El invierno avanzó y muchos niños nacieron dentro de las gers, muchos de ellos hijos de hombres ausentes: guerreros que habían partido con los generales o con alguno de los grupos de diplomáticos que Temuge había creado. Tras la captura de la columna de abastecimiento, había comida fresca en abundancia y el inmenso campamento disfrutaba de un periodo de paz y prosperidad desconocido hasta entonces. Kachiun mantenía en forma a los guerreros con constantes entrenamientos en la llanura en torno a Yenking, pero se trataba de una falsa paz y pocos eran los hombres que no volvieran la vista hacia la ciudad numerosas veces al día, a la espera.
Gengis sufrió debido al frío por primera vez en su vida. Tenía poco apetito, pero obligándose a comer ternera y arroz, había logrado recubrirse de una capa de grasa. A pesar de que estaba menos demacrado, la tos persistía, robándole el resuello y enfureciéndole. Para un hombre que nunca había conocido la enfermedad, era terriblemente frustrante aceptar que su propio cuerpo lo traicionara. De todos los hombres del campamento, él era el que más a menudo miraba a la ciudad y deseaba su ruina.
Fue en medio de una noche azotada por remolinos de nieve cuando Kokchu se presentó ante él. Por alguna razón, la tos empeoraba por la noche y Gengis se había acostumbrado a que el chamán lo visitara antes del alba para llevarle una bebida caliente. Estando las tiendas tan próximas las unas a las otras, todos los que se encontraban a su alrededor podían oír sus ásperos ladridos.
Gengis se incorporó al oír cómo sus guardias le daban el alto a Kokchu. El intento de asesinato no se repetiría, no con seis buenos hombres rodeando la gran ger por turnos todas las noches. Se quedó mirando la oscuridad hasta que Kokchu entró y encendió una lámpara que colgaba del techo. Por un momento, Gengis fue incapaz de hablarle. Los espasmos sacudieron su pecho, enrojeciendo su rostro. El ataque pasó, como siempre, dejándole boqueando para meter aire en los pulmones.
—Bienvenido a mi hogar; Kokchu —susurró con voz ronca—. ¿Qué nuevas hierbas me traes esta noche?
Puede que se lo estuviera imaginando, pero el chamán parecía extrañamente nervioso. El sudor relucía en la frente de Kokchu y Gengis se preguntó si él también habría caído enfermo.
—Nada de lo que tengo te hará mejorar señor. He probado con todo lo que conozco —dijo—. Me preguntaba si habría alguna otra cosa que te esté impidiendo recuperarte.
—¿Alguna otra cosa? —preguntó Gengis. Le picaba la garganta y, rabioso, tragó con fuerza para acallar el picor, una acción que ahora formaba parte de sus maneras habituales, de modo que tragaba saliva constantemente.
—El emperador ha enviado asesinos, señor. Quizá tenga otros métodos para atacarte, métodos que no pueden ser vistos y eliminados.
Gengis consideró sus palabras, interesado.
—¿Crees que en su ciudad tiene magos trabajando para él? Si lo mejor que saben hacer es provocar tos, no les tengo miedo.
Kokchu negó con la cabeza.
—Una maldición podría matarte, señor Tendría que haberlo considerado.
Gengis recostó la espalda sobre la cama, cansado.
¿En qué estás pensando?
Con un gesto, Kokchu le indicó a su khan que se levantara y miró hacia otro lado para no tener que ver los esfuerzos de Gengis.
—Si eres tan amable de venir a mi ger, señor. Invocaré a los espíritus y veré si estás marcado por algún trabajo de magia negra de la ciudad.
Gengis entornó los ojos, pero asintió.
—Muy bien. Ordena a uno de mis guardias que vaya a buscar a Temuge para que se una a nosotros.
—No es necesario, señor. Tu hermano no es muy hábil en estos temas…
Gengis tosió, un sonido que transformó en un gruñido de rabia hacia su debilitado cuerpo.
—Haz lo que te digo, chamán, o vete de aquí —contestó. Kokchu apretó los labios e hizo una breve inclinación de cabeza.
Gengis siguió a Kokchu hasta la diminuta tienda y se quedó aguardando en la nieve y el viento mientras Kokchu se agachaba y penetraba en su interior. Temuge no tardó mucho en llegar, acompañado del guerrero que lo había despertado para hacerlo venir. Gengis llevó a su hermano a un lado, donde Kokchu no podía oírlo.
