5

La tarde invernal se había aposentado y ya era casi de noche, aunque el último cielo era de color índigo sobre el agua que salpicaba contra los mástiles del viejo puerto. Maggie y Jim Tom vivían en una de las casas de pescadores, en el borde del puerto, construidas por los pescadores frente al agua para almacenar los aparejos. Eran unas cajas diminutas e inclinadas, como el dibujo de un niño de una casa, y sin ventanas, exceptuando la gran puerta doble de la fachada, que se deslizaba hacia los lados para dejar entrar las vergas y los arpones, las pesadas cuerdas y la madera para el foque. Jim Tom y Maggie se habían instalado en la casa de pescadores de Winthrop justo después de su boda, y Jim había abierto ventanas, había puesto suelo en el almacén de velas, y había prometido que tendrían su propia casa al cabo de cinco años de pesca. De eso ya hacía diez años. Pero Maggie decía que no importaba y se reía, y no le importaba. Podía mirar y ver a Jim Tom entrando en el puerto echando humo al doblar por Land’s End tras un largo viaje y ver cómo se dirigía directamente hacia ella.

Will podía ver enfrente la casa de pescadores Winthrop delante, y distinguía la lámpara encendida al lado de la cama de Maggie, pero todavía sentía el calor del cuerpo de Emma en el suyo, y a pesar de estar fuera y de que ya había pasado un buen rato, se paró y miró atrás. El perfil del tejado de su casa y de la de los Niles, al lado, era como una fortificación contra la noche incipiente. ¿Debía avisar al doctor Lowenstein de que Maggie estaba de parto? Sus partos eran largos y difíciles, había dicho el anciano médico a Will la última vez que había pasado por el pueblo, y éste iba a ser su quinto hijo en cinco años. Se encendió la luz del porche en la casa de Will. Sintió una alegría súbita y punzante. No, no era necesario avisar. Ahora él era el médico. Dio la espalda a su propia casa y caminó hacia la de los Winthrop, balanceando el maletín de médico en la mano. Jim Tom abrió la puerta antes de que Will pudiera llamar, y éste lo miró buscando indicios de preocupación en su rostro.

Pero Jim Tom ya había pasado por eso cuatro veces y, al entrar en la única y gran habitación de abajo, Will vio que había puesto una gran cazuela de agua a hervir y había preparado una jofaina. También había una tetera humeante. La casa estaba en calma, pero a punto. Jim Tom asintió con la cabeza respondiendo a la mirada de Will.

—Me lavaré aquí, si te parece.

Abrió el grifo de la cocina y dejó correr el agua sobre las manos, usando el jabón que encontró en un estante abierto en la pared, frente a él.

—¿Dónde están los niños?

—En casa de mi madre.

Will asintió y subió la escalera. A medio camino, Maggie empezó a gemir asaltada por una contracción. Will subió los escalones de dos en dos y siguió el sonido hasta una habitación construida en el cuarto de las velas colocando dos armarios uno junto al otro a modo de división. A un lado, el aparejo de generaciones de botes, cordaje, jarcias y mástiles ordenadamente apilados. Al otro lado de los armarios había una cama bajo una ventana, recién hecha, por lo que parecía, y con las sábanas muy tirantes.

Maggie estaba avanzando lentamente junto a la pared, con una mano en un costado, doblada hacia delante y jadeando, pero cuando Will se acercó a ella, le hizo un gesto para detenerlo. Su respiración era rápida y breve y avanzaba al mismo ritmo. Al final de la pared, se detuvo, se incorporó y se volvió, y se puso a caminar siguiendo la pared en la dirección opuesta.

—Qué asco —jadeó, apoyando la cabeza contra la pared.

—Un asco, sí señora —aceptó Will.

Maggie asintió, contorsionando brevemente la cara. Soltó un hondo gemido y Will vio que relajaba los hombros. La mujer se sentó en la cama, un poco pálida en opinión de Will.

—Vaya —dijo ella.

—¿Cuánto tiempo llevas con contracciones como ésta?

Dio la vuelta a la cama y le cogió la muñeca para tomarle el pulso.

La mujer tenía la frente sudorosa y el pelo húmedo pegado a las sienes.

—Hace cuatro horas.

—¿Muy fuertes?

