«Buenas noches», decía la gente a Emma en la calle. «Buenas noches», y después otra vez «Buenos días». Todo el mes, después del funeral de Maggie, después de que Will volviera a trabajar, día tras día todos habían sido muy amables en el pueblo, muy amables; éstas eran las palabras a las que Emma no paraba de dar vueltas en su cabeza, envolviéndola como un amortiguador. Una noche, Emma se inclinaba para coger la maicena y las mujeres, en el otro pasillo del supermercado, no la habían visto.
—He visto a la niña —decía Marnie Niles a Florence Cripps.
Emma se volvió.
—Es una monada, ¿no? —comentó Florence.
—Jim Tom parece llevarlo bien.
—Estoy segura de que Will se culpa a sí mismo —suspiró la señora Cripps.
—Bueno, hasta los mejores médicos tienen sus pequeñas tumbas.
Sin decir nada, Emma pasó junto a las dos mujeres y cruzó la puerta del supermercado, ignorando las voces que la llamaban. Caminó las tres manzanas por la calle oscura para ir al encuentro de Will. Pero no había luz en la enfermería y, cuando llegó, vio un rótulo con la letra pequeña de él, colgado de la puerta. «Vuelvo mañana», decía. Sólo eso. Con los ojos llorosos, se encaminó a su casa.
La mañana que Maggie murió, él había llegado a casa y ella había corrido a recibirlo, tan contenta de verlo que no había pensado que su cara pálida significara nada que pudiera herirla. Al principio sólo pensó que estaba agotado por la larga noche pasada atendiendo a Maggie, pero entonces vio que la abrazaba con desesperación.
—¿Qué ocurre? —preguntó Emma, empezando a asustarse y apartándose para mirarlo al rostro.
Él sacudió la cabeza.
—¿Qué? ¿Qué sucede?
Se apretó más fuerte contra él.
Él se echó a llorar sobre su cabello, y ella lo apretó más fuerte, dejando que sus lágrimas resbalaran del pelo a su frente, intentando imaginar qué había ocurrido.
—¿El bebé? —susurró finalmente—. ¿Le ha ocurrido algo malo al bebé?
Él la estrechó más fuerte.
—¿Will?
—No. —Siguió llorando sobre su pelo—. Maggie.
—¿Maggie?
No comprendió lo que le decía.
—He perdido a Maggie.
Ella se apartó.
—No lo entiendo. ¿A qué te refieres?
Pero el corazón le latía con fuerza en el pecho.
—Maggie está muerta. La he perdido.
—No, no es verdad —dijo ella rápidamente—. No es verdad, Will. No has sido tú. Tiene que haber pasado algo. No has sido tú.
Él no contestó.
—¿Will?
—No he podido detener la hemorragia.
No parecía darse cuenta de que ella había vuelto a abrazarlo. Le acarició la cara.
—Tranquilo —susurró. Él cerró los ojos—. Tranquilo —dijo apaciguadoramente.
Él la escuchaba, y Emma casi pensó que se había dormido, cuando él levantó la cabeza y la sacudió como si hubiera tomado una decisión.
—No importa.
Las manos de ella se detuvieron sobre sus mejillas.
—¿Qué no importa?
Él le cogió las manos y la hizo sentar a su lado.
—¿Qué no importa? —repitió ella.
—Nada de esto.
—¿A qué te refieres?
Él calló.
—Respóndeme, Will —dijo Emma con vehemencia—. Mírame.
La expresión con la que la miró estaba tan llena de angustia que Emma estuvo a punto de ponerle la mano en la boca para impedir que respondiera.
Entró en casa y se quitó el pañuelo lentamente, lo dobló poco a poco y lo dejó sobre el banco. La radio estaba puesta —Will siempre la tenía puesta ahora—, pero era difícil distinguir las palabras. Se quitó el sombrero y lo dejó sobre el pañuelo doblado. Por último, se quitó el abrigo y lo colgó en el perchero. Cuando llegó al umbral de la sala, Will levantó la mano.
«Tuve mi primera visión de la gente en un refugio subterráneo —decía el hombre—, en la gran estación de metro de Liverpool Street. Eran sobre las ocho de una noche sin bombardeos, y no sé por qué pensé que aquella noche no habría nadie allí abajo, o que, si había alguien, sería invisible o algo parecido, porque no estaba emocionalmente preparado para ver a personas, cientos de personas, en los bancos de las paredes, como si estuvieran sentados o echados en un asiento largo de tranvía. Y a medida que avanzábamos los cientos se convertían en miles. La gente levantaba la cabeza al vernos pasar con nuestra ropa buena y nuestros sombreros evidentemente norteamericanos. Tuve una horrible sensación de culpa caminando por allí, sentí vergüenza de estar allí, mirando. Un edificio bombardeado parece algo que ya has visto, como si hubiera sido golpeado por un huracán. Pero la visión de miles de personas pobres y sin oportunidades, echadas en posiciones extrañas, apoyadas en el frío acero, con toda la ropa puesta, acurrucadas en mantas, con luces brillando en los ojos, respirando aire fétido, en un lugar subterráneo, como conejos, sin pelear, sin enloquecer siquiera, simplemente inofensivos, flagelados, esperando débilmente…»
—¿Has oído? —preguntó Will desde la puerta.
