11

Había empezado a caer una nevada encantadora, distraída, como si el cielo no hubiera decidido todavía si vaciarse o no. Un copo, luego otro. Luego seis o siete a la vez, hasta que por fin la nieve cayó densa y fuerte como una lluvia sobre la arena y el agua, resbalando por las cuestas de los tejados. En la nieve, Emma pensaba, mirando hacia la tarde que desaparecía en la suave blancura, no podía suceder nada terrible. Las cosas repentinas, los movimientos rápidos y violentos, se difuminarían y emborronarían. Will llevaba fuera cuarenta y seis días.

En días como ése —se inclinó y metió la manta más adentro en el lado de Will de la cama— el mundo no toleraría hacer sufrir a una mujer con un embarazo tan reciente. Tal vez existía una cláusula, no exactamente divina, pero sí primordial, por la que el sufrimiento se detendría de golpe en la verja —al ver pasar a la mujer, con la mano sobre el vientre— y no levantaría el pestillo ni cruzaría. Se paró. ¿No podía confiar en esto? ¿No podía ser así?

Fue a coger el paquete de tabaco que tenía al lado de la cama, encendió un cigarrillo y exhaló. En Londres era la hora de la cena, previa a las bombas. Se imaginó a Will sentado en alguna cafetería, con su cuerpo grande y largo inclinado sobre el plato y comiendo con la concentración uniforme y regular que los hombres dedicaban a la comida. Le encantaba verle comer. El humo subió arremolinándose y fue hacia la ventana y ella lo siguió más allá de las cuatro paredes de su habitación, hacia la tarde de fuera, a la carretera helada bajo el cielo invernal.

En el exterior, aparecieron tres bombarderos más en el risco del horizonte, volando bajo y dirigiéndose al mar. Y en el silencio que dejaron en el horizonte, ella cruzó la habitación de infancia de él, ahora de los dos. «Mi amor —pensó—, mi amor. —Fue a la mesa colocada contra la ventana, de cara al puerto, mirando directamente al revoltijo de los tejados del pueblo—. Estoy desapareciendo.» Se sentó en la silla y cogió la pluma que habían regalado a Will cuando se graduó en el instituto de Franklin, y sacó una hoja de papel de carta. La página en blanco la observó. Escribió dos palabras: «Vuelve a casa».

Dobló el papel rápidamente, después otra vez, para que entrara en el estrecho sobre. Se lo acercó a los labios y lamió. Lo alisó con la mano. Ya está. Eso era todo lo que pensaba decir hoy. Contempló el sobre cerrado. «Dr. William Fitch», escribió delante, a la atención de «Sra. Phillips, 28 Ladgrove Rd, Londres». En el rincón superior, escribió «Sra. William Fitch, Franklin, Massachusetts». Su nombre la miró. Dio la vuelta al sobre. «Vuelve a casa», pensó otra vez, mirándolo. «Por favor», escribió rápidamente en la solapa posterior. Pero tapó la palabra con la mano.

Se puso de pie bruscamente y fue abajo con la taza de té. No le había dicho a Will que estaba embarazada. No se lo había dicho a nadie. Por el momento era un secreto entre ella y el bebé. A través de la ventana de la cocina, sobre el fregadero, y más allá, los largos y bajos cascos de los buques de la Marina se mecían en el agua. En los meses posteriores a la promesa del presidente Churchill de cincuenta destructores, el horizonte se había almenado con aquellos buques lejanos. Y ahora que había prometido incluso más, parecía haber un muro lejano de metal en el mar. A través de la nieve Emma no distinguía si iban o venían, o siquiera si se movían. La Marina estaba allí y ella miró a través de las olas grises que golpeaban los cascos de hierro de los destructores.

«Aquel agua, aquel único océano, era todo lo que se cernía entre nosotros y el terror», había comentado la noche anterior el señor Walter Lippmann por la radio. «Debemos ayudar a los ingleses a mantener el dominio del Atlántico, o todo lo que amamos desaparecerá. Vuestros hijos, vuestras casas, el sencillo placer de la conversación con el vecino, lo bueno, lo norteamericano, la libertad, piensen en lo que sería no tenerlo, piensen en lo que sería que desapareciera», y ella había apagado la radio.

