3

En la parte trasera de la oficina de correos, el viento soplaba directamente desde el agua sobre la sala de alto techo de clasificación, y tras un par de horas de trabajo Iris estaba entumecida de frío. Era de tierra adentro y estaba acostumbrada a la nieve en invierno, pero el viento que soplaba desaforado a través del Atlántico se introducía en todas partes y tomaba posesión de todo lo que podía. La mujer sacó el mapa escolar de su tubo y lo desplegó sobre la mesa. El mundo verde y bien definido de antes de la guerra se desplegó ante ella.

Allí estaban Francia y Alemania. Austria. Inglaterra. Polonia. Letras impresas en líneas rectas en el reconfortante tipo escolar; el mundo tan bien ordenado como lo estaban ahora los hombres. Desde que había empezado el alistamiento en octubre, cada número de cada hombre se sacaba a mano de la urna de cristal del Ministerio de Guerra y se registraba; las carreteras y las líneas de ferrocarril estaban llenas de muchachos norteamericanos, a quienes enviaban por todo el país, con sus uniformes oliváceos, consultando libros y mapas extendidos en los asientos demasiado estrechos, trasladándose de Ohio a Omaha. Tennessee. Georgia. Las Carolinas. Los dos hermanos Snow se marcharían los primeros del pueblo, después un Wilcox, un Duarte y un Boggs. Johnny Cripps y el doctor Fitch tenían unos números demasiado altos, lo que era lo mismo que no haber sido llamados. Ya no los necesitarían.

Pero Iris James había encargado un mapa de todos modos. Y ahora Florence Cripps, propietaria de la pensión más grande del pueblo, se paró en el umbral del vestíbulo de correos y dejó su bolso en el suelo. Robusta y guapa, con el pelo rubio permanentado y un buen vestido de seda, la señora Cripps destacaba como un toldo a rayas sin fiesta, estudiando la escena que tenía ante ella. Debía prestar toda su atención, porque la funcionaria más conocida de Franklin estaba lejos de su ventanilla, sentada en un taburete, clavando cuidadosamente con tachuelas un gran mapa escolar del mundo, cubriendo con despreocupación las caras de los Más Buscados.

—¡Iris! ¿Qué haces?

—Colocar un mapa —contestó la cartera, pegando un rotundo golpe con un martillo a la última tachuela.

—Pero, Iris —dijo la señora Cripps razonablemente, deseando sólo señalar con un dedo amable, no sacudirlo—. ¿Y si alguno pasara por aquí? —Se acercó a Iris—. Estaríamos perdidos. Nunca reconoceríamos a los elementos criminales aunque estuvieran entre nosotros.

Iris bajó del taburete y abrió la puerta de la gruesa división de roble entre el vestíbulo y la sala de clasificación, al fondo de la oficina de correos.

—En toda tu vida, Florence, ¿has reconocido jamás a uno de los hombres de esos retratos?

La señora Cripps se tomaba todas las preguntas en serio, y dado que la señorita James era una funcionaria federal, sopesó su pregunta aún más de lo normal. No, sacudió la cabeza, no podía afirmar que jamás hubiera reconocido alguno.

—Pues ya lo tienes. Hasta hoy te ha ido bien. No tiene por qué cambiar.

—Pero ¿un mapa, Iris? Ni siquiera nos hace falta saber dónde estamos.

Iris se volvió.

—Si entramos en guerra, es mejor que sepamos adónde van nuestros chicos.

—Nuestros chicos no se van a marchar. —A la señora Cripps no le gustó la facilidad con la que la mujer había dicho «nuestros chicos». No le correspondía a ella hablar así—. El presidente lo ha prometido —siguió Florence—. Y Churchill ha dicho que no necesita que le mandemos a nuestros chicos, «ni este año, ni el próximo —recitó con las palabras resonantes del primer ministro—, ni ningún otro». Lo ha dicho.

Iris se encogió de hombros.

—Tendrán que ir.

—Ah, y ¿cómo es eso?

Iris se guardó el lápiz detrás de la oreja.

—Los ingleses no son suficientes, Florence. Nunca lo han sido. ¿Qué tienes?

Irritada, la señora Cripps le entregó una carta. Iris se la llevó y reapareció detrás de la ventanilla; pesó la carta en la balanza.

Cuando el año pasado se corrió la voz que una mujer soltera se haría cargo del empleo del viejo cartero, Snow, hay que reconocer que hubo dudas. La señora Cripps se aseguró de estar junto al fregadero observando desde la ventana de la cocina cuando entró en el pueblo el autobús con la nueva cartera. Inmediatamente, la figura impecable de la mujer y la boina negra sobre los cabellos lisos rojizos la alarmaron. Debería prestar atención.

—Yo diría que se las arreglará —había mascullado Johnny Cripps junto al codo de su madre.

—Me da igual si se las arregla o no, siempre que no nos deje plantados —contestó la señora Cripps—. Aunque es un misterio que el gobierno de Estados Unidos considere correcto contratar a una mujer soltera mayor para un puesto de tanta influencia, cuando hay tantos hombres aquí que no encuentran empleo en este momento.

Madre e hijo observaron a la nueva cartera siguiendo a Flores, el conductor del autobús, por la acera hasta la escalera de la oficina de correos, donde el hombre dejó las tres maletas de la mujer, se tocó el ala blanda de su sombrero y se marchó. Vieron cómo la mujer se quitaba la boina y se la guardaba lentamente en el bolsillo del abrigo. Pero no se movió, parecía sumida en una larga consideración sobre el sólido edificio de ladrillo que tenía ante ella. Entonces, antes de abrir la verja, la nueva cartera se había vuelto y había dirigido una larga mirada hacia el pueblo.

—¡Vaya! —exclamó la señora Cripps—. ¡Aquí no encontrará a nadie con quien casarse!

—A lo mejor no lo busca.

—Todos lo buscan. —La señora Cripps sonrió a su hijo peligrosamente—. Aunque no lo sepan.

Como una piedra lanzada contra una bandada de pájaros, los rumores emprendían rápidamente el vuelo cada vez que se mencionaba a la cartera. La señorita James era agradable a la vista, aunque nadie sabía explicar por qué. Era alta y fuerte, y llevaba el jersey azul marino de uniforme del Departamento Postal abrochado en el cuello y colgando sobre los hombros como una capa, dejando así sus brazos pecosos libres para moverse con el esmero deliberado de un mensajero o una ardilla.

Aquella imagen, por supuesto, ignoraba los labios de la cartera, pintados de un rojo intenso y atrevido, que alarmaba a algunos, hasta que la temperatura de aquellos labios pudo ser tomada por las mujeres casadas de la ciudad. Sin embargo, unos días después quedó claro que no había nada de lo que preocuparse, nada más siniestro que una baliza de canal en la boca de un puerto bien gestionado.

No, vieron claramente que los motivos de la señorita Iris James se comprendían mejor al echar un vistazo a la oficina de correos de Franklin. Como en las casas de todos, el espíritu de la mujer se había insinuado allí firmemente. Dentro del vestíbulo, la papelera se vaciaba con regularidad, y los blocs de formularios de transferencias estaban firmemente apilados sobre la mesa contra la pared. Los pósteres del gobierno en blanco y negro nunca tenían ocasión de agitarse descuidadamente con la brisa, porque estaban bien clavados por las cuatro esquinas sobre el gran tablón de anuncios, a un lado de la ventanilla de la cartera. Ni una sola vez durante el turno de la señorita James hubo sobres arrugados, pedazos de cartas o catálogos rasgados en el suelo bajo las hileras de cajas de apartados postales de metal, como sucedía en algunos pueblos de Cape. Uno podía entrar cada día e inmediatamente experimentaba la sensación de calma que emana de una rígida adherencia a una rutina implacable.

—Yo sólo creo que deberías ser más cuidadosa, Iris —dijo la señora Cripps arrugando la nariz—. Ese alemán ronda por aquí, y lo sabes. La otra noche volvía a casa y la luz de su ventana sobre el garaje de Harry estaba encendida, sin cortinas, ¿comprendes? Podía verse tan claramente como la luz del día sobre el agua, brillando a través del cristal. Y entonces la apagó. ¿Qué deduces de eso?

—Que iba a acostarse.

Iris tiró el sobre en la saca.

—Sí. —Florence inclinó la cabeza—. Sí, eso pensé, pero entonces, no me había alejado mucho, cuando volvió a encenderse.

Iris no contestó.

—Podría ser una señal, Iris. Podría formar parte de una invasión alemana, ser su hombre avanzado sobre el terreno.

Florence soltó la frase, impresionada consigo misma.

—Tiene a su esposa allí —dijo Iris con toda la ecuanimidad de que fue capaz—. En un campo de refugiados. En Francia.

—Es lo que él dice.

—Sí —contestó Iris rápidamente.

—Lo he leído todo sobre esos campos —dijo Florence, sorbiendo por la nariz—. No hace falta que me cuentes nada. Pero, a ver, ¿por qué está allí su mujer? Habrá hecho algo para que la retengan, al menos tuvo que destacar por algo.

—Supongo que no tendría los documentos en regla.

—Exactamente. —Florence asintió con aire triunfal—. A eso iba. Debes ir con cuidado. Debes vigilar, estar alerta. Es horrible, pero sinceramente, los franceses ya lo han pasado bastante mal sin necesidad de esa gente, judíos y lo que sea, desplazados por la guerra, huyendo por toda Europa, montones de personas que llegan sin más ni más, como si no tuvieran ya bastante. Primero los alemanes, ahora esto, y puede que ella no lo sea, pero algunos son peligrosos, de eso puedes estar segura…

—Creo que el pobre lo ha pasado muy mal —interrumpió Iris para hacerla callar.

Otto Schelling iba cada día a correos con una carta dirigida a «Frau Anna Schelling, Gurs Ilot K 20, Francia», y los jueves, le añadía una transferencia que Iris rellenaba con la cantidad de cinco dólares, ganados trabajando en el garaje de Harry. Hundidos y azul oscuro, los ojos del hombre la miraban desde muy lejos cuando ella le hacía las preguntas de rigor —«¿Cómo está? ¿La misma cantidad que la semana pasada?»— y cogía los billetes de un dólar que él empujaba hacia ella, y le entregaba un recibo. Escribía una carta cada día. Y todavía no había recibido ninguna respuesta. Cada tarde, se volvía y se marchaba tan silenciosamente como había venido, con el agotamiento de un hombre que se lanzaba contra la pared cada día, y lo haría una y otra vez, hasta que la pared se quebrara.

—Todos debemos ser cautelosos, Iris. —Florence estaba decidida a ser indulgente—. Es lo único que quería decir.

—¿Cautelosos con qué?

Las puertas se habían abierto para que entrara Marnie Niles.

—Sabía que te encontraría aquí, Florence —declaró, satisfecha.

La señora Cripps arqueó las cejas mirando a Iris, como para señalar el fin de su conversación, antes de volverse a mirar a Marnie. Pero su atención se desvió hacia la cabeza de Emma Fitch envuelta en un pañuelo amarillo anudado quién sabe dónde, que estaba cruzando la puerta abierta.

—Es realmente menuda.

—Sí, sí que lo es —convino Marnie.

Las tres mujeres miraron cómo Emma se alejaba. A Iris le caía bien «la pequeña novia» como parecían llamarla todos en el pueblo. Participaba en las conversaciones animosamente, ofreciendo comentarios sobre lo que pensaba su marido, lo que estaba decidido a intentar, ejerciendo el papel de la esposa del médico como se esperaba de ella.

—¿Necesitas algo? —preguntó Iris a Marnie Niles, quien sacudió la cabeza.

Iris volvió a la habitación trasera, donde el montón de correo de la mañana sin clasificar seguía sobre la mesa. La mayoría de la gente no se aventuraba a pasar por allí hasta después de las once, cuando ella levantaba la cabeza de las cartas de la mesa y encontraba el vestíbulo casi lleno, como si alguien hubiera convocado una reunión. Las mujeres reunidas en el vestíbulo hablaban rápida y mecánicamente, e Iris sólo las escuchaba a medias.

—Es misterioso.

—Misterioso e imperdonable.

—Eso es ir un poco lejos, Marnie.

—No, querida, ¡es imperdonable que un hombre se case con una mujer débil!

—Pero es de suponer que le guste cuidar de ella. Tal vez eso le haga sentir más fuerte.

—Un hombre cuida mejor de una mujer que no dependa de él —dijo Marnie altivamente—. Will Fitch se las verá y se las deseará ahora que ha elegido a una chiquilla de ciudad… y de fuera.

La voz de Marnie se apagó cuando Iris volvía a la ventanilla con cartas que necesitaban franqueo.

—Por supuesto que es de fuera —insistió Florence—. ¿Con quién iba a casarse Will después de lo que hizo su padre?

Iris levantó la cabeza. ¿Qué habría hecho el padre de Will?

—¿Recuerdas cómo, después de todo, él se quedó de pie en el fondo del jardín, vestido de algodón de pies a cabeza, como uno de los criados de los veraneantes, con el cuello y los hombros hundidos, mirando el parterre de rosas?

—¿Qué podía hacer?

—Debería haberse marchado —contestó secamente la señora Cripps—. Cualquiera con un poco de vergüenza se habría ido, en lugar de quedarse. Piensa en los Alden y los Dale. Lo perdieron todo. Todo. Y él, en cambio, seguía con sus rosas.

—De todos modos… —reflexionó Marnie, metiendo la mano en su casilla y sacando un único sobre—, fue difícil para Mary.

—Para las esposas siempre es peor —asintió misteriosamente la señora Cripps—. Es como si todas fuéramos novias indias.

—¡Por el amor de Dios, Florence! —Marnie se echó a reír—. ¡Deberías dejar de comprar el National Geographic!

Su risa aleteó detrás de ella como cintas mucho después de que cerrara la puerta.

En vista de que la señora Cripps no tenía intención de marcharse, Iris se dispuso a introducir el correo en la máquina de matasellar. Los sobres se deslizaron bajo el rollo de la máquina: «18 de noviembre, 24 h. Franklin. 18 de noviembre, 24 h. Franklin, 18 de noviembre, 18 de noviembre, 18 de noviembre». Las cartas salían rápidamente por el otro lado, con cada giro que daba Iris a la manivela. El último sobre se había atascado y tuvo que darle un tirón para sacarlo por el otro extremo de la máquina.

—Supongo que es el poder —comentó la señora Cripps sin ceremonias a Iris; evidentemente terminando alguna conversación consigo misma— lo que es atractivo de un trabajo como éste.

Iris dirigió una mirada breve a la señora Cripps.

—Al fin y al cabo, sólo hay que ver lo que pasa por tus manos.

Iris sintió que se ruborizaba. ¡Esa mujer! Y encima la máquina no funcionaba bien. El siguiente sobre se atascó exactamente en el mismo sitio. Tiró de él y vio fastidiada que la fecha se había emborronado. ¿18? ¿19 de noviembre? Iris se lo acercó a los ojos. No, no se veía bien. Podría deducirse fácilmente que hoy era diecinueve.

—¿Qué problema hay? —preguntó la señora Cripps solícitamente.

—La fecha.

Iris dejó el sobre. Tendría que escribir una nota a Midge Barnes, el inspector postal de Nauset. Maldita sea.

—¿Crees que importa? —preguntó la señora Cripps, pegándose como una babosa. Nunca había visto a la cartera enfadada—. Un día u otro, el correo llegará de todos modos.

Iris había cometido el error de esperar que el fallo se hubiera arreglado, pero el tercer sobre había pasado y había quedado suspendido en algún punto entre el 18 y el 19 de noviembre.

—Sí importa, señora Cripps —estalló Iris—. Importa mucho.

La máquina parecía la misma de siempre. La miró fijamente, con irritación. Su armazón azul estaba allí tan tranquilo, como si no hubiera hecho nada malo. Sabía que era una tontería, pero esa clase de sucesos inexplicables la sacaban de sus casillas. Podía soportar que la leche tuviera fecha de caducidad en el estante, que los seres humanos tropezaran y cayeran, que unos cielos perfectamente despejados se oscurecieran de repente y lloviera, pero se negaba a aceptar que esas cosas ocurrieran sin ninguna razón. Alguien había dejado la puerta de la nevera abierta, alguien no había mirado por dónde iba. Pero la máquina de franqueo…

La puerta del vestíbulo se abrió de golpe y Florence se volvió para ver quién era. Su cara se animó con una gran sonrisa.

—Hola, Harry —dijo, voluptuosamente—. La señorita James tiene problemas con la máquina.

Iris puso cara de exasperación.

—¡Ah! —exclamó Harry—. ¿Qué ocurre?

La señora Cripps decidió que tenía mucho que contar a Marnie Niles. Que Harry se había peinado, para empezar. Y, al cruzar el vestíbulo, vio sin tener que mirar que la temperatura había subido ligeramente detrás de la ventanilla. «Oh —sonrió para sí misma—, llegaré al final de esto.» Se volvió hacia Iris y dio un golpecito al mostrador.

—Adiós, señorita James. Tengo cosas que hacer. Buena suerte con esto —dijo intencionadamente.

Harry dejó la taza que llevaba en la mano y miró la máquina de franquear.

—¿Te está dando problemas?

—Sí —contestó Iris, ruborizándose, consciente de repente de que estaban solos los dos en la oficina de correos—. Se atasca.

—Le echaré un vistazo.

Iris empujó la pequeña máquina hacia Harry. Él la levantó y la sacudió. No hizo ningún ruido. Entonces la depositó cuidadosamente y buscó un destornillador en el bolsillo, mirando a Iris como si le pidiera permiso. Ella asintió.

—¿Qué crees que le ocurre?

—Ni idea —respondió él con la alegría del que ha vivido siempre rodeado de máquinas—. Las cosas se rompen.

¿Cómo era posible que no lo supiera, o que no le importara no saberlo? Iris observó mientras él aflojaba los cuatro tornillos que mantenían asegurada la pieza frontal. El interior de la máquina se parecía al engranaje de un reloj y los martillitos con las fechas, a campanillas. Harry se inclinó y sopló hacia el centro de la máquina, se apartó y miró, después volvió a soplar. Iris le miraba los dedos. No se habían dicho nada, nada de nada, exceptuando esta especie de intensa atención. Él iba cada día a recoger su correo, y aunque al principio Iris creía que debía dar alguna señal de que estaba a punto, se dio cuenta de que aquel lento confort sin palabras entre ellos era una especie de movimiento: el principio de un baile. Sin prestar mucha atención, Harry volvió a montar la pieza y la atornilló rápidamente.

—Ya está —dijo, empujándola hacia Iris—. Prueba a ver si funciona.

Ella metió un papel en blanco en la ranura de franqueo y giró la manivela. El papel cayó sobre el mostrador, delante de Harry.

—«Dieciocho de noviembre, 1940» —dijo.

—Estupendo —se oyó decir Iris—. Gracias, señor Vale.

—Harry.

Ella le miró.

—Harry —repitió él bajito—. Llámame Harry.

Iris se ruborizó y miró al suelo.

Él se aclaró la garganta.

—Oye.

Ella abrió el cajón de los sellos con el corazón acelerado.

—Quería preguntarte algo.

Las hojas de sellos estaban perfectamente colocadas delante de ella.

—¿Qué te parecería bajar un poco el asta de la bandera?

Oh. Levantó la cabeza, desilusionada. Era un funcionario municipal hablando con otro funcionario. Nada más.

—¿Por qué?

—Bueno —vaciló—, me parece que sobresale mucho, que llama demasiado la atención.

A regañadientes, Iris sonrió.

—¿Esto es lo que parece?

—Si los alemanes realizan un avistamiento de la ciudad, podrían orientar su rumbo con esa pértiga.

Hablaba con seriedad.

—Tendría que hablar con el inspector del servicio postal —contestó Iris, y cerró el cajón.

—Me parece bien.

Bajó la cabeza, pero no hizo ningún gesto para marcharse.

Sólo había venido a preguntar por el asta de la bandera, se dijo Iris, acaloradamente. ¿Para qué más estaría frente a su ventanilla? Sería mejor atenderle y acabar de una vez.

—¿Necesitas una caja, Harry?

Él palideció y miró la taza sobre el mostrador que había entre ellos.

—¿Una caja?

—Sí —respondió ella. Estaba muy pálido, la verdad—. Para mandarla —añadió.

—Yo…

Iris señaló la taza.

—¿Te la mido?

Y sacó la cinta métrica de la cintura, para medir la altura y la anchura.

—Con una caja pequeña será suficiente —decidió, y desapareció detrás de las cajas de clasificación del fondo de la sala, donde se guardaban los artículos necesarios para los paquetes.

—También he traído papel. Una taza tan bonita debe envolverse con esmero.

—Ya.

Harry apoyó los codos en el mostrador.

Con destreza, Iris dobló el grueso cartón por los pliegues y levantó los lados dándoles forma de caja. Arrugó el papel y colocó cuidadosamente la taza dentro. Él parecía cautivado por las manos de ella, lo que hizo que ella trabajara aún más deprisa para poder quitarlas de en medio. Por fin, la caja quedó bien cerrada.

Entonces lo miró.

—¿Adónde?

—A ti —dijo él.

Iris parpadeó y se colocó la manga del jersey que se le había deslizado del hombro.

—¿Cómo dices?

Harry puso las manos a cada lado de la caja y la deslizó hacia ella.

—Es para ti.

Iris escrutó a Harry unos segundos. Después sonrió muy lentamente.

—¿Puedo abrirla?

Entonces él sonrió y apoyó los codos en el mostrador.

—Adelante.

Cuidadosamente, ella cortó la abertura de la tapa con la hoja de las tijeras que colgaban al lado de la ventanilla e introdujo el dedo para levantarla. La taza estaba allí, abrigada, y ella retiró el papel que acababa de arrugar, consciente de que Harry la miraba, indefenso y esclavizado.

—Es preciosa —exclamó ella, colocando la taza azul de cerámica entre ellos—. Gracias.

—Pensé que te iría bien para el café.

Ella le sonrió.

—Es verdad.

—Bien.

Golpeó el mostrador a modo de despedida, se giró sin decir nada más y se encaminó hacia la puerta.

Iris se ruborizó y miró al suelo. Él cruzó la puerta sin cerrarla, y una pequeña brisa llegó hasta ella.