Iris entró en el cine y se quedó de pie atrás hasta que sus ojos se adaptaron a la oscuridad. Estaba terminando un noticiario y filas de soldados alemanes marchaban por los campos helados franceses. Sus cuerpos se movían como marionetas y las cabezas tensamente erguidas giraban de izquierda a derecha al entrar en la pantalla. Al estar Iris de pie, los soldados marchaban hacia ella al nivel de sus ojos y tuvo la sensación de ser arrastrada por una multitud.
—¡Malditos alemanes! —gritó alguien.
El perfil de las personas sentadas apareció recortado en la pared de soldados que seguían desfilando, las subidas y bajadas de la cabeza y los hombros como un antiguo dibujo griego en el fondo de un jarrón. Iris dio un paso adelante hacia la sala a oscuras y eligió un asiento del fondo.
El noticiario acabó, las luces siguieron apagadas y aparecieron los créditos introductorios de la película. Iris se echó hacia delante para quitarse el abrigo de los hombros y después se acomodó en el asiento. Era una película de los años treinta, una que había olvidado que ya había visto. Pero cuando la escena inicial se desplegó con la sonora voz del narrador, recordó que ya había estado allí. Era una anticuada historia de un amor destruido por la guerra, e Iris sintió que sucumbía lentamente al encanto de los personajes, en aquella animada conversación de los actores ingleses al inicio de su historia de amor. La película pasaba frente a ella y no recordaba lo suficiente para impacientarse. De hecho, tenía la deliciosa sensación de volver a un lugar que había amado pero olvidado, como una habitación de la infancia. Los enamorados se habían casado y ahora él, el hombre valeroso, embarcaba hacia la guerra.
El corazón de Iris empezó a latir más deprisa, como si caminara por un largo pasillo con muchos giros. Había recordado qué sucedía al final de la película, pero no recordaba con claridad cómo se llegaba hasta allí. El hombre estaba atrapado tras las líneas enemigas. Estaba rodeado, y ahora lo llevaban frente al comandante. Iris se sentó erguida. Ahora se acordaba. Se acordaba de todo, y la ansiedad de lo que iba a suceder hizo que su corazón latiera aún con más fuerza. No saldría vivo, no. No saldría vivo, y la razón de que no saliera vivo era que nadie vería su señal, la bengala que había lanzado al cielo antes de su captura. Había lanzado su bengala, había visto el arco blanco y brillante en el cielo, y había caminado con la cabeza alta gracias a la fe que tenía en que alguien vería su señal. Sabía que sus hombres estaban a pocos kilómetros de distancia.
Pero lo que no sabía, lo que no podía ver: era eso lo que Iris no podía soportar. Casi se levantó para marcharse. Casi. Había olvidado ese horror central en esa hermosa película que se abría como una flor. Había olvidado que los hombres, sus hombres, estaban muertos. «Corre», deseaba decir Iris a la pantalla. «Corre», deseaba decirle, viéndole caminar altivamente sin mirar atrás. «Estás solo. No queda nadie para salvarte. Corre.»
Pero la historia no le salvaría. Los hombres estaban muertos y sólo ella y los demás espectadores lo sabían. Mientras lo veían todo sucediendo ante ellos, sentían el terror de lo que sabían y el miedo de lo que sentiría él en cuanto comprendiera. Estaba solo, lo sentían. Y la aflicción. Observar con impotencia, pensó Iris, era la peor parte. Pero también ver la pauta. Ver la terrible e inexorable pauta: los muertos y los moribundos, y la conciencia de que podría haber huido, pero no lo hizo. Cogió el camino equivocado. Tomó la decisión equivocada. Y murió.
Se encendieron las luces con la música resonando con fuerza en el ambiente. Iris miró enfrente, sin querer ver a las demás personas que se movían alrededor de ella. Se quedó en el asiento hasta que pasó el último fragmento de película y la bobina chasqueó detrás de ella. Entonces volvió la cabeza y, seis o siete asientos más allá, vio a Harry Vale.
