Fue extraño ver cómo las puertas de Yenking se abrían por fin. El cuerpo de Gengis se tensó sobre la silla de montar mientras contemplaba cómo el primer carro, cargado hasta los topes, atravesaba pesadamente el umbral. El hecho de que fueran hombres en vez de bestias quienes tiraban de él revelaba el estado en que se encontraba la ciudad. Después de tantos meses soñando con ese momento, le resultaba difícil no hincar los talones en su caballo y atacar. Se dijo que había tomado la decisión correcta y miró a Kokchu, a su derecha, que montaba un poni del mejor linaje de las tribus.
Kokchu no pudo reprimir una sonrisa al ver que su profecía se confirmaba. Cuando le había descrito a Gengis los detalles de su visión, cuando la tienda negra todavía se alzaba ante la ciudad, Gengis le había prometido lo mejor del tributo si llegaban a recibirlo. No sólo su poder e influencia en las tribus se había acrecentado, sino que sería más rico de lo que nunca había soñado. Su conciencia estaba tranquila mientras observaba cómo sacaban el tesoro de un imperio. Había mentido a su khan y quizá le había privado de una sangrienta victoria, pero desde luego Yenking había caído y Kokchu era el artífice del triunfo mongol. Mientras los carros se aproximaban, treinta mil guerreros lanzaron vítores hasta quedarse roncos. Sabían que estarían vistiendo prendas de seda verde antes de que acabara el día y, para hombres que vivían del saqueo, aquélla era una visión que podrían relatar a sus nietos. Habían obligado a un emperador a inclinarse ante ellos y todo lo que la inexpugnable ciudad podía hacer ahora era vomitar sus riquezas, derrotada.
Mientras esperaban, a través de las puertas abiertas, los generales pudieron vislumbrar el interior de la ciudad por primera vez: un camino que se perdía en la distancia. Gengis tosió en su puño y observó cómo salía el tributo: una larga lengua alrededor de la cual pululaban numerosos Chin en lo que era casi una operación militar. Los hombres encargados de la tarea se tambaleaban y, cuando intentaban descansar, los oficiales Chin los azotaban salvajemente hasta que se movían o morían.
Cientos de carromatos estaban ahora en la llanura, colocados en nítidas líneas mientras sus sudorosos equipos regresaban a la ciudad a buscar más. Temuge había ordenado a algunos guerreros que llevaran la cuenta del total, pero el caos ya reinaba por doquier y Gengis se rió entre dientes al verlo trotar de aquí para allá con la cara roja, dando órdenes mientras recorría una nueva calle de riquezas, surgida de la nada en la planicie.
—¿Qué harás con el tributo? —preguntó Kachiun, a su lado.
Gengis alzó la vista, saliendo de sus pensamientos. Se encogió de hombros.
—¿Cuánto puede transportar un hombre sin que el peso le haga demasiado lento para la lucha?
Kachiun soltó una carcajada.
—Temuge quiere que construyamos nuestra propia capital, ¿te lo ha dicho? Está diseñando los planos de un lugar que se parece bastante a una ciudad Chin.
Gengis resopló al oírlo y, a continuación, se dobló sobre la silla con un ataque de tos que lo dejó sin aliento. Kachiun siguió hablando como si no hubiera sido testigo de su debilidad.
—No podemos enterrar el oro sin más, hermano. Deberíamos hacer algo con él.
Cuando Gengis pudo contestar; se le había olvidado la aguda respuesta que habría dado.
—Tú y yo hemos recorrido las calles de los hogares Chin, Kachiun. ¿Recuerdas el olor? Cuando pienso en el hogar, pienso en limpios arroyos y valles cubiertos de blanda y dulce hierba, no en una ocasión para simular que somos nobles Chin encerrados detrás de unos muros. ¿No hemos demostrado que los muros te debilitan? —Señaló con un ademán la hilera de carros que seguía saliendo de Yenking para reafirmar su argumento. Más de mil habían abandonado ya la ciudad y aún podía ver que la fila se prolongaba en el interior a lo largo del camino de entrada.
