amabilidad—. Está bien. Sabes que sí. Tienes una carta en la mano.
Emma la miró.
—Sí.
—Pues ya está.
«Pues ya está.» Eso era lo que decía siempre Will. Santo Dios.
El ojo del tren nocturno avanzaba lentamente hacia la estación de Mullhouse. Algunas de las caras a bordo se volvieron a mirar a Frankie, que estaba de pie en el andén, esperando. Algunas de las caras se la quedaron mirando, y ella no podía mirarlos detenidamente y se inclinó a recoger su equipaje y caminó, bajo su escrutinio, hacia la única puerta abierta. Era la única pasajera, y el tren dio una sacudida y empezó a deslizarse fuera de Mullhouse incluso antes de que ella encontrara un asiento. El tren siguió el corredor oeste principal, a través de Belfort en dirección a Besançon, donde Frankie paró para dormir en una cama por primera vez en cinco días. Demasiado cansada para hacer nada más que señalar una botella y una barra de pan y queso, se lo llevó todo a su habitación y se sentó en el colchón para desabrocharse, y se despertó al día siguiente atravesada en la cama, con los pies en el suelo, todavía calzada. Sólo medio despierta, se quitó los zapatos, se metió bajo las sábanas y se volvió a dormir mirando el techo de yeso.
Frankie se despertó otra vez bien entrada la tarde con las campanas de la iglesia. Estaba echada en medio de la cama, en la diminuta habitación del último piso de la Pensión Burghorts, en las afueras de una ciudad francesa de provincias, y escuchaba el mundo funcionando detrás de su puerta y al otro lado de la ventana, sin ella. Clap. Un hombre gritó a un colegial que pasaba corriendo, y sus rápidos pasos y su risa entraron por la ventana abierta. Clap. Frunció el ceño, intentando dar sentido a aquel «clap» constante, el sonido de madera sobre madera y entonces, cuando volvió a oírse, entendió que una persiana golpeaba. Alguien se había dejado una ventana abierta. Se quedó quieta, flotando como una niña. Nadie la conocía. Nadie la llamó. Se sentía sin obligaciones. Había habido un cambio de planes.
Se rió burlonamente. Un cambio de planes, vaya. «Intenta llegar a Lisboa —había dicho Murrow—. Para y emite en Estrasburgo, Lyon y Lisboa.» Estaba casi segura de que era el 23 de mayo, y ahora el informe hecho con remiendos desde Mullhouse dejaba claro que no llegaría a Estrasburgo. Se preguntó si lo habrían emitido, o si se habría escuchado en Estados Unidos. Debía telegrafiar a Murrow.
Finalmente se sentó y se levantó para quitarse la falda. La falda cayó al suelo y el borde de un sobre asomó por el bolsillo. Frankie miró el sobre, nerviosa. La carta del médico empezaba a poseer el vago poder de una reliquia. Tenía que mandarla, ¿no? Ponerla en camino. Dio una patada a la falda, abrió el grifo del lavabo, le puso el tapón y observó cómo se llenaba de agua. Intentó poner orden en los días. ¿Cuándo había muerto el chico? ¿Hacía cinco días? ¿Seis? Frankie sorbió por la nariz y cerró el grifo, cogió la esponja y jabón. Se quitó la blusa y el sujetador y se quedó desnuda sobre la alfombra para darse un lavado de esponja, como haría a un bebé. En el espejo, su mano guiaba la esponja sobre sus pechos y por el brillo largo de su estómago, donde desaparecía del espejo. Por un momento contempló su torso en el espejo, el agua que resbalaba de la esponja por su pierna, y cruzó los brazos sobre los pechos.
«Debe de ser muy dura», había dicho el médico en la oscuridad. Se estremeció, recordando lo nerviosa y enfadada que se sentía cuando él le preguntó por Billy. Cogió la toalla colgada al lado del lavabo y se frotó para secarse.
«¿Qué sucede con las personas cuando se acaba la noticia?»
«No lo sé.»
«Tiene que ser muy fuerte para soportar no saberlo.»
Se sentó en la cama con la toalla sobre los hombros y sacó un cigarrillo. El humo penetró hondamente en sus pulmones y cerró los ojos, soltándolo. Se echó de espaldas y fumó todo el cigarrillo hasta que casi se quemó los dedos. Después se levantó y se abrochó la falda en la cintura y la blusa hasta el cuello y los puños; a continuación se puso la chaqueta. La carta del médico seguía en el suelo. La recogió, volvió a guardársela en el bolsillo y bajó los cierres de la maleta.
