Un día alguien a quien veías cada día estaba allí y al siguiente ya no estaba. Ésta era la única forma que había encontrado Frankie para informar sobre el Blitz. El policía bajito de la esquina, el tendero con un ojo malo, las personas que te acompañaban al trabajo, en las tiendas, en el autobús: las personas que no conocías pero que hacían la misma ruta que tú, que tejían la anónima tela de tu vida. Edificios, jardines, el perfil de los tejados; podía describirse su ausencia. Pero en cuanto a la desaparición de un hombre, o un niño, o la mujer que siempre esperaba el autobús a la misma hora que ella, Frankie había encontrado pocas palabras: antes estaban aquí. Y yo los vi.
Informar siempre había consistido en alinear los detalles —el calor de un día, el dobladillo deshilachado de la falda de una mujer—, detalles como guijarros en una playa, arrojados a la playa para ser recogidos y dispuestos formando una historia. Ella había ido a Europa, había dispuesto detalle tras detalle para Ed Murrow y para sí misma. Los montones de nieve, las bombas que caían, el cielo negro con bombarderos del tamaño de una manzana de la ciudad, y la sobresaltada impaciencia de las personas en los refugios esperando hasta que no podían más, «no podían más, ¿te enteras?». Y se levantaban y caminaban por la calle en medio de todo ello —impacientes porque la noche acabara y el bombardeo llegara a su fin— y morían mientras caminaban, enloquecidos por que llegara el final y se los llevara.
Y ella había creído que los retazos de vida podían unirse y darles forma. Pero no había forma alguna que dar aquella mañana tras dejar al niño, a Billy, en su casa, y entrar en su propio portal donde el denso olor a gas y ceniza la asaltó inmediatamente. E incluso mientras su cabeza veía el aire azul donde la parte trasera de la casa había sido separada de la frontal por la fuerza de la bomba, limpiamente, como si un ascensor hubiera caído de golpe los cinco pisos, había subido corriendo los escalones hasta donde la puerta de su piso permanecía intacta, aunque el cielo se introdujera a través del extremo arrancado del rellano. La parte trasera del piso sencillamente había desaparecido, mientras que la parte frontal era la misma de siempre, la lámpara sobre la mesa, los percheros frente a la puerta en los que colgaba el abrigo de Harriet y el de Dowell. Era irreal. Sin forma. Los primeros segundos se quedó en la puerta, mirando el abrigo de Harriet, viendo que ya no había dormitorio a la izquierda, mientras que a la derecha la luz matinal entraba por las ventanas sin cristales del salón, y viendo que una carta de la prima de Harriet en Polonia esperaba, esperaba pacientemente junto a la puerta, apoyada con toda normalidad contra la pared, esperando a Harriet.
—¿Harriet? —gritó, con una voz asustada que se le atragantó en la garganta.
No había forma que dar a detalles como éstos. La forma era la mentira del novelista.
Y, sin embargo, y, sin embargo —pensó, dirigiéndose hacia Broadcasting House—, la noticia que había poseído a Harriet, la noticia secundaria de los judíos, adquiría silenciosamente una forma clara y aterradora. En la habitación que había alquilado tras la muerte de Harriet, Frankie había seguido la costumbre de su amiga de archivar noticias relacionadas con los judíos de Europa. En la gran pared sobre su escritorio improvisado se extendía un desordenado edredón de papel: clavados, sin orden especial, estaban los partes de noticias, las cartas de los primos polacos de Harriet, anuncios escritos a mano que había encontrado en los parques y pegados en las paredes de los edificios: «Jens Steinbach, ¿estás aquí?». (Ésta estaba escrita en alemán y en inglés.)