—Entonces no habrá muros —dijo Kachiun—. Nuestros muros serán los guerreros que ves a tu alrededor más fuertes que ninguna construcción de piedra y pasta de cal.
Gengis lo miró, con expresión burlona.
—Veo que Temuge puede ser muy persuasivo —aseguró.
Kachiun retiró la mirada, avergonzado.
—No me interesan sus visiones de plazas de mercado y casas de baños. Habla de lugares de aprendizaje, de hombres de medicina entrenados para curar las heridas de los guerreros. Piensa en una época en la que no estemos en guerra. Nunca hemos tenido ese tipo de cosas, pero eso no significa que no debamos tenerlas jamás.
Ambos hombres fijaron la vista en los carros durante un momento. Aun empleando todos y cada uno de los caballos de repuesto de los tumanes, tendrían grandes dificultades para mover un botín tan grande. Lo más natural era soñar con las posibilidades que ofrecía.
—Apenas soy capaz de imaginar la paz —dijo Gengis—. Nunca la he conocido. Todo lo que quiero es regresar a casa y recuperarme de esta enfermedad que me atormenta. Cabalgar todo el día y fortalecerme de nuevo. ¿Qué más que construyera ciudades en mis estepas?
Kachiun meneó la cabeza.
—Ciudades no. Somos jinetes, hermano. Eso nunca cambiará. Pero quizá una capital, una única ciudad para la nación que hemos creado. Tal y como lo explicó Temuge, puedo imaginar amplios campos de entrenamiento para nuestros hombres, un lugar donde nuestros hijos puedan vivir y no tengan que conocer nunca el miedo que nosotros conocimos.
—Se ablandarían —contestó Gengis—. Acabarían siendo tan débiles e inútiles como los Chin y, un día, llegará algún otro cabalgando, enjuto, duro y peligroso. Y entonces, ¿dónde estará nuestro pueblo?
La mirada de Kachiun recorrió las decenas de miles de guerreros que caminaban o cabalgaban a través del vasto campamento. Sonrió y sacudió la cabeza.
—Somos lobos, hermano, pero incluso los lobos necesitan un lugar donde dormir. No quiero las calles empedradas de Temuge, pero tal vez podamos crear una ciudad de gers, una ciudad que podamos desplazar cuando se agote el pasto.
Gengis le escuchó ahora con más interés.
—Eso está mejor. Pensaré en ello, Kachiun. Habrá tiempo suficiente en el camino de vuelta a casa y, como tú dices, tampoco podemos enterrar todo este oro.
Para entonces, miles de esclavos habían salido junto con los carros y, con aspecto abatido, se habían situado formando una fila. Muchos de ellos eran chicos y chicas jóvenes, entregados por el emperador en propiedad al khan victorioso.
—Podrían construirla para nosotros —sugirió Kachiun, señalándolos con un ademán. Y cuando tú y yo seamos viejos, tendríamos un lugar tranquilo para morir.
—Te he dicho que pensaré en ello, hermano. ¿Quién sabe qué tierras habrán encontrado Tsubodai, Jelme y Khasar? Quizá nos unamos a ellos para conquistarlas y nunca necesitemos otro lugar donde dormir que no sea un caballo.
Kachiun sonrió ante las palabras de su hermano, sabiendo que no debía presionarlo más.
—Mira todo esto —dijo—. ¿Te acuerdas de cuando éramos sólo nosotros? —No hizo falta que añadiera nada más. Había habido un tiempo en la vida de ambos en el que la muerte estaba a sólo un suspiro de distancia y todo hombre era un enemigo.
—Lo recuerdo —asintió Gengis. Frente a las imágenes de su infancia, la llanura con sus carros y los grupos de guerreros yendo y viniendo resultaba impresionante. Cuando estaba recorriendo la escena con la vista, Gengis descubrió la figura del primer ministro del emperador que avanzaba hacia él al trote Suspiró para sí al anticipar otra tensa conversación con aquel hombre. El representante del emperador simulaba buena voluntad, pero en cada una de sus esquivas miradas era evidente que las tribus le desagradaban. También se sentía nervioso entre caballos, lo que, a su vez, ponía nerviosos a los animales.