En la plaza, las tiendas habían abierto de nuevo, y ancianas y amas de casa entraban y salían, y algunos mayores estaban sentados en los bancos del centro bajo un tilo. Parecía haber carne en la carnicería y pan en la panadería. En todos los escaparates se veía una foto del Führer, aunque Frankie no vio policías alemanes por ninguna parte. En un extremo de la plaza había una tienda cerrada, y sobre el metal habían escrito un anuncio en letras mayúsculas: «Qui achète des Juifs est un traître». Frankie se quedó delante de la tienda y se preguntó si la familia que la regentaba habría logrado salir de la ciudad, habría subido a un tren y estaría a salvo en alguna parte. Quería pensar en ellos llegando. No detenidos. La carita del niño en el andén debajo de ella entre la multitud de la estación de Kehl la miró. ¿Dónde estaban ahora Inga y Litman? ¿La mujer mayor? ¿Werner Buchman? Frankie cerró los ojos. Apareció Thomas, y cayó de rodillas, abatido frente a ella. Temblando, se volvió de espaldas al escaparate vacío y cerrado y volvió a su habitación.
«Vas, consigues el reportaje y vuelves», había dicho Murrow. «Sigue a una familia», había dicho. Vaya por Dios. Allí no había forma de seguir a nadie. No había forma de saber si alguien lograría ir del principio al final.
La botella de vino y el queso del día anterior seguían sobre la mesa. La descorchó, se sirvió un vaso y bebió de pie, mirando la grabadora portátil en su caja. Se sirvió otro vaso de vino, abrió la caja y giró el botón.
El disco empezó a girar lentamente, y se oyó el débil susurro de la aguja sobre el disco de metal. Frankie dejó el vaso, giró el botón que detenía la platina, y la puso hacia atrás, observando cómo zumbaba. Entonces la encendió y la voz de Thomas salió de la máquina. Lo escuchó todo hasta que el disco quedó en silencio de nuevo, girando y girando sin nada en él. Allí. Allí estaban. En la voz de él estaba el tren y la noche, sus ojos mirándola mientras le contaba su historia, la estrecha cordillera de sus hombros tirando de la lana de su jersey. Los hermanos escuchando. Thomas estaba muerto. Pero su voz estaba aquí. Él estaba aquí, vivo.
Por la ventana abierta, una larga cordillera de montañas con el pico nevado zigzagueaba afiladamente contra la mañana azul. La campana del camposanto detrás de ella tocó los cuartos, y el sonido resonó en su corazón. Se quedó un buen rato mirando aquellos picos brillantes y se imaginó más al norte. Al norte y al este en las montañas, al norte, cruzando varias cimas, de punto blanco en punto blanco, a través de las montañas del Jura, hasta Suiza, más allá de las amplias laderas de los Alpes suizos hasta Austria, a casa de Thomas, donde sus padres se estarían despertando y esperando noticias. ¿Dónde estaba? ¿Dónde estaba su hijo? No lo sabrían nunca. Si fuera un pájaro, cruzaría el silencio para decirle a su madre que su hijo casi lo había conseguido. Pero no tenía ni lengua ni voz para llevar lo que ella sabía. Sin duda, Dios se daría cuenta de que una parte de la historia se había separado de la otra, y encontraría un modo de juntarlas. ¿Cómo podía Dios soportar estos huecos, estos enormes valles de silencio? Y Europa estaba llena de personas que se esfumaban en ese silencio.
El recuerdo de Harriet Mendelsohn de pie en la cocina de Argyll Road blandiendo el tenedor a Dowell, alegremente, golpeó a Frankie con tal fuerza que tuvo que agarrarse al alféizar. «Jens Steinbach, ¿estás ahí?» Los lastimosos retazos de papel que Harriet había reunido y había pegado sobre la cama de su casa testificaban el silencio ventoso que soplaba en las ciudades europeas.
¿Y qué había pensado Frankie? ¿Que vendría aquí y encontraría una historia que haría que el mundo la escuchara? Éstos son los judíos de Europa. Esto es lo que ocurre. Prestad atención. Pero no había historia. O no del todo; se dio la vuelta y miró la grabadora portátil. Allí no había una historia que pudiera contar de principio a fin. La historia de los judíos estaba en los márgenes que rodeaban lo que se podía contar. Contuvo el aliento, con las palabras del médico escribiendo sus pensamientos. Las partes que susurran en la oscuridad, los hermanos escuchando, la mujer en el rincón, la cara distraída de la madre mirando hacia la luz de la luna, su mano sobre los rizos del niño dormido. El sonido de la risa del niño captado en un segundo inverosímil, captado y conservado. Allí, en los vestigios, yacía la verdad de lo que estaba ocurriendo.
