15

Uno de los absurdos más inverosímiles de la guerra era que los trenes entre países seguían funcionando. Como hormigas mecanizadas, los trenes seguían circulando, y una persona podía ir de Dover a través del Canal hasta Calais en una mañana, y estar en París al acabar el día. Esto y que el campo septentrional francés floreciera con un verde casi de cuento de hadas era para volverse loco. «No hay guerra, no hay guerra», traqueteaba el tren sobre las vías a la mañana siguiente. Los campos normandos se habían arado y plantado y los chopos clavaban púas en el pálido cielo. Los hombres, poco abrigados, trabajaban en los campos, sin prestar atención al paso del tren.

El tren llegó a París poco después de las seis. La cúpula de Montmartre dibujaba un círculo sobre los afilados tejados a corta distancia. Frankie había tenido la ventana bajada todo el trayecto, y la primavera se infiltró en el compartimento, incluso cuando el tren pasaba lentamente al lado de los mercados de pueblo. Una mujer en bicicleta avanzaba a la misma velocidad que el tren, y Frankie la observó pasar con la esvástica ondeando en el asta de bandera de la plaza del pueblo, tan erguida en el sillín, con la cabeza tapada con un pañuelo, tan francesa.

No tenía mucho tiempo para encontrar el tren a Berlín, pero no le costó demasiado. Subió al penúltimo compartimento y se sentó en un asiento cuando el tren ya salía y París se alejaba lentamente.

Cuando el tren pasó de Francia a la Bélgica ocupada, desengancharon la máquina y la cambiaron, y los pasajeros esperaron horas a oscuras, como si fuera otro maldito refugio, pensó Frankie. El sol se había puesto hacía tiempo y las cortinas negras estaban echadas en las ventanas de la pequeña estación, prueba evidente de que los bombarderos británicos habían llegado hasta allí.

El tren entró en Alemania, abriéndose paso en la oscuridad, y los cables del telégrafo destellaban como agujas en la noche. Poco antes del amanecer, se detuvieron en lo que parecía un cruce y alguien dio una orden, justo debajo de la ventana del compartimento de Frankie, que fue repitiéndose por el andén. La muchacha levantó la persiana y vio lo que parecía un ejército de fantasmas en la noche, con la tenue luna reflejándose en las correas de la barbilla y los cañones de las armas. Habría cien hombres allí, todos en silencio, esperando para moverse. La locomotora se estremeció y resopló.

Al acercarse a Berlín, el tren se vació de personas corrientes. Pocos viajaban tan al este. Cuando llegaron a la ciudad a la mañana siguiente, Frankie estaba sola en el compartimento. Esperó un minuto antes de bajar. Fuera el ambiente era estupendo; como en París, podía ver los lados amplios de las avenidas que salían de la estación de tren y el verde claro contra los edificios de mármol, todo dislocado del presente. Se incorporó y bajó la maleta del portaequipajes, cogió la grabadora y bajó al andén donde parecía haber cientos de personas esperando. Echó un vistazo. El único tren que veía era el que acababa de dejar. No era tanto una cola de gente como una ola, contenida por las puertas cerradas de los vagones. En aquellos grupos agotados y temerosos el presente volvió. Algunas caras la miraron fijamente al pasar, y ella los saludó. Pero ellos bajaron los ojos como si Frankie fuera peligrosa.

Los demás pasajeros también habían bajado, y al final del andén la cola para el control de pasaportes se hacía más larga. Al ponerse a la cola que serpenteaba hacia ella, Frankie pensaba que le gustaría tomar un baño y una copa. Un baño, una copa, y después un largo, largo paseo por la ciudad. Le habían inspeccionado y devuelto el pase de tránsito en todos los controles fronterizos, y le habían sellado el pasaporte. Dejó la maleta y la grabadora y las protegió con las piernas, mientras enseñaba la carta.

—¿Cuánto tiempo?

—Una noche.

Frankie sonrió al empleado.

Era pulcro y gordo. La miró con unos ojos asombrosamente negros.

Le cogió los documentos, los miró y los extendió sobre la mesa. Tenía las uñas mordidas en carne viva.

—No, Fräulein.

Negó con la cabeza.

Frankie frunció el ceño y se inclinó sobre la mesa.

—¿A qué se refiere?

Él la miró con simpatía.

—Si piensa salir de Berlín mañana, debe quedarse aquí y tomar el próximo tren.

—¿Y eso por qué?

—No hay habitación —respondió él tan tranquilo, devolviéndole los documentos.

—Soy periodista —dijo ella con toda la ecuanimidad que pudo.

—¿Ah, sí? —La miró de arriba abajo, con unos ojos sin luz y opacos—. ¿Y sobre qué informa?

—Sobre los trenes que salen de Berlín.

—¿Con qué propósito?

—Que mi país conozca las condiciones de vida de la guerra.

—Las condiciones nunca han sido mejores.

—Exactamente.

Le miró.

—No, Fräulein.

E hizo un gesto al hombre de uniforme detrás de él.

—Soy norteamericana.

—Tenemos suficientes norteamericanos.

Se encogió de hombros. El otro hombre se situó al lado de ella.

—¿Puedo telegrafiar a mi oficina?

Los labios del hombre se torcieron.

—¿Su oficina? Fräulein, si desea tomar algún tren, éste será el último que saldrá en mucho tiempo.

—¿Por qué?

Él se encogió de hombros y blandió sus documentos. Ella los recogió. Los ojos de pasa del hombre subieron poco a poco hasta encontrar los de ella.