Había dejado de nevar. Cogió su pañuelo amarillo y se lo anudó a la barbilla antes de salir.

En el suelo había un par de centímetros de polvo de nieve. Emma cogió la escoba que guardaba junto a la puerta y barrió el porche y los escalones y después, en una especie de frenesí, todo el camino hasta la verja. Cuando acabó, miró hacia la casa y vio el diminuto sendero como el dibujo de un niño conduciendo a la puerta. Se sentía absurdamente orgullosa, como si hubiera ofrecido algo y la casa lo hubiera aceptado. Dejó la escoba en el fondo del jardín y se puso a caminar hacia el pueblo.

—Hola. —Iris James salió de la sala de clasificación y sonrió a Emma—. Hoy también hay carta para ti.

—Qué bien.

Emma asintió tímidamente y cruzó el vestíbulo hacia su buzón, sacando la llave de la cadena que llevaba debajo del jersey. La llave entró con facilidad y la giró. Sacó el único sobre, cerró el buzón y abrió la carta allí mismo. Pudo ver a primera vista que era tristemente breve. «Queridísima mía —empezaba—. Nada especial para contar exceptuando las rondas regulares y constantes.»

¿Cómo se las arreglaría para sobrevivir con esa clase de conversación? Sin sus brazos rodeándola, sin su sonrisa mirándola por encima de la mesa, sin el olor de sus cabellos y el sabor de su boca en la de ella: las palabras que esa boca podía decir no tenían ningún sentido. La carta no era más que una cáscara en su mano.

Era consciente de que la señorita James había dejado de hacer lo que fuera que hiciera y levantó la cabeza y vio a la cartera junto a la ventana observándola. Guardó la carta de Will en el sobre.

—¿Cómo te va?

—Tirando, gracias.

Detrás de la cartera, la máquina del telégrafo cobró vida, tecleando un mensaje brusco y cortante. Emma se quedó quieta, con la mano en el buzón. Iris mantuvo los ojos sobre la esposa del médico, escuchando los martillos de hierro, uno dos, uno y dos, golpeando letras negras en el papel blanco. Se volvió ligeramente, calibrando la longitud del mensaje. Emma escrutó el rostro de la cartera. El tambor de acero giró tras el tintineo del final de una línea. El mensaje continuó, traqueteando a través del silencio de las dos mujeres. El tambor giró otra vez.

—Es demasiado largo —comentó Iris.

—Por favor —Emma resopló—, ve a verlo.

Iris la estudió un minuto. Después se apartó de la ventana y caminó hacia el fondo de la sala de clasificación donde la máquina del telégrafo estaba colocada contra la pared. Seguía funcionando, funcionando más allá de «Lamentamos informarle», y aunque Iris estaba segura de que era un telegrama para el señor Lansing, o para el señor Pete de las oficinas del pueblo, la preocupación de la chica era difícil de ignorar y dudó un instante antes de inclinarse sobre el mensaje. «Crédito Bona Fide», empezaba. Se volvió y regresó junto a la ventana.

—No es nada.

—Soy una tonta.

Emma sonrió sin ganas.

—Es perfectamente comprensible.

Emma asintió y deslizó su carta para Will sobre el mostrador junto con tres peniques. Iris abrió el cajón y sacó un sello, lo pasó sobre la esponja húmeda y lo pegó firmemente en el sobre. Emma observaba.

—¿Crees que todo acabará bien?

Iris la miró, con expresión confusa.

—Venga, mujer. —Emma sólo bromeaba a medias—. Puedes mentirme.

—Sí —respondió Iris—. Todo acabará bien.

Emma sonrió sinceramente, por primera vez, que Iris supiera.

—Pareces muy segura —afirmó agradecida.