A la mañana siguiente, Frankie subió al primer tren al sur que salía de Besançon y se acomodó en un asiento del rincón en un compartimento de tercera clase. Le quedaban dieciséis días más de su permis de séjour y noventa minutos de discos en blanco y no tenía ningún plan que no fuera grabar a todas las personas hablando que pudiera. No viajaría en línea recta a Lisboa —una cosa después de otra, estaciones en un viaje con un comienzo, un centro y un final—, subiría a trenes con personas. Y grabaría a estas personas hasta que se acabara su tiempo. Abrió la caja de la grabadora de disco y enchufó el micrófono. Una pareja joven viajando con un bebé observaba sus preparativos. Cuando lo tuvo todo preparado, los miró. «S’il vous plaït?» La mujer miró a su marido y asintió. Frankie giró el botón.
—Comment vous appelez-vous?
—Eleanor.
La mujer sonrió.
—Où allez-vous?
Frankie le acercó el micrófono.
—À Toulouse —contestó la mujer, tirando del pequeño jersey sobre el estómago del bebé.
—Juifs? —preguntó Frankie.
—Oui.
El marido miraba la máquina en las rodillas de Frankie con el ceño fruncido y, cuando ella le acercó el micrófono, negó con la cabeza. Frankie giró el botón y el brazo se apartó del disco. Francia pasaba a través de la ventanilla del tren. Poligny, Bours… las ciudades se sucedían como puntos en una aguja, los nombres se movían en círculos y paraban. Y Frankie las atravesó, preguntando a todas las personas dispuestas a contestar: «¿Cómo se llama? ¿Adónde se dirige? ¿De dónde viene?».
Frankie bajó del tren en Lyon cinco días después; empujó la puerta y subió los cuatro pisos hasta el estudio. Un hombre de su edad, vestido con un traje de hilo marrón, le echó una mirada y puso su silla en posición vertical.
—Hola, guapa —dijo.
Tras días de viajar en tren, hablar sólo en francés o en su dificultoso alemán, aquel chico corpulento y simpático del Medio Oeste casi la hizo llorar.
—Hola —dijo, insegura.
—Jim Holland. —Se levantó y le tendió la mano—. La he estado esperando. Los jefes están preocupadísimos por usted.
—Frankie Bard.
Le estrechó la mano.
—Imagino que le apetecerá un baño caliente y una copa.
—Me gustaría un sitio para cambiarme, si se refiere a eso.
El hombre cogió su sombrero y su abrigo y la guió a su habitación. Mientras ella se bañaba, él se sentó fuera del cuarto de baño de la pensión, en una silla apoyada en la puerta, con sus largas piernas de Nebraska estiradas a través del pasillo. Después la acompañó de vuelta al estudio para que se preparara como había hecho tantas veces para una emisión, escribiendo su guión para el censor, esperando tener línea con Londres, sentándose en la marca delante del micrófono.
—Por Dios, Frankie.
Murrow se puso al teléfono.
—Hola.
Frankie sonrió al oír la voz tensa y familiar.
—¿Qué diablos sucedió en Estrasburgo?
—No llegué.
—¿Estás bien?
—Sí —dijo, con los ojos puestos en el censor alemán, que había entrado y se había sentado en una silla junto a la puerta—. Muy bien.
—¿Tienes algo?
Frankie calló un momento.
—Todo, jefe.
—Buena chica —dijo él—. ¿De qué va el reportaje?
Las manecillas del reloj marcaban las ocho y veinte. El técnico levantó un dedo y Frankie asintió.
—Hasta luego —dijo en voz baja—. Voy a entrar.
—Buena suerte.
Murrow desconectó.
El censor apoyó una mano a cada lado del guión de Frankie sobre la mesa. Los tres esperaron en silencio a que las manecillas del reloj avanzaran. Cuando el técnico la miró, Frankie se echó hacia delante y acercó el micrófono. «Les habla Frankie Bard del Columbia Broadcast System, desde Lyon, Francia. Buenas noches.»
Frankie puso una cara afable para el censor, pero él estaba leyendo el guión. No prestaba atención a los labios de ella ni al tono que había inyectado en su voz.