Se ruborizó. Creería que lo había seguido hasta allí, que se había quedado en los escalones del porche mirando adónde iba. Pero no lo había hecho, pensó con indignación. Había terminado su trabajo y después había ido al cine. ¿Por qué tenía que estar él también allí? Tal vez no la había visto. Intentó no moverse ni llamar la atención. Había un pasillo al lado de él y podía ponerse de pie, en cualquier momento; no tenía por qué mirar hacia allá. Que se levantara y se marchara. Decidió esperar a que se marchara y se echó hacia delante como si tuviera que recoger algo del suelo. Cuando se incorporó él estaba de pie mirándola.
—¿Has perdido algo?
—No, yo…
Él asintió. Ella estaba medio sentada en la silla, con el abrigo a medio poner.
—No pensaba encontrarte aquí.
—¿Y eso por qué?
Él se encogió de hombros y aquella sonrisa volvió, como la sonrisa de un oso.
—Una película de guerra.
—No trata de la guerra —dijo ella, con demasiada rapidez.
—Nunca lo habría dicho.
Iris pasó el brazo por la manga del abrigo.
—Quiero decir que no creo que la guerra sea lo más importante.
Él la miró mientras se ponía la otra manga y sacaba el pañuelo.
—¿Qué es lo importante, pues?
Avanzó a través de los asientos que los separaban.
—El que no haya nadie allí al final.
Él no dijo nada, pero ya estaba de pie a su lado. Iris se ruborizó.
—Ya veo que no estás de acuerdo.
Él sacudió la cabeza.
—No. Al final no hay nadie allí.
—Exceptuando a Dios —se corrigió Iris, más para sí misma que para él.
—Dios —repitió él, sin entonación, como podría haber dicho «taburete» o «alfiler».
—Lo dices como si no creyeras que Dios estaba allí.
—No. Dios estaba allí, seguro.
Olía a Old Spice y a grasa de eje y una de sus manos descansaba en el respaldo del asiento frente a ella con tanta gracia, tanta informalidad, que la hizo sentir inconmensurablemente feliz.
—Sé que Dios está. Cada vez que detecto un error en el trabajo, sé que está. Si no, ¿cómo lo habría visto?
—Porque haces bien tu trabajo.
—Pero… —sonrió, casi flirteando—, ¿por qué soy buena?
Se levantó del asiento y se dio la vuelta para salir del cine. Las luces tenues en los apliques de pared eran tan apagadas como la claridad de las velas. Le oía detrás de ella.
—¿Te acompaño a casa?
—He venido en bici.
No hizo ningún comentario, y sin saber si había dicho que sí o que no, Iris cogió la dirección de la oficina de correos. Él la siguió. Las voces y las risas de otras personas rebotaban en la oscuridad, y ráfagas inconexas de conversaciones iban y venían como el fuego. Cruzó los brazos con el bolso colgando de un codo.
—Hermosa noche.
—Sí.
Sonrió para sí misma y estuvo de acuerdo, una vez más.
En el exterior, entre los demás, el hecho de que los dos caminaran uno al lado del otro dejaba claro que caminaban juntos.
—Hola, Joe.
—Hola —dijo el otro hombre al pasar con la bicicleta.
—¿Adónde irá a estas horas de la noche?
—Noche de pesca, imagino, con alemanes o sin ellos.
—Los alemanes —dijo Iris con firmeza— están bombardeando a los ingleses.
Él volvió la cabeza y la miró, pero Iris no pudo entender la expresión de su cara. La miró y después apartó la cabeza y por un instante muy breve Iris volvió a sentir que quizá la habían evaluado y no había aprobado. Los rayos de la rueda de la bicicleta chasqueaban entre ellos al girar.
—En fin, no permitirán que lleguen tan lejos.
—Tengo una cosa clara de ti —dijo Harry de buen talante—. Tienes una fe enorme en Dios y en el gobierno.
—Trabajo para el gobierno —observó Iris, aliviada por el tono de él.