—Buen viaje, Fräulein.

Frankie se agachó para recoger su equipaje y se volvió hacia la multitud.

El olor pesado del miedo flotaba en el ambiente cerrado de la sala de espera. Varias personas levantaron la cabeza cuando Frankie entró, pero su atención estaba pendiente del empleado. Podía hacer algún anuncio. A cada hora que pasaba, sin moverse, los visados de salida —con la fecha en la que se podía salir del país claramente estampada— estaban más cerca de expirar y ellos todavía no habían iniciado el viaje. Cada persona tenía también documentos de tránsito conseguidos a duras penas, que les permitirían llegar hasta los barcos. Un problema con cualquiera de ellos significaría que en cualquier momento podrían rechazarlos, negarles la entrada, mandarlos de vuelta. Así que tenían que subir al tren. El tren que Frankie acababa de dejar vacío en la vía. Detrás del cristal, delante de ellos tenían el viaje de salida. Estaba allí, custodiado por dos soldados, con las armas colgadas al hombro.

La puerta del servicio estaba rodeada de mujeres; Frankie fue con ellas.

—¿Cuánto tiempo llevan esperando? —preguntó Frankie en alemán.

Una de las mujeres se volvió.

—Desde la mañana. El tren debía salir a las diez.

Eran casi las dos. Garabateando el guión, Frankie se dio cuenta de que el viaje había empezado. «El viaje empieza en un andén vacío sin ningún tren a la vista.» La puerta del servicio se abrió y salió una mujer pequeña con el cabello rubio rizado llevando a un niño de la mano. La blusa le tiraba sobre el vientre de embarazada; tenía la expresión dispersa y asombrada del que espera el siguiente golpe. Pero tenía bien agarrado al niño y tiraba de él entre las mujeres. Frankie se volvió y la siguió para ver cómo era su esposo. Pero la mujer se sentó en uno de los bancos, en un hueco que evidentemente le guardaba una mujer mayor de aspecto bonachón con un vestido negro de algodón. No había esposo. Frankie se volvió de espaldas. Ésta sería la historia que seguiría. Una banda militar había empezado a tocar en el cavernoso centro de la estación, y Frankie sintió los tambores en los huesos.

De repente, la escena a través de la ventana cobró vida. Varios soldados bajaron por el andén, haciendo señales a los dos que ya estaban allí para que avanzaran. Un vagón de combustible entró marcha atrás en la vía paralela, con un maquinista alto y rubio que bromeaba con sus compañeros; todos se echaron a reír. Los tambores pararon y el zumbido constante del diésel llenó de vida la estación. El ambiente también se animó alrededor de Frankie; quizás ahora sí se marcharían. La gente se levantó, apretando sus posesiones contra el pecho, observando cómo un tren se acoplaba al otro, para transferirle el combustible.

Desde la avenida llegó el sonido de silbatos y de varios motores. Frankie contó seis camiones, que pararon dentro de la estación, junto a las vías. De ellos bajaron hombres de uniforme, mayoritariamente chicos. A los pocos minutos, el andén que había delante de Frankie estaba lleno de ellos, esperando desmañadamente, lo mismo que las personas en tránsito, que miraban a través del cristal. A pesar, o quizá debido al público en la sala de espera, le pareció a Frankie que los jóvenes jugaban a ser soldados, como colegiales, pavoneándose y fumando, claramente deseosos de iniciar el viaje, de que los mandaran al meollo de la acción. La opinión en la sala donde Frankie esperaba era que los soldados se dirigían a la frontera rusa. Había habido tres llamadas a filas en las últimas dos semanas desde el Berlín central. Soldados, el té y toda la carne enlatada que quedaba en la ciudad, comentó una mujer de labios gruesos y ojos observadores y sosegados. Todo a Rusia, dijo la mujer tristemente. Y los trenes, añadió un hombre a su lado. Los trenes, también.

Frankie echó una mirada al banco donde la madre y su hijo seguían sentados, el chiquillo durmiendo en brazos de su madre. Era evidente que la mujer estaba sola.

Un reluciente Daimler llegó al andén, dando órdenes a su paso. Los chicos se convirtieron en soldados, con los hombros erguidos y las piernas bruscamente unidas. Un oficial bajó del coche y gritó algo en tono animoso, y entonces la fila se deshizo y los chicos subieron al tren. Una hora después, la sala de espera miraba otra vez a una vía vacía. Frankie fue a buscar algo para cenar y se sentó en la cafetería de la estación, mirando la misma vía vacía que los que estaban en la sala de espera, que no abandonaban sus puestos junto a la puerta. Ahora el niño estaba de pie delante de su madre, batiendo palmas e intentando llamar su atención. De vez en cuando, ella lo miraba, apartando los ojos de la vía del tren. A veces sonreía. Frankie decidió no acercarse a ella ahora que estaba totalmente concentrada en el esperado tren.

Hacia las tres, se oyó una sirena y entró otro tren en la estación, mucho más corto que el que había traído a Frankie de París, con sólo seis vagones, y todas las personas de la sala de espera se levantaron y se lanzaron hacia delante. No había vacilación posible, no había que dejar que los otros cogieran sitio delante de ella. Presa del pánico, la multitud se movió en una oleada hacia la puerta de la sala, que alguien había abierto, y después salió en tropel hacia el andén para detenerse en el exterior de metal de los vagones. Las puertas estaban cerradas y no había ninguna luz encendida; al principio a Frankie le pareció que no tenía maquinista, y que era fantasmal en la oscuridad. Un hombre gritó algo desde la parte delantera del tren, y la familia al lado de Frankie la miró. «¿Lo ha oído?» Ella negó con la cabeza.

De repente, como la cueva de Aladín, las puertas se abrieron. De nuevo, la marea humana se apretujó y Frankie sintió que la levantaban del suelo. Alguien gritó algo detrás de ella, y por encima del hombro entrevió a la madre menuda y a su hijo apretados contra la espalda de un hombre. Frankie se colocó la maleta bajo el brazo, liberándola para poder coger la mano del niño, tirando de él y levantándolo para que no lo aplastaran.

—Tranquilo —le dijo—, tranquilo.

—¡Franz! —gritó su madre.

—¡Le tengo! Je le tiens! —gritó Frankie.

La madre agarró a Frankie por la cintura, por detrás, y los empujaron a los tres hacia delante y hacia arriba, dentro del tren.

Frankie abrió el primer compartimento y vio que había un pequeño hueco; entró y dejó al niño entre dos hombres.

—Aquí —señaló a la madre, que jadeaba, respirando en resoplidos aterrados y rápidos.

El más joven de los dos hombres se levantó para cederle su asiento. Ella se sentó en el asiento del compartimento; y el niño estaba paralizado, con los ojos fijos en la cara de su madre. Respiraba rápidamente y a sacudidas. Frankie deseó tener agua.

—Baje la cabeza —dijo el hombre mayor con amabilidad en alemán.

Era grueso, pero iba bien afeitado. Estaba acostumbrado a dar instrucciones. Tal vez era profesor, pensó Frankie. ¿Por qué viajaba solo? La madre no le oía.

—La cabeza abajo.

Se levantó, la sujetó por los hombros y la obligó a bajar la cabeza. El tren dio una sacudida, haciendo perder el equilibrio a todos los que estaban en el compartimento. El hombre cayó contra Frankie, pero se recuperó y siguió hablando con amabilidad con la joven madre que finalmente le miró, asintió, y se echó hacia delante.

Alguien golpeó la ventana del tren y Frankie miró y vio la cara frenética de una mujer afuera apretada contra el cristal, gritando algo. El tren se tambaleó y resopló y se arrastró hacia delante. La mujer del andén bajó el brazo, pero seguía oyéndose un insistente golpeteo en el vagón, por debajo de la ventana. Estaba claro que el tren dejaría atrás a todos los que estaban en el andén y Frankie miró a todas las caras levantadas hacia ella y supo que estaba mirando fantasmas. No conseguirían salir. Otro tren, otra noche quizá. Pero éste estaba lleno, aunque todos los de fuera tuvieran billete, y se les hubiera prometido un tren más largo. Se estaban ahogando frente a ella, sin que se avistaran botes salvavidas, sin que se avistara la costa, y ella se había quedado una de las plazas.

Se giró para salir del compartimento, para bajar del tren, para darle su sitio a otro, a quien fuera.

—Déjenme pasar —gritó al hombre mayor sentado junto a la puerta del compartimento.

Cuando quiso poner la mano en la manilla, él cerró la suya sobre la de ella.

Frankie frunció el ceño.

—Déjeme pasar.

Él señaló la puerta y, a través de ella, Frankie vio las espaldas de un puñado de personas apretadas contra el cristal, y contra ellos, en otra hilera, había más. El pasillo estaba atestado de hombres y mujeres. No había forma de salir del vagón. «Dios santo», pensó, volviéndose para mirar las caras de los de fuera, con un sollozo formándose en el pecho. Y el tren echó a andar, cobró velocidad, se alejó más rápidamente de las personas en el andén, e hizo sonar el silbato.

Frankie se sentó sobre la caja de la grabadora, con la maleta en el regazo, en un retazo de moqueta entre los dos bancos, y apoyó la cabeza en la puerta. Eran siete y el niño apretujados en el compartimento. Y ninguno de ellos hablaba. La respiración de la madre se había calmado y se había vuelto más lenta. Su hijito estaba apretado contra ella y observaba a los demás. No había sitio para él sobre las rodillas de la madre, pero no quería sentarse en el banco al lado. Durante un rato el movimiento del tren y los parches de luz de luna sobre el perfil de la ciudad a oscuras los mantuvo a todos callados; el viaje había empezado por fin.

«Sube a un tren de refugiados», le había instruido Murrow; y aunque fuera obsceno y absurdo para ella en este punto, después de haber visto tanto, había albergado la ilusión imposible de que «tren de refugiados» significara personas que se salvaban. Para el caso, esas personas podrían haberse tirado del tren. Nadie estaba a salvo, nadie estaba salvado. Hasta que llegaran al final, sencillamente huían.

—¿Fräulein? —El más joven de los dos hombres fue el primero en romper el silencio en el vagón.

Frankie levantó la cabeza. La señalaba a ella y después señalaba su asiento. Llevaba un jersey desastrado hecho a mano sobre una corbata, y la mano que le tendía estaba sucia de tinta.

—No, gracias —dijo ella, sacudiendo la cabeza.

Él levantó la mano y le sonrió, como diciendo, bueno, entonces quizá más tarde, y ella le devolvió la sonrisa. El hombre asintió y cruzó los brazos, apoyándose en la pared del compartimento, claramente satisfecho. Se había ofrecido. El nudo que Frankie tenía en el estómago se relajó imperceptiblemente gracias a aquel gesto familiar. Todos ellos, encerrados a oscuras, alejándose de Berlín, saliendo de la ciudad, podían ofrecerse un asiento, todavía podían ofrecerse algo y todavía podían rechazarlo.

Frente a éste, más cerca de la ventana, una mujer de cara redonda y de mediana edad dejó de observar a los demás y se acurrucó en el rincón. Apoyó la cabeza contra el marco de la ventana y cerró los ojos, con la barbilla apoyada en sus varios collares. Un jersey azul tiraba sobre las puntas de una chaqueta de lana marrón, y encima de ésta una camisa y un suéter de un azul más oscuro, también de lana. Incluso con los ojos cerrados, seguía agarrando el mango de la maleta desvencijada que tenía sobre las rodillas. A su lado estaba sentada una chica joven y muy guapa, a quien Frankie había tomado al principio por la hija de la mujer mayor, pero pronto vio que viajaba con el chico sentado al lado. Ambos tenían los ojos oscuros y la piel clara, y los rizos de la hermana sobresalían de su gorro apretado, balanceándose con el movimiento del tren. El chico, que no tendría más de doce años, había observado con gran curiosidad el rechazo de Frankie del asiento ofrecido por el hombre.

—¿Norteamericana?

La miró con ojos ansiosos.

Frankie asintió.

—Allí vamos nosotros —declaró el chico.

La hermana le puso la mano sobre la rodilla para que dejara de zarandearla.

Él la miró con el ceño fruncido. La hermana se llevó el dedo a los labios. Frankie sonrió al chico y captó el movimiento imperceptible de la mujer mayor del rincón, apartándose más de la chica. La luz de la luna le iluminó la cara y sus ojos se abrieron de golpe, pero se cerraron firmemente enseguida. La hermana cogió la mano del chico con las suyas y volvió a apoyar la cabeza en la pared del compartimento. En el silencio, asustado y agotado, el niño pequeño que estaba delante de ellos se había dormido de pie, apretado entre las piernas de la madre y con la cabeza apoyada en la enorme protuberancia de su vientre hinchado. Desde tan cerca, Frankie vio lo sucios que tenía el pelo y las pantorrillas manchadas de hollín. Frankie vio que la madre tampoco era más que una niña, al girarse hacia la negrura de la ventana del tren nocturno, con la cara de su hijo dormido vuelta hacia ella como una pequeña luna sin cielo.

Por cuarta noche, Frankie se acomodó en la densa oscuridad entre durmientes y, como sus compañeros, intentó echar un sueñecito. Pero en cuanto cerró los ojos, el largo cuerpo del médico se puso de pie ágilmente delante de ella. Frankie se estremeció y abrió los ojos. La mujer mayor del rincón lloraba sin hacer ruido, con lágrimas resbalándole por las mejillas. Sus manos seguían aferradas a la maleta sobre sus rodillas, somnolienta como una piedra. El chico y la chica a su lado se habían dormido apoyados el uno en el otro. El joven que le había ofrecido el asiento dormía con los brazos cruzados delante y la cabeza baja, como si estuviera reflexionando sobre algo.

Frankie tocó el cierre de la caja negra que le servía de asiento. Debería sacarlo y empezar a hacer preguntas en su alemán elemental: «¿Adónde se dirige? ¿De dónde viene? ¿Qué ha ocurrido?». Debía centrar su atención en la madre, conseguir el principio de la historia, poner su voz en el disco al inicio del viaje. Aunque los dos hermanos podían ser iguales de buenos para centrar la historia. Frankie observó al hombre mayor que miraba por la ventana. Se preguntó a quién habría dejado atrás. Y, por primera vez en su carrera, se preguntó si tendría agallas para preguntárselo. «Buscar la verdad e informar sobre ella», decía el código del periodista. «Buscar la verdad. Informar. Y minimizar los daños.» Todos los durmientes que la rodeaban habrían dejado a alguien atrás. Y pensó en las caras desesperadas de las personas que no habían podido subir al tren. ¿Minimizar los daños? Se estremeció. Que los durmientes durmieran. Mañana ya habría tiempo para empezar.

Dos horas después, el tren redujo la marcha y se detuvo en un pueblecito a oscuras, cuya estación no era más que un rótulo de madera clavado en un pequeño campo de hierba aplanada y un banco de cara a las vías. Frankie vio la luz solitaria de la linterna de un vigilante brillando en el banco, como un ojo amarillo. En el compartimento todos se incorporaron y sacaron los documentos, preparándose para el escrutinio. Su compartimento estaba en la mitad del tren, y el inspector tardó más de una hora en llegar a ellos. El miedo era contagioso, pesado como una manta. La espera era una tortura. ¿Por qué era tan lento? En el vagón de al lado, oyeron voces seguidas de un brusco silencio. Su puerta se abrió y un hombre mayor con la mandíbula floja, apareció en la abertura con una linterna. Sólo un anciano que hacía su trabajo, pensó Frankie entregándole sus documentos, sin interés o ira visible.

—¿Norteamericana?

La miró entornando los ojos. Ella asintió. El hombre no miró la carta de Murrow; le cogió el pasaporte, le dio la vuelta para ver la insignia, y se lo devolvió. Levantó la linterna y miró al niño cuyos ojos parecían enormes a la luz, después a la madre, y el viejo hizo chasquear los dedos pidiendo los documentos, aunque una vez en sus manos apenas los miró. La puerta se cerró detrás de él dejándolos en un silencio incierto. ¿Ya estaba? Se quedaron sentados en la oscuridad, escuchando cómo se abría y se cerraba el resto de los compartimentos del vagón.

—Usted trae suerte —dijo el anciano lentamente en el silencio, cuando el tren reanudó la marcha.

El día estaba rompiendo en los campos cercanos y se levantó una mañana suave de primavera, un rojo sesgado que iluminaba los rastrojos de fuera. Habían cruzado el primer obstáculo, pero seguían en Alemania.

—¿Perdone?

Frankie era consciente de que la mujer mayor del rincón había abierto los ojos y les estaba escuchando.

Pero el hombre se encogió de hombros. Los hermanos se habían vuelto a dormir, y los labios del chico se habían abierto formando un círculo.

—¿Adónde se dirige? —preguntó al hombre en alemán.

—A Lisboa.

Había tenido suerte, explicó. No había podido subir a los dos trenes anteriores. Su visado de salida expiraba dentro de una semana. Los dedos de la mano que le tendió eran gruesos y castigados. No era profesor —Frankie cambió de idea—, tal vez tendero o carnicero. Alguien con un oficio.

—¿Cómo se llama? —preguntó sonriendo.

—Werner Buchman —contestó.

La mujer delante de él cerró los ojos, como liberándolos.

Por la tarde, el tren había reducido la marcha y había parado en tres pueblos aislados. Todas las veces, un policía había subido al tren y había recorrido el denso coágulo de personas, una por una. Nadie podía salir de las estaciones y, durante una de las paradas, Frankie había caminado por el andén hasta la barrera, y a través de ella había contemplado el día de mercado del pueblo. Allí, lejos de la ciudad, había patatas y cebollas nuevas. Una mujer levantó tres patatas en la mano enguantada y miró hacia Frankie desde lejos. El sol de mayo brillaba sobre los botones de metal del abrigo de la mujer. Detrás de ella, las copas de los chopos brillaban con un verde claro y juvenil.

En la tercera parada, en Leipzig, el grupo del vagón de Frankie se había relajado ostensiblemente, y Frankie sospechó que Werner tenía razón, que gracias a que ella estaba en el vagón, los demás habían pasado sin un gran escrutinio. La diminuta madre sonreía al niño, que se había acercado al joven del jersey, que ahora estaba sentado en el suelo en el lugar de Frankie, y tiraba de una cuerda que había atado a un caramelo, arriba y abajo, como para hacer jugar a un gatito. El niño se metió el caramelo en la boca y se apoyó en su madre. Los hermanos jugaban a cartas, y la chica canturreaba ensimismada con la partida. El niño se había hecho pipí, pero bajaron la ventana y el olor a hierba cortada de fuera creó un ambiente inesperado de establo en el vagón. Al ponerse el sol entraron en la Selva Negra. Con suerte llegarían a Estrasburgo y a la frontera de Francia a las diez o las once. Después Lyon, Toulouse y, pasado mañana, la frontera francesa en Bayona. Desde allí podían contar con dos días enteros para cruzar España hasta Portugal y para llegar al mar y a los barcos en Lisboa. Cuatro días todavía, si todo iba como esperaban.

Frankie se agachó y abrió la tapa de la grabadora. Los dos niños la miraron. Empezaría por la madre y el niño, decidió. Y empezaría con calma.

—Wie hei’t du?

Frankie sonrió al pequeño, girando el interruptor. «¿Cómo te llamas?»

Él la miró fijamente. Su madre le pinchó con el dedo. Él se quitó el caramelo de la boca.

—Franz —dijo con gran solemnidad.

—Franz Hofmann —susurró su madre.

Él empezó a decir el nombre completo:

—Franz Hof…

El hermano dejó las cartas.

—Franz Hofmann —dijo al niño—. Venga.

Pero Franz sacudió la cabeza.

—¿Y tú? —preguntó Frankie a la hermana, en su alemán rudimentario—. Habla aquí —indicó—. Di tu nombre.

—Inga —dijo la hermana tímidamente—. Inga Borg.

El hermano rió y se dispuso a hablar, pronunciando las palabras en inglés lentamente, como si las golpeara en un tambor.

—Soy Litman.

—¿De dónde sois? —preguntó Frankie.

El chico miró a su hermana. Observándolo, Frankie no estaba segura de si no lo había entendido o si estaba asustado por la pregunta.

—Tenemos documentos —dijo la hermana a Frankie en alemán.

—Por supuesto. —Frankie asintió para tranquilizarla. Después se inclinó hacia delante y habló a la grabadora en inglés—. Soy Frankie Bard, viajando hacia el sur desde Berlín en el Deutsche Reichsbahn. El sonido que escuchan es el tren avanzando rápidamente por las vías. —Inga la miró atentamente—. A mi lado tengo a dos hermanos, Inga y Litman Borg. Parecen tener diecisiete y doce años, y viajar solos. Decidme, ¿adónde viajáis?

Repitió la pregunta amablemente en alemán.

—A Lisboa —respondió Inga.

—¿Y después? ¿Adónde?

—A Estados Unidos.

—¿Y de dónde venís?

El disco grabó el silencio porque Inga puso una mano en el brazo de Litman para que no hablara. Él la miró y Frankie vio algo en la expresión de la hermana —¿quizá su madre, su tía?— que fue suficiente para apagar la luz en la sonrisa del chico. Frankie apagó la grabadora, frunciendo el ceño. El aparato se entrometía, como un peso. ¿Cómo se las arreglaría para llegar a ellos con esa cosa en las rodillas como un pequeño animal?

La madre sacó un pedazo de pan del bolso y se lo dio al niño. Todos le miraron comer. La mujer del rincón seguía mirando fijamente por la ventana. Frankie se preguntó si estaría sorda.

El joven del jersey sacó una cuerda del bolsillo y la enredó entre los dedos en un juego de la cuna y lo ofreció al hermano, que sacudió la cabeza rígidamente, como diciendo que era demasiado mayor para un juego tan infantil. El joven se rió y Frankie vio que tenía los dientes rotos. Cuando se volvió hacia ella, con las dos manos enredadas con el juego infantil, ella le sonrió e introdujo los pulgares y los dedos índices bajo los de él, y se quedó con la cuerda en las manos.

—¿Y usted, Fräulein?, ¿adónde va?

El hombre hablaba en inglés con mucho acento, pero con precisión, repitiendo la frase de Frankie.

—Con todos ustedes —contestó Frankie, mientras él metía los dedos debajo de la cuerda y tiraba.

Frunció el ceño.

—Voy en este tren para contar a los norteamericanos quién viaja en él.

Él la miró atentamente.

—¿Por qué?

—Para que la gente se entere.

—¿Qué es usted?

—Periodista.

—¿Ah, sí? —Dejó caer los dedos y el cordel se destensó—. ¿Y qué hay en la caja?

—Graba sus voces. —Se echó hacia atrás—. El sonido.

—¿Y qué piensa Estados Unidos?

—Estados Unidos no sabe qué pensar.

El joven asintió y cruzó los brazos; después, su mirada evaluadora se esfumó. La barba en su mentón era rubia y escasa.

—¿Quiere que le diga a Estados Unidos lo que debe pensar?

—Adelante.

Frankie le sonrió.

Él calló un momento.

—Espere. —Frankie levantó una mano—. Espere. —Señaló el aparato. Él asintió—. Empiece —dijo, girando el botón de la tapa—, despacio.

—Soy Thomas Kleinmann…

Frankie levantó la cabeza y vio que el joven le tendía la mano y se inclinó por encima del aparato para estrecharla.

—Frankie Bard.

Él le soltó la mano y se echó hacia atrás.

—Vengo de Austria, de las montañas alrededor de Kitzbühel, donde vivo con mis padres.

Calló. Ella asintió, adelante. El disco giraba.

—En los meses posteriores al Anschluss, después de que Austria cayera en manos de los nazis y se impusieran las leyes sobre los judíos, mi madre estaba muy preocupada por mi hermano, que estaba estudiando en Múnich. Por fin un día me mandó a buscarlo.

Litman había puesto su mano bajo la mano de Inga, y escuchaba atentamente una historia en palabras que no entendía.

—Viajo toda la noche en tren y llego a la ciudad a primera hora de la mañana. Llego a la dirección de mi hermano, pero mi hermano se ha ido esa misma mañana, según el vecino, para volver a casa. Nos hemos cruzado.

»Me siento a la mesa de mi hermano para escribir a mis padres y contarles lo sucedido, pero antes de que pueda empezar, llaman a la puerta. Me guardo la carta en el bolsillo y voy a abrir. La policía. Han venido a buscar a Reinhart. “¿Por qué?”, pregunto. No contestan. “No está”, digo. Entonces me llevan a mí. A ellos les da igual —Thomas se encogió de hombros— un judío que otro.

La mujer del rincón inspiró con fuerza. Frankie la miró y se dio cuenta de que la mujer entendía perfectamente lo que se estaba diciendo.

—Camino por la calle con un grupo de veinte personas más. Vamos a la comisaría, y me meten en una habitación. Espera, dicen. Y yo espero. Saco el papel que he cogido para escribir a mi madre. Lleva el nombre del profesor de mi hermano y el membrete de la universidad de ingeniería eléctrica. Así que me escribo a mí mismo una carta de recomendación y se la entrego al policía que está en la habitación.

»“Ah”, dice el guardia, la mira, y me dice: “ve por allí”. Voy a donde me dice y entro en una habitación diminuta donde un hombre corpulento y simpático está sentado detrás de montones de papeles. Ese hombre lee mi carta, me mira y la rompe. “Vete”, dice, y señala otra puerta. Es la puerta que da al patio de la policía. Allí, hay sesenta o setenta hombres sentados. Nadie me mira. Camino hasta el seto. Veo el río y los jardines detrás de las casas.

»Para entonces ya es por la tarde, y el sol es muy fuerte en la plaza. Camino siguiendo el seto y me mantengo a la sombra del tejado. Estoy dos horas allí y entonces llega la orden de ir al centro de la plaza. “Eh”, oigo por encima del hombro. Me vuelvo y veo al guardia con el que he hablado por la mañana, el guardia al que he mostrado la carta. “Eh”, dice el guardia y señala el seto hacia la puerta. Me vuelvo. ¿Se trata de un truco? ¿Me está mirando alguien? Pero sólo hay muchos hombres cansados poniéndose de pie, y sigo el seto hasta la puerta, un milagro. El guardia la ha abierto.

»“¿Elektrotechnik?” El guardia sonríe. “¿Profesor Peter Schmidt?” Asiento, aturdido y no entiendo nada. Me indica que cruce la puerta y señala otra, a diez metros de distancia, donde hay otro guardia. Lo miro, pero el guardia saluda y dice “Adelante” y me empuja.

»Sigo adelante. No respiro. Llego al segundo guardia. Veo el paseo junto al río más allá de la comisaría y personas que vuelven del mercado. Paro y miro al guardia. Él no me mira. Estira un brazo y abre la verja.