«Hace muchos años, la famosa periodista Martha Gellhorn vino a dar una charla a mi alma máter, el Smith College. Nos habló de las condiciones que tuvieron que soportar algunas personas durante los primeros y terribles años de la Depresión. Nos hizo el relato más desgarrador, más cautivador y más específico del dolor y el sufrimiento de esas personas que yo hubiera oído nunca. Al final, una de las chicas levantó una mano y preguntó: “¿Qué podemos hacer nosotras, señorita Gellhorn?”. Hubo un momento de silencio mientras la señorita Gellhorn se tomaba tiempo para responder. Y algunas chicas se pusieron nerviosas. “Prestad atención”, respondió por fin la señorita Gellhorn. “Prestad atención, por el amor de Dios”.»
En Franklin, en la oficina de correos, Iris James se volvió de mala gana. «Durante casi tres semanas, he estado viajando en tren, con decenas de personas, principalmente judíos, hombres, mujeres y niños, que hacían cola para salir, para huir. He entrado en compartimentos atestados, he hecho infinidad de preguntas, he oído un sinfín de historias simples de huidas. En una estación tras otra, he visto colas de personas esperando para ocupar los escasos asientos en los escasos trenes, y me gustaría borrar esas caras angustiadas de mi cabeza, pero no puedo.
»Todas esas medias historias, las personas que ves y después pierdes sin una palabra, me hacen pensar en un hombre que conocí el mes pasado, un médico norteamericano…»
Iris miró la radio.
«Y tenía algo que en aquel momento desdeñé, tomándolo por la típica mezcla de empaque y optimismo irracional norteamericano en el que todos parecemos haber sido educados. Me dijo: “Todo tiene sentido”.»
¿Qué médico norteamericano? Iris se había vuelto del todo y estaba de pie delante de la radio, con una mano a cada lado del aparato, como si quisiera sacudirlo para que respondiera.
«Ayer por la tarde, en un mercado en Bayona, empecé a creerlo yo misma. Había ido al mercado porque es el comienzo del verano y porque tenía hambre, y porque había visto a un hombre con una cajita de fresas en la mano. Fui al mercado en busca de fresas. Hacía mucho calor y el mercado empezaba a cerrar. Aparte de mí, había algunos oficiales alemanes, que por lo visto también buscaban fruta. Se movían tranquilamente entre la gente, en dirección a la vendedora de fresas.
»Oí lo que parecía música procedente de arriba, como si alguien en uno de los apartamentos con las ventanas cubiertas con persianas tocara el violín. La música se repitió y se hizo más fuerte, y me di cuenta de que había más de uno, que eran cinco o seis violines, y estaban tocando los movimientos de abertura de la Quinta de Beethoven, tocándola sobre nuestras cabezas en el aire. Y eran las mismas cuatro notas, repitiéndose. Entonces alguien cerca de mí, un hombre, se puso a silbar, uniéndose a los violinistas, pero era imposible distinguir quién era.
»Poco a poco, el mercado fue callando y vi que la vendedora de fresas se incorporaba y miraba al soldado alemán que elegía la fruta. Los violines mandaron las notas otra vez al aire desde una de las ventanas. Gradualmente, los seis o siete soldados del pelotón se miraron, se buscaron por la plaza, porque para entonces se había impuesto un silencio completo y misterioso. Exceptuando la música.»
Frankie miró al censor sentado delante de ella, con un largo dedo posado tranquilamente en el interruptor del micrófono, como un pianista esperando el golpe del brazo del director. Él la miró. Ella sonrió y cambió de rumbo.
«Si tienen la Quinta de Beethoven, sin duda un triunfo de la pasión y el ánimo alemán, vayan y pónganla. Vayan, escúchenla y oirán a Europa, bajo el mando alemán…», siguió hablando al micrófono, con los ojos del hombre posados en ella, cuyos dedos se habían cerrado sobre el interruptor. Y empezó a canturrear: «Da da da dum…».
El hombre apartó el micrófono y la desconectó. Frankie se echó hacia atrás, exhausta, aturdida por el paseo por el borde, y miró a los ojos al hombre, desafiándolo. Acababa de canturrear el código en Morse de la letra V.
Jim Holland entró por la puerta del estudio.
—¿Qué hace, Fräulein?
El censor la miraba atentamente.
Ella le sonrió, con franqueza.
—Me encanta Beethoven. Me apetecía tararearlo un poco.
El hombre que tenía delante era canoso y preciso. Podía haber sido profesor en algún momento, quizá lingüista. Frankie no podía saber si se había dado cuenta de lo que había hecho en la emisión o si, siguiendo su instinto para detectar problemas, en cuanto ella se había apartado de lo que había prometido decir, la había desconectado. Se imaginó lo que estaba pensando. ¿Era ella un peligro real? ¿Debía ser interrogada?