Tal vez no lo había decepcionado.
—A eso me refiero.
Iris lo miró y vio que sonreía. Sacudió la cabeza.
—¿A qué te refieres?
—El gobierno no es más que un puñado de seres humanos como tú y yo.
—Con un plan.
Él silbó.
—¿Quién ideó ese plan?
—Las personas de arriba —contestó ella rápidamente—, que tienen una visión general de la situación. Personas que prestan atención, que saben. Es su trabajo.
—Como tú.
Se apartó para dejar pasar un grupo, pero ella continuó caminando, deseando que entendiera lo que decía, deseando que lo captara.
—No se parecen en nada a mí —repuso enérgicamente cuando le oyó a su lado otra vez. Había ladeado la cabeza para oírla y su brazo estaba justo debajo del codo de ella cuando dijo—: Me pagan para que esté atenta a los accidentes, a las averías de la maquinaria. Mi trabajo es impedir que el sistema descarrile.
—¿Y cómo diablos piensas hacer eso?
—Presto atención —dijo ella firmemente—. Todo el tiempo. Vigilo. Es mi trabajo.
Él soltó una risita en la oscuridad.
—Estás un poco loca, ¿no?
—Eso depende… —le sonrió— de cómo estés tú.
—Hola, Frank. Hola, Marnie.
Harry se había parado de golpe.
Iris tragó saliva y saludó a la pareja que tenían delante. Marnie Niles iba envuelta en un abrigo largo, al lado de su marido. Dio una palmadita a la mano de Frank, que descansaba sobre la cadera de ella. Harry y la cartera, decía aquella mano. Vaya por Dios. El corazón de Iris chisporroteó.
—Hola, Harry. —Frank Niles sonrió—. Señorita James.
Harry saludó con la cabeza. Iris se quedó quieta a su lado sintiendo que habían apagado las luces.
—¿Adónde vais vosotros dos?
—Acompaño a Iris a casa —contestó Harry rápidamente, y se volvió a mirarla, esperando.
La esperaba a ella. Iris asintió, porque no confiaba suficientemente en sí misma para hablar. Los párpados de Marnie bajaron un poco, como si hubiera visto una señal.
—Hasta luego —dijo Harry.
—Adiós —dijo Marnie.
Iris bajó de la acera detrás de Harry. Caminaron en dirección contraria, alejándose de las luces del pueblo, donde el brazo de tierra se enrollaba en un puño, y emprendieron la suave subida de Yarrow Road hasta la casita de Iris. Tras un largo tramo en silencio, oyeron unos pasos delante, sobre el asfalto, aunque la luz de la bicicleta de Iris no captó nada más que el seto oscuro y los escaramujos, negras bolas suspendidas. Apareció un hombre en la luz.
—Otto —dijo Harry.
Sobresaltado, el alemán levantó los ojos del suelo; parecía no haber visto que los otros se acercaban, ni la luz. Se apartó del haz de luz y fue hacia ellos.
—Harry —dijo y saludó a Iris con la cabeza.
—¿Estás bien?
—Sí, sí, sólo daba un paseo.
Volvió a saludar con la cabeza.
—De acuerdo, Otto. —Harry dio una palmadita a Otto en el hombro—. Buenas noches.
—Buenas noches.
Los pasos del hombre se oyeron detrás de ellos en la negra oscuridad. Iris se preguntó cómo podía ver la carretera con aquella oscuridad.
—Creo que pasea por aquí casi todas las noches.
Harry se puso a caminar otra vez.
Iris dio un empujón a la bicicleta.
—¿Por qué?
—Viene al risco para mirar hacia Francia.
—Dios santo —jadeó Iris.
La mano de Harry encontró la de ella sobre el manillar de la bicicleta y se cerró encima. Así sin más, pensó ella asombrada. Siguieron caminando sin decir palabra. Dejó caer la mano del manillar y caminaron cogidos de la mano; cuanto más lejos estaban, más silencioso estaba y más claro tenían que habían llegado. Así era cómo empezaban estas cosas. Con tan poco.