—¿Qué?
Emma lo observó y después miró cautelosamente hacia la radio.
«Gracias, señor Pyle —dijo la radio—. Es todo, desde Londres.»
—¿Has oído? ¿Has oído cómo es? Cada día es peor. Necesitan nuestra ayuda. Les faltan médicos.
«Y en Washington esta mañana…» Una voz práctica penetró en la estancia.
Will cruzó la habitación y apagó la radio.
—Tengo que ir.
—¿Ir? —preguntó ella desesperada—. ¿Ir adónde?
—A Londres —dijo él, como si fuera la cosa más sencilla del mundo.
—Will —repuso ella en voz baja, con miedo a hablar más fuerte, con miedo a alzar la voz—. Tú eres el médico. No puedes irte.
—Está Lowenstein.
—Está jubilado.
—Es un buen médico. —Will levantó la barbilla—. No cometía errores.
—Oh. —Vio lo que estaba haciendo, el funesto cálculo—. Tú por Maggie.
Él sacudió la cabeza, excitado.
—Tú misma lo dijiste el mes pasado. Tú misma lo dijiste, tenemos que hacer algo, ¿te acuerdas del niño?
—¿El niño? —Cerró los ojos. Su ardor la quemaba como una fiebre—. ¿Qué niño?
—El que perdió a su madre. El niño que la chica de la radio acompañó a casa. Estaba solo en el mundo. Y recuerda lo que dijiste, querida. Lo que está ocurriendo allí está ocurriendo ahora mismo. Ahora mismo ese niño podría estar vagando por ahí…
—¡Basta! —gimió Emma, abriendo los ojos, angustiada.
El peligro nunca había sido el reclutamiento, había sido Will. El propio Will.
—Cariño, allí hay personas que necesitan ayuda, que necesitan otro par de manos, y yo puedo ofrecérselas. Éste es el trato. Esto es lo que decías sin decirlo. Cuando sabemos que hay personas necesitadas, ahora mismo, en el mismo aire que nosotros respiramos, no podemos mirar a otro lado. No es algo abstracto. Debemos ir. Esto es humanidad. Todo este asunto depende de ello. Los seres humanos no miran a otro lado.
Ella le observó. Qué poco lo conocía, qué poco lo había llegado a conocer al fin y al cabo.
—Puedes disfrazarlo cuanto quieras, Will, pero no necesitas ir. No necesitas demostrar nada. Lo que sucedió aquí no fue culpa tuya —insistió—. Lo que haces no tiene sentido.
—¿Sentido? —Se levantó de un salto—. Es lo único que tiene sentido, maldita sea. Lo que le ocurrió a Maggie fue la prueba.
—¿La prueba de qué?
Él no respondió.
—¿Qué prueba, Will? —Apenas podía respirar—. ¿La prueba de qué?
El fantasma de su padre —no, ni siquiera su fantasma—, allí estaba su padre, en carne y hueso, sentado en una de las sillas de la cocina, con el pelo blanco cuidadosamente peinado y engominado, oliendo a ginebra. Totalmente inofensivo, excepto para su familia.
Will no contestó. Y su padre lo miró y sonrió con su habitual sonrisa apagada. Vencido.
—Mi padre era el dueño del banco del pueblo y lo perdió. —Calló y sacudió la cabeza—. Peor que eso. Mi padre era el dueño del banco, pero cuando lo perdió… cuando los bancos quebraron en el treinta y dos, cerró las puertas y aisló este pueblo durante tres días.
»Durante tres días, se quedó allí sentado sin decir nada. Sin salir. Y el señor Cripps y Frank Niles, Lars Black, todos los hombres que has conocido, estaban fuera aporreando la puerta. Día tras día. La mañana del cuarto día, Harry Vale y algunos más llevaron un mástil de bote de la playa y golpearon la puerta con él.
Nunca se lo había contado.
—Mi padre estaba allí sentado, con una bayoneta alemana de la Gran Guerra en las rodillas, llorando. —Will resopló—. Como si fuera un héroe del Álamo, o alguna estúpida idea que tenía acerca del deber. Acerca de proteger…
—¿Qué ocurrió? —susurró Emma.
—Absolutamente nada. Dejó el arma y salió del banco y volvió a casa, con mi madre.
Emma esperaba, tan nerviosa que no podía hablar.
—Siguió viviendo como un personaje de un libro cuyo papel ha acabado, año tras año, como si fuera un peón, con el pelo cuidadosamente peinado hacia atrás, pantalones y camisa de algodón, y oliendo espantosamente a ginebra. Debería haber muerto, debería haber tenido el valor en aquel momento crucial. Habría sido mejor para mi madre y para mí que esperar pacientemente.
—¿Esperar pacientemente qué?
Emma no se lo podía creer.
—Vida —gritó Will—. Que debería haber acabado. Debería haber terminado…
Will hizo chasquear los dedos.