Bajo la mirada de Gengis, el ministro Chin hizo una profunda reverencia ante él antes de desenrollar un pergamino.
—¿Qué es eso? —preguntó Gengis en la lengua Chin antes de que Ruin Chu pudiera empezar a hablar. Chakahai le había enseñado, premiando su progreso de maneras muy imaginativas.
El ministro pareció aturullarse, pero se recuperó con rapidez.
—Es la lista de lo que incluye el tributo, mi señor khan.
—Dásela a mi hermano, Temuge. Él sabrá qué hacer con ella.
El ministro se sonrojó y comenzó a enrollar el pergamino en un apretado tubo.
—Pensé que querrías comprobar que el tributo incluye exactamente lo acordado, mi señor —dijo.
Gengis frunció el ceño, mirándolo.
—No me había planteado la posibilidad de que alguien pudiera ser tan estúpido como para no entregar lo que ha prometido, Ruin Chu. ¿Estás diciendo que tu pueblo no tiene honor?
—N-no, mi señor… —tartamudeó Ruin Chu.
Gengis agitó una mano para hacerlo callar.
—Entonces, mi hermano lo revisará. —Se quedó pensativo un momento, observando la fila de carros cargados por encima de la cabeza del ministro.
—Todavía no he visto a tu amo presentando la rendición oficial, Ruin Chu. ¿Dónde está?
El rostro de Ruin Chu se puso todavía más colorado mientras consideraba cómo responder. El general Zhi Zhong no había sobrevivido a la noche anterior y el corpulento ministro había sido convocado en sus estancias al amanecer Se estremeció al recordar las llagas y marcas del cadáver. No había sido una muerte fácil.
—El general Zhi Zhong no ha sobrevivido a estos difíciles momentos, mi señor —dijo por fin.
Gengis posó en él una mirada sin expresión.
—¿Qué me importa uno más de vuestros soldados? No he visto a tu emperador. ¿Cree acaso que me llevaré su oro y me marcharé sin haber puesto los ojos sobre él?
La boca de Ruin Chu se movió, pero de ella no brotó ningún sonido.
Gengis se aproximó más a él.
—Vuelve a Yenking, ministro, y tráelo aquí. Si no está aquí a mediodía, ni todas las riquezas del mundo podrían salvar tu ciudad.
Ruin Chu tragó saliva, claramente asustado. Había confiado en que el khan mongol no pidiera ver a un niño de siete años. ¿Sobreviviría el pequeño Xuan a la reunión? No podía estar seguro. Los mongoles eran crueles y no había nada que no estuvieran dispuestos a hacer. Y, sin embargo, no había elección y el primer ministro hizo una reverencia todavía más profunda que la anterior.
—Como desees, mi señor.
Cuando el sol se elevó en el cielo, la gran caravana de tesoros se detuvo para permitir que la litera del emperador saliera a la llanura. Lo acompañaban cien hombres con armadura que caminaban a ambos lados del palanquín transportado por esclavos. Avanzaban en un sombrío silencio y, al verlos, los mongoles guardaron silencio a su vez y empezaron a seguir al grupo que se dirigía hacia donde Gengis esperaba con sus generales. No se había levantado ninguna tienda especial para el emperador pero Gengis no pudo impedir sentirse impresionado al contemplar las filas Chin que marchaban hacia él. La verdad era que el muchacho no había desempeñado ningún papel en la historia de las tribus y, aun así, era el símbolo de todo aquello contra lo que se habían unido. Gengis llevó la mano a la empuñadura de una de las espadas de Arslan, que colgaba de su cintura. Cuando la forjaron, era el khan de menos de cincuenta hombres en un campamento de nieve y hielo. Nunca habría soñado entonces que el emperador de los Chin se presentaría ante él obedeciendo sus órdenes.