Contó las pulsaciones guiándose con la manecilla del reloj de la mesita que sonaba agradablemente en la habitación.

—Fuertes y largas —contestó ella.

—¿Tan fuertes como ésta?

—Y no se acaban nunca. Así es como son mis bebés. Tommy, el pequeño, tardó dos días en salir.

Will la ayudó a sentarse apoyada en las almohadas amontonadas en la cama, sacudió el termómetro y se lo introdujo en la boca.

—Bueno, esperemos que el quinto salga un poco más rápido.

Maggie se encogió de hombros, y cerró la boca sobre el termómetro. Había empezado: ambos estaban en el tobogán. Pasara lo que pasara, sólo podían ir en una dirección.

—Veamos en qué fase estás.

Will le empujó suavemente las rodillas y las separó; introdujo los dedos en la vagina hasta el cuello del útero, donde sintió la cabeza, pero no la bolsa.

—¿Cuándo has roto aguas, Maggie?

—¿He roto aguas? —Frunció el ceño—. No lo sé. ¿Anteayer? Pasó algo, pero no estaba segura de qué era, fue muy poca cosa y no tuve ninguna contracción.

Will sacó la mano y con ella un olor desconocido, algo que no recordaba haber olido en ninguno de los partos que había asistido. Se lavó las manos en la jofaina de agua caliente que Jim Tom había dejado al lado de la cama; se las secó con el ceño fruncido. Se volvió y sacó el termómetro de la boca de Maggie y vio que tenía un poco de fiebre. Se sentó en un lado de la cama.

—Bien —dijo exhalando y apartando un atisbo de preocupación.

—Ay. —La mujer se levantó de la cama, con necesidad de caminar, sintiendo el principio de otra contracción. Will la ayudó a ponerse de pie y esperó con ella a que se le pasara, sin dejar de observar su respiración. Cuando remitió, ella le miró—. ¿Cómo voy?

—Seis centímetros más o menos. Todavía falta mucho. Pero lo estás haciendo muy bien.

Ella sonrió débilmente, sentándose en la cama, pero entonces alargó una mano hacia Will. Él la ayudó a ponerse de pie y se pusieron a caminar otra vez, primero hacia delante y vuelta hacia atrás.

Las gaviotas levantaron el vuelo de repente de los pilones del puerto, con un aleteo rápido como el de las manos barajando las cartas, e Iris las siguió mientras revoloteaban por el cielo al otro lado de la ventana. Cruzó el suelo de madera del vestíbulo, abrió la puerta principal y sintió una ráfaga de viento del norte. Lo más rápidamente que pudo, tiró de la cuerda del asta y la bandera se deslizó de su amarre bajando por el palo hacia sus manos.

—Buenas noches —dijo una voz desde abajo.

Iris se sobresaltó y apretó la bandera contra su pecho como si la hubieran pillado haciendo algo secreto.

—Ah, hola —dijo por encima del hombro, estremeciéndose.

Debería haberse puesto el abrigo.

—¿Necesitas que te eche una mano?

Ella sacudió la cabeza, soltando la bandera de las sujeciones de metal de la cuerda, y se giró. Harry Vale tenía un pie sobre el último escalón y una mano sobre la barandilla. Sonrió y ella le devolvió la sonrisa, avergonzada de estar por encima de él de aquella manera. Daba la sensación de que fuera muy pequeño.

—He usado tu taza.

Bajó los ojos hacia la mano de él en la barandilla, todavía con la bandera arrugada en los brazos.

—Bien. —Asintió, pero su atención fue hacia el asta de la bandera, sobre la cabeza de ella—. Sólo los últimos noventa centímetros. —Le sonrió—. ¿Me das los últimos noventa centímetros? Así quedará por debajo de la altura del tejado.

Ella recogió la cuerda y descansó la mano en la madera pintada, sin saber muy bien qué decir. Se había convertido en una especie de broma entre ellos, aunque no fuera una broma y ella lo supiera.

—Todavía no sé nada del inspector postal —dijo.

Él la miró a la cara.

—¿No te preocupa?

Iris se ruborizó.

—Es que no podemos tomar estas decisiones por nuestra cuenta.

—¿Por qué no?

Deslizó la mano por el marco de la puerta.

La pregunta la pinchó como una pequeña pero eficiente puñalada. Sintiéndose mal por ello, se dio cuenta de que estaban incómodos.