Y entonces, muy suavemente, él se detuvo y se volvió hacia ella, apoyando una mano otra vez en la bicicleta de modo que la mantenían de pie entre los dos y tiró de ella hacia él y ella tuvo que moverse un poco para acercarse, quizás era un pelo más alta que él; cuando sus labios se encontraron tuvo que inclinarse ligeramente para encontrarlo. El beso fue suave al principio, sus labios contra los de ella educados, una introducción. Después fue como si hubiera decidido algo, porque la atrajo con más fuerza hacia él y la apretó, y en la oscuridad, con los ojos cerrados, sencillamente ella traspasó una puerta hacia aquel lugar blando y húmedo rodeado por un hombre, besada y besando, y podría haber estado en cualquier parte, pensó, cualquiera, si aquel hombre la besara en la oficina de correos, entraría encantada en el círculo y se abandonaría una y otra vez hasta encontrar ese lugar en la oscuridad, esa abertura amplia y húmeda.
Se besaron un buen rato, y cuando se separaron, Iris se dio cuenta de que seguían en medio de Yarrow Road, y que tenía la mano entumecida de frío sobre el manillar de la bici. Se la metió en el bolsillo, dejando caer la bici contra su cadera.
—¿Te apetece un té?
—Sí —dijo él, y volvieron a caminar, como si nada hubiera ocurrido, se maravilló Iris.
Ahora tenían todo el tiempo del mundo, porque sucedería. Eso sucedería. Nunca se había sentido tan libre. Así era cómo empezaban esas cosas. Tan poco. Se volvió y le sonrió en la oscuridad. Caminaron otra vez lentamente.
Frente a la casa de pescadores de Jim Tom y Maggie Winthrop, alguien estaba sentado en los escalones; la brasa roja de un cigarrillo perforaba la oscuridad.
—Buenas noches —dijo una voz.
—¿Quién es? ¿Jim Tom?
—Sí.
—¿Va todo bien?
—Maggie está de parto.
—¿Y todo va bien?
—Sí. Will Fitch está con ella.
—Pues buena suerte.
—Sí, gracias.
Caminaron en silencio el resto del camino colina arriba, las luces de Franklin detrás de ellos como un racimo bajo de estrellas, los contornos de las tejas de las casas que pasaban brillando con un color violeta bajo la media luna. La luz del porche estaba encendida en la casa de Fitch, oscureciendo más aún la hilera de casitas de veraneo, la última de las cuales era la de Iris, la única que el dueño, el señor Day, había aislado del frío y en la que había instalado una estufa para sí mismo.
—De niños veníamos por aquí, a fumar, fuera de temporada —dijo Harry siguiendo a Iris al diminuto porche y después dentro.
Iris buscó el interruptor bajo la pantalla de la lámpara y la luz se encendió. A pesar de ser la casa más grande de la fila, la de Iris estaba amueblada como todas las demás. Dos mecedoras y un pequeño sofá situado «en conversación» en los extremos de una alfombra redonda en forma de gancho. Un pequeño dormitorio a cada lado del salón, y entre ellos una cocinita en la pared del fondo. Todo nuevo. Todo brillante. Nada importante, exceptuando el aire y el agua que rodaba perezosamente adelante y atrás por fuera de las ventanas ribeteadas. En todos los porches había dos sillas de madera de cara al puerto. Era justo lo que Iris quería cuando llegó, un año antes.
Sin mirarlo, fue a recoger el hervidor de agua y lo llevó al fregadero para llenarlo. El agua tosió en la tubería y finalmente salió borboteando.
—¿Quiénes?
—Frank Niles y yo… y Fitch. El padre del doctor.
Iris puso el hervidor al fuego, encendió el gas y prendió la llama. Cogió dos tazas del estante sobre la cocina y las dejó en la encimera. Se paró, apoyada en la pared de la cocina, metió la mano en el bolsillo de la falda y palpó los cigarrillos y el mechero; sacudió el paquete de tabaco para sacar un cigarrillo y se lo metió en la boca, contenta de tener una distracción.