Para entonces, los judíos alsacianos enviados a la zona no ocupada se habían unido a los judíos alemanes empujados fuera de la frontera para engrosar los torrentes de judíos expulsados de Austria, Danzig, y la parte del Sudetenland de Checoslovaquia, donde los amontonaban en el sur de Francia, los hombres hacia los campos de Le Vernet o Les Milles y las mujeres y los niños a Gurs. La falta de comida, ropa, alojamiento y medicinas hacía que la carrera de aquellas personas para huir a otros países se hubiera convertido en una carrera contra la muerte.
El mes anterior, la Francia de Vichy había anunciado que soltaría a miles de internos de los campos, siempre que pudieran demostrar que otros países estaban dispuestos a acogerlos. Pidió a Estados Unidos que ofreciera refugio especialmente a «judíos expulsados de Luxemburgo, Bélgica y Alemania». Pero el secretario de Estado, Cordell Hull, se negó, afirmando que «los principios básicos» de la Comisión Intergubernamental sobre los Refugiados no podía favorecer ninguna raza, nacionalidad o religión. Los judíos eran internados por ser judíos, y se les negaba asilo por ser judíos.
«Estos errores burocráticos», había escrito Harriet, son seres humanos atrapados por hojas de papel ahora encerrados en campos como Gurs a razón de sesenta por habitación. «Manden comida, ropa de abrigo, ropa interior y medicinas», decían los telegramas desde el campamento lanzados al aire siguiendo a familiares que habían salido. «Mandad comida, ropa de abrigo, ropa interior. Díselo a mi hermana. Díselo a mi primo.» Al salir los visitantes, las internas les metían pedazos de papel en las manos; diez mil mujeres esperaban noticias. Diez mil pedazos de papel.
«El Departamento de Inmigración no niega los visados —había escrito Kirchway, amigo de Frankie, en The Nation—, se limita a colocar una hilera de obstáculos.»
En Farmington, donde Frankie había ido a la escuela, había una profesora que masticaba su comida con tanta lentitud que a la niña le parecía que perdería la cabeza entre bocado y bocado, sentada a la mesa redonda, los tenedores a la izquierda y los cuchillos a la derecha y las niñas en un círculo, quietas, hablando al ritmo de la profesora, a la cabecera de la mesa, masticando y pensando y masticando. Y una noche, Frankie simplemente se había echado hacia atrás en la silla, había abierto la boca y había gritado.
«Du calme. —Frankie oyó la voz de su madre en la cabeza—. Du calme.»
Pero ahora era casi imposible no mirar lo que estaba claro que sucedía en Europa. Los judíos vivían un permanente e incesante pogromo. Y el aristocrático hábito de desviar las fuertes pasiones o críticas hacia aguas más tranquilas, para reflexionar, evaluar, pertenecía a la generación de su madre. Estupendo para la señora Dalloway, imposible para la señora Woolf. Un escritor, un escritor de verdad, en posesión de una noticia se lanzaba de cabeza a sus rápidos, con los ojos dentro del agua, chapoteando hacia el centro para poder verla lo más de cerca posible. Para ver así, había que aceptar el hecho de la crueldad pura y simple. Los alemanes, al fin y al cabo, estaban reuniendo a los judíos en campos y guetos y sencillamente los dejaban morir ahí. Si Frankie podía explicar esa noticia, si podía contarla tan bien como Murrow contaba el Blitz, podría trasladar a los judíos y su horror a las primeras páginas; podría convertir lo que ahora estaba enterrado en detalles, lo que se podía calificar de azaroso y no intencionado en una visión narrativa completa.
—No me gusta lo que le ha pasado a tu voz, Frankie, querida —había dicho su madre por teléfono la semana anterior—. Parecías…
Se oyó un silbido largo en el teléfono, el vasto silencio del mar entre ella y su madre de pie en el pasillo de la casa familiar.
—¿Cómo, madre?
—Desesperada.
—Así es.
—Vuelve a casa, cariño —dijo su madre, finalmente—. Vuelve a casa y descansa.