Cuando la bajaron, con increíble delicadeza, la litera refulgió bajo el sol. Los esclavos se irguieron junto a las varas del palanquín, mirando fijamente hacia delante. Gengis observó fascinado cómo Ruin Chu levantaba unas pequeñas cortinas y un niño salía a la hierba. Llevaba una chaqueta verde, larga, recamada con joyas, sobre unos pantalones negros. El cuello alto hacía que el chico mantuviera levantada la cabeza. No había temor en sus ojos cuando se encontró con los del khan y Gengis sintió una punzada de admiración ante el coraje del niño.
Gengis avanzó un paso y percibió la dura mirada de los soldados sobre él.
—Ordena a esos hombres que se retiren, Ruin Chu —mandó con suavidad. El ministro inclinó la cabeza y dio la orden. Gengis permaneció inmóvil y rígido mientras los oficiales le fulminaban con la mirada y se retiraban unos pasos, a regañadientes. La idea de que pudieran proteger al pequeño en pleno corazón del campamento mongol era ridícula, pero Gengis percibió la intensa lealtad que les unía a él. Cuando se alejaron, no volvió a pensar en su presencia y se acercó al emperador.
—Bienvenido a mi campamento —dijo en la lengua Chin. El muchacho alzó la vista sin responder y Gengis notó el temblor de sus manos.
—Tienes todo lo que querías —soltó de repente Xuan, con voz aguda y crispada.
—Quería que el asedio concluyera —contestó Gengis—. Ésta es una manera de concluirlo.
El niño levantó la cabeza todavía más y, bajo el sol, parecía un reluciente maniquí.
—¿Nos vas a atacar?
Gengis negó con la cabeza.
—Ya os he dicho que siempre cumplo mi palabra, hombrecito. Creo que tal vez si fuera tu padre quien estuviera ante mí ahora, me lo plantearía. Hay muchos en mi pueblo que aplaudirían esa estrategia. —Hizo una pausa para tragar saliva y aliviar el picor de su garganta, pero no pudo evitar que una áspera tos lograra escapar de su pecho. Irritado, comprobó que un audible sonido sibilante persistía mientras continuaba hablando—. He matado lobos. No cazaré conejos.
—No siempre seré tan joven, mi señor khan —replicó el pequeño—. Puede que lamentes dejarme con vida.
Gengis sonrió ante esa precoz exhibición de arrogancia aunque hizo que el rostro de Ruin Chu se crispara. Con un suave movimiento, Gengis desenfundó su espada y apoyó la punta en el hombro del niño, tocando el cuello de la chaqueta.
—Todas las grandes ciudades tienen enemigos, emperador. Los tuyos oirán que tuviste mi espada en el cuello y ni todos los ejércitos y ciudades de los Chin podrían retirar esa hoja. Con el tiempo, comprenderás por qué eso me da más satisfacción de la que me reportaría matarte. —Otro ataque de tos hizo que su garganta se contrajera y se limpió la boca con la mano libre—. Te he ofrecido la paz, chico. No puedo decir que no volveré, o que mis hijos y sus generales no estarán aquí dentro de unos años. He comprado la paz por un año, quizá dos o tres. Eso es más de lo que tu pueblo le ha dado nunca al mío. —Con un suspiró, envainó la espada—. Una cosa más, chico, antes de que regrese a las tierras de mi infancia.
—¿Qué más quieres? —contestó Xuan. Su cara había adoptado una palidez enfermiza cuando la hoja se retiró de su cuello, pero su mirada permanecía fría.
—Arrodíllate ante mí, emperador y me marcharé —dijo Gengis. Para su sorpresa, los ojos del niño se llenaron de lágrimas de rabia.
—¡Noooo!
Ruin Chu se acercó, nervioso, agachándose sobre el hombro del emperador.