—He oído decir que era un borracho.
—Sí —dijo Harry.
Ella lo miró. Él le quitó suavemente el mechero de los dedos y después le quitó el cigarrillo de los labios. Iris se dio cuenta de que iba a besarla otra vez, y se sintió más rara allí, a la luz, en medio de su propia cocina, de lo que se había sentido al aire libre en la oscuridad de la carretera. Él se inclinó hacia ella, apoyando las manos en la pared detrás de la cabeza de ella, y atrajo los labios hacia los de él; sin pensarlo, ella apoyó las manos en la amplia cintura del abrigo y tiró de él, tiró de él hacia ella. Bajo la boca de él, sonrió.
—¿Qué? —preguntó él contra sus labios.
Ella sacudió la cabeza. Una cosa llevaría a la otra, no tenía que pensar en nada. El hervidor silbó y él alargó una mano y apagó el fuego.
Después de un buen rato, él se separó.
—Debería dejarte —dijo.
—¿Deberías?
La besó otra vez.
—Debería —contestó sonriendo—. No quiero.
La mano de ella arrugó la tela de la chaqueta de Harry y tiró, como una niña.
—Espera.
—¿Qué pasa?
—Tengo algo.
Se ruborizó, fue a su habitación y se paró frente a la cómoda. El corazón le latía con tanta fuerza en el pecho que casi le dolía. Se había imaginado entregándole el certificado, pulcro y limpio, ofreciéndoselo con una pequeña sonrisa para que supiera que lo hacía encantada. Pero frente a la cómoda, su cara en el espejo parecía aterrada. ¿Qué pensaría él? Dudó.
—Oh, qué más da —susurró para sus adentros.
Se inclinó y abrió el cajón, metió la mano y cogió el sobre entre sus jerséis.
—Toma. —Lo sujetó delante de ella—. Quería que tuvieras esto antes de…
Él la miró, intrigado.
—¿Qué es?
—Toma —repitió ella.
Él le cogió el sobre.
—¿Me das una carta?
—Algo así.
No podía mirarlo. Harry dio la vuelta al sobre y sacó el certificado.
—¿Intacta?
Ella asintió, ruborizándose violentamente.
Él le puso ambas manos en la cintura.
—Soy un hombre mayor y roto, sabes, no soy precisamente un buen partido.
—Oh, no pretendía que… no es que quiera pescarte.
Él rió.
—No estoy intacto, ni mucho menos.
—Sólo pensaba que…
—Calla.
Le tocó la cara. Y ella supo que todo estaba bien.
Fuera había unas estrellas tan densas que no había suficiente vacío en el cielo para pasar un dedo. Harry se puso a caminar hacia la ciudad, con el cuerpo electrizado por el recuerdo reciente de la mujer que había observado tanto tiempo cayendo en sus brazos. Al cabo de unos minutos, se volvió y contó las luces de las casas que brillaban en una hilera: desde la de Bowtch a la de Fitch, hasta donde el pueblo terminaba con Iris. La imagen de ella, esa misma noche, caminando muy derecha a su lado entre la gente le pasó por la cabeza. ¿Qué había dicho? Le había parecido que su pelo olía a limones y se había inclinado hacia ella para oír lo que decía. Metió los dedos dentro del bolsillo del abrigo donde había guardado el certificado junto a su corazón, y caminó el resto del camino hasta la ciudad con la mano posada sobre el papel.
Delante de él se alzó un sonido como el de un animal atrapado en una trampa. Frunció el ceño y se quedó quieto, escuchando. El sonido se convirtió en un gemido y el gemido creció, e incluso desde donde estaba él, fuera y a seis metros de distancia, supo que era Maggie. «Dios santo.» Palideció, escuchando. «Santo cielo.» Y se volvió y se alejó tan silenciosamente como pudo de aquel ruido por la oscura carretera hacia el pueblo.