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Todo empezó, como sucede a menudo, con una mujer que quería poner orden en su vida.

Hacía algunas semanas —en pleno verano, cuando los turistas congestionaban la oficina de correos con sus cuerpos untados de crema y su júbilo vacacional disperso e infantil— Iris había pensado que si ocurría lo que creía que iba a ocurrir, debía estar preparada. Sin duda debía estar preparada para demostrar a Harry que, a pesar de tener cuarenta años, tantos como el siglo, él sería el primero. El primero absoluto. Y ella siempre había dado más valor a las palabras escritas en un papel en blanco que a la conversación. Hablar era…

—Bien —dijo el doctor, volviéndose para lavarse las manos.

Iris supuso que debía levantarse y vestirse mientras el médico estaba de espaldas, pero no había tenido la previsión de ponerse una falda. Había pensado que su vestido azul era perfecto para la ocasión, y por muy concienzudo que fuera el doctor Broad, se daría la vuelta mucho antes de que ella tuviera tiempo de pasárselo por la cabeza, y ¿qué situación sería ésa? La litera de piel en la que estaba echada era cómodamente dura y olía como los sillones de la sala de lectura de la biblioteca. No, se quedaría quieta. Deslizó la mirada del techo al pequeño lavamanos en el que el médico se frotaba las manos bajo el chorro de agua. Sin duda era concienzudo. Bueno, seguro que había toda clase de mugre allí abajo de la que cualquiera querría desprenderse. Teniendo en cuenta que el siguiente paso era el certificado, ella sería la primera en insistir en que nada raro ensuciara la página por accidente.

El médico se incorporó, cerró el grifo y golpeó con los dedos el lavamanos negro antes de coger la toalla.

—¿Está visible, señorita James? —preguntó, dirigiéndose a la pared.

—Ni mucho menos.

—Bien. La veré en el despacho.

—Para el certificado.

Casi en la puerta, el médico se detuvo con la mano extendida y la miró. Ella le dedicó su sonrisa de la oficina de correos, la que utilizaba detrás de la ventanilla, dirigida a incitar la cooperación.

—Sí —dijo él, y cogió la manilla y la bajó con firmeza para abrir la puerta.

Iris esperó a oír que el pestillo se cerraba antes de levantarse, sosteniendo con una mano las agujas sueltas del pelo y tapándose el pecho con la otra. Se sentía un poco como por las mañanas, sin las limitaciones del sostén o la faja, suelta. Eso estaba bien en la seguridad de su dormitorio, pero no en pleno Boston, en uno de los edificios discretos situados frente a Public Gardens, a primera hora de la tarde de un jueves de septiembre. Al otro lado de la puerta se oía el repiqueteo constante de una máquina de escribir. Las baldosas estaban frías bajo sus pies; primero se puso la ropa interior, que había dejado apoyada en la camilla, primero una media y después otra, cerrando los jarretes con firmeza. Colgando del respaldo de la silla, las copas de su sostén apuntaban como faros directamente a la habitación. Sonrió al ponerse el sostén y, por tercera vez aquella tarde, pensó en Harry Vale.

Llamaron una vez a la puerta.

—Cuando quiera, señorita James.

—Enseguida voy —contestó ella.

Todo había sido cordial. Todo había sido muy agradable. La consulta del médico era impecable: cortinas verdes gruesas en altos ventanales, rozando una lujosa moqueta gris. La secretaria en el despacho exterior, tecleando. El murmullo del orden al recoger la chaqueta de Iris y colgarla en el perchero de madera. Y el médico también era impecable. Cómo le había abierto la puerta y le había ofrecido la mano con amabilidad, en parte a modo de saludo, en parte como un reclamo para que se levantara de su asiento. Y la había llevado a su consulta, indicándole la silla frente a su gran mesa de roble, mientras él le daba la vuelta para sentarse en su butaca. Incluso había unido las puntas de los dedos bajo la barbilla, mirándola con ojos serios mientras ella abría el cuaderno sobre las rodillas. Habían hablado un momento de la señora Alsop, intercambiando palabras corteses sobre la mujer que había dado el nombre del doctor Broad a la señorita James, como si fueran viejos conocidos que habían coincidido en el vestíbulo de un hotel. El doctor había escuchado y sonreído, y había preguntado a Iris si iba a menudo a Boston.

Todo se había resquebrajado ligeramente después de su petición. No de forma sonora, pero sí lo bastante evidente para que Iris viera que el médico necesitaría un empujón: que a pesar de su espaciosa consulta, al doctor Broad le faltaba imaginación. Le dijo que estaría encantado de reconocerla, retrepándose en su silla. Pero ¿para qué quería el papel?

—Creía que a cualquier hombre le gustaría tenerlo —insinuó ella.

El doctor Broad se aclaró la garganta.

—Tal vez he sido demasiado directa —dijo ella elevando la voz mientras observaba cómo el hombre al otro lado de la mesa apoyaba las manos en los brazos de la butaca como para levantarse.

—¿Le parece bien que empecemos?

El médico sonrió y se levantó, dando por terminada la conversación.