—Da igual —dijo él amablemente—. Buenas noches.

—Buenas noches —contestó ella y él se alejó.

No había ido en absoluto como a ella le habría gustado.

Cruzó el vestíbulo con la bandera en los brazos y entró en la zona del fondo de la oficina postal, cerrando la puerta con firmeza. No se podía actuar como si la oficina de correos fuera un edificio cualquiera y su asta de bandera sólo un pedazo de madera. Representaba algo. Orden. Y allí, en el centro del sistema, Iris soltó el aire, cuidadosamente. Allí detrás, los buzones abiertos se alineaban del suelo al techo, a punto para que ella los llenara. La amplia mesa de madera de clasificación estaba despejada para recibir el correo de la mañana. Si había algún sitio en la tierra por el que caminara Dios, era la sala de trabajo de cualquier oficina de correos de Estados Unidos de América. Allí, el denso caos de la humanidad estaba reducido al orden. Allí había un buzón para todas y cada una de las familias de la ciudad. Cartas, facturas, periódicos, catálogos, paquetes que tenían que mandarse a cualquier parte del mundo, ser embarcados y transportados a través del agua y de la tierra, sin tener en cuenta ni vientos ni clima, viajando hacia delante, hacia su única, pequeña y bien marcada destinación. Aquí no había Babel. Aquí, las líneas enmarañadas de las vidas de las personas se desenredaban y cada uno de los tonos de las voces inscritas en una página traspasaba la distancia. Mano tras mano los pensamientos se transmitían. Y la de ella era la mano al final.

Aun así, el amable saludo de Harry al alejarse borró parte del placer. Iris se sentó en la silla al lado de la mesa de clasificación, sosteniendo la bandera levantada por encima de los hombros para que no tocara el suelo, y la sacudió como si fuera una sábana, sujetando un extremo con cada mano. El certificado estaba perfectamente a salvo en su sobre, en su casita de la colina, entre los camisones de un cajón de la cómoda. Hacía semanas que estaba allí, desde que había ido a Boston, y cada día él iba a la oficina de correos y ella podía sentir que los lazos entre ellos se estrechaban, suspirando al estrecharse, y no tenía la menor idea de lo que debía hacer ahora.

Tuvo una visión fugaz de su madre de pie en el pasillo, camino del dormitorio de sus padres. El cuerpo de su madre, que había sido delgado pero había engordado, colgaba como muchos abrigos colgados en una misma percha. Era gruesa y fofa, pero Iris la vio reír por algo que le decía su padre desde el dormitorio, algo que Iris no pudo oír, que la volvió juvenil. Iris apareció en camisón al final del pasillo y su madre se volvió, preocupada, pero siguió caminando hacia el dormitorio… toda su atención puesta en él. En una mano tenía una bolsa de goma, como una bolsa de agua caliente, con un largo tubo saliendo de ella, y colgando del brazo de su madre. En la otra mano, Iris vio que tenía la botella de vinagre de vidrio de la despensa.

—Iris —dijo su madre—, estás soñando, cariño. Vuelve a la cama.

E Iris obedeció.

¿Cómo fue la parte siguiente? No podía imaginarlo. No podía pasar de las miradas y las sonrisas a un momento como aquél con una ducha en una mano, sin ningún fingimiento. Una mujer así, de pie y a la vista. Como una anunciación.

Dobló la bandera por la mitad, y otra vez por la mitad, después la sostuvo contra su pecho y la alisó. Todavía sujetando un extremo, dejó que el otro cayera a lo largo, formando un triángulo. Y repitió lo mismo, doblando el triángulo otra vez en un segundo triángulo. A un lado y al otro dobló la bandera hasta que quedó un único triángulo de tela dentro del cual escondió las puntas.

La luna estaba saliendo cuando Iris cerró la puerta de la oficina de correos y salió al mundo práctico, donde su bicicleta estaba apoyada contra la pared, al pie de los escalones de la oficina de correos. Se estaba formando niebla y la sirena de niebla hizo sonar su única y constante nota. Al otro lado del parque, la luz brillaba intensamente en el Mercado de Alden sobre las personas que éste albergaba. Vio a Florence Cripps en el interior. Y a otra mujer. Inclinándose sobre el mostrador para hablar con Beth, la hija del dueño de la tienda de comestibles. Parecían figuras en un cuadro, atrapadas en la luz.