Esa noche la luna era de color rojo y los incendios se reflejaban en el helado Támesis. Aunque para entonces ya estuviera muy acostumbrada a fijarse en los detalles, la descripción ya no parecía suficiente. «Lo único que he hecho —Frankie casi subió corriendo la escalera hasta donde estaba Murrow— es pintar imágenes vivas del mundo. Imágenes del Blitz. En cambio, la historia de Harriet crece.»
Se paró frente a la puerta abierta del despacho de Murrow.
—Frankie.
El hombre se levantó y dio la vuelta a la mesa para ir hacia ella, mientras le indicaba que se sentara. Ella sonrió a modo de saludo y se sentó. Sobre la mesa, un New York Times de dos semanas atrás estaba doblado tres veces al lado de su bocadillo. Delante de él, un cigarrillo se quemaba en el cenicero. Frankie sacó un cigarrillo y él se inclinó para encendérselo con su mechero. Ella se echó hacia delante y asintió, le dio las gracias y exhaló.
—Mándeme a Francia, señor Murrow. Se lo ruego.
Él cerró el mechero y se lo guardó en el bolsillo.
La muchacha permaneció de pie, impulsada por una prisa inquieta, pero sabiendo lo que debía parecerle a su jefe, agotada y excitable, indicó el periódico de la mesa con la barbilla.
—¿Algo nuevo?
—A ver. —Le miró y señaló el Times—. Sólo ha habido un reportaje sobre la situación de los refugiados judíos en Francia que llegara a la primera página de ese periódico. Y trataba de la respuesta del secretario Hull a los franceses. Todo lo que proponía Harriet iba a parar a las páginas centrales. ¿Por qué no llegan los artículos? ¿Por qué no lo ven?
—¿No ven qué, Frankie?
—Empezando en España —Frankie encontró el tono que buscaba—, los años de guerra en Europa han desdibujado la frontera entre campo de batalla y hogar, destruyendo pueblos, obligando a la gente a huir, personas que huyen de su casa, de España a Francia. Ahora añadámosle a los judíos expulsados por los nazis, y lo que tenemos es una marea de personas diseminadas por Europa y ahora atrapadas en el sur de Francia, donde esperan, de espaldas al mar.
—Sigue.
—Los refugiados de guerra son una noticia que todos conocemos. Pero ¿quién está realmente en esos campos y por qué? ¿Por qué están allí? ¿Han hecho algo? He oído a gente que hablaba de esto como si existiera una razón. La gente corriente se niega a prestar atención porque cree que no puede ser cierto que sencillamente expulsen a la gente dándole sólo veinte minutos para abandonar su vida, sin poder llevarse dinero, para afrontar una burocracia que insiste en los documentos, el dinero y las posesiones. No puede ser cierto, piensa el mundo civilizado, porque sería una locura.
Le temblaba la voz. Se metió las manos en los bolsillos y se inclinó hacia delante.
—¿Y si en mi país la gente pudiera oír sus voces? Haríamos que los refugiados fueran reales. Conseguiríamos que las historias de las personas atrapadas… —Se atragantó—. Maldita sea.
Sonrió para alejar las lágrimas que se le formaban en los ojos.
—Está bien —dijo él.
—¿Bien? —Apartó el pañuelo que él le ofrecía y se secó los ojos con las puntas de los dedos—. ¿Bien? —repitió, casi riendo, y entonces se rindió y se tapó la cara con las manos.
—Es duro —aseguró Murrow, en voz aún más baja.
—Me gustaría terminar lo que Harriet empezó, contar esa noticia, entera.
Él asintió.
—¿Y qué harías con ella?
«Dejar de buscar excusas», pero no lo dijo.
—¿Qué están haciendo en casa, Ed? ¿Qué hace la gente, por el amor de Dios?
—Vivir su vida.
—¿Cómo pueden hacerlo?
Él no contestó y Frankie supo que acababa de subir a un barco que se alejaba de la costa.