Así que ella no tuvo la oportunidad de responder por completo a la pregunta. Y, al abrir la puerta que conectaba la sala de exploración con la consulta, Iris vio, por la forma estudiada en que el médico levantó la cabeza de lo que le mantenía ocupado en su mesa, que no tendría otra oportunidad. Era un hombre ocupado. Ella sólo era una más de las mujeres que atendía.

—Por favor —dijo el médico—, tome asiento.

—¿Está todo bien?

—Está perfecta —contestó él.

—Qué bien.

Sin dejar de mirar el papel que tenía delante, el médico lo cogió y se lo entregó a Iris por encima de la mesa.

—¿Será suficiente?

Ella cogió la página y leyó.

A 21 de septiembre de 1940, tras examinar a la señorita Iris James, certifico que está intacta.

Iris estaba en lo cierto. No había ninguna mácula en la hoja. El papel que hacía servir el doctor Broad era de un hermoso color crema, casi parecía lino. Y, a pesar de que era evidente que no le entusiasmaba en absoluto el proyecto, lo había escrito maravillosamente. Iris pensó que hasta puede que hubiera obtenido un premio de caligrafía en la escuela.

—Es perfecto —dijo sonriéndole—. Gracias.

—Me alegro de haber podido ayudar —respondió el médico y se levantó cortésmente mientras ella se encaminaba hacia la puerta.

El médico se quedó un rato de pie, escuchando cómo Iris pedía su chaqueta a la señorita Prentiss, al otro lado de la puerta, y después cómo ésta le indicaba cuál era el autobús que debía tomar para dirigirse a South Station. Las voces de las mujeres eran ligeras y agradables, la cadencia y el tono que solía ignorar mientras trabajaba en la consulta. Después, la puerta principal se abrió y se cerró y, al cabo de un rato, la señorita Prentiss siguió tecleando. El médico se acercó a una de las dos ventanas que daban a Public Gardens.

Por poco se le escapa. Iris había salido tan rápidamente del edificio que ya estaba al otro lado de la calle y, tras dar la vuelta a las columnas de la esquina de Gardens, caminaba con rapidez por el sendero exterior. Se movía como si pasara una inspección, con los hombros hacia atrás y la cabeza muy alta.

—Qué personaje tan curioso —musitó el médico.

La siguió los quince metros que estuvo a la vista hasta que la ciudad y la distancia la engulló. Se volvió y se dirigió hacia su mesa.

«Creía que a cualquier hombre le gustaría tenerlo», había dicho la mujer.

Y las bombas caían sobre Coventry, Londres y Kent. Lisos perdigones de metal en forma de puntas romas de lápiz que apuntaban a setos y techos de paja. ¿Qué era un seto? ¿Dónde estaba Coventry? En clase de historia y geografía, el ejército de Hitler avanzaba por los mapas escolares de Europa, mientras en el aula contigua, en lengua y literatura, las voces canturreaban de memoria: «Me levantaré y ahora me iré, a Innisfree y a una cabañita que tengo allí, hecha de arcilla y enramada». Los bombarderos volaban sobre las enramadas, sobre una Inglaterra llena de canciones de jilgueros y tordos. Se rompían cosas para las que los norteamericanos no tenían nombre. Era la guerra. ¿Qué significaba guerra? Desplegados en las páginas de Life, los niños de Coventry miraban a una cámara inquisitiva. Podíamos verlos. No parecían atemorizados en la trinchera excavada para estar a salvo. Dos niñas todavía con enaguas, con los brazos extendidos hacia las paredes de tierra para mantener el equilibrio. Había un niño inexpresivo. Nos miraba directamente, y llevaba el cuello de su chaqueta cerrado con un imperdible. Él ya estaba allí, en la guerra.

Donde nuestros chicos no irían. Lo había prometido el presidente. Hablaba sin rodeos, como si fuera uno más del pueblo, aunque no lo era, gracias a Dios. Nadie lo pensaba. Cuando decía que los chicos no combatirían en guerras extranjeras, le creíamos, a pesar de haber oído los nombres de las ciudades francesas que caían como la gente escucha los nombres de los medicamentos antes de enfermar.

Ahora se hablaba de la invasión alemana. ¿Resistiría Inglaterra? Sus tanques y camiones blindados, sus armas, se amontonaban inútilmente al otro lado del Canal, donde los habían dejado, en Dunquerque. Pero cuando nos dijeron que los ingleses habían sacado los cañones del Museo Británico, empujándolos hasta el Támesis, lo comprendimos. Hacía dieciséis noches que las bombas caían sobre Londres. Los autobuses se paraban en la calle. A los niños los sacaban bruscamente de la cama, nos decían. Sin embargo, por la mañana, uno por uno, los londinenses salían a la luz y nosotros los vitoreábamos. Inglaterra resistiría. Nadie sabía cómo acabaría. Buchenwald seguía siendo sólo una ciudad de Alemania, donde el sol iluminaba los árboles. Auschwitz. Bergen-Belsen. Simplemente nombres extranjeros. Era el fin del verano y las luces seguían encendidas.