—Hijo del Cielo, debes hacerlo —susurró. Gengis no volvió a hablar y, por fin, los hombros del niño, derrotado, se hundieron. Mientras se arrodillaba ante el khan, fijó la mirada, ciega, en el vacío.
Gengis dejó que la brisa le acariciara y disfrutó de un largo momento de silencio antes de hacerle un gesto a Ruin Chu para que ayudara al niño a levantarse.
—No olvides este día, emperador, cuando seas mayor —intervino Gengis, con suavidad. El muchacho no contestó y Ruin Chu le guió de vuelta a la litera y se aseguró de que entraba en ella y quedaba a salvo. La columna formó a su alrededor e inició la marcha de regreso a la ciudad.
Gengis la contempló mientras se alejaba. El tributo había sido pagado y su ejército esperaba su orden para moverse. Nada más lo ataba a aquella llanura maldita que le había traído debilidad y frustración desde el mismo momento en que puso el pie en ella.
—Vámonos a casa —le dijo a Kachiun. Los cuernos resonaron en la planicie y las vastas huestes de su pueblo iniciaron la marcha.
La afección del pecho de Gengis empeoró en las primeras semanas de viaje. Su piel abrasaba y sudaba constantemente, por lo que tenía sarpullidos en la ingle y las axilas, allí donde tenía vello que pudiera infectarse. Le dolía cada vez que tomaba aire y, todas las noches, respiraba con dificultad y nunca conseguía aclararse la garganta. Añoraba los frescos y limpios vientos de las montañas de su hogar y, pese a ser una insensatez, se pasaba todo el día sobre su caballo, mirando el horizonte.
Hacía un mes que habían abandonado Yenking, los aledaños del reino del desierto estaban a la vista y las tribus hicieron un alto junto a un río para recoger agua para el viaje. Fue allí donde los últimos exploradores que Gengis había dejado atrás entraron cabalgando en el campamento. Dos de ellos no se unieron a sus amigos en torno a las fogatas sino que se dirigieron directamente a la tienda de su khan.
Kachiun y Arslan estaban allí con Gengis y los tres hombres salieron para oír el informe final. Los dos exploradores desmontaron con movimientos anquilosados bajo la mirada de sus superiores. Ambos estaban cubiertos de una capa de polvo y tierra y Gengis intercambió una mirada con su hermano y tragó saliva para acallar el picor de su torturada garganta.
—Mi señor khan —comenzó uno de los exploradores. Se tambaleó y Gengis se preguntó qué podría haber hecho que aquel hombre cabalgara hasta el agotamiento.
El emperador se ha marchado de Yenking, señor, en dirección al sur. Lo acompañaban más de mil hombres.
—¿Ha huido? —preguntó Gengis, incrédulo.
—Hacia el sur señor. La ciudad ha quedado abierta, abandonada tras su partida. No me quedé para ver cuántas personas habían sobrevivido en su interior. El emperador tomó muchos carros y esclavos y a todos sus ministros.
Nadie habló mientras aguardaban a que Gengis acabara de toser en su puño cerrado, mientras luchaba con ansia por coger aire.
—Le di la paz —dijo Gengis por fin—. Y, sin embargo, le grita al mundo que mi palabra no tiene ningún valor para él.
—¿Qué importa, hermano? —comenzó a decir Kachiun—. Khasar está en el sur. Ninguna ciudad se atrevería a darle refugio…
Gengis lo hizo callar con un gesto furioso.
—No volveré a ese lugar, Kachiun. Pero por todo se paga un precio. Ha roto la paz que le ofrecía y ha corrido a unirse a sus ejércitos en el sur. Ahora, tú le enseñarás cuál es la consecuencia.
—¿Hermano? —preguntó Kachiun.
—¡No, Kachiun! Ya me he cansado de tantos juegos. Regresa con tus hombres a la llanura y préndele fuego a Yenking, que quede reducida a cenizas. Ése es el precio que me pagará.
Ante la furia de su hermano, todo lo que Kachiun podía hacer era aceptar su voluntad: inclinó la cabeza.
—Como desees, mi señor —dijo.