—Parece que tengo que dejar que utilice conmigo su humo y sus rituales, Temuge. ¿Confías en él?
—No —soltó Temuge, todavía irritable porque hubieran interrumpido su descanso.
Gengis sonrió de oreja a oreja al ver la expresión cáustica de su hermano a la luz de la luna.
—Eso pensaba y por eso estás aquí. Me acompañarás, hermano, y lo observarás durante todo el proceso mientras esté en su ger. —Le hizo un gesto al guerrero que esperaba cerca y éste se aproximó con presteza.
—Vigila esta tienda, Kuyuk, que no se acerque nadie que pueda molestarnos.
—Como desees, mi señor —respondió el guerrero con una inclinación de cabeza.
—Y si Temuge o yo no salimos, tu misión es matar al chamán —ordenó Gengis. Notó la mirada de Temuge posarse sobre él y se encogió de hombros.
—Soy un hombre desconfiado, hermano.
Inhalando una profunda bocanada de aire helado, Gengis dominó el picor de su garganta y entró en la tienda del chamán, con Temuge a su zaga. Apenas había sitio para tres personas en un espacio tan reducido, pero se sentaron en el suelo cubierto de seda con las rodillas tocándose y esperaron a ver qué podía hacer Kokchu.
Kokchu encendió conos de polvo en platillos dorados repartidos por el suelo. Los conos centellearon y chisporrotearon, produciendo una espesa nube de humo narcótico. Cuando las primeras volutas alcanzaron a Gengis, su cuerpo se dobló en dos presa de un ataque de tos. Cada vez que inspiraba, el ataque empeoraba y Kokchu se puso claramente nervioso temiendo que el khan se desmayara. Por fin, Gengis inspiró aire sin toser y sintió frescura en su torturada garganta, como el agua de un arroyo en un día caluroso. Inspiró otra vez, y otra, deleitándose en la sensación de letargo que le inundaba.
—Mucho mejor —admitió, clavando en el chamán los ojos enrojecidos.
Kokchu estaba en su elemento, a pesar de la dura mirada de Temuge posada sobre él. Sacó la vasija de la pasta negra y, tras tomar un poco en los dedos, los alargó hacia la boca de Gengis. Dio un respingo cuando una mano le aferró la muñeca, deteniéndolo.
—¿Qué es eso? —preguntó Gengis, con desconfianza.
Kokchu tragó saliva. No le había visto moverse.
—Te ayudará a romper los vínculos de la carne, señor. Sin esto, no puedo llevarte por los senderos.
—Yo lo he tomado —dijo de repente Temuge, con los ojos más brillantes que antes—. No hace daño.
—Esta noche no lo tomarás —contestó Gengis, haciendo caso omiso de la decepción de su hermano—. Quiero que observes, Temuge, eso es todo.
Gengis abrió la boca y soportó que los dedos del chamán, con sus uñas negras, le frotaran la pasta en las encías. Al principio, no percibió ningún efecto, pero cuando Gengis estaba a punto de comentar eso mismo, se dio cuenta de que la mortecina luz de la lámpara del chamán era ahora más brillante. Se quedó mirándola, maravillado, y la luz creció hasta llenar la pequeña ger, bañándolos a todos en oro.
—Dame la mano —susurró Kokchu—, y camina conmigo.
Temuge observó receloso cómo los ojos de su hermano se ponían en blanco y se desplomaba hacia atrás. El propio Kokchu había cerrado los ojos y Temuge se sintió extrañamente solo. Hizo una mueca al ver cómo se abría la boca de Gengis, ennegrecida por la pasta. El silencio se prolongó y Temuge perdió parte de la tensión que sentía al recordar sus propias visiones en esa pequeña tienda. Su mirada vagó hasta posarse en la vasija de pasta negra y, puesto que los dos hombres se encontraban en un profundo trance, volvió a ponerle la tapa y la hizo desaparecer dentro de su deel. Durante un tiempo, su sirviente, Ma Tsin, le había conseguido un suministro con regularidad antes de desvanecerse en el aire. Hacía mucho que Temuge había dejado de preguntarse dónde habría ido, aunque sospechaba que Kokchu había tenido algo que ver en su desaparición. Podría encontrar a otros sirvientes entre los soldados Chin que Gengis había aceptado en su ejército, pero ninguno tan diestro como él.