Miró hacia el asta desnuda, después en la dirección por donde Harry había desaparecido, y se ruborizó. Decidió que iría al cine. No comería su chuleta de cada día en el café, no tenía hambre. No volvería a su casita de la colina.

Dentro de la casa de pescadores, las cosas no habían cambiado mucho, ni en la frecuencia ni en la intensidad de las contracciones de Maggie. El reloj de la mesita marcaba el tiempo, como dando ánimos, y los minutos pasaban mientras Maggie paseaba y dormía. Tenía razón; era un parto prolongado. Will la observaba respirar. Cuando volvió a examinarla, el cuello uterino no se había dilatado. Maggie volvió a adormilarse y Will bajó a buscar café.

—¿Cómo va todo?

Frente al fregadero, Jim Tom se volvió.

—Poco a poco —dijo Will—. ¿Quieres subir?

—Prefiero esperar aquí, gracias. —Jim Tom lo miró—. ¿Cuántos bebés has ayudado a nacer, Will?

—Quince. No, dieciséis —contestó Will bruscamente.

Jim Tom asintió.

—Entonces sabrás lo brutas que se ponen las mujeres hacia el final.

Will lo miró sin entender.

—¿No? —Jim Tom sonrió—. Bueno, quizá las señoras de Boston se muerdan la lengua.

Por encima de ellos, Maggie empezó a gemir otra vez. Will se quedó quieto y miró su reloj, controlando el tiempo de la contracción. Duró aproximadamente lo mismo que las otras, aunque ésta le pareció más sorda que las anteriores y quizás un tanto más desesperada a oídos de Will.

Will miró a Jim Tom.

—¿Eso la ayuda, tú crees?

—¿Qué?

—Hacer ese ruido.

Jim Tom sacó la barbilla.

—No lo dudes —dijo.

Will asintió y fue a la escalera. Subiendo, oyó que Maggie jadeaba y subió más deprisa. Cuando dobló por la esquina, la vio arrodillada sobre la cama de espaldas a él, sujetándose a la cabecera, con la cabeza baja entre los brazos estirados. Esperó a que hubiera terminado y entonces entró. La mujer se volvió y el médico vio que empezaba a cansarse. Sus ojos delataban la fatiga. Eso le preocupó.

—¿Cómo vas, Maggie? —preguntó amablemente.

Ella exhaló.

—Bien —respondió.

Will sacó el fetoscopio del maletín para realizar una evaluación inicial del latido del corazón del bebé, y el sonido, regular y uniforme, fue como una mano tendida hacia él desde el otro lado, un saludo.

—Ahí está, esperando —dijo Will tranquilizadoramente.

Ella asintió, resoplando para resistir la fuerza de la siguiente contracción, y mientras Will le observaba la cara, sintió una añoranza tan intensa de Emma, sus ojos apacibles en los suyos, su calma —sí, su calma—, que se levantó y paseó hasta el otro extremo de la habitación, sin pensar. Quería decírselo otra vez, con firmeza: la habría encontrado.

La primera vez que la vio en la fiesta de Navidad del hospital, hacía dos años, ella estaba mirando por el gran ventanal adornado para las fiestas con terciopelo y acebo, dando la espalda a la fiesta. Los médicos y las enfermeras que llegaban al final del turno traían consigo el aire frío, sus voces fuertes resonaban con fuerza e intensidad en la nebulosa alegría de los invitados que se marchaban. Había estado quieta unos minutos y su concentración hacía que lo demás pareciera insignificante en la sala. Desafiándose a sí mismo, fue hacia ella. Si se volvía antes de que llegara, podría verla sin necesidad de hablar con ella. Si seguía mirando así, de espaldas a él, le ofrecería algo de beber.

Pero Emma se apartó de la ventana sin volverse, y tropezó con él. Por un instante él sintió el cuerpo de ella contra el suyo y olió la fragancia a limón que desprendía sus cabellos. Ella se apartó y se volvió, con la cara sonrosada.

—¡Lo siento!

—Yo no. —Sonrió y le ofreció la mano—. Will Fitch.

—Sí.

Le estrechó la mano y la soltó enseguida.

—¿Se divierte?