Emma retrocedió.
—Quieres morir allí —dijo—. ¿Es eso?
—Qué cosa más rara de decir.
—Intento entender qué pretendes hacer —contestó ella, sintiéndose impotente.
—Quiero ayudar.
—Estás huyendo —afirmó Emma acusadoramente—. Huyes.
Él se quedó paralizado.
—¿Es eso lo que piensas?
—Sí.
Él se apoyó en la puerta de la cocina y la cruzó. Emma se quedó en medio de la cocina contemplando la puerta que oscilaba adelante y atrás, adelante y atrás, hasta que se cerró. Que se maten, que se degüellen si quieren, ¿por qué deberíamos ayudarles? ¿Por qué la vida de otras personas debía ser más importante que la de ellos? ¿Por qué Europa debería llevárselo y dejar desamparado su propio pueblo? ¿O a ella? ¿Por qué ella, que había dado ya tanto, que ya había sufrido tanto, debería dar más?
Un grito apagado surgió de entre las casas y Emma volvió la cabeza hacia la ventana sobre el fregadero. ¿Había sido un niño? Escuchó. Otra vez el grito. Quizás un niño que no quería acostarse en una de las casas de los vecinos. Se apretó más el jersey. Se oyó otro grito. Esta vez mucho más cerca. Y entonces vio el cuerpo blanco pasando frente a la ventana, volando, con el pico afilado abierto y gritando mientras surcaba el cielo apagado. Una gaviota. Había sido el grito de un pájaro. Se estremeció viendo cómo desaparecía el punto blanco en el cielo gris, enfadada por haberse dejado engañar.
Cruzó la puerta de la cocina y salió al pasillo. Él estaba sentado a oscuras en el salón, apoyado en los cojines de su madre.
—¿Will?
—Seis meses —susurró él—. Estaré en casa en verano.
Emma le miró un buen rato antes de que sus labios se separaran para responder. ¿Qué podía decir? ¿Qué le detendría? Ya se había ido.
—De acuerdo —dijo en voz baja, lentamente.
Tres semanas después había recibido la respuesta del City Hospital de Londres. Estarían encantados de contar con su ayuda. Seis semanas después tenía el billete y los documentos. Al final fue muy poco lo que metieron en las maletas. Y cuando llegó la última mañana, Will alargó la mano y la puso sobre el pomo de la puerta y la abrió como si fuera cualquier puerta. El frío sol invernal penetró como un cuchillo en el vestíbulo. Emma apretó el monedero contra el pecho y salió, pasando por su lado.
—Espera —dijo él, y tiró de ella hacia dentro—. Dame un beso dentro, aquí. —Ella le miró. La atención de él estaba concentrada en el salón, como si quisiera recogerlo en una manta y echárselo al hombro, llevárselo. Emma apoyó las manos en su abrigo y cerró los ojos sintiendo en las manos la solidez de los brazos de él dentro de las mangas—. Adiós —susurró él.
Ella se deslizó en sus brazos y después se apretó aún más contra él y le rodeó el cuello con los brazos, estrechándolo con fuerza. «Dios», la palabra repicaba en su cabeza, tenía la garganta demasiado cerrada para hablar… «Dios. Dios. Dios. Dios. Mira hacia abajo.»
—Demuéstramelo, Will —dijo con la cara pegada a su abrigo.
—¿Qué? —murmuró él.
—Demuéstrame que la gente sigue viva.
—Ya lo verás —dijo sobre su pelo y la soltó.
Salieron de la casa. Por encima de ellos las gaviotas buceaban en el día azul frío y brillante. Emma se acurrucó cómodamente contra el brazo de Will. La mano de él se apoyó en el cinturón del abrigo de Emma, y con la otra le cogió la mano; caminaron cogidos de la mano como si patinaran. Él no la miraba, pero ella sentía su cadera contra la suya mientras tiraba de ella Yarrow Road abajo.
Emma deseaba hacer que todo retrocediera. Sin tiempo, sin pueblo. Nada más que sus manos y el ritmo de sus pasos. El cielo parecía combarse, enroscándose como un gato. Era una mañana templada, como sucede a veces, como si mayo se hubiera infiltrado silenciosamente en aquel día de enero. No había viento. Caminaron, y bajo el callado cielo matinal, Emma se imaginó que podía tirar del tiempo como un toffee, estirándolo y estirándolo entre sus manos hasta llegar al punto más fino, el punto justo antes de la rotura, y vivir allí. Un punto en el centro del tiempo, sin ir hacia delante, ni mirar atrás. Cogidos de aquella manera, sin hablar, caminando sin un final discernible, casi podía creer que caminaban sobre el tiempo.
La calle estuvo vacía todo el camino hasta el pueblo. No había nadie a quien decir adiós. El autobús haraganeaba junto a la acera, frente a la oficina de correos. Flores tenía dificultades con la puerta del compartimento de equipajes y hubo un pequeño retraso mientras él y Will hacían palanca para abrir la manilla, pero de repente llegó el último beso y Will se fue.