Temuge no tenía modo de calcular el paso del tiempo. Estuvo sentado durante una eternidad en perfecta quietud y luego la voz de Kokchu, áspera y distante, lo sacó de sus ensoñaciones. Las palabras llenaron la ger y Temuge se alejó muy despacio del torrente de sílabas sin sentido. El sonido también hizo que Gengis se revolviera y abriera un par de ojos vidriosos mientras Kokchu empezaba a hablar más alto y más rápido.
Sin previo aviso, el chamán se derrumbó y soltó la mano de Gengis. Gengis sintió cómo sus dedos resbalaban de los suyos y parpadeó despacio, aún atrapado en las redes del opiáceo.
Kokchu quedó tendido de costado, con las babas goteando de su boca. Temuge lo miró con aversión. De repente, el parloteo de sonidos extraños cesó y Kokchu, sin abrir los ojos, habló con una voz firme y grave.
—Veo una tienda blanca delante de las murallas. Veo al emperador hablando con sus soldados. Los hombres lo señalan y le suplican. Es sólo un niño y las lágrimas ruedan por sus mejillas.
El chamán guardó silencio y Temuge se inclinó sobre él, temiendo que su inmovilidad significara que su corazón había fallado. Tocó levemente el hombro del chamán y, cuando lo hizo, Kokchu dio un respingo y empezó a retorcerse y a emitir ruidos sin significado alguno. De nuevo se quedó callado y la voz grave volvió a hablar.
—Veo tesoros, un tributo. Miles de carros y esclavos. Seda armas, marfil. Montañas de jade, suficientes para llenar el cielo entero. Suficientes para construir un imperio. ¡Cómo brilla!
Temuge aguardó a ver qué más decía, pero eso fue todo. Su hermano se había desplomado contra el muro sujeto con abrazaderas de mimbre de la tienda y roncaba suavemente. La respiración de Kokchu se relajó y sus puños apretados se abrieron: él también se había quedado dormido. Una vez más, Temuge estaba solo, atónito ante lo que acababa de oír. ¿Recordaría alguno de los dos hombres aquellas palabras? Su propio recuerdo de las visiones era, con mucho, fragmentario, pero se acordaba de que Kokchu no se había llevado la pasta negra a la boca. Sin duda le diría al khan todo lo que había visto.
Temuge sabía que no podría despertar a su hermano zarandeándolo. Dormiría durante horas, hasta mucho después de que el campamento se hubiera levantado a su alrededor. Temuge meneó la cabeza, fatigado. El segundo año se aproximaba y Gengis estaba harto del asedio. Era posible que aprovechara cualquier ocasión que se le presentara. El rostro de Temuge se crispó en una mueca. Si la visión de Kokchu era cierta, Gengis recurriría a él en el futuro, en todos los asuntos.
Temuge se planteó cortarle el cuello a Kokchu mientras dormía. Tratándose de un hombre que tenía escarceos con la magia negra, su muerte no sería muy difícil de explicar. Temuge se imaginó diciéndole a Gengis que una línea roja había aparecido en la garganta de Kokchu mientras él lo observaba todo, horrorizado. Sería Temuge quien le diría a Gengis lo que el chamán había visto.
Temuge sacó su cuchillo despacio, sin hacer ningún ruido. La mano le temblaba ligeramente, pero se persuadió de que debía actuar. Se inclinó sobre el chamán y, en ese momento, los ojos de Kokchu se abrieron de pronto, alertado por un sexto sentido. Con un brusco ademán del brazo, hizo que la daga saliera despedida y la atrapó en los pliegues de su túnica.
Temuge habló enseguida.
—Entonces, ¿estás vivo, Kokchu? Por un momento pensé que habías sido poseído. Estaba dispuesto a matar a cualquier espíritu que te hubiera sacado de tu cuerpo.
Kokchu se incorporó, con la mirada agudizada y alerta. Un gesto de burla se dibujó en su rostro.
—Eres demasiado temeroso, Temuge. No hay ningún espíritu que pueda hacerme daño. —Ambos sabían qué había pasado realmente en ese momento, pero, por diversas razones, ninguno de ellos deseaba que la verdad saliera a la luz. Se quedaron mirándose fijamente el uno al otro, como enemigos y, por fin, Temuge asintió.
—Haré que el guardia lleve a mi hermano de vuelta a su ger —dijo—. ¿Crees que su tos mejorará?
Kokchu negó con la cabeza.
—No he podido encontrar ninguna maldición. Llévatelo, si es lo que deseas. Tengo que pensar en lo que los espíritus me han revelado.
Temuge sintió el deseo de ofender la vanidad del chamán con un comentario mordaz, pero no se le ocurrió nada y se agachó para salir de la tienda y avisar al guardia para que recogiera a su hermano. La nieve se arremolinaba a su alrededor mientras el fornido guerrero levantaba a Gengis y se lo cargaba sobre los hombros. En el rostro de Temuge se reflejaba la amargura y el rencor: el auge de Kokchu no traería nada bueno, de eso estaba seguro.
El repiqueteo de unas sandalias sobre el duro suelo despertó bruscamente a Zhi Zhong. Sacudió la cabeza para despejarse y desoyó el espasmo del hambre, que no lo abandonaba ni un segundo. Incluso la corte del emperador sufría la hambruna. El día anterior Zhi Zhong había comido sólo un tazón de sopa aguada. Se había dicho a sí mismo que las finas rodajas de carne que flotaban en ella eran el último de los caballos del emperador, sacrificado meses atrás. Deseó que fuera verdad. Como soldado había aprendido a no rechazar jamás un pedazo de carne, aunque estuviera podrida.
Cuando entró un sirviente, echó a un lado las mantas y alargó la mano hacia su espada, poniéndose en pie.
—¿Quién eres tú que me molestas a estas horas? —exigió saber Zhi Zhong. Afuera seguía estando oscuro y se sentía como drogado, atrapado aún en el pesado sueño de su cuerpo agotado. Bajó su espada cuando el sirviente se arrojó al suelo y tocó el suelo de piedra con la frente.
—Mi señor regente, has sido convocado a la presencia del Hijo del Cielo —dijo el hombre sin alzar la vista. Zhi Zhong frunció el ceño, sorprendido. El emperador niño, Xuan, nunca antes se había atrevido a llamarlo. Contuvo la ola de ira que le invadió hasta que supiera más y llamó a sus esclavos para que lo vistieran y bañaran.
El sirviente se puso a temblar visiblemente al oír la llamada.
—Mi señor; el emperador dijo que vinieras enseguida.
—¡Xuan aguardará cuanto yo quiera! —exclamó Zhi Zhong, aterrorizando aún más al siervo—. ¡Espérame fuera! El sirviente se puso en pie con dificultad y Zhi Zhong consideró ponerle en marcha con un puntapié.
Sus propios esclavos entraron y, a pesar de su respuesta, Zhi Zhong los instó a que se apresuraran. Decidió no bañarse y únicamente ordenó que le ataran la larga melena a la espalda con un broche de bronce, dejando que cayera sobre su armadura. Podía oler su propio sudor y su humor se agrió aún más mientras se preguntaba si los ministros del emperador estarían detrás de ese llamamiento.
Cuando abandonó sus estancias, con el sirviente trotando delante de él, observó el gris amanecer desde todas las ventanas abiertas. Era su momento favorito del día, aunque, una vez más, sintió un retortijón en el estómago.
Encontró al emperador en la cámara de audiencias en la que Zhi Zhong había matado a su padre. Cuando pasó entre los guardias, se preguntó si alguien se lo habría contado al muchacho que estaba sentado en la misma silla donde el asesinato se perpetró.
Los ministros estaban presentes, reunidos como una bandada de pájaros de colores brillantes. Ruin Chu, el primero entre ellos, se hallaba a la derecha de Xuan, que ocupaba el trono, lo que hacía que su diminuto cuerpo pareciera más pequeño todavía. El primer ministro parecía nervioso y desafiante al mismo tiempo, y Zhi Zhong sintió que le picaba la curiosidad mientras se acercaba e hincaba una rodilla en el suelo.
—El Hijo del Cielo me ha convocado y he acudido a su llamado —dijo con claridad en el silencio. Vio que la mirada de Xuan se clavaba en la espada que llevaba en la cadera y adivinó que el chico sabía muy bien qué le había pasado a su padre. Si ése era el caso, entonces la elección de habitación era una declaración y Zhi Zhong dominó su impaciencia hasta saber qué era lo que había dado nueva confianza a los pájaros del emperador.
Para su sorpresa, fue el propio Xuan el que habló.
La ciudad se muere de hambre, señor regente —dijo. La voz le temblaba ligeramente, pero se fue afirmando a medida que proseguía—. Con la lotería, quizá haya muerto hasta un quinto de la población, incluyendo a las mujeres que se lanzaron desde las murallas.
Ante la mención de ese vergonzoso incidente, Zhi casi saltó, pero sabía que tenía que haber algo más para que Xuan se hubiera atrevido a convocarlo ante su presencia.
—Los muertos no están enterrados, con tantas bocas que alimentar —continuó el emperador— y tenemos que soportar la vergüenza de elegir entre comernos a los nuestros o unimos a ellos.
—¿Por qué me has hecho llamar? —preguntó Zhi Zhong de repente, cansado de los aires que se estaba dando el niño. Ruin Chu lanzó un grito ahogado ante su descaro al atreverse a interrumpir al emperador. Zhi Zhong posó en él una mirada perezosa: le traía sin cuidado su opinión.
El chico se echó hacia delante en el trono, reuniendo valor.
—El khan mongol ha vuelto a levantar una tienda blanca en la llanura. El espía que enviaste ha tenido éxito y por fin podemos pagar un tributo.
Zhi Zhong apretó su puño derecho, abrumado. No era la victoria que había deseado, pero la ciudad pronto se convertiría en la tumba de todos ellos. Aun así, tuvo que hacer un enorme esfuerzo para dibujar una sonrisa en su rostro.
—Entonces, su majestad sobrevivirá. Iré a las murallas a ver esa tienda blanca, y luego mandaré un mensaje al khan. Hablaremos de nuevo.
Vio el desprecio pintado en las caras de los ministros y los odió por ello. Todos y cada uno de ellos consideraban que él era el artífice del desastre que había sufrido Yenking. Unida al alivio, la vergüenza de la rendición recorrería cada rincón de la ciudad. Desde el alto cortesano al más humilde pescador todos sabrían que el emperador había tenido que pagar un tributo. Con todo, vivirían y se librarían de la trampa para ratones en la que se había convertido Yenking. Una vez que los mongoles hubieran cobrado su sangriento dinero, la corte podría viajar hacia el sur y reunir fuerzas y aliados en las ciudades meridionales. Tal vez lograran incluso el apoyo del Imperio Sung situado en las tierras más al sur, apelando a sus vínculos de sangre para aplastar al invasor. Habría más batallas con las hordas mongolas, pero nunca volverían a permitir que el emperador quedara atrapado. En cualquier caso, vivirían.
La sala de audiencias estaba fría y Zhi Zhong se estremeció, dándose cuenta de que llevaba un tiempo allí de pie, en silencio, mientras el emperador y sus ministros observaban. No tenía palabras que pudieran aliviar el amargo dolor de lo que tenía que hacer y trató de no dejarse afectar por la inmensa carga. No tenía ningún sentido esperar a que toda la ciudad se muriera de hambre para que los mongoles pudieran entonces escalar las murallas y encontraran sólo muertos al otro lado. Con el tiempo, los Chin volverían a ser fuertes. La idea de disfrutar de los suaves lujos del sur le animó un poco: allí habría comida y un ejército.
—Es la decisión correcta, Hijo del Cielo —dijo, haciendo una profunda reverencia antes de abandonar la habitación.
Cuando se hubo marchado, uno de los esclavos que había estado aguardando junto a la pared avanzó un paso. Los ojos del emperador niño se movieron rápidos hacia él y donde antes sólo había nerviosismo brillaban ahora el rencor y la ira.
El esclavo se enderezó sutilmente, alterando la postura de su cuerpo. Su cabeza estaba totalmente desprovista de pelo, ni siquiera tenía cejas ni pestañas, y relucía gracias a algún rico ungüento. Se había quedado mirando fijamente hacia el lugar por donde había desaparecido el señor regente como si pudiera ver a través de las pesadas puertas de la cámara.
—Déjalo vivir hasta que se haya pagado el tributo —ordenó Xuan—. Después de eso, debe tener una muerte tan dolorosa como sea posible. Por su fracaso y por mi padre.
El maestro del Tong Negro de asesinos hizo una respetuosa reverencia ante el niño que gobernaba el imperio.
—Así será, majestad imperial.