—En aquella primera semana, Ed, ¿lo recuerdas? Recuerdas a todas aquellas personas, miles de ellas, en el East End con sus maletas, haciendo cola, esperando, por el amor de Dios, que los autobuses los llevaran lejos de South Hallsville School, que los llevaran a otras partes de la ciudad, a lugares seguros.
Ed asintió.
—Con sus casas bombardeadas, les prometieron transporte para salir de allí y les dijeron que esperaran hasta que llegaran los autobuses. Y ellos lo hicieron. Y la mitad murieron la tercera noche porque los autobuses no llegaron nunca, los que habían sobrevivido a la primera noche, murieron en la tercera, porque los autobuses nunca llegaron…
—Está bien, Frankie.
Ella se puso de pie.
—Lo que quiero decir, Ed, es que aquí la gente se está quedando sin casa por los bombardeos. Pero parece claro que la mayoría de las personas encerradas en campos de detención están allí por ser judíos. Por mucho que los partes informativos insistan en que hay muchas nacionalidades, los refugiados son judíos. Es deliberado. Los han deportado y reunido. ¿Cuál es el plan? ¿Existe un plan? Se trata de esto. Esto era lo que Harriet investigaba. ¿No queremos averiguarlo? ¿No deberíamos descubrirlo?
Él no respondió.
—Quiero conseguir el reportaje que desenmascare la idea de que el horror que viven los judíos es una consecuencia normal de la guerra…
—Que vete tú a saber lo que es —interrumpió Murrow.
—Tienes mucha razón. —Frankie asintió—. Pero esto no son bajas aleatorias. Es anormal. Es un pogromo.
—Sigue —dijo él al cabo de un momento.
—Déjame ir. Déjame grabar sus voces, como el programa «Niños que llaman a casa» de la BBC. Podríamos llamarlo «Voces de Europa» o algo así. Una emisión de personas corrientes que hablan. Que hablan y son reales. Reales como las personas al otro lado de la radio: la voz de la guerra, personas en campos de internamiento intentando huir de la guerra, tan auténticas como las bombas, y sólo son personas. ¿No ha sido siempre ésta nuestra noticia?
—¿En inglés? —Murrow era escéptico—. ¿Cómo te las vas a arreglar con los idiomas?
—Hablen lo que hablen… hablan. Están vivos. Y son reales, incluso quizá más si hablan en otro idioma. Sus voces lo transmitirán a los oyentes. Y cada día mueren de quince a veinticinco más en lugares como Gurs.
Esperó. «No creamos opinión —la había aleccionado Murrow el primer día—, contamos lo que hay para contar. Nuestra misión no es convencer. Sólo ofrecer las noticias con honestidad. De una persona a otra. Y cuando no hay noticias, se dice y basta. Las noticias no son un ambiente» (aunque hubiera estantes de discos en Broadcasting House que se utilizaran exactamente para eso: grillos y cantos de pájaros, el sonido del Big Ben, y casi sesenta grupos en un disco dedicado a «Falsa Alarma: Voces alegres con tintineo de tazas de té»). Ahora las noticias de guerra eran en directo: las voces de los locutores, el micrófono en la azotea grabando los bombardeos y la conversación entre locutores en el preciso momento del Blitz. El mundo podía oír la guerra como si nos arrancaran a todos hacia el fuego.
Murrow sacudió la cabeza.
—Es demasiado difuso, poco concreto. Sobre todo si las voces no se traducen. Serán sólo sonidos. Voces sin una historia. La gente necesita saber por qué está escuchando y qué se les pide que escuchen.
—¿Porque si no no lo entenderán?
—No escucharán. —Se estaba impacientando—. Tienes que centrarte, Frankie. Tienes que centrar la atención de la gente en lo que quieres que escuchen.
—Pero…
—No es noticia. —Murrow había acabado—. Y te necesito aquí.
Ella le miró descorazonada, pero se puso de pie.
—De acuerdo, jefe.