En South Station, Iris se dirigió hacia el tren con destino a Buzzard’s Bay, y se entretuvo observando cómo cargaban las sacas de correos en los vagones de carga de cola. Pocas veces tenía ocasión de viajar con el correo, pero le producía un placer exquisito sentarse en el primer vagón, en el primer asiento si podía. Todas aquellas cartas, todas esas palabras garabateadas, dando vueltas de camino hacia alguien. Alguien que esperaba. Alguien que escribía. El sentido era ése, mantener los conductos inmaculadamente abiertos para que la carta de cualquiera —tras encontrar el camino de la oficina de correos, dentro de la saca, llena de sobres de diferentes colores, empujándose y acurrucándose, confundiéndose unos con otros— pudiera seguir viajando, reuniéndose con todos los demás pensamientos en papel enviados minuto a minuto para vencer…

Al tiempo.

El jefe de estación anunció la salida del Buffalo Express e Iris miró el reloj y observó cómo la aguja marcaba un segundo tras otro. Un minuto más y anunciarían la salida de su tren, y ella se uniría a la multitud que subiría al vagón, y recuperaría la forma de su nombre y de su persona. Sería Iris James otra vez. Jefa de correos de Franklin, Massachusetts.

Donde estaba Harry. Y se definió un nuevo lugar en su pecho que parecía haber sido hecho para él —que se agitaba y daba un vuelco cuando le veía en la calle o en la cola con los demás en la oficina de correos. Un año antes, él era sólo Harry Vale, el simpático mecánico del pueblo, que te arreglaba la rueda de recambio y charlaba contigo. Y un día, sin más ni más, dejó de serlo. Se convirtió en otra cosa. Porque había entrado en el mercado de Alden no hacía mucho y se había situado lentamente detrás de ella para que cuando se volviera, con una lata de maíz cremoso en una mano y una de maíz solo en la otra, no pudiera hacer otra cosa que levantar una y ofrecérsela. La miró y después miró las latas, como si se lo pensara detenidamente. Por fin, levantó una gruesa mano y señaló el maíz solo. Ella asintió. Tendría que levantar la cabeza para besarla, pensaba Iris.

Nunca habría imaginado que eso pudiera pasarle a ella, pero había pasado: Harry Vale la había mirado con una expresión que indicaba que sucedía algo. Y lo había hecho a la vista de todos. Sin importarle que Beth Alden observara desde el mostrador. Sin importarle el calor que escapaba de los alimentos enlatados del fondo de la tienda. Iris acarició su cuaderno. ¿Era raro lo que había hecho? Bueno, ¿y qué si lo era? Lo que había dicho al médico era la pura verdad —cualquier hombre querría saber que era el primero, estaba segura de ello— y ella podía entregarle el papel a Harry, elegante y limpio como un vestido blanco al final de un pasillo, para el que ya era demasiado mayor y, de todos modos, el blanco no la favorecía.

En Nauset, Iris bajó del tren de Boston y caminó cuatro manzanas por la ciudad principal de Cape hasta el autobús de Franklin. El señor Flores, que estaba sentado a la sombra proyectada por el autobús, se levantó rápidamente y se echó a caminar. Antes de que el tren entrara en la estación, Iris se había retocado el carmín y se había cepillado el pelo, y gracias a Dios porque él la estaba mirando fijamente.

—Hola, señorita James. ¿Ha tenido un buen viaje?

—Sí, gracias.

Le miró a los ojos, desafiándolo a decir algo más.

Él le señaló la puerta del autobús abierta. Iris subió los tres escalones. Dentro había una pareja extranjera, un par de mujeres solas y algunos hombres situados cerca del asiento de Flores, en la parte delantera. Iris saludó con la cabeza y se dirigió al fondo, pasando junto a una joven enfrascada en la lectura de un libro grueso, con la curva del cuello a la vista y el pelo caído hacia delante. No levantó la cabeza ni se movió cuando Iris pasó por su lado para situarse tres filas más atrás.

Iris buscó los cigarrillos en el bolsillo de la falda, sacó un Lucky y miró la cabeza y los hombros de la mujer menuda que leía delante de ella. La cartera pensó que podía ser una fugitiva, aunque iba bien vestida, con un traje azul formal, el cabello castaño bien cortado rozando el borde recto del cuello de la blusa. Sea como fuera, era de las que necesitaban que las cuidaran, mujeres de pechos pequeños que miraban a los hombres levantando la cabeza y sonriendo encantadas como niñas. Por fin, la muchacha se volvió un poco, como si fuera consciente de la atención de Iris, y le sonrió con cortesía, una respuesta mecánica como una mano que se levanta para protegerse del sol. Iris la saludó con la cabeza, amablemente, soltando humo. No pasa nada —se dirigía a la espalda de la mujer, que se había vuelto otra vez—, no muerdo. El autobús se balanceó un poco cuando el señor Flores se puso al volante y se acomodó en el asiento. El motor se puso en marcha, haciendo temblar el suelo bajo los pies de Iris.

«Vronsky hacía el amor a Ana.»

