Ese verano era el más apacible que Gengis podía recordar. Si no hubiera sido por la amenazante presencia de la ciudad, que llenaba su mirada todos los días, habría sido un tiempo reposado y relajante. Los intentos del khan para recuperar su forma física se vieron obstaculizados por una persistente tos que le hacía perder el resuello y que no hizo sino empeorar a medida que las temperaturas fueron bajando. Kokchu había pasado a ser un visitante habitual de su ger; le llevaba jarabes de miel y hierbas tan amargas que Gengis apenas podía tragárselos. El alivio que le daban era sólo temporal y Gengis perdió peso de manera alarmante, hasta el punto de que se le veían los blancos huesos bajo la piel de aspecto cetrino y enfermizo.
A lo largo de los meses fríos, Yenking estuvo siempre al borde de su vista, estática y sólida, mofándose de su presencia en esas tierras. Había pasado casi un año desde que se hiciera con la victoria en la batalla de la Boca del Tejón. Había momentos en los que habría dado cualquier cosa por poder volver a casa y recuperar las fuerzas en las limpias colinas y arroyos de su hogar.
Inmerso en el letargo que había hecho presa de todos ellos, Gengis apenas levantó la vista cuando Kachiun oscureció la puerta de la gran ger. Cuando vio la expresión de su hermano, se enderezó con esfuerzo.
—Estás deseando contarme algo, Kachiun. Dime que es algo importante.
—Creo que lo es —respondió Kachiun—. Los exploradores del sur dicen que una columna de liberación se dirige hacia aquí. Hasta cincuenta mil soldados y un inmenso rebaño de ganado de primera calidad.
—Entonces Khasar no se topó con ellos —contestó Gengis, animándose—. O vienen desde algún lugar fuera de su ruta. —Ambos sabían que los ejércitos podían cruzarse aunque sólo los separara un valle. Las tierras eran más vastas de lo que era posible imaginar y su vastedad hacía soñar a aquellos hombres que se veían obligados a permanecer en un lugar más tiempo del que nunca habían estado.
Kachiun se sintió aliviado al descubrir una chispa del antiguo placer en Gengis. El veneno que corría por sus venas había debilitado a su hermano mayor, cualquiera podía verlo. Cuando trató de continuar hablando, un ataque de tos le robó el aliento, tiñéndole de rojo la cara y obligándolo a aferrarse al poste central de la ger.
—La ciudad intentará desesperadamente que pasen —dijo Kachiun por encima del áspero sonido—. Me pregunto si llegaremos a lamentar haber enviado fuera a la mitad de nuestros hombres.
Gengis sacudió la cabeza en silencio antes de lograr por fin aspirar una bocanada limpia de aire. Se dirigió a la puerta por delante de Kachiun y escupió una enorme flema en el suelo, haciendo muecas mientras se esforzaba en aclarar su garganta.
—Mira esto —dijo con voz ronca, cogiendo una de las ballestas Chin que habían traído de la Boca del Tejón.
Kachiun siguió la mirada de su hermano hasta una diana de paja que había a unos trescientos metros en un sendero. Gengis lanzaba flechas durante horas todos los días para recuperar la fuerza y se había mostrado fascinado por los mecanismos de las armas Chin. Mientras Kachiun observaba, apuntó con cuidado y apretó el gatillo tallado, disparando una saeta negra que surcó el aire con un silbido. Se quedó corta y Kachiun sonrió, comprendiendo al instante. Sin una palabra, cogió uno de los arcos de su hermano, seleccionó una flecha de un carcaj y llevó la cuerda hasta su oreja antes de enviarla de modo certero al centro del escudo de paja.
La sangre había desaparecido de las mejillas de Gengis, que hizo una inclinación de cabeza mirando a su hermano.
—Avanzarán despacio debido a los víveres que llevan a la ciudad. Coge a tus hombres y dirigíos a sus líneas, recorriéndolas arriba y abajo sin cesar, pero sin acercaros lo suficiente como para que os alcancen. Mermad sus filas un poco y yo haré el resto cuando lleguen.
Mientras Kachiun recorría el campamento al galope, la noticia que habían traído los exploradores viajaba aún más deprisa. Todos los guerreros que había en el campamento estuvieron listos en los escasos momentos que tardaron en correr hacia sus ponis y recoger sus armas de las paredes de las tiendas.
Con poderosos gritos, Kachiun repartió las órdenes entre sus oficiales superiores y ellos fueron informando a los demás, haciendo que muchos hombres se detuvieran en seco en su camino. La nueva forma de guerrear seguía siendo muy semejante a la de una banda de saqueo, pero la estructura de mando era suficientemente sólida como para que grupos de diez hombres se reunieran y recibieran instrucciones. Muchos tuvieron que volver a sus ger para coger otro carcaj de cincuenta flechas por orden de Kachiun antes de precipitarse a formar en el gigantesco cuadrado de diez mil hombres. El propio Kachiun marcaba la línea más lejana cabalgando arriba y abajo, con un estandarte de seda dorada serpenteando detrás de él.
Una vez más, consultó con los exploradores que habían avistado la columna de liberación y pasó el ondeante estandarte a un mensajero de la primera fila, un muchacho que no tendría más de doce años. Kachiun observó las filas mientras formaban y se sintió satisfecho. Cada hombre llevaba dos pesados carcajes atados a los hombros. No necesitaban provisiones para una incursión relámpago y sólo los arcos y las espadas golpeaban sus muslos y sillas de montar.
—Si dejamos que penetren en la ciudad —bramó, colocando su caballo en posición—, tardaremos otro año entero en hacerla caer. Detenedlos y, tras restarle el diezmo del khan al botín, sus monturas y sus armas serán vuestras.
Los guerreros que lo oyeron mostraron con un rugido su contento ante la promesa. Kachiun alzó el brazo derecho para luego bajarlo, indicando el avance. Las líneas avanzaron en perfecta formación: una destreza fruto de meses de entrenamiento en la llanura que se extendía delante de la ciudad, cuando no había enemigos contra los que luchar. Los oficiales gritaron órdenes por puro hábito pero, de hecho, las líneas continuaban avanzando sin ningún fallo. Por fin habían logrado controlar su entusiasmo bélico, aun después de una espera tan prolongada.
La columna estaba a unos sesenta kilómetros al sur de Yenking cuando los exploradores se toparon con ellos. En el tiempo que le había tomado a Kachiun regresar, la lenta masa de hombres y animales habían acortado esa distancia a sólo veinte. Sabiendo que habían sido avistados, habían forzado al máximo el avance de sus rebaños, pero eso fue todo cuanto pudieron hacer antes de ver aparecer la nube de polvo que levantaban los guerreros dirigiéndose hacia ellos.
El oficial superior Sung Li Sen, siseó entre dientes al ver por primera vez al enemigo. Había reunido casi cincuenta mil guerreros al norte y este de Kaifeng para liberar la ciudad imperial. La columna era inmensa, lenta y pesada debido a la larguísima hilera de carros y bueyes que se extendía por el camino. Lanzó una mirada de reojo a los cuadrados de caballería que protegían sus flancos y le hizo una señal con la cabeza a su comandante por encima de las cabezas de los hombres. La batalla tardaría en estallar.
—¡Primera posición! —exclamó y su voz de mando fue repitiéndose a todo lo largo de las lentas filas. Las órdenes que le habían dado estaban perfectamente claras. No se detendría hasta llegar a Yenking. Si el enemigo entablaba batalla, se enfrentaría contra los guerreros mientras seguía avanzando hacia la ciudad, evitando ser retrasado por las escaramuzas. La idea le hizo fruncir el ceño. Habría preferido una orden general de aplastar a los guerreros de las tribus y preocuparse de aprovisionar Yenking cuando los mongoles estuvieran tendidos sin vida ante él.
A lo largo de la vasta serpiente de hombres, se veían elevarse las picas que llevaban los soldados como las púas de un erizo. Mil ballestas se prepararon para disparar y Sung Li Sen asintió para sí. Ahora veía las líneas de jinetes mongoles con más claridad y se enderezó en la silla, consciente de que sus hombres necesitaban ver en él un ejemplo de coraje. Pocos de ellos se habían desplazado antes tan al norte y todo lo que sabían de esos salvajes mongoles era que el emperador había solicitado ayuda de sus ciudades meridionales. Sung Li Sen sintió cómo crecía su curiosidad cuando los jinetes se dividieron en dos por una línea invisible, como si su propia columna fuera una punta de lanza a la que no se atrevieran a aproximarse. Vio que pasarían por ambos lados de sus hombres y esbozó una pequeña sonrisa: era lo que más le convenía para poder cumplir sus propias órdenes. El camino hacia Yenking estaba abierto y no pensaba detenerse.
Kachiun retrasó el galope hasta el último instante posible antes de inclinarse hacia el viento y gritarle a su montura para que alargara el paso. Cuando se irguió sobre los estribos, se deleitó en el sonido de trueno que retumbaba a su alrededor. A lo largo de la distancia que lo separaba de sus enemigos, al principio le pareció que se acercaban con lentitud y, a continuación, todo se precipitó velozmente hacia él. Su corazón latía con fuerza cuando llegó a la columna Chin y lanzó al aire su primera flecha. Vio cómo los virotes Chin salían volando para caer en la hierba, inútiles. Si seguían cabalgando a lo largo de la interminable columna serían intocables y Kachiun, lleno de gozo, se rió sonoramente al darse cuenta y siguió lanzando flecha tras flecha. Con cinco mil hombres a los dos lados de la columna, casi no necesitaba apuntar: fustigó la columna con rápidos golpes.
La caballería Chin apenas logró ponerse a pleno galope antes de ser aniquilados sin excepción, derribados brutalmente de sus monturas. Kachiun esbozó una ancha sonrisa cuando vio que no había muerto ninguno de los caballos de sus rivales. Sus hombres estaban siendo cuidadosos, en especial ahora que habían visto qué pocos jinetes habían traído los Chin al campo de batalla.
Una vez vencida la caballería, Kachiun fue eligiendo sus blancos con precisión, apuntando a todo oficial que veía. En sesenta segundos su tumán disparó cien mil flechas contra la columna. A pesar de la brillante armadura Chin, miles cayeron mientras caminaban, haciendo que los que los seguían se tropezaran con sus cadáveres.
Kachiun oyó el mugido nervioso y asustado del ganado y, con regocijo, vio cómo el rebaño salía en estampida, aplastando a más de cien soldados Chin y abriendo una brecha en la columna antes de perderse en la distancia. Había alcanzado el final de la cola y prosiguió un poco, preparándose para dar la vuelta. Las saetas de las ballestas repiqueteaban contra su pecho, casi sin fuerzas. Después de meses de tedioso entrenamiento, era simplemente maravilloso tener un enemigo contra el que luchar y, mejor aún, un enemigo que no podía tocarlos sino sólo morir. Deseó haberlo sabido y haber traído más flechas. Sus dedos palparon el vado en el primer carcaj y comenzó a lanzar sus últimas cincuenta flechas, derribando a un portaestandartes Chin con la primera de ellas.
El viento hacía que a Kachiun le lagrimearan los ojos. Había causado suficientes bajas en la columna como para poder ver al otro lado el segundo grupo de cinco mil hombres del flanco este. Ellos también cabalgaban con impunidad, golpeando a voluntad. Otros sesenta segundos y cien mil flechas salieron de sus arcos. Los soldados Chin no podían ocultarse y la bien formada columna empezó a desintegrarse. Algunos hombres que caminaban junto a los carromatos se arrojaron debajo de ellos para protegerse mientras sus compañeros morían a su alrededor. Un fuerte aullido de terror brotó de los piqueros y ya no quedaban oficiales vivos que pudieran hacerlos formar de nuevo u ordenarles que continuaran avanzando camino de Yenking.
Kachiun empezó su segunda ronda, esta vez a demasiada distancia de la columna para desperdiciar proyectiles con un disparo. Las líneas dieron media vuelta con la facilidad que dan incesantes horas de entrenamiento y los nuevos carcajes se fueron vaciando con rapidez. Kachiun galopó a toda velocidad a lo largo de las líneas, volviendo la vista hacia la hilera de muertos que iban dejando atrás mientras la columna seguía adelante a través de la tormenta. Los soldados habían mantenido la disciplina, aunque el ritmo de avance estaba disminuyendo. Varios hombres vociferaban órdenes para sustituir a los oficiales muertos, sabiendo que el pánico era una invitación a la destrucción total.
Kachiun gruñó para sí, admitiendo a regañadientes la admiración que le inspiraban: había visto muchos ejércitos que se habrían hundido ante algo así. Llegó al inicio de la columna y regresó a la línea interior una vez más, sintiendo que le ardían los hombros al tensar de nuevo el arco mientras cabalgaba a galope tendido. Imaginó el rostro de su hermano cuando los desordenados restos de la columna alcanzaran la bienvenida que habían preparado en Yenking. Kachiun soltó una violenta carcajada al imaginárselo, notando un creciente escozor en los dedos al buscar a tientas una flecha en su aljaba casi vacía. Como mucho le quedaban diez, pero de pronto el pánico volvió a propagarse por las filas Chin, que se estremecieron. Las saetas de las ballestas no habían parado de volar y Kachiun debía tomar una decisión. Notaba la mirada de sus hombres sobre él aguardando la orden que les permitiría desenvainar las espadas y hacer pedazos la columna. A todos se les estaban acabando las flechas y cuando partió la última lluvia de proyectiles, su trabajo había terminado. Conocían las órdenes tan bien como él mismo, pero seguían observándolo con ojos esperanzados.
Kachiun tensó la mandíbula. Yenking estaba muy lejos y, sin duda, Gengis lo perdonaría si eliminaba toda la columna por sí mismo. Sentía lo cerca que estaban de caer. Todo lo que había aprendido a lo largo de los años de guerra hacía que ese instante clave fuera algo que casi podía oler.
Hizo una mueca, mordiéndose la mejilla por dentro mientras a su alrededor el momento llegaba a su punto culminante. Por fin, meneó la cabeza y dibujó un amplio círculo en el aire con el puño. Todos los oficiales que estaban a la vista repitieron el gesto y las líneas se retiraron, alejándose de la destrozada columna.
Kachiun miró cómo sus hombres formaban en líneas jadeantes, llenos de júbilo. Los que todavía tenían flechas las dispararon con el máximo esmero, matando soldados a voluntad. Kachiun percibió su frustración cuando frenaron sus monturas al final de la columna y la vieron alejarse de ellos. Muchos de los guerreros palmearon el cuello de sus animales y clavaron la mirada en sus oficiales, furiosos porque no les permitían concluir la masacre. No tenía sentido y Kachiun tuvo que hacer caso omiso de las quejas que empezaron a brotar de todos los lados.
Cuando la columna se distanció de ellos, muchos de los soldados se giraron aterrorizados, convencidos de que serían atacados desde atrás. Kachiun dejó que se alejaran un poco más y luego hizo avanzar a su poni. Ordenó que las alas derecha e izquierda se adelantaran para envolver la parte trasera de la columna y hacer que continuara avanzando hacia Yenking.
A sus espaldas, a lo largo de casi dos kilómetros, se extendía un rastro de cadáveres salpicado de banderines ondeantes y de picas amontonadas. Kachiun envió a cien guerreros a saquear los cuerpos y a matar a Los heridos, pero su mirada no se separó de la columna que se dirigía hacia su expectante hermano.
No fue hasta la caída de la tarde cuando la maltrecha columna avistó la ciudad cuya liberación había sido el motivo de su partida. En ese punto, los soldados Chin que habían sobrevivido a la matanza caminaban con la cabeza gacha y el ánimo hundido después de llevar tanto tiempo la muerte a la espalda. Cuando vieron a otros diez mil guerreros cortándoles el paso, hombres descansados con más lanzas y arcos, de sus bocas brotó un alarido de puro sufrimiento. La columna se desordenó de nuevo cuando vacilaron, sabiendo que no podrían abrirse paso luchando. Sin una señal, por fin pararon, y Kachiun alzó un puño para indicar a sus hombres que no se aproximaran demasiado. En la creciente oscuridad, esperó a que su hermano avanzara. Se sintió satisfecho de no haberle negado a Gengis aquel momento cuando vio que se alejaba a caballo del tumán de guerreros y se acercaba a medio galope a través de la hierba.
Los soldados Chin lo observaron con ojos apagados, jadeando, exhaustos por el ritmo que les habían forzado a adoptar. Los carros con sus cargamentos de objetos y víveres, adelantados por la marea de guerreros presurosos, se habían ido quedando atrás y Kachiun mandó a algunos hombres que se separaran del grupo para investigar su contenido.
En una exhibición deliberada, constatando el deplorable estado de ánimo de la columna, Gengis cabalgó a lo largo de uno de sus lados, muy cerca de los soldados. Kachiun oyó el murmullo de satisfacción que se elevó entre sus hombres ante la muestra de valor del khan. Tal vez todavía corriera el riesgo de que las ballestas lo derribaran de la silla, pero Gengis no miró a los Chin mientras pasaba, aparentemente ignorante de los miles de hombres que volvían los ojos hacia él desde debajo de sus humilladas frentes.
—No me has dejado demasiados, hermano —dijo Gengis. Kachiun notó que estaba pálido y sudoroso tras el esfuerzo de cabalgar toda esa distancia. En un impulso, Kachiun desmontó y se postró de hinojos ante su hermano, tocando su pie con la frente.
—Ojalá hubieras estado allí para ver las caras de sus oficiales —contestó Kachiun—. Realmente somos lobos en un mundo de ovejas, hermano.
Gengis asintió, pero su fatiga le impedía compartir la alegría de Kachiun.
—No veo provisiones aquí —dijo.
—Las han dejado todas atrás, incluyendo el mejor rebaño de bueyes que vas a ver en tu vida.
Al oír eso, Gengis se animó.
—Hace mucho tiempo que no como ternera. Los asaremos delante de Yenking para que el aroma de la carne pase flotando por encima de las murallas. Lo has hecho bien, hermano. ¿Acabamos con ellos? —Ambos se giraron hacia la lúgubre columna de soldados, ahora redunda a menos de la mitad del tamaño original.
Kachiun se encogió de hombros.
—Son demasiadas bocas que alimentar, a menos que les des los víveres que han traído a estos parajes. Déjame intentar desarmarlos primero, puede que si no entablen batalla.
—¿Crees que se rendirán? —preguntó Gengis. Sus ojos brillaron al oír la sugerencia de su hermano, conmovido por el evidente orgullo de Kachiun. Entre todas las cualidades posibles, las tribus reverenciaban a aquellos generales que podían ganar con su ingenio antes que con la fuerza.
Kachiun se encogió de hombros de nuevo.
—Vamos a ver.
Reunió una docena de hombres que sabían hablar la lengua Chin y los envió a cabalgar arriba y abajo de la columna a tan poca distancia como lo había hecho el propio Gengis, ofreciéndoles firