El 10 de mayo, la noche más destructiva del Blitz, cien bombas por minuto llovieron sobre Londres durante cinco horas. Explotaban bombas por todas partes y al mismo tiempo, donde las otras noches había habido bolsas de calma, remansos de paz, aquella noche el estruendo en el cielo los hizo enloquecer a todos. Cayeron sobre el Parlamento, el Big Ben y la abadía de Westminster, y un sinfín de casas quedaron hechas pedazos.
Ahora, una semana después, lo que más deseaba Will era dormir. Había trabajado sin parar desde el día 10, y se dirigía a la cama cuando la sirena antiataques aéreos aulló en la noche en algún punto al oeste. Will se frotó los ojos y miró la carta que estaba escribiendo a Emma. Necesitaba dormir. Necesitaba pasar una noche en su propia cama. La artillería antiaérea vapuleaba el cielo. Quizás esta noche las bombas se quedarían en un sitio y podría quedarse en casa, pensó, echando un vistazo a la cama justo cuando la sirena más cercana, a tres manzanas de distancia, inició su aullido fantasmagórico. Gimió y se estiró. Tendría que bajar al refugio si quería dormir un poco esa noche.
Volvió a mirar la carta. «Emma, mi amor», decía. Quería contarle lo de la extraña imagen que había tenido esta noche cuando volvía a casa. «Mi amor», escribió. Pero había perdido el hilo de lo que quería decir. «Buenas noches, cariño. Mañana escribiré más. Lo prometo.» Terminó apresuradamente y metió la carta en el sobre, lamiendo la pestaña. «Emma Fitch —escribió en el sobre—, Apartado de correos 329, Franklin, Massachusetts, EE. UU.», y se la guardó en el bolsillo de la americana. Sonó la tercera sirena, ésta al norte. Se guardó el tabaco y el mechero, se levantó y cogió el sombrero.
—Doctor Fitch. —La casera llamó a la puerta—. Suenan las sirenas.
—Estoy despierto, señora Phillips, gracias por avisar.
Abrió la puerta y se despidió a gritos de la casera, que ya bajaba la escalera corriendo. Se volvió a coger la manta de la cama, pensó en recoger la almohada, pero al final lo dejó todo.
Una vez en la calle, la gente corría hacia el refugio de cemento del final de la manzana. Los incendios declarados al norte rugían hacia el cielo. Se oyó un silbido y un chasquido y la bomba cayó tan cerca que Will sintió como si le arrancaran los pulmones del pecho. Se tambaleó hacia atrás, contra la pensión. El aire lo soltó y echó a correr, dirigiéndose al trote hacia la estación de metro de Kensington High Street, imaginando que allí quedaría sitio. Tal como había ocurrido el día 10, el zumbido persistente de los aviones por encima era como una manta sobre su cabeza. Llegó a la escalera que llevaba al túnel y redujo la marcha mientras bajaba.
Dentro de la estación había salas conectadas entre ellas, cavernas de tejas precariamente iluminadas. Will se abrió camino a través de las dos primeras, ya llenas, y encontró un hueco en un rincón de la tercera donde podía acurrucarse y descansar. Relativamente cómodo, pensó, estirando las piernas en el suelo. Sitio suficiente para dormir.
Pero no estaba preparado para el hedor que había allí abajo, y la facilidad con la que el miedo, inquieto e impaciente, se transmitía en una sala. Una tras otra cayó una segunda ronda de bombas; sonó como si se produjera justo encima de sus cabezas, con un estruendo tan ensordecedor que Will se encogió instintivamente, a pesar de estar quince metros bajo tierra. Las bombas duraron quince segundos y luego pararon. Will se levantó a medias para salir al exterior a echar una mano, pero estaba tan cansado que se dio cuenta de que se le habían dormido las piernas, aunque el resto siguiera despierto. Empezó a entrar un flujo constante de gente que buscaba sitio en el refugio, y las familias calmaban a los niños llorosos, y los hombres y las mujeres se envolvían en mantas y se apoyaban los unos en los otros. Una rezagada, una rubia alta, pasó temblorosamente entre las piernas estiradas de los demás y se sentó en un sitio vacío que encontró por el camino. Estuvo un buen rato con la cabeza apoyada en la pared y los ojos cerrados. Después se desperezó, se quitó el jersey y se lo puso debajo de las nalgas.
Era la clase de chica de la que los hombres dicen que es guapa para morirse. De la clase que podía pararlo todo en una habitación con su sonrisa, aunque Will estaba bastante seguro de que ésta no lo intentaría. Le admiró la pierna larga y elegantemente cruzada sobre la otra, a la altura del esbelto tobillo. Rubia, lista, demasiado mayor para tonterías. Parecía más de las que tienen algo y lo saben, pero no necesitan anunciarlo a los cuatro vientos. Como Emma.
El nombre de ella le produjo un repentino calor en el pecho. Cerró los ojos y descansó la cabeza en la pared. «Emma —invocó otra vez—, Emma, Emma», como un mugido, pero todo lo que llegó fueron fragmentos burlones e incongruentes: la cabeza de ella contra su hombro, el pliegue de sus cabellos cuidadosamente rizados y descansando sobre su grácil cuello, o el estrecho cinturón de piel que llevaba en la cintura. Últimamente, no podía recordar bien su cara. Tenía una fotografía de los dos que se habían sacado el día de la boda, pero cuanto más tiempo pasaba fuera, más le parecía que la chica de pie a su lado no parecía ser Emma. Era una chica bonita cogida del brazo de un hombre bastante atractivo. Tenía el temor absurdo pero persistente de que la muchacha de la fotografía —con los cabellos castaños, los ojos marrones, la barbilla suave levantada como si alguien le hubiera dicho que tenía que ser valiente— hubiera borrado a Emma. Así que ahora, cuando alguien le preguntaba por ella, sólo era capaz de decir «cabellos castaños, ojos marrones» —acercó la cerilla a la punta del cigarrillo y la apagó con una exasperada sacudida de muñeca—, por el amor de Dios. Parecía una niña de cuento de hadas. Y no era una niña. Habían hecho el amor. Allí. La recordó ruborizándose, preguntando qué pretendía decir Tolstoi. Hacer el amor. En aquellas tres palabras estaba allí. Era leal… pero a oscuras también era tierna, moviéndose bajo su mano, casi podía sentirla ahora. Y la imagen que le venía continuamente a la cabeza ahora no era de su cara, sino de su figura por detrás. El vestido, el cinturón, el suave contorno de sus pantorrillas hasta los zapatos de piel. La forma como se le había acercado por detrás en la fiesta, y después un año más tarde cuando le pidió que se casara con él y, sin volverse, sin decir palabra, simplemente se había apoyado en él, confiando en que permanecería donde estaba.
Abrió los ojos. Dónde estaba. A cinco mil kilómetros, al otro lado del océano, en un refugio antiaéreo mientras los alemanes lanzaban bombas sobre su cabeza. Con cada día que pasaba, con cada hora que se esfumaba, se arriesgaba a perderla y lo sabía. Y aunque atendía a los heridos y a los moribundos, últimamente salía de noche buscando la cara de Emma entre las caras de las mujeres en la calle —la de Emma o la de alguien como ella— para volver a fijar su imagen en la cabeza. La mirada de una mujer por encima del hombro, el vestigio de un mechón de pelo cayéndole sobre la barbilla. No de ella, pero dándole vida aunque fuera un instinto. Buscaba la sombra de su amor. Y, de alguna forma absurda, creía que mientras caminara en su busca, ella le protegía. Su rostro, la cara que no podía evocar por su cuenta sin aquellas otras, se había convertido en un hechizo contra las bombas.
—Quieres morir allí. ¿Es eso? —le había preguntado con calma la noche antes de zarpar, con la barbilla firme, mirándolo con sus ojos oscuros y serios.
—Qué cosa más rara de decir.
La había abrazado, posando su mano en la parte baja de la espalda de su esposa y sintiendo su cuerpo bajo la blusa. Detrás de ellos, el grifo de la cocina goteaba sobre el fregadero de cobre.
—Porque si es así —había dicho ella contra su camisa—, si quieres morir, habrá sido para nada.
—No lo dices en serio.
Se había apartado y había levantado la cara hacia él.
Ella no respondió. Will le apretó los brazos. Ella le miró.
—Sí. —Se deshizo de sus manos—. A la mierda con ellos. Que los ingleses se las arreglen.
—Em…
—Y lo que tú hagas no servirá de nada. No es correcto. No está bien. No compensará, Will. —Era feroz en su tranquilidad—. Lo que sucedió aquí no fue culpa tuya —dijo—, y ya está.
Se agitó en la oscuridad. Correcto. Bien. Las viejas palabras sonaban en sus oídos como capas para reyes. Lo que había encontrado aquí entre las bombas era nuevo, como un cielo alternativo. Había ido para poner en práctica lo que ahora veía que había sido una ecuación sencilla: él por Maggie. Como si uno y uno fueran dos. Tan simple y pueril como la idea de redención. Pero había llegado a comprender que cada uno de nosotros estaba vivo, intensamente vivo, hasta el mismo instante de la muerte. Y entonces cada uno desaparecía. No podía haber sustituciones. Había sostenido tantas manos moribundas que al final lo había comprendido. Y lo que había querido decir en la carta que acababa de escribir a Emma era que era feliz aquí, muchísimo… pero no podía. No podía decirlo a las personas sobre cuyas caras se inclinaba, y menos aún a Emma, que se estaba desvaneciendo.
Aunque le escribiera cada noche después de cenar, no era capaz de escribir otra cosa que las novedades. Las novedades y que la amaba. La amaba. Pero aquella idea más amplia, la razón por la que se quedaba, y se quedaría pasados los seis meses que se había impuesto, planeaban imposibles de expresar. La vida que había vivido, en casa, había acabado. ¿Cómo podía decirle eso sin asustarla? Si volvía, nada importaba hasta ahora… que era como decir que no tenía que demostrar nada más. Y esta noche, volviendo a casa del hospital en la oscuridad, sin prestar atención a donde iba, de repente se había dado cuenta de que se guiaba por la luz diminuta de los cigarrillos, la señal de que otras personas se movían, incorpóreas, en la oscuridad hacia él: personas cuyas caras no podía ver, pero cuyas voces oía, cuyos pasos sentía a su lado.
Y había estado a punto de echarse a llorar en plena calle. Aquellas diminutas luces rojas en la oscuridad avanzando y alejándose, aquellos aislados Lucky Strike, era lo que era ser humano. Vivíamos y moríamos, todos… golpes de suerte. Luces y voces aisladas en la oscuridad. Metió la mano en la chaqueta para palpar la carta para Emma. Allí estaba. La mandaría a primera hora. Y tal vez mañana lo que quería decirle sería más claro que «todos somos meros golpes de suerte».
—¿Tiene fuego?
—¡Jesús! —exclamó sobresaltado.
La rubia de largas piernas del otro lado estaba de pie frente a él. No la había visto moverse.
—Es norteamericano.
Lo miraba con expresión divertida.
—Es verdad.
Se puso ágilmente de pie, y ella vio que era bastante alto y larguirucho, con una cara agradable y franca. Buena osamenta, a su madre le habría gustado. Un buen partido. Él sacó el encendedor y se inclinó hacia ella. Ella protegió la llama con la mano. La americana de algodón brilló ligeramente a la luz del sótano. Ella miró discretamente hacia arriba y vio que la estaba observando, como si creyera que podría encontrar algo en la espesura de sus cabellos o en el austero peñasco de su barbilla.
—¿Le recuerdo a alguien?
Él sonrió y cerró el encendedor.
—En absoluto.
Había espacio en la pared al lado de él y ella lo señaló con la barbilla.
—¿Le importa que me siente?
—En absoluto.
—Veo que le educaron bien.
Se sentó en el suelo. Allí estaba más oscuro, lejos de las ventanas, y tuvo la sensación de haber sido empujada hacia el interior de una cueva. Al sentarse el suelo tembló. Algunos obuses cayeron cerca, aunque sofocados por el edificio que tenían sobre sus cabezas. Hubo una pausa y después un estallido de artillería otra vez, y a continuación el chirrido inconfundible de otro obús que caía. La pared tembló y fue como si succionaran el aire y lo devolvieran en tromba, exhalando la humedad del sótano.
—¿Tan malo como el diez, usted cree?
—No. —La chica sacudió la cabeza—. Tampoco como el bombardeo del miércoles.
—No los quebrantarán —comentó Will en voz queda hacia el techo, como si contara un secreto a los alemanes.
—Por supuesto que no —afirmó ella.
—Es increíble.
—Bueno, ¿qué van a hacer? —preguntó ella secamente, hablando en dirección a su cigarrillo—. ¿Rendirse?
—Sí. —Él la miró—. Siempre es una posibilidad.
Ella frunció el ceño.
—Qué curioso, habría dicho que era más del tipo agresivo.
—¿A qué se refiere?
Ella notó la sonrisa en su voz.
—Bueno, a la carga, rendirse jamás, y cosas así.
Él rió.
—Se ha equivocado de hombre.
—¿Sí? —Sonrió en la oscuridad. Empezabas con lo que veías, un hombre guapo con un buen traje, y escarbabas para ver qué había detrás; nunca sabías lo que encontrarías, y ésa era la gracia. Ése era el juego. Mantuvo la voz serena de reportera—. ¿Cómo se llama el hombre correcto?
La punta del cigarrillo de Will se iluminó y se apagó. Seguía de pie. Ella le observó estirarse con la languidez de un hombretón, ocupando espacio cómodamente, con las manos rozando el techo, y vio que no le respondería. Bajó los brazos poco a poco y le ofreció la mano derecha.
—Will Fitch.
—Frankie Bard.
Le dio su mano.