Entonces le miró a la cara, con una pequeña sonrisa en los labios.

—No —contestó—. Ni hablar.

—¿Por qué no?

—Es Navidad —dijo ella.

—Ya —dijo Will, advirtiendo la suave línea de la barbilla que ladeó al mirarlo.

No tenía la menor idea de qué decir.

—¿No le gusta la Navidad? —tanteó.

Ella sonrió más abiertamente, aunque con cierta timidez.

—No.

—¿Cómo es eso? Si me permite la pregunta.

Ella no contestó. Se apoyó contra la pared. Al cabo de un minuto él se dio cuenta de que no le respondería. Desvió la mirada.

—Veo que sí le importa la pregunta.

Ella le miró a los ojos.

—No le conozco.

Él se animó enseguida.

—Por supuesto. Perdóneme.

Ella se volvió y miró hacia la sala.

—No soy muy buena dando conversación. ¿Puedo tomar algo?

De repente, Will se sintió dolorosamente feliz.

—¿Qué le apetece?

—Un bourbon —respondió— con agua.

Él asintió y pasó entre la gente hacia el bar situado al fondo de la sala. Johnny Lambert estaba de pie en la alcoba, rodeado de dos o tres residentes más. Estaba contando una anécdota y el círculo que lo rodeaba se había inclinado ligeramente para oír. Hubo un instante de silencio y a continuación el grupo estalló en carcajadas, uno de los hombres dio una palmada en la espalda a Johnny como siguiendo el ritmo de su risa, y el sonido se transmitió al resto de la gente difundiendo la divertida broma, la densa y cálida alegría que los unía a todos. Por un momento la habitación pareció recoger la onda de la risa provocada por Johnny, cuya gracia y talento hacía rodar el mundo como si fuera una esfera sostenida sobre uno de sus largos dedos.

Will lo había visto en el mismo momento que llegó a Harvard hacía ocho años. La gracia de Johnny se repetía en la soltura de los chicos de Boston al sentarse para tomar apuntes, con los cuadernos separados, el lento garabato de sus lápices sobre las hojas blancas como un jazz largo y frugal, una música extranjera inescrutable tocando más allá del oído de Will. Hunnewell. Cabot. Phipps. Trabajaban, sí. Incluso trabajaban mucho. Pero era sin acaloramiento ni angustia; recogiendo los premios al final del año y llevándolos con ligereza. Esos chicos eran más buenos que los retos que Harvard les planteaba. Irreprochablemente buenos.

Mientras que él era un Fitch. Bueno, el apellido era lo bastante importante para darle acceso a las casas debidas en su segundo año, bastante para garantizarle la cantidad correcta de interés cuando lo presentaban a alguien. Pero entonces, en el siguiente aliento: ¿Franklin? ¿En un extremo de Cape Cod? ¿Allí vive gente? Yo creía que aquello cerraba después del día del Trabajo.

Ja, ja, ja, se reía. Ja, ja. Se sorprendería. Después de que se vayan quedaremos tres o cuatrocientos. Ah, vaya, comentaba el otro, perdiendo interés. Will Fitch de Franklin. Era una curiosidad, un exotismo. No era despreciable, pero tampoco estaba a la altura de ellos. Todos los años que estuvo en Cambridge, fue Fitch… de Franklin. Que era como no ser de ninguna parte.

La marea de la broma de Johnny había circulado por toda la sala. Alguien propuso otra ronda, y Johnny asintió sin levantar la cabeza, protegiendo con la mano la llama de su encendedor. En cualquier minuto se volvería y vería a Will de pie, solo, y sin hablar con nadie, un tonto en medio de una fiesta.

De repente lo que debía hacer a continuación fue sencillo. Fue claro. Will dio la vuelta y fue directamente a la ventana, temeroso de que ella hubiera desaparecido. Pero la vio, todavía de pie en el mismo sitio. Esperándole, pensó con un estremecimiento de emoción.

—Hola —dijo, colocándose frente a ella.

—¿No quedan bebidas?

—No —dijo él sonriendo—. Sí quedan. Pero hay demasiada gente. Vayamos a tomar algo a otro sitio.

Ella le miró otra vez.

—Soy Emma Trask.

Le ofreció la mano.

—De acuerdo —dijo él, cogiéndola.