Emma volvió a leer la frase, distraída por la mujer grandota de detrás. ¿Realmente Tolstoi se refería a hacer el amor? Ella no lo creía. ¿Relaciones sexuales? Sería muy descarado escribirlo de aquel modo. Seguro que no podían hacer el amor aquí y allí sin más ni más en el siglo XIX. Tenía que referirse a otra cosa, algo más inofensivo. Se ruborizó, sintiéndose culpable. No era que el sexo no fuera inofensivo, por supuesto que lo era, al fin y al cabo, de ahí salían los niños. Pero las cosas que ella y Will habían empezado a hacer en la oscuridad no tenían nada que ver con los niños. No obstante, ¿Ana y Vronsky? Estaban inhibidos, ¿no trataba de eso, el libro? Quizás era culpa de la traducción. Volvió a la cubierta del libro y leyó el nombre debajo del de Tolstoi: Constance Garnett. Emma creyó comprender. Vronski había susurrado algo amoroso al oído de Ana, o había tranquilizado a Ana cariñosamente o algo por el estilo, y la señorita Garnett había utilizado otras palabras, pintando de escarlata una escena que debería ser rosa. Seguramente era una solterona; una mujer patética que veía pasión en el giro de una sombrilla cerrada. Como aquella mujer del fondo del autobús.

Echó el trasero más atrás en el asiento para sentarse más recta, la flamante esposa del médico con un buen traje de viaje y pañuelo a juego sobre los hombros. Miró por la ventana. Desde que hacía dos semanas había dicho sí, sí, quiero, a Will, apresuradamente y sin atreverse a mirarlo, algo firme, satisfactorio y nuevo había penetrado en el frecuente caos de su mente. Como si la voz de Edward R. Murrow, aquella voz masculina valerosa y apasionada, llena de premura y volumen, hubiera dibujado el camino por el que ahora ella avanzaba canturreando. El camino estaba inundado de claridad y de determinación.

Pamet. Después Dillworth. Finalmente Drake. Con los ojos cerrados, Emma recitó los nombres de los pueblos que conocía sólo a través de las cartas de Will, en los que estaba cartografiada la geografía de su nueva tierra con las distintas dolencias de las personas que él trataba. Afección cardíaca. Bursitis. Gemelos nacidos en Drake, que fue un milagro, escribió Will, teniendo en cuenta que la madre no tuvo ni tiempo ni medios para llegar a Cape con suficiente rapidez…

—¿Cuántos cumple tu Bobby? ¿Veinte, veintiuno? —preguntó una voz masculina delante de ella.

—Veintiuno.

—No les mandarán a Europa. Les instruirán, eso sí. ¡Puede que los envíen a construir puentes! Pero a la guerra no.

El otro hombre no contestó inmediatamente y miró por la ventana. Emma observó el perfil recto de la nariz y la barbilla como si fuera una señal. Los árboles pasaban veloces.

—Ya lo creo que los mandarán —contestó, mirando a su compañero.

Le estaba bien empleado. Emma se enfadó consigo misma por escuchar. Lo había oído por la mañana y había intentado olvidarlo, de hecho lo había olvidado, pero ahora estaba ahí otra vez. El Congreso había aprobado el alistamiento, y todos los hombres en edad militar tenían que presentarse en las oficinas de reclutamiento que se habían instalado en todas las ciudades, pequeñas y grandes, como setas después de la lluvia. A ella no debería importarle, se dijo, mirando el reflejo en la ventana de sus manos posadas sobre el regazo. Will no se marcharía. Se lo había dicho. (Aunque no de forma taxativa, se corrigió, siendo escrupulosamente sincera a pesar de su preocupación.) Era más exacto decir que no debería ir. Tenía causas para alegar una dispensa. Era el último de la saga de los Fitch. Era el único médico en varios kilómetros y acababa de casarse con ella.

En fin, no podía dejarla. Pensó que en la vida de todos había un hecho esencial, un hecho del que surgía todo lo demás. El de ella era que había estado espantosamente sola en el mundo, hasta que conoció a Will. Había perdido a sus padres y a su hermano en la epidemia de 1918. Habían muerto en un sueño febril, pero ella había sobrevivido, y ahora hacía tanto tiempo de eso que era como si nunca hubieran vivido. Había una casa en una colina, lejos del mar, donde ella había nacido. Y un pueblo que recordaba lleno de banderas ondeando, que ahora se daba cuenta de que era su recuerdo de las tiendas donde vivían todos, en pleno campo, porque el hospital estaba lleno a rebosar de enfermos. El recuerdo que podría haber tenido de su madre estaba borrado por la cara de una enfermera, tapada con una mascarilla, inclinada sobre su catre, comprobando si respiraba.

Ahora empezaría la siguiente parte. La niña huérfana con los ojos serios y la peca en la base del cuello era ahora la esposa del médico, tenía un marido, una casa y un pueblo. Casarse con Will le había hecho cruzar la cortina gris y lúgubre del tiempo monótono. El tiempo transcurrido en una habitación compartida en el último piso de una pensión, con las medias puestas a secar en el respaldo de una silla. Se dirigía a casa. Probó una sonrisa mirándose en el cristal de la ventana. A casa. Con Will.

Emma sacó de su bolsa de viaje la guía del Proyecto Federal de Escritores sobre Cape Cod, y lo abrió por el apartado de Franklin: «El cebo al final del anzuelo arenoso, aproximadamente ochenta kilómetros sobresaliendo hacia el Atlántico, el pueblo de Franklin ondula ligeramente hacia atrás en el litoral. Lo primero que se pierde allí es el sentido de la dirección. Rodeado por dunas amarillentas de arena y agua por todos lados, norte y sur parecen cambiar de lugar en la brújula, y el cielo no ayuda mucho. Es un lugar repleto de pescado y de olor a pescado, de aceite de bacalao, de las costillas rotas de los huesos de las ballenas y mástiles arrastrados por el agua hacia la amplia expansión de las playas, detrás del pueblo. Siempre han acudido toda clase de peregrinos: primero los puritanos, después los balleneros portugueses, y con el cambio de siglo llegaron los artistas, ataron sus pañuelos en lo alto de antiguos botes de pesca y los pintaron, y las hijas de policías que han llegado de Boston mezcladas con la multitud multicolor, diciendo qué divertido, qué raro que los hijos de pescadores del Mediterráneo pasearan del brazo con los yanquis ricos mientras las luces brillantes de los teatros de verano resplandecen en la oscuridad…». ¡Por Dios! Emma cerró el libro de golpe y lo guardó. Era tan grandilocuente como la tal Garnett.

El señor Flores se encorvaba sobre el volante, escrutando la luz oblicua, y Emma sintió que la carretera la hacía girar más y más. Las austeras casas blancas de Woodling pasaron una detrás de otra. Cruzaron el bosque de Tralpee, de hayas achaparradas separándose a los lados, hasta que por fin el autobús llegó a la cima de la colina anterior a Franklin. Mientras el autobús vacilaba en lo alto justo antes de descender, Emma se sentó bien recta deseando —de repente, sin más ni más— que se quebrara la línea entre ella y aquel pueblo. El puño del señor Flores se apoyó en el cambio de marchas. Las dunas se desplegaron alrededor de ellos.

Durante un instante, Emma se sintió capaz de volar. El cielo a través de la amplia ventana delantera la reclamaba. Y estuvo a punto de levantarse del asiento, imaginándose capaz de seguir en línea recta, y la carretera desaparecería mientras el autobús avanzaba hacia el aire ilimitado. Pero la marcha entró y el autobús traqueteó descendiendo a través de altas colinas de arena. Bajaron hasta que el asfalto se liberó de las dunas y giró hacia el mar, trotando junto al puerto gris, hacia el pueblo.

El autobús rezongó junto a los perfiles sombríos de los tejados de teja que se triangulaban hacia la noche de septiembre. La bandera ondeaba al viento sobre la empinada asta de la oficina de correos, y el señor Flores redujo la marcha al mínimo para hacer pasar el autobús por las calles estrechas llenas de transeúntes, que saludaban al autobús, y de bicicletas que corrían al lado. Contemplando el pueblo por la ventanilla, Emma apoyó la mano en el asiento de delante, sintiendo un ardor en el fondo de la garganta. Se había convencido de que aprendería rápidamente los nombres de los vecinos, y demostraría sus conocimientos a Will, quien creía que volvería cada noche como si fuera a un teatro hecho por ella, encantado de encontrarse en su pueblo de origen, descubierto e iluminado ahora por las percepciones de Emma. La muchacha pretendía de esa manera ser valiosa para él. Él sería mejor médico porque sus exploraciones no serían a ciegas.

Pero las personas eran algo distinto. Al llegar al centro del pueblo, la levedad de su imaginación la golpeó con todas sus fuerzas. Ya habían arribado. Dos mujeres que conversaban en la esquina callaron para observar cómo el autobús se detenía en su parada. Para empezar, no había nadie del pueblo esperándola. Estaba claro que el pueblo estaba en marcha sin ella. La puerta se abrió y Emma olió el aire del mar. Se quedó un momento sentada, recogiendo los guantes y haciendo acopio de fuerzas para buscar a Will entre la gente, segura de que estaría al otro lado del autobús, esperándola con aquella sonrisa suya impaciente y severa. La mujer del fondo del autobús pasó por su lado, Emma la miró, y entonces vio la cabeza de Will por encima de las de los demás, acercándose, con su cuerpo larguirucho hacia delante. Daba la sensación de tener muchas cosas en la cabeza y muchas cosas que hacer. La había visto a través del cristal y la saludaba con la mano. Ella le devolvió el saludo y el pañuelo le resbaló de los hombros cuando se levantó bruscamente, feliz, y cruzó el autobús vacío hacia la puerta.

—Hola.

Will asomó la cabeza por la puerta y subió los escalones justo cuando ella llegaba. La cogió y tiró de ella para abrazarla. Emma levantó la cabeza hacia él y los cálidos labios de Will se apretaron contra los suyos, primero con suavidad y después con más intensidad mientras la atraía con más fuerza hacia él y ella sentía todo su cuerpo contra la falda. Aunque estaban a la vista de todos, Emma cerró los ojos y se abandonó en la cueva de su beso, donde estaba oscuro y fresco, abriendo los labios a los de él, y, después, con un gemido de felicidad se apartó y regresó a la luz.

—Hola.

Le sonrió sin aliento, con un cosquilleo de orgullo al verlo frente a ella. ¿Cómo lo había conseguido? Se había sentado a su lado en restaurantes, en autobuses, había paseado con él por las calles de Cambridge, sintiéndose cómoda con la longitud familiar de su zancada, casi como una sabiduría. Así se conocían. La había guiado, cogiéndola del brazo, apoyando la mano en su espada, empujándola dentro de habitaciones llenas de humo y después al exterior otra vez. Habían hablado y reído. Incluso habían discutido. Y, entonces, de repente, una tarde de primavera, le había pedido que se casara con él. Era una locura, pero eso formaba parte de la historia, ¿no? El doctor Lowenstein le había escrito para que trabajara en su consulta y él se había guardado el telegrama en el bolsillo y se había arrodillado allí, en la oficina de correos de Back Bay. Y ella le había mirado y había asentido incluso antes de que él abriera la boca. Habían cerrado el pacto como niños. Era el siguiente paso, el único, el serio. Como si, uniendo las manos, hubieran cerrado los ojos y saltado, olvidándose incluso de contener la respiración.

Will se inclinó para leer el título del libro que Emma tenía en la mano, sin dejar de abrazarla. El pañuelo le había resbalado de los hombros y el largo triángulo de su piel al aire desprendía un calor brillante como la hierba de verano.

—¿Te gusta? —preguntó.

—¿Es posible que hicieran el amor en el siglo diecinueve?

Apartó la mirada, ofreciéndole lo último y menos importante que había permanecido en la estantería de su mente.

—No sé cómo estaríamos nosotros aquí si no lo hubieran hecho.

—No, no. Mira. —Abrió el libro allí mismo, en el último escalón del autobús y lo hojeó, consciente de los ojos de él sobre sus hombros y brazos. Se habían besado. Se habían tocado a través de capas de seda y lana. A través de chaquetas y pantalones y blusas y faldas, pero ahora sus ojos podrían haber sido manos, porque a Emma le cosquilleaba la piel mientras él ponía el pie en el escalón junto al de ella y se le abría la americana—. Aquí —señaló.

Will miró y leyó.

—Vronski hacía el amor…

—Es tan crudo —dijo Emma, y se ruborizó—, dicho así.

Él se apretó contra ella.

—¿Dicho cómo?

—Escrito. ¿No se escandalizarían los lectores? Yo sí.

—No es verdad —susurró Will.

—Sí, lo estoy —dijo ella riendo, y apoyando el hombro contra él—. En serio. Y soy una lectora moderna.

—Significa otra cosa. Todos lo entendían.

—¿Sexo?

—Cortejo —contestó él, con una sonrisa que iluminó el ínfimo espacio entre ellos.

—Oh. —Emma suspiró feliz—. Claro, tú ya lo sabías.

—Vamos —dijo él cogiéndola por el codo para que bajara los escalones—. Vamos a casa.

A través de la puerta abierta, una maleta escapó al gancho del conductor, y salió volando por los aires hasta que aterrizó en el suelo y se abrió sobre la acera, limpiamente, como un huevo golpeado suavemente.

—¡Oh! —gritó Emma.

Will se detuvo donde estaba, en la puerta del autobús, mirando la voluptuosa explosión de lo que debía ser ropa interior de Emma cayendo en cascada fuera de la maleta. Era abundante y sedosa y de color azul grisáceo, tirada y arrojada en un striptease delirante, como sirenas exhibiéndose. Apretó la mano de Emma que tenía cogida a la espalda.

—No lo ha visto nadie —dijo—. Iré a echar una mano a Flores. Así tendrás un minuto.

Emma asintió, soltándose de su mano, y bajó a la calle. Tuvo que esforzarse para no correr hacia la maleta rota y tapar con su cuerpo la ropa a la vista. La mujer del autobús se asomó sobre la barandilla de la acera, mirándola.

—¿La ayudo a recoger? —preguntó.

Sorprendentemente, Emma asintió. Las dos se arrodillaron sin decir palabra y recogieron las medias, los sujetadores delicados, y las bragas de color azul claro del suelo. La mujer fue tan cuidadosa con las cosas de Emma que a ésta se le cerró la garganta, a punto de llorar.

—Sólo es ropa —dijo la otra mujer en voz baja—. No significa nada.

—Lo sé —susurró Emma.

—Pues que no la vea llorar. Creerá que se avergüenza.

La mano de Emma se afanó con un camisón y se ruborizó. ¿Qué sabía aquella mujer de Will o de lo que podía pensar? Arrojó el camisón dentro de la maleta.

—No estoy avergonzada.

Iris notó la advertencia en la voz de la chica y la miró por encima de la maleta.

—Estupendo —contestó. Después, como si se le acabara de ocurrir, añadió—: Me llamo Iris James.

Emma miró a la mujer a la cara, cuadrada pero no desagradable, enmarcada por unos cabellos rojizos oscuros que le caían a los lados como cortinas.

—Hola —contestó.

—¿Y quién es usted?

Emma echó la última prenda dentro de la maleta y cerró la tapa.

—Emma Trask —contestó, y se ruborizó—. Quiero decir Fitch.

—Vaya —dijo Iris con una sonrisa encantadora—. La esposa del médico. Y yo que la había tomado por una fugitiva.

Era la primera vez que Emma se reía en muchos días. Siempre recordaría el burbujeo de la risa que se apoderó de ella en la acera, arrodillada a los pies de la señorita James, con sus cosas de cualquier manera, la franja de árboles detrás de la cabeza de la mujer, y el sol poniéndose cálidamente a su espalda. Will se acercó, desde el otro lado del autobús, y le ofreció las manos para ayudarla a levantarse. Todo iría bien, decidió Emma en aquel momento. Y volvió a reír con ganas, dejándose caer en el círculo de los brazos de Will.

—Gracias —dijo Will a Iris, sonriendo—. Ha sido de gran ayuda.

—Encantada de ayudar, doctor Fitch —contestó Iris.

—Vamos a casa —dijo a Emma.

—De acuerdo.

Sonrió. Y él asió la maleta con la otra mano, sin soltar a Emma en ningún momento. Varios pasos después, Emma volvió la cabeza por encima del brazo de Will y vio a la señorita James esperando que pasaran los coches para cruzar la calle.

—¿Quién es?

—James, la encargada de correos.

Deseaba besar a Emma allí mismo, en la calle, pero en lugar de hacerlo aceleró el paso.

—Eh —protestó ella, riendo, pero corrió a su lado, sin enterarse de nada de su nuevo pueblo, excepto del intenso olor a mar, y el aire denso, y el bum bum de las olas contra el rompeolas a su izquierda.

Cruzaron el centro del pueblo hacia la parte antigua, más tranquila, donde las casas en pendiente se suavizaban con la luz menguante de la tarde. Cualquiera que mirara —y seguro que miraban, Emma lo sabía, porque era un pueblo al fin y al cabo, y ella debía de ser el tema de conversación de las cenas, ¿no?, era joven y bastante guapa y ¡él era su médico!— sin duda se fijaría en la facilidad con la que caminaban juntos, como si hiciera años que caminaran así. Todos lo comentarían y las lámparas que se encendían en el interior de las casas que dejaban atrás le parecían a Emma un son silencioso, como un murmullo bajo las conversaciones, de aprobación o de atención. Se enderezó un poco a modo de respuesta.

Quizá fuera por eso que, cuando Will se le adelantó ligeramente y abrió una verja, mirándola con orgullo, ella dudó. Allí estaba por fin. Miró la casa, que parecía igual a las demás que había visto por el camino, tejado a dos aguas y tejas grises, un porche delantero ancho y una puerta del color de las tejas, sin pintar. Caminaron lentamente hacia ella y, cuando llegaron a los escalones del porche, Will puso la mano bajo el codo de Emma. Dentro de la vivienda alguien estaba hablando, una mujer, y mientras Emma subía los escalones hacia la puerta mosquitera, la tensión en la voz la penetró como si la casa hablara.

—Vaya por Dios —murmuró Will al abrir la puerta—. Me he dejado la radio encendida.

Emma caminó hacia la voz. Al fondo del pasillo podía ver la cocina donde Will había puesto rosas en un bote de mermelada frente a la ventana, a modo de bienvenida. El sol del atardecer astillaba el agua y las flores se erguían como estrellas rosadas. «En el fondo del pub, hay un marcador —decía la mujer de la radio—. Y esta noche, dice: RAF 30, Luftwaffe 20. Aunque ha sido una mala noche para los ingleses, ha sido peor —una pausa— para la población de Berlín. RAF 30, Luftwaffe 20. Ahí está, la puntuación que anota Londres cada noche que la batalla…»

Will se dispuso a apagarla.

—No —Emma le empujó suavemente la mano—, no, ¿quién es?

—¿Quién es quién?

Era más pequeña de lo que la recordaba, podía rodearla con los brazos y prácticamente también rodearse a sí mismo. La atrajo hacia él y sintió su corazón contra el suyo, esperando. Así fue cómo lo sintió entonces. Incrustado en aquel tierno cuerpo —pechos, estómago y caderas—, el corazón de ella esperaba contra el suyo mientras se apretaban en la amable oscuridad, escuchando a la mujer que informaba de la guerra, con tanta intensidad que Will no podía soportarlo, no podía soportar esperar más, y en cuanto la mujer de la radio hizo una pausa antes de decir «Desde Londres, buenas noches», por fin la apagó.

—Oh, por el amor de Dios. —Frankie Bard se apoyó en la silla del estudio de radiodifusión y cerró los ojos—. Demasiado fuerte, ¿no?

Murrow permaneció en silencio. Ella abrió los ojos.

—Demasiado fuerte y demasiado rápido.

Hizo una mueca, aceptando lo que él no había dicho.

—Tú lo has dicho. —Se levantó y recogió su sombrero—. Las de tu tipo siempre…

Frankie levantó la cabeza a tiempo de ver su sonrisa.

—¿Mi tipo?

Él se inclinó hacia la puerta del estudio.

—Mezclan el Martini con la precisión que matan un oso de un tiro, ¿no?

—Sí. —Frankie se levantó—. Pero en Nueva York no les gustará.

Murrow abrió la puerta.

—Que les den en Nueva York. Lo has hecho estupendamente.