»Durante veinte metros camino en línea recta. ¿Me dispararán o me gritarán que vuelva? Treinta metros. Ya estoy caminando por la calle. Después de cuarenta metros, sé que soy libre. Por fin doblo por una esquina. Corro hacia el piso de mi hermano y comprendo, sí, se me enciende la bombilla, que estoy fuera porque el guardia también estudiaba en la Elektrotechnik.

Miró a Frankie y sacudió la cabeza, con una incredulidad palpable en la oscuridad.

—Pues es el más afortunado de aquí —metió baza la mujer mayor del rincón.

Fue como si hubiera hablado una sombra.

—Es usted —repitió, en inglés—. Dios estaba allí —insistió—. Protegiéndolo en su camino.

—Las personas me protegieron —se aclaró la garganta—, no Dios.

—Es lo mismo.

Él negó con la cabeza.

—No hay Dios. —Miró a Frankie, y con una voz repentinamente urgente e insistente, dijo—: Sólo estamos nosotros, Fräulein.

El tren se estremeció y redujo la velocidad para detenerse. Frankie giró el botón y el brazo de la grabadora se levantó del disco. Habían llegado a la frontera alemana en Kehl. Al otro lado estaba la Francia de Vichy: Estrasburgo, Lyon, Toulouse. Y una vez pasada Francia, Portugal, y los barcos en Lisboa.

En esa estación las luces parpadeaban y eran numerosas. Ordenaron a todos que bajaran del tren. Frankie se puso de pie.

—Excepto los norteamericanos.

Frankie lo miró sorprendida, pero el oficial alemán ya había pasado a otro compartimento.

—Auf Wiedersehen.

Litman saludó a Frankie con la mano. Ella asintió, confusa. ¿Volverían atrás con este mismo tren? ¿Qué estaba pasando? Litman e Inga fueron los primeros en salir del compartimento, seguidos de Werner Buchman, el comerciante, que llevaba la maleta de la joven madre, mientras ella llevaba a Franz, que dormía. Lentamente, la mujer mayor, cuyo nombre Frankie no había llegado a saber, se puso de pie, rígida por las muchas horas pasadas en el asiento. Se volvió y miró a Thomas como si quisiera llevarse su imagen en el corazón. Él la saludó con una inclinación de cabeza, y fue a coger su maleta en el portaequipajes superior como si se dispusiera a salir detrás de ella. La puerta del compartimento se cerró detrás de la mujer mayor, y Frankie se levantó para ocupar el asiento que ella había dejado junto a la ventana. Hacía un poco de calor y Frankie se levantó para abrir la ventana y dejar entrar el aire nocturno.

—Ahora debo pedirle que me esconda —dijo Thomas en voz muy baja.

Frankie no se movió.

—Tengo documentos de tránsito —siguió él rápidamente—, pero no tengo visado de salida.

Ella lo miró.

—¿Me ha entendido?

Frankie asintió. El corazón le latía con fuerza contra las costillas. Él la miró brevemente una vez más y entonces se encaramó al portaequipajes superior y se escondió detrás de la maleta. Frankie se obligó a apartar la mirada de él y mirar por la ventana a las personas de abajo, de repente anónimas otra vez, sus compañeros de compartimento dispersos entre la multitud. Unos minutos después, vio la cabeza rizada de la madre y su pequeño y se sintió consolada.

Frankie los acompañó con la mirada, siguiendo sus progresos a la tenue luz. Era demasiado pronto para saber si había que temer algo. La parada podría ser, incluso ahora, incluso después de todo lo sucedido, pura rutina. Algunas personas se habían vuelto a mirar expectantes hacia la estación, como si pudiera darles alguna respuesta, alguna promesa de orden; pero el revoltijo de personas en el andén no se movió, y algunos se sentaron en el suelo a esperar. Sobre ella, en el portaequipajes, Thomas estaba inmóvil. Frankie cerró los ojos y se adormeció un poco y cuando se despertaba de vez en cuando miraba hacia la gente para comprobar el avance de la mujer y el pequeño. Al cabo de una hora más o menos, tres coches negros pararon junto al tren y los guardias de frontera en el andén empezaron a gritar a la gente que se pusiera de pie y caminara hacia el final. Frankie vio que la mujer intentaba levantarse y entonces caía como si hubiera tropezado o la hubieran empujado. Cuando volvió a levantarse a la altura de la multitud, miraba frenéticamente alrededor, y Frankie vio que el pequeño Franz había desaparecido. La multitud empujaba hacia delante, hacia una abertura al final del andén. Frankie se puso de pie sobre el asiento, intentando ver entre la gente y localizar al niño, pero sólo pudo ver a la madre intentando impedir que la multitud la empujara hacia delante. El hombre detrás de ella gritó: «MUÉVASE, ¡nos movemos!», y se oyeron silbatos, y dos guardias gritaron a la madre y uno la agarró de un brazo para que se apartara. Entonces Frankie vio al pequeño, a seis metros, una distancia imposible, de la madre.

—¡Allí! —gritó Frankie—. ¡Está allí!

Al mismo tiempo que Frankie gritaba, la madre captó el sonido del llanto del niño y empezó a empujar contra la marea humana para llegar a él. La gente rugía y la empujaban y el niño, al oír los gritos de la madre, gritó a su vez: «¡Mamá! ¡Mamá!».

—¡Allí! —gritó otra vez Frankie, frenética. La madre no conseguía llegar hasta su hijo—. ¡Está allí!