Sus largos dedos tocaron la parte interior de la muñeca de ella donde latía su pulso y sintió cómo corría, como si pudiera asir su corazón. La cogió del brazo y la guió fuera de la fiesta.

Will se volvió a mirar a Maggie.

—Vamos a examinarte otra vez —dijo amablemente.

Colocó dos almohadas al pie de la cama y le apoyó los pies encima. Ella abrió los ojos y le miró a la cara mientras él le introducía los dedos de nuevo, palpando la cabeza del bebé. Aliviado, completamente dilatado y la cabeza estaba a punto para pasar por la estructura ósea de la pelvis.

—Estás casi a punto —dijo consoladoramente y fue a tomarle el pulso.

En cuanto sus dedos encontraron el punto en la muñeca de la mujer, supo que algo andaba mal. La sujetó un minuto entero, contando los latidos para asegurarse. Estaba acelerado. El pulso de Maggie ya era rápido antes. Ahora era rapidísimo. La preocupación que antes había descartado lo asaltó de nuevo. Aquel olor. La temperatura era alta. Y ahora el pulso era rápido e irregular. La miró, preocupado por primera vez de que aquellos signos indicaran una posible septicemia.

La mujer volvió a cerrar los ojos y gimió, baja y gravemente, como el mugido de una vaca, un sonido que parecía emerger del suelo, a sus pies. «Ohh», el gemido se ensanchó y creció por toda la habitación. Will había asistido a dieciséis partos e incluso había realizado dos cesáreas, pero aquellas mujeres nunca habían gritado así. Había enfermeras en el hospital y había éter y los bebés habían salido como focas. Nunca había traído un bebé al mundo solo. Y, de alguna manera, en aquella habitación diminuta de la casa de pescadores, era como si fuera su primer parto, la primera vez que entendía cuán abajo te arrastraban las parturientas, al meollo, al potaje de sangre oscura donde comenzaba la vida. «Ohhh, ohhh, ohhh», los gemidos lo golpeaban. Un grito, el agudo alivio de un grito —como un silbato o una pieza de música—, eso podía resistirlo, pero aquella repetición grave y sorda lo arrastraba bajo tierra. La mujer tenía los ojos fuertemente cerrados, como si intentara recordar algo o abrirse camino hacia algo, mientras su boca se abría en la cresta de la contracción, un bramido de dolor.

Tenuemente, a través de las planchas de madera del suelo, Will oyó a los otros niños regresando a casa; al oírlos, Maggie sonrió débilmente.

—Deberían volver con su abuela —dijo Will con mayor brusquedad de lo que pretendía.

—No pueden dormir si no es en su cama —murmuró.

—Pero…

—Ya lo han oído antes —dijo ella suspirando.

El siguiente gemido volvió a empezar, denso y profundo. Will se levantó de la cama de repente. En aquella habitación debería haber más luz. En el hospital, escenas como ésas estaban bien iluminadas, no cabía la posibilidad de que no supieras dónde ponías las cosas, dónde podías encontrar agua caliente o toallas. La luz contrarrestaría el horror en el que estaba atrapada Maggie, luz. Fue hacia la puerta y accionó el interruptor y la lámpara blanca de cerámica del techo se iluminó, despejando la desesperación que sentía. Era un dormitorio sencillo, con una cómoda y tres ventanas, una mecedora y un perchero redondo junto al marco de la cama.

Abajo estaban los otros niños, y Will pensó en Lowenstein, que los había traído al mundo, y deseó que estuviera allí para consultar con él, un par de manos expertas, otros ojos para diagnosticar. Tener a otra persona en la habitación además de aquella mujer gimiente. Aquella mujer —se esforzó por mirarla y sonreír mientras ella rodaba la cabeza sobre la almohada y cerraba los ojos—, la mujer que era Maggie, que era Maggie en su clase, Maggie en el puerto, con las largas piernas enredadas en los aparejos del barco de su padre, que ahora tenía sobre la cabeza. Maggie que lo miraba directamente a los ojos cuando la examinaba, introduciendo los dedos en su interior para ver si todo estaba bien, no como tantas que cerraban los ojos o miraban al techo.