Pero en Nueva York no les gustaría ni pizca. Habían tenido el mismo problema con Betty Wason, en Noruega. La puerta se cerró lentamente. Una voz de mujer no debería hablar a los norteamericanos sobre los combatientes. Era demasiado intensa. Demasiado emocional. Por el amor de Dios. Frankie se inclinó y apartó el micrófono de un manotazo. El hombre que era la mano derecha del señor Paley se negaba incluso a contratar secretarias para la oficina central de la CBS. Una gira por los hospitales, la vida cotidiana, cosas así, la clase de temas que podías oír en las tiendas, pero una mujer no podía informar de ninguna manera sobre la guerra. Los hombres morían en los cielos por encima de Londres. Frankie recogió las páginas de su guión, apagó la luz del estudio y fue hacia la puerta. Las mujeres debían casarse y tener hijos. Las mujeres no debían caminar a cabeza descubierta bajo las bombas alemanas buscando imágenes vivas en palabras para describirlas a los que estaban en casa.

Bueno, pensó, soltando una risita y subió el tercer tramo de escalones desde el estudio subterráneo hacia la calle. Abrió la pesada puerta trasera de la Broadcasting House y salió a la ciudad a oscuras a la espera de las sirenas nocturnas.

Cuando las bombas empezaron a caer a la hora del té del 7 de septiembre, nada distinguió ese momento como el comienzo, no había forma de saber lo que se avecinaba, ni por qué ni por cuánto tiempo. La guerra cayó sobre ellos y se quedó. Cuatrocientas personas murieron el primer minuto de los bombardeos, el Blitz. Mil cuatrocientas más resultaron heridas aquella primera noche y diecisiete noches después no había manera de saber quién seguía vivo. Las cifras cambiaban cada noche y Murrow la había instruido: «No digas que las calles son ríos de sangre. Di que el policía que siempre saludabas por la mañana ya no está en su puesto».

La luna nueva se había elevado sobre los tejados humeantes, y por un momento fue posible recordar el cielo sin los bombarderos y las líneas brillantes del fuego antiaéreo sobre las chimeneas y las agujas medievales lejanas de la abadía de Westminster.

Frankie caminó rápidamente junto a las fachadas de las casas con las ventanas oscurecidas, notando con su ojo agudo de periodista los ínfimos haces de luz que escapaban de algunas de ellas. Más allá de la plegaria, más allá de la suerte, para algunas personas sólo quedaba la simple recompensa de permanecer quietos. Que fuera lo que Dios quisiera. La luna brillaba en los parachoques de cromo de los taxis. Del gran refugio público del lado norte de la calle salía la voz de un hombre cantando «Body and Soul» y humanizando el silencio gris de las calles iluminadas por la luna. Frankie sonrió. Clima de guerra.

Los ataques nocturnos seguían una pauta, el ronroneo agudo e irregular de los aviones de la Luftwaffe creciendo alrededor de medianoche como una canción letal en crescendo. Los focos rasgando la oscuridad donde, solos o por parejas, los aviones alemanes volaban como pelotas de bádminton arriba y abajo del río con un ritmo incesante. Primero caían las bombas incendiarias sobre la ciudad a oscuras, iluminándola con las llamas, abriendo un sendero que los otros seguirían. Éstos llegaban aullando, o silbando, los más pesados rugiendo como un tren exprés a través de un túnel. Las peores eran las bombas en paracaídas que flotaban suavemente, silenciosamente, cayendo para matar. En Oxford Circus, Frankie dio la vuelta hacia Wilmot Road y empezó la caminata hasta su casa. Dos camiones de bomberos pasaron veloces por las calles vacías, con los faros tapados como sirenas ciegas, hacia los incendios. Estaba el cielo, estaban los refugios subterráneos, y en la calle —entre los bombarderos y los bombardeados— estaba la Tierra Media. De noche, en la Tierra Media, todo estaba al revés en un brillante caleidoscopio de muerte aturdidoramente brillante, con el fondo de la silueta negra de Londres.

Hacía un mes, antes del inicio de los intensos bombardeos, Murrow había empezado a emitir desde cinco puntos distintos de Londres, llevando a las casas el sonido de la ciudad bombardeada de noche. Frankie le había acompañado, observándole apostado en la boca del refugio de la cripta de St. Martin’s-in-the-Fields, apartando el cable del micrófono del paso de los londinenses que bajaban, como una educada dama de compañía. No había forma de saber si los alemanes bombardearían aquella noche, pero Murrow se concentró en el ritmo constante de personas que caminaban en la oscuridad, volviendo a casa o bajando al refugio, con pasos resonantes, como fantasmas calzados con zapatos de acero, decía. Y cuando empezó el ataque aéreo, el largo vahído que ascendía una octava en el cielo, la voz tensa y excitada de Murrow narró el ronroneo de la Luftwaffe acercándose, ya llegan, ya pueden oírlos, y Frankie se sintió intocable en ese momento, inmortal, sosteniendo el micrófono en la noche. Ahora mismo. ¿Lo oyen? Frankie deseaba unir su voz a la de Murrow, quería que su voz llegara a los oídos de los oyentes al otro lado del cable. En aquel momento, a través del aire, los alemanes penetraron directamente en un salón norteamericano y Frankie sujetaba el telón abierto para que pudieran oírlo mejor, y fue un desafío. Os desafío, pensaba, a mirar hacia otro lado.