—¿Tomamos esa copa? —interrumpió Jim Holland.
Frankie arqueó las cejas mirando al censor, como una colegiala pidiendo permiso.
El hombre calló un momento más y finalmente, con expresión desdeñosa, los echó del estudio con un gesto.
Jim la guió hasta la calle, con una mano puesta en su codo. Con la grabadora en la mano, Frankie se dejó llevar por la calle, hasta la esquina y el interior de un bar pequeño, donde él encontró una mesa, dos copas y un cenicero. Frankie se acomodó.
—Madre mía, qué justo.
—¿Lo de tararear la Quinta?
Él asintió.
—Le has puesto los pelos de punta.
—Me alegro —dijo ella chasqueando la lengua—. Esas personas entonaban la resistencia, la entonaban.
Sonrió y sorbió su bebida, después se apoyó en la pared con una sonrisa de satisfacción.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí?
Sacó un cigarrillo.
—Un par de meses.
—¿En Francia?
Se inclinó para encender el cigarrillo con el mechero de él.
Él asintió.
—¿Has visto mucho?
—He visto suficiente.
La miró y sus ojos se demoraron en el cuello de la blusa. No importaba que fuera una empleada de Ed Murrow, ni que su emisión hubiera sido valiente y bien escrita; le importaba un comino. Tenía un par de piernas estupendas bajo las caderas más deliciosas que había visto en mucho tiempo. Y venía de Londres, donde estaban los jefazos. Le hizo preguntas cuyas respuestas no le importaban y asintió mientras ella respondía, aunque al cabo de un rato ella dejó de responder y pensó en el momento en que él la atraería hacia él y le pondría las manos sobre esas caderas. Atraerla hacia él. Él le sonrió.
Los pelos de los brazos se le erizaron bajo su mirada y los cruzó sobre el pecho. El hombre desvió la atención hacia los clientes del bar.
—Oye —dijo Frankie—, me gustaría que escucharas algo.
—¿De qué se trata?
Estaba alegre por la bebida.
—Quiero que escuches a alguien.
Cogió la grabadora que había dejado en el suelo, y buscó un lugar tranquilo en el bar con la mirada. Jim se puso de pie y llevó sus copas a una mesa en un rincón, junto a los teléfonos, bajo las escaleras y lejos de las conversaciones de la gente, y Frankie lo siguió. Jim se sentó y encendió un cigarrillo, mirando cómo ella abría la caja, ponía el disco de la funda de la tapa, y entonces, mirándolo, lo ponía en marcha.
Jim tuvo que inclinarse sobre el disco para oír la voz de Thomas, y así se quedó todo el rato hasta el silencio del final. Entonces la miró.
—Al cabo de una hora de grabar esto estaba muerto —dijo Frankie.
Jim arqueó una ceja.
—Empiezo a pensar que nada de esto importa —dijo Frankie, y apagó el aparato—, excepto esto. Ninguna de nuestras informaciones puede ser mejor que esto. Un hombre que habla. Sólo su voz. Hablando, antes de que lo maten.
Bajó la tapa de la caja sobre la grabadora.
Holland sacudió la cabeza.
—Esto no es información. Necesitas un entorno. La gente necesita saber adónde mirar. Necesitan que se lo indiquemos.
—¿Es que no ves que nos entrometemos?
—No puedes ir por ahí blandiendo tu varita y esperar que la gente hable y que eso sea suficiente. Tienes que tener una historia donde encajarla. De otro modo sólo es sonido.
—Pero ¿y si los sonidos que grabas son suficientes?
—Eres periodista, Bard —Holland se apartó—, no un receptor. Tú informas.
—No sé qué decirte. —Frankie estaba agotada—. Quizá personas hablando, simplemente estando ahí, vivas por unos minutos mientras las oyes, sea la única manera de decir algo verdadero sobre lo que está sucediendo aquí. Puede que la noticia sea esto —acabó—, porque no hay forma de ponerle un entorno a esto, ni un argumento.
Jim hizo como si se lo pensara un momento.
—Mira —se acercó a ella por encima de la mesa—, ¿qué sentido tiene tener un cuerpo tan bonito si no vas a usarlo?
Frankie parpadeó.
—Lo estoy usando —contestó, y cerró la tapa de la grabadora, se puso de pie y se apartó de la mesa.
Salió del bar sin mirar atrás y encontró la calle que llevaba a la estación. Una hora después, estaba otra vez en un tren, esta vez viajando hacia el oeste.