El viejo temor tenaz se infiltró entre las sombras. A los Fitch les había salido todo mal. ¿Por qué había creído que podía ser diferente? ¿Por qué había creído que podría empezar en el mismo pueblo, con el mismo apellido que su padre? Casi se rió en voz alta, la burbuja de miedo subiéndole por el pecho mientras escuchaba a Maggie. Ese temor como un gemido oscuro y profundo era lo que persistía. Se había casado con Emma. Había vuelto para ser el médico del pueblo. Había pensado que podía planificar un futuro y besar a su mujer como cualquiera. Pero la verdad era que el viejo sentimiento seguía planeando. No desaparecería nunca. Y aquí estaba la prueba.

De repente, con una energía aterradora, Maggie se incorporó y volvió la cabeza mirando alrededor, miró a Willy con ojos delirantes, sin verlo, y se arrodilló en la cama con las manos apoyadas en la pared detrás de la cabecera de la cama. Le dio la espalda y volvió a empezar, gimiendo, «para para para», la palabra jadeando con la regularidad de una máquina. «Para para para para», su voz subió de tono y después ella arqueó la espalda arrastrada por el dolor que se paseaba dentro de ella, y cuando acabó gimió sin palabras, y se desplomó contra la cabecera. Will la observaba, nervioso. Era como si hubiera visto una muñeca de trapo sacudiéndose en la boca de un perro, el cuerpo volando hacia un lado y otro, y después saliendo despedido, caído, flojo y aplastado, pálido y sudado.

Desde abajo llegó el escalofriante sonido de un niño canturreando. Era un pequeño sonido sin melodía y llegó con tanta nitidez a través de las planchas de madera del suelo que Will se dio cuenta de que las paredes no mantenían nada fuera, que los niños habían oído a su madre desde abajo, que él y ella podrían estar detrás de una cortina en medio de una zona pública repleta de gente.

—¿Maggie? —susurró, mojándose los labios.

La mujer podría haberse dormido de repente, aunque yacía pálida y sudada con los ojos cerrados. La melodía del niño entró serpenteando en el ambiente sin aparente destino o pauta. Will se sentó y escuchó, con el cerebro abotargado y fatigado, la luz del piso difuminándose lentamente, dejando las velas blancas brillantes en su montón. «Oh —cantó el niño—, oh, oh, oh, el trapero.» Will intentó recordar los nombres y las edades de los niños. ¿Quién era el cantante de abajo, y dónde estaba el resto? «Oh», canturreó el niño otra vez, con voz más grave. La mano de Maggie cayó abierta sobre la mesa. ¿Se habría desmayado, o sólo dormía? Dormía, ahora lo vio Will, profundamente, con la boca un poco abierta y un rubor en las mejillas. La serie de olas que la habían arrastrado, rompiendo una y otra vez y más, habían retrocedido y la habían dejado dormir. Will giró la muñeca para volver a mirar la hora. Habían pasado cuatro minutos. El niño, tenía que ser un varón, decidió Will, por el tono puro de la voz, se había movido hacia la parte de la calle de la casa y la voz ahora procedía de allí, deslizándose hacia atrás y atravesando los tablones a sus pies. Los párpados de Maggie se agitaron ligeramente. ¿Oía al niño, se preguntó, llamando al otro? Porque esto es lo que parecía, un pajarito abajo piando en medio de aquella horrible escena, la madre nada más que una cuerda sostenida en los feroces y diminutos asimientos del nonato y el niño que ya estaba aquí y tiraba, sin piedad. Se puso de pie y cogió un trapo mojado de la jofaina.

—¿Maggie?

Le puso el trapo en la frente.

—Oh —suspiró ella—. ¿Dónde está Jim Tom?

Por primera vez en tres horas parecía ella misma.

—Abajo —dijo Will, tan aliviado que casi jadeó.

Era posible despertarla. Seguía allí.

—Pero ¿quién canta?

—Uno de tus hijos, creo. ¿Jimmy, tal vez?

Ella sonrió.

—No. Jimmy no sabe cantar. —Abrió los ojos y en la oscuridad creciente, el blanco de sus ojos tenía el mismo brillo apagado que las velas. El corazón de Will se paró un instante con la sensación de que estaba mirando a un fantasma—. Henry —llamó.

El cantante calló y se oyeron unos pasos subiendo los escalones a todo correr.

—¿Sí, mamá? —gritó Henry.

—Sigue cantando, cariño —gritó ella y volvió a dormirse.