—Mamá —gimoteaba Franz—. ¡Mamá, mamá!

—Calle, Fräulein —siseó Thomas—. Van a disparar. ¡Se lo ruego, cállese!

—¡Allí!

Frankie golpeó contra la ventanilla. Y uno de los oficiales alemanes, enfadado por el alboroto, se volvió y disparó.

La multitud se quedó silenciosa. Las manos que se agitaban, bajaron. La gente estaba espantosamente asustada, pero no gritó, y Frankie vio que todos se quedaban quietos, alerta. ¿Había disparado contra la gente? ¿Alguien había resultado herido? Era imposible saberlo. Había demasiadas personas. ¿Dónde estaba la madre? Frankie se quedó junto a la ventanilla abierta, con la boca en forma de grito. Y entonces el oficial que estaba a pocos pasos de su ventana miró hacia el origen del sonido de los golpes y lentamente apuntó el revólver hacia ella. Ella le miró de hito en hito, con ambas manos en el cristal, incapaz de respirar. Y entonces Thomas tiró de ella, apartándola de la ventana y tirándola al suelo. Fuera del tren, el silencio continuó y ellos dos se quedaron allí, Frankie sollozando, tapándose la cara con las manos y demasiado asustada para levantar la cabeza. No podía soportar el silencio. ¿Qué había hecho? El corazón le latía tan rápidamente que creyó que vomitaría. Alguien gritó. Frankie miró a Thomas, que estaba sentado con la oreja pegada a la pared del compartimento. Quizás el soldado no había visto a Thomas, quizá desde fuera sólo había parecido que ella había caído del asiento.

El suelo del tren se estremeció y se sacudió y muy lentamente empezó a moverse otra vez con ellos dos dentro. Frankie miró a Thomas, pero él sacudió la cabeza. ¿Qué había ocurrido? El techo de la estación se deslizó por la ventanilla por encima de su cabeza. El tren iba a dejar al niño y a la madre atrás. «Halt! Halt!» Se oyeron gritos en el andén, pero Frankie no sabía si procedían de la gente o de algún soldado. El tren siguió adelante, casi hasta el final de la estación. Donde se detuvo.

El corazón de Frankie dio un salto y cayó y ella miró a Thomas sentado en el suelo del compartimento a oscuras, frente a ella. Por un momento no se oyó nada, y ella creyó que volverían a ponerse en marcha, pero entonces se oyó un silbato cerca y alguien abrió la puerta del vagón. Alguien subió los escalones y bajó por el pasillo; la puerta del compartimento se abrió. Frankie vio a un oficial de la Gestapo. Detrás de él, esperaba otro hombre.

El oficial le hizo una inclinación y le pidió que se levantara. Muy educadamente, les pidieron a ella y a Thomas que bajaran del tren. Educadamente y sin sacar las armas. Había algún problema con el motor. Les esperaba un autobús. «Bajen, por favor.» Aturdida, Frankie cogió su maleta y la grabadora y bajó por el pasillo, consciente de los tres hombres detrás de ella. Habían detenido el tren en el campo, pasada la estación. Bajó los escalones del tren y se encontró sobre la hierba, al lado de las vías del tren. De hecho, sí había un autobús esperando; dentro, Frankie vio las cabezas de tres personas más. Primero, tenían que mostrar la documentación.

—¿Ocurre algo?

Miró a los alemanes.

—No, no —respondió el primer oficial tranquilamente—, nada.

Pero Frankie vio que la mano sobre el arma se movía y un miedo cerval se le formó en el pecho. Se volvió a mirar a Thomas, a su lado. Había cerrado los ojos.

—No —susurró, y puso la mano en el brazo de Thomas y sintió lo delgado que estaba bajo la ropa.

—Apártese, Fräulein.

El oficial era afable.

Frankie dio la espalda al oficial y habló a los ojos cerrados de Thomas.

—Thomas —le apretó el brazo—, Thomas.

—Váyase —dijo él, sacudiendo la cabeza.

—Thomas —susurró—, por favor. Deje que…

—¡Fräulein!

Thomas abrió los ojos y la miró al mismo tiempo que alguien tiraba de Frankie con brusquedad y el oficial apuntaba. Thomas cayó a los pies de Frankie con un suspiro.

Frankie parpadeó. A su lado, el oficial se apartó. Ella se quedó mirando el lugar vacío en el aire donde antes estaba Thomas. Lentamente, se volvió.

Los ojos del oficial se posaron sobre Frankie. Ella le sostuvo la mirada.

—Podría detenerla.

A lo lejos, como en otra vida, dentro de la estación, sonó un teléfono.

Sonó dos veces, tres veces, al otro lado del campo. Alguien lo cogió. El oficial miró hacia allí, con expresión de fastidio, e indicó a Frankie que se dirigiera al autobús. Estremeciéndose, ella se agachó para recoger las maletas y la grabadora, mirando una última vez a Thomas. La sangre que le salía de la oreja y del cuello caía al suelo. Gimió.

—Siga.

Frankie se volvió, y se alejó de Thomas, del niño y de la madre que estaban en algún lugar del andén de la estación. Caminó tres metros por la vía, alejándose de la policía, antes de empezar a llorar. Caminó unos metros más, esperando oír un tiro, esperando oír un grito, algo. Levantó el brazo y se secó las lágrimas con la manga. Entre el tren que tenía detrás y el autobús de delante, en el camino no había nada salvo el sonido de su propia respiración y sus pies levantando grava y después el frío metal del asidero al que se agarró para subir al vehículo.