—Hasta pronto —dijo Iris tranquilamente.

Emma saludó con la mano por encima del hombro. Iris la miró mientras bajaba los escalones hasta que desapareció a nivel de calle. La esposa del médico entraba y salía de la oficina de correos cada día a las cuatro, después de que se clasificara el correo, con la barbilla alta, la espalda erguida, caminando como los narcisos meciéndose en primavera. Así era como Iris la veía. Cada día se acercaba al buzón con el mismo paso decidido, lo abría y metía la mano para sacar el sobre, sin mirar dentro, permitiéndose sólo una sonrisita cuando lo tenía bien cogido en la mano. Cada tarde era un guante echado. Cada día Iris observaba cómo Emma recogía el guante y lo devolvía, y salía por la puerta de la oficina de correos con los hombros relajados de alivio.

Las cartas tardaban dos semanas en cruzar el Atlántico, y aunque había habido carta cada día desde que el doctor se marchó, Iris temía la tarde en que aquel buzón estuviera vacío. Evidentemente podía haber media docena de razones para que un día no hubiera carta, e Iris estaba dispuesta a enumerarlas, pero la verdad pura y dura era que el día antes de que el médico abandonara el pueblo, ella estaba sentada en el taburete del fondo y había visto al doctor Fitch cruzando el vestíbulo con las manos bien hundidas en los bolsillos, y sin nada a la vista para enviar.

—¿Señorita James? —había dicho por fin.

Ella se había acercado a la ventanilla. Había un sobre blanco boca arriba sobre el mostrador, pero él puso la mano sobre la carta como si ella pretendiera quitárselo. Iris lo miró.

—Yo… —Se miraba la mano e Iris pudo ver que no había nada que ella pudiera decir. Will sacudió la cabeza y se armó de valor—. Es para mi esposa —dijo—, en caso de que yo muriera.

Iris lo miró a los ojos, esperando que continuara. Él siguió sin mirarla, con los ojos fijos en aquella carta.

—Quiero estar seguro de que le llegará —dijo, a modo de explicación.

—Entendido —dijo Iris por fin.

Y entonces él la miró, directamente a los ojos, y sonrió.

—No me ha contradicho —dijo con agradecimiento.

—¿Para qué?

Él asintió. Pero no parecía deseoso de marcharse.

—Permítame que le haga una pregunta.

Iris esperó.

—Si me ocurriera algo, ¿cómo recibiría Emma la noticia?

La palidez de sus mejillas le hacía parecer un chiquillo enfermo, pensó Iris. Y hacía preguntas como un chiquillo enfermo, en cama, con los ojos enfebrecidos por encima de la sonrisa, imaginando lo peor.

—Comprenda que no tendré ningún cargo oficial —siguió él, antes de que Iris pudiera responder—, voy por mi cuenta, y por eso me lo pregunto. Cuando alguien viaja, por ejemplo, al extranjero, y le sucede algo, ¿cómo llega la noticia?

—Por telegrama, creo —contestó Iris—. Si sucediera algo.

Will asintió. Esto pareció satisfacerlo, incluso consolarlo.

—Entonces será usted.

—Si tiene que ser alguien —dijo ella en voz baja.

Tenía que decirlo.

—No pasa nada.

Sacudió la cabeza, un poco impaciente con la amabilidad de ella.

Iris aspiró aire bruscamente.

—Tal vez para usted.

Él la miró.

—Así que usted está al tanto. Presta atención a todos.

Ignorando su comentario, Iris cogió el paquete de tabaco que guardaba en la parte interior del mostrador. El médico tenía el encendedor a punto y cuando ella se inclinó para encender el cigarrillo, olió la tinta de sus manos.

Will cerró el encendedor con un chasquido.

—Emma no cree que nadie la observe.

—¿Qué?

—En el sentido protector, debería decir.

—¿Qué significa eso?

—Ella cree que si estás en el mundo sin padres ni nadie que te ame, eres invisible. Que nadie te ve, porque nadie te necesita. Nadie necesita prestarte atención.

—Bueno —dijo Iris—, no va desencaminada.

Él sacudió la cabeza.

—Pues usted acaba de regañarme en nombre de Emma.

Ella exhaló mirándolo fijamente.

—Doctor Fitch, yo no lo he regañado.

—Sí que lo ha hecho. —Su simpática cara se animó con una sonrisa—. Y eso me hace pensar que no es tan indiferente como quiere hacer creer.

Iris se limitó a arquear una ceja.

La sonrisa del médico desapareció lentamente, pero le alargó la mano a Iris.

—¿Me la vigilará?

Ella asintió y le estrechó la mano.

—Buena suerte, doctor.

—Gracias —dijo el doctor en voz baja—. Muchas gracias.

Entonces ella había cogido la carta y la había guardado en el cajón, con los libros de las cuentas de ahorros postales. Hacía meses que entraba y salía de su campo de visión, tan a menudo que ya conocía tan bien la curva de la letra del médico como su propia esposa.

Ahora miró la carta que Emma había dejado sobre el mostrador. En la parte de atrás del sobre, en un extremo de la solapa, Emma había escrito las palabras «por favor». Y después debió de poner la mano encima siguiendo el contorno, porque la tinta estaba corrida sobre la solapa, como un pequeño fantasma. A Iris casi le rompió el corazón, tan pequeña era la letra y tan acorde con el sobre. Y ese «por favor». Por favor, ¿qué? Iris llevó la carta a las sacas de correos, con el corazón en un puño.

Nunca antes su fe en su papel en el sistema había sufrido una sacudida tan amarga como en aquellos meses, desde que los hombres habían sido reclutados y mandados a Florida o a Georgia, cualquiera de esos estados terminados en «a» de los que Iris hacía tiempo que se había formado una opinión negativa. Estaba John Dimling, a quien su esposa escribía lealmente todos los días, y cuyo persistente silencio había estado a punto de tentar a Iris para que rompiera su propio código de conducta y escribiera un mensaje en la parte trasera de uno de los sobres de la esposa diciendo simplemente «Debería darle vergüenza».

«Por favor», pedía la esposa a su marido. ¿Qué? Y aunque a Iris le habría gustado que Emma supiera que lo había visto, había dejado que las líneas volaran entre sus dedos, girando hacia abajo hasta que la punta desapareció dentro de la saca, prestando atención en silencio. Proteger las palabras que pasaban a través del tiempo y de la distancia, ésa era su misión especial, sobre todo ahora que los escritores de las cartas podían sufrir algún daño. No importaba cómo se comportara la gente en la calle y en sus salones, o arriba, en el dormitorio, sus cartas iban y venían como testigos silenciosos. En calidad de jefe de correos, sabía lo que hacían todos y prácticamente los pecados de todos. Algunos carteros se enamoraban de los secretos, y los desplegaban ante ellos con tanta intensidad como una mala novela. Otros no habrían soportado ser meros espectadores. Pero ella miraba brevemente a la persona que le entregaba su correo, sonreía amablemente y después se volvía y lanzaba lo que le habían dado, lo transmitía. Lo observaba todo. Y nunca decía nada. Todo dependía de su silencio. Era consciente de que nadie más del pueblo pensaría en ella de ese modo. Excedía los límites de la comprensión que una mujer soltera de su edad no ardiera en deseos de fisgar en los secretos de los demás, que nunca leyera sus postales, que no se fijara nunca en la dirección de los remitentes. No importaba, prometía a las cartas que tenía delante. No importaba, pensaba furiosamente, tenía que ser de ese modo. «Por favor», Dios santo. Dejó la carta, y después ató la última saca de correos y la cerró. Meneó la cabeza. Ése era su trabajo.

Una cosa después de otra, se recordó a sí misma, y cortó la cuerda que ataba los catálogos recién llegados de Sears. Había dos de más. Sin pensarlo, metió uno en el buzón vacío de Emma Fitch.