—Sales dentro de cinco minutos —gritó el técnico cuando la vio salir del despacho de Murrow.
—Como si no lo supiera.
Saludó con la mano, aguantando el tipo hasta que empujó la puerta del servicio de señoras, donde se rindió por fin y sollozó, con la frente apoyada en las frías baldosas. Y cuando acabó, se apartó de la pared, abrió el grifo y acercó la cara a las manos llenas de agua y se mojó la cara.
«Hay muchos partes positivos», empezó a decir unos minutos después, cerrando los ojos al micrófono, a la lámpara de techo, a Tom, al técnico de sonido, sentado detrás del cristal frente a ella, y se imaginó a su madre como hacía siempre, escuchándola con los oídos bien abiertos.
«Hay muchos partes positivos de Europa que llegan hasta nosotros. Han pasado unas pocas semanas desde que el señor Laveley propuso la V como signo de la victoria para unir a los pueblos de Bélgica, Francia y Holanda, y nos han dicho que el símbolo ha aparecido, por lo visto, por todas partes. Pintada con tiza en las paredes de los establos, en el asfalto de la ciudad, en los lados de los camiones que circulan por los pueblos, la V resiste. Si la borran, reaparece unas horas después. Como un dedo fantasma, señalando. El signo, siempre el mismo, repetido infinitas veces, está ahí para recordar al soldado alemán destinado allí que está rodeado. Y las paredes hablan: os observamos, estamos esperando que caigáis. Por toda Europa, la V silenciosa e invisible proclama las voces de los que no pueden hablar, afirma la presencia de las personas sometidas.»
Frankie calló un momento infinitesimal, el latido del silencio que transportaba mejor las palabras.
«Anoche me encontré de nuevo en el suelo, boca abajo, contra la acera, para protegerme de una bomba que cayó cerca. No se destruyó nada muy cercano pero el ruido fue ensordecedor y después de una bomba siempre hay tres o cuatro segundos que estás demasiado tembloroso para levantarte. Al cabo de un rato, me levanté, primero de rodillas, y después, lentamente, me puse de pie. Al otro lado de la calle, dos niños, de unos diez años, también se levantaban del suelo y se afanaban intentando hacer retroceder a su asustado caballo para sujetarlo a su carro de reparto. “Vamos —le susurraban, llorando, y secándose las lágrimas con la manga—, vamos”, decían los niños acariciando al animal y murmurando palabras tranquilizadoras, aunque no podían dejar de sollozar. Y lentamente, muy lentamente, el animal se calmó y se enderezó. Gimoteando, los niños montaron en el carro, hicieron chasquear la lengua, sacudieron las riendas y siguieron calle abajo.»
Iris se había quedado quieta frente a la radio del estante de la sala de clasificación de la oficina de correos, sobre el calientaplatos y el hervidor.
«Esperando y observando. Llorando sobre la manga, no son los rasgos de los héroes, ni Ulises, ni Eneas, ni Josué. Piensen en Penélope. Piensen en todas las mujeres que a lo largo de los años han observado y esperado, pero que, como los niños del caballo, lloraban y se levantaban y seguían, y comprenderán un poco a los héroes que hay aquí. Los ocupados, los bombardeados y los muy, muy valientes. Les ha hablado Frankie Bard, desde Londres. Buenas noches.»
Iris buscó la manilla de la puerta y la giró poco a poco hacia la derecha. Normalmente no le gustaba el sonido de la voz de esa chica, no le gustaba el tono subyacente que siempre parecía transmitir, como si tuviera la verdad en sus manos y los demás debieran prestarle atención por su propio bien. Aun así —Iris se apartó de la radio y cruzó los brazos— estaba bastante segura de que la chica de la radio acababa de redefinir la esencia de los héroes. Miró la caja negra especulativamente. Sí, estaba segura de que eso era exactamente lo que había hecho la señorita Frankie Bard.