Él silbó, sin soltarle la mano.
—¿La chica de la radio?
—La misma.
La mano de él era cálida y grande.
La soltó y se instaló a su lado, doblándose en el rincón oscuro.
—Nunca pensé que la vería aquí abajo —observó—. Siempre está en el tejado.
—Normalmente sí —contestó ella—. Prácticamente me he caído aquí dentro, en realidad, he salido disparada con la última… —Se encogió de hombros—. He pensado que ya que había llegado hasta aquí sin un arañazo, valía la pena seguir así. Aunque detesto estos agujeros.
—Estoy con usted —convino Will—. ¿Cuánto tiempo lleva aquí?
—Poco más de un año.
—¿Y qué la hizo venir?
Ella le miró conspiradoramente.
—¿Por qué?
—Sólo es una pregunta. —Dobló las rodillas y sacudió la cabeza—. Para matar el tiempo. Me preguntaba qué hacía una chica como usted en un agujero como éste.
—Vine aquí a salvar el mundo, hermano —dijo, arrastrando las palabras.
Él soltó una risita.
—¿Y eso cómo se hace?
Ella cambió de posición, moviendo las rodillas, y brevemente se apoyó en el hombro de Will para no perder el equilibrio, y los cabellos lo rozaron.
—Diciendo la verdad.
Su voz era tan ligera como lo había sido su tacto. Pero no había ninguna sonrisa en ella.
—¿Usted cree?
—Por supuesto —dijo Frankie con contundencia.
Con gran satisfacción para ella, Will silbó.
—La verdad es que es buena. Sus reportajes hacían llorar a Emma.
—¿Su novia?
—Mi esposa.
Frankie arqueó las cejas.
—¿Qué hace aquí si tiene esposa?
Él cruzó los brazos y se inclinó hacia un lado, apartándose ligeramente de ella.
—Lo mismo que usted, imagino —dijo, a su lado—. Aparte de salvar el mundo.
—¿Ah, sí? —Se incorporó un poco, y su cuaderno resbaló más arriba de la falda—. ¿Y qué es?
—Echar una mano en lo que pueda. Darle un poco de sentido a todo.
Hacía mucho tiempo que ella no oía esa clase de certezas tan norteamericanas.
—Eso es muy noble. —Escarbó en la convicción—. Yo sólo quería estar donde estaba la acción.
Él la miró rápidamente. Ella le devolvió la mirada.
—Vaya —dijo Will—. No me lo puedo creer.
Frankie arqueó una ceja.
—¿Por qué no?
—¿Una chica como usted?
—¿Y eso qué quiere decir?
—Venga —se burló él—. A mí no me engaña. Usted viene de una casa elegante con olmos en el jardín.
Eso la hizo reír.
—Soy de Nueva York.
—Pero es una mansión de piedra —aventuró él.
Le sonrió rápidamente, asintiendo.
—Pues sí.
Alguien gritó en sueños y Frankie se sobresaltó dándose cuenta de que había olvidado que estaban rodeados de personas. Abrió el cuaderno.
Absurdamente, la línea perfecta de su frente y la larga y recta nariz le recordaron a Will a una guerrera virgen. Una Diana que llevaba sus labios rojos como una espada. Y la página que tenía en el regazo —Will observó cómo sacaba un lápiz en la oscuridad como si fuera a escribir algo—, un escudo.
—¿Qué clase de trabajo hace aquí, si me permite la pregunta?
Will indicó el cuaderno con la cabeza.
—¿Me va a entrevistar?
—Podría ser.
Él sacudió la cabeza.
—No soy noticia.
—Está bien.
Dejó el lápiz.
—Soy médico.
—¿De qué clase?
Él calló un momento.
—Médico de familia. Tengo una consulta en casa.
—¿Dónde?
—En Franklin, Massachusetts. —Se acercó a ella como si fuera a hacerle una confidencia—. Donde atracó el Mayflower por primera vez.
—¿En qué libro de historia?
—Historia en letra pequeña. —Sonrió—. Atracaron, echaron un vistazo a los árboles vencidos por el viento en la costa, y dieron la vuelta.
—Parece que esto le encanta.
—Es la forma mejor de describir a las personas que viven allí.
—No son puritanos, supongo.
Él negó con la cabeza.
—¿Sus padres todavía viven allí?
—No —contestó con voz tensa.
—Eh —siguió ella con ligereza—. Sólo mataba el tiempo.
Pasó un coche de bomberos aullando y desapareció.
—¿Qué tal es aquello?
—¿Por qué?
—¿Por qué no seguir hablando?
Había vuelto a coger el lápiz y había escrito las palabras «¿qué pasó en casa?» y las rodeó con un círculo, y siguió dibujando un círculo alrededor de otro, cada vez más grandes, por toda la página. Él oía el chirrido de la mina, largos lazos y puntos cortos que no podían significar nada. Se preguntó un momento si ella habría dormido. Parecía incapaz de estarse quieta, descansando, vagabundeando, como un mensajero en el vestíbulo de un hotel, pensó, y por algún motivo eso le recordó con tanta fuerza a Emma en la oscuridad que casi gimió. Allí estaba ella, de repente, delante de él, mirándolo con aquella capacidad peculiar de esperar y escuchar y llamándolo hacia ella simplemente con su silencio. Sin inquietud. Quieta. Dios santo. Se removió un poco apartándose de Frankie en la oscuridad.
—Es un pueblo como tantos, supongo. El último pueblo de Cape Cod. El pueblo más alejado.
—¿Cuántos habitantes?
—Quinientos más o menos. El doble en verano.
Se estaba alejando, aislándose de sus sencillas preguntas escalón a escalón. Ella se reprimió y sonrió. Le estaba entrevistando, aunque no tenía ni idea de adónde quería llegar. La había atrapado. No al revés. Nunca era al revés. Sencillamente agarrabas la cuerda y ascendías a ciegas, siguiendo hasta que llegabas al final.
—Y lo dejó todo para venir aquí —observó tranquilamente.
Él no respondió. Cuando ella le miró, vio que la estaba observando.
—No se parece en nada a usted —musitó—. Tiene la nariz más pequeña, un poco redonda en la punta, aquí —dijo, señalando—, y tiene…
Frankie se aclaró la garganta. Él la miró a los ojos.
—Discúlpeme —dijo—. Se ha convertido en un hábito.
—¿Mirar fijamente a las mujeres?
—Estudiar —corrigió él, un poco avergonzado.
Ella asintió y miró hacia otro sitio. Él tenía manos grandes. Descansaban como buenos perros, planas y contenidas sobre sus piernas.
—Imagino que la echa de menos.
—Me temo que la he perdido viniendo aquí.
—Tonterías —contestó Frankie. Habría jurado que su esposa era una de esas mujeres aniñadas que llevaban calcetines hasta la rodilla y perlas, como casi todas las chicas que iban a la escuela con ella—. Cuando vuelva a casa, la encontrará allí, preguntándose por qué no le ha llevado cachemir en lugar de lana.
Estaba tan desencaminada que hizo sonreír a Will.
—A Emma no le importa el cachemir —dijo.
Desde el rincón más oscuro del refugio, al otro extremo y a la izquierda, se oyó un gemido débil pero inconfundible. Frankie se puso tensa. Un segundo, largo y bajo, resonando más profundamente en la oscuridad, la ola del placer de una mujer abriéndose alrededor de todos, hasta que se desvaneció otra vez en su garganta donde había empezado, seguido de una risa sofocada de hombre y un silencio abrupto como si él hubiera cerrado la puerta. Después nada. El silencio que dejó en el refugio estaba lleno de su sexo, y de repente todos se quedaron callados también escuchando por el agujero de la cerradura, queriendo todos a la vez en la oscuridad. Queriendo más.
—Cielo santo —suspiró el médico, sacando el tabaco otra vez.
—No, gracias.
Frankie sacudió la cabeza.
Will sacó un cigarrillo y se guardó el resto. Después lo golpeó contra sus largos dedos y, al metérselo en la boca, se inclinó hacia ella y Frankie sintió que la mano de él se cerraba sobre su brazo, justo por encima del codo.
—Esta parte de ella —dijo en voz baja— hace que tengas deseos de rodearla con tu mano.
Frankie lo miró y después miró la mano, sus dedos que casi la rodeaban por completo. Se estremeció. Y la mano que la sujetaba se abrió, se introdujo en el bolsillo y sacó el encendedor.
—Es curioso que la haya conocido —dijo él, inspirando en la llama.
—¿Y eso por qué?
Se guardó el encendedor.
—Uno de sus reportajes. Hace unos meses. Sobre un niño.
Se aclaró la garganta.
Ella asintió, con los ojos fijos en la chispa del cigarrillo moviéndose en la oscuridad.
—Un niño después de los bombardeos —siguió él—. Usted lo acompañó a casa.
—Sí —dijo ella—. Billy. Ese reportaje era mío.
—Era una buena historia —dijo Will Fitch.
—Una buena historia. —Suspiró—. Aquella historia me puso en la cuerda floja.
—¿Por qué?
—Demasiado triste —Frankie resopló—, me temblaba la voz.
—¿Y qué?
—Demasiado emocional. Las noticias no pueden ser emocionales.
—Pues no sé qué decirle —contestó Will—, pero a nosotros nos afectó mucho. Nos dejó pensando en lo que sucedió a continuación… —Calló bruscamente. Lo que sucedió a continuación fue Maggie, recordó Will. La noticia del niño del Blitz había sido anterior a la pérdida de Maggie. Se estremeció—. ¿Alguna idea de qué fue de él?
—No —respondió—. No lo sé. Me mudé.
—Tiene que ser duro no saber qué pasó, no saber si el niño está bien.
Ella no respondió. La verdad era que había pasado por la casa de Billy varias veces en los últimos seis meses, con la esperanza de encontrarlo. Pero se había desvanecido en la guerra. Inquieta, estiró las piernas en el suelo. Sus pies tocaron algo blando y se apartaron.
—Te hace pensar en todas las partes de una noticia que nunca vemos —se aclaró la garganta—, en los márgenes. Nos hizo tan vivo a aquel niño y él está perdido en el mundo y no podemos dejar de pensar en él. Pero entonces se acaba la noticia y el niño desaparece. Era sólo un niño en una noticia y nunca sabremos cómo acaba, nunca llegamos a cerrar el libro. Te hace pensar qué sucede con las personas cuando se acaba la noticia… todas las historias que usted ha contado, por ejemplo. ¿Dónde están todos ahora?
El corazón de ella empezó a latir con fuerza. No le gustaba el cariz que tomaba la conversación y se imaginó levantándose, pero la voz de él, con los tintes familiares de Harvard y las cenas y la tranquilidad del dinero que viene de la familia, en el que ella misma había crecido, obraba sobre ella como unas manos sobre sus manos y no la soltaría hasta que terminara. Él no pararía y ella no le pararía.
—Debe de ser muy dura —siguió él a su lado—. Yo no podría soportarlo… creo que necesito saber cómo acaban las cosas.
—Bueno, yo no tengo que soportarlo. —Frankie lo miró, irritada—. Explico lo que veo. Observo y escucho, y lo explico todo. Es mi trabajo —dijo con impaciencia—. Contarlo. Transmitirlo. De eso se trata.
—Por supuesto.
No parecía convencido.
Ella lo miró.
—Mire, la única forma de salir de esto es contarlo todo. Contar lo que sucede. Todo el tiempo. Y la única forma de contarlo todo es no dejar de moverse. Moverse y contar.
Él la miraba con la cabeza ladeada, como si escuchara a través de un estetoscopio.
—¿La única forma de salir de qué?
En la breve pausa, sintió que algo se le escapaba de las manos, tan rápidamente que ni siquiera supo qué era. Se encogió de hombros.
—Salir de este lío.
—¿Para qué querría salir de esto? —preguntó él con tacto.
—No quiero salir de nada —dijo ella vacilante en dirección al hombro de Will—. Soy la que estoy aquí, ¿no? Yo soy la que intenta captar lo que sucede aquí para que podamos… uf, por el amor de Dios —calló—, qué más da.
—¿Para que podamos qué? —insistió él.
Ella no contestó.
Lo dejó correr y apoyó la cabeza en la pared.
—A veces estoy en medio de ese infierno, incluso con gente gritando y ese hedor a gas y a fuego, y tengo que girar la cabeza para disimular la sonrisa. —La alegría en su voz era inconfundible—. Aquí todo es importante —dijo tranquilamente—. Todo tiene sentido.
Ella lo miró.
—Aquí no hay nada que tenga sentido.
—Lo tiene —dijo él—. Y mucho.
—Qué tontería —respondió ella enfadada—. Ahí fuera es todo aleatorio, es un desastre, cada noche suceden accidentes aleatorios e incomprensibles. Un hombre que llama a su hijo que corra hacia él, para protegerlo, y en el momento que el niño corre, en los veinte pasos que los separan, cae y muere…
—Y usted lo vio.
Ella frunció el ceño.
—Es así. A eso me refiero. Y usted lo vio.
—Tonterías.
Frankie sacudió la cabeza.
—Mire, yo vine aquí porque tenía una idea chiflada del orden, porque una mujer a la que atendí murió, y pensé que debía ir donde podía ser más útil, ayudar, impedir más muertes. Pero usted no.
—¿Yo no qué?
—No tiene que impedir nada. —Estaba tan seguro que era casi electrizante en la oscuridad—. Sólo permanecer al lado.
—Oh, por el amor de Dios.
Se apartó. Era violenta aquella excitación al desnudo. La había oído en la voz de su padre al final de demasiadas copas. Encendido y poseído por el vino y el fervor, denunciaba a los políticos, o hacía algún gesto amplio y absurdo y su fuego interior estallaba, demasiado acaloradamente pensaba ella, mirando a su avergonzada madre. Demasiado vehemente. Como un niño grande y encantador. Miró hacia otro lado entre las sombras. Otra vez. El recuerdo de su padre iba hacia ella, pálido y urgente, a través de la oscuridad. Deslizándose por los graves torrentes engendrados por la voz de Will Fitch. Su padre. Un triste desasosiego.
—Las primeras semanas, después de llegar —siguió Will—, entraba en mi ala del hospital cada día, deseoso de curar, de aliviar, de salvar. Trabajaba hora tras hora, sin parar, más como un minero que como un hombre. Pasando entre las camas, tomando pulsos, temperaturas, cosiendo y vendando heridas. Llenando historiales cuidadosamente. Cuántos. Quién. Después de un mes había trabajado más horas, había visto a más pacientes que ningún otro médico de la sala. Y no paraban de llegar. Día tras día. Hiciera lo que hiciera, seguían muriendo. O viviendo.
»Y un día, lo entendí. Levanté la cabeza del pecho de un niño que estaba auscultando y me di cuenta, con un alivio brutal, de que lo que ha de venir, vendrá. Esto es lo que lo mantiene todo en marcha. Estamos todos juntos en el desastre. No hay forma de esquivarlo. Y ante esto yo sólo soy una voz y un par de manos. Ya no soy el hijo de nadie. Ni el marido de nadie. Anónimo pero necesario. Vital. Un Lucky Strike.
—Oiga —interrumpió Frankie. La felicidad de él era irritante—. Lo que haya de venir, no vendrá y ya está, como usted dice. Tiene la ayuda de las personas que miran hacia otro lado. Personas que han desarrollado el hábito de tragarse mentiras en lugar de la verdad. En cuanto empiezas a pensar en otra cosa, dejas de prestar atención… y prestar atención es lo único que tenemos.
—Yo lo miro directamente a la cara, señorita Bard —respondió Will con calma—. No puede detener el desastre. No puede cambiar lo que vendrá —miró hacia ella—, y no debería intentarlo.
Con un suspiro de impaciencia, Frankie se levantó del suelo y se puso de pie, sintiendo la necesidad de moverse. Necesitaba aire, luz. Buscó el botón de la falda que se le había desabrochado en la espalda, y se agachó para recoger el jersey arrugado, y vio que el médico no se había movido. Irritada, se inclinó para recoger el bolso, al lado de él.
—Si el mundo hubiera prestado más atención en 1939 —soltó—, a lo mejor no estaríamos aquí, sentados en la oscuridad, esquivando bombas.
—Estaríamos sentados en otra parte.
—Con su esposa, por ejemplo.
—Sí, tiene razón —aceptó él tristemente—. Con mi esposa.
La puerta del refugio estaba abierta y la larga y aguda sirena que indicaba que el peligro había pasado sonaba con la primera luz que se filtraba a través de la abertura. Algo parecido a un sollozo crecía dentro de ella, y se pasó el bolso por la cabeza, en bandolera.
—Debe volver a casa —dijo cautelosamente—. Eso es todo.
Él se levantó y le dio la mano.
—No lo sé.
Frankie vaciló con la mano en la de él un instante, antes de soltarla y mezclarse con el ovillo de londinenses que salían por la puerta del refugio hacia el azul pálido de la mañana. Se quedó un momento en la acera, sobre el refugio, respirando el aire primaveral. Eran poco más de las cinco. La luz de la calle cambió, oscureciéndose de repente y después, inmediatamente, iluminando de nuevo la acera. Pasara lo que pasara, la primavera se comportaba como siempre. Seguía siendo una mañana de finales de mayo en Londres.
Finales de mayo en Londres. En su cama de la escuela, debajo los aleros, éstas habrían sido las palabras que evocaban imágenes de meriendas y fresas y Henry James, cuando toda la civilización podía estar contenida dentro de los confines azules de un cielo inglés. Exceptuando los edificios humeantes y el hedor de la goma y el metal quemado, era posible imaginarse a Dorian Gray, excitado y elegante tras una de aquellas ventanas, y a la señora Dalloway saliendo a la plaza. Casi, pensó Frankie, fijándose en el pedazo de pared que faltaba a un lado de la casa del otro lado de la plaza. Como si la hubieran mordido.
—Hasta pronto —decía Will Fitch detrás de ella—. La escucharé.
—Hasta pronto.
Le saludó con la cabeza y observó cómo se alejaba rápidamente, aislado, bajando la larga manzana de Wilmot hacia el concurrido trajín de Oxford Circus. Vio cómo se colocaba el sombrero en la cabeza con una mano, y vio cómo la americana del traje se cerraba elegantemente cuando se la abrochó en la cintura. Y sintió que se aflojaba al verle alejarse. Santo cielo, se le había metido dentro. ¿Qué le había sucedido allí abajo? Tiró de la correa sobre el pecho, avergonzada en el mundo superior por la fuerza de su reacción con el médico en el inferior. Se estremeció. Estaba demasiado oscuro, estaban demasiado cerca. Y su voz al lado, inquisitiva, punzante, insistente como un espíritu. Aquella voz norteamericana. Arriba, sobre la tierra, entre las familiares ruinas, se sentía más ella misma.
El médico había llegado casi al final de la calle. Reprimió unos deseos momentáneos de llamarlo, y se quedó un minuto más viendo cómo desaparecía. En la distancia, en la esquina lejana, hombres y mujeres cruzaban la calle. Parecía que fuera a llover. Una mujer caminaba hacia ella con un bebé en brazos.
Después, Frankie no podía recordarlo, pero algo que hizo la mujer hizo que el médico se volviera y la mirara, como si la hubiera reconocido, y no vio el taxi de Londres acercándose por la dirección en la que los norteamericanos no miran, no vio la máquina negra y eficiente, y bajó de la acera. Frankie dio un paso adelante gritando y las otras personas que salían del refugio se volvieron y todos vieron al gran hombre volando por los aires —donde, todavía, a pesar de que todos vieron cómo sucedía, podía vivir, no tenía por qué caer— hasta que cayó, y se golpeó contra el suelo pesadamente de espaldas, con un ruido sordo angustioso e inconfundible, su cuerpo un saco agujereado.
Frankie oyó un siseo grave procedente de la parte delantera del taxi. El taxista estaba paralizado dentro, con las manos en el volante, y el taxi seguía avanzando hacia el lugar donde Will había caído.
—¡Pare! —Frankie corrió por la calle—. Frene, maldita sea.
Se abalanzó hacia Will y cayó a su lado. Tenía la nariz rota y el hueso había atravesado la piel, al descubierto y descentrado, sangrando copiosamente sobre la mejilla. Miraba por encima del hombro de ella, hacia el cielo. Frankie intentó detener la sangre con la mano, pero había demasiada, y la marca de sus dedos se quedó grabada en la cara del médico. Intentó recoger una punta de la falda para secarla, pero la sangre brotaba profusamente borrando las marcas. Abrió los ojos, los cerró y gimió.
Frankie no veía nada más roto aparte de la nariz, aunque por debajo de su respiración oía un bajo y persistente suspiro, como si el aire se escapara por alguna parte.
—¿Qué hago? ¿Qué puedo hacer?
El taxista había bajado del taxi.
Por encima y alrededor de Frankie, una multitud miraba hacia Will, que yacía boca arriba, la respiración jadeante, los ojos abiertos. Detrás de ellos, sirenas de ambulancia y el tráfico diario de la ciudad con bocinas y zumbidos. Incluso entonces, en una ciudad en la que el número de muertes había aumentado en miles, donde el olor pútrido de carne y goma quemada empapaba el ambiente y donde las caras tristes y exhaustas de hombres y mujeres por las mañanas en las calles pasaban desapercibidas, esto no. El hombre simplemente no había prestado atención. No tenía nada que ver con la guerra. No podían evitarlo, tenían que hablar, y sus voces por encima de Frankie eran como un cacareo frenético de aves.
—Una ambulancia —gritó Frankie—. ¡Que alguien llame a una ambulancia!
Will hizo un sonido como si se aclarara la garganta. Ahora le salía sangre por la boca. Frankie se sintió desfallecer.
—Dios todopoderoso —susurró el taxista.
Frankie pasó las manos por debajo de los brazos de Will.
—Ayúdeme —dijo al chófer.
Él se agachó y entre los dos medio arrastraron, medio levantaron a Will para colocarlo sobre las rodillas de Frankie. Ella le acunó la cabeza bajo el codo y miró la cara sobre la que alguien ya había bajado el telón. Un charco caliente se estaba formando en su regazo, aunque no podía ver de dónde procedía la sangre. Rodeó a Will con sus brazos para darle calor, y llegó el sonido frenético de la sirena de una ambulancia, pero pasó de largo hacia Oxford Street. ¿Alguien había ido a buscar una ambulancia?
El taxista intentaba darle algo. Un sobre. Ella lo miró.
—Estaba en el suelo, allí —señaló—. Creo que es de él.
Frankie miró la dirección y se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta, y vio los ojos de Will sobre ella.
—Tranquilo —dijo suavemente, aunque sabía que él no podía oírla ni responder—. Le tengo.
Y le puso una mano en la cabeza y otra sobre el corazón, hasta que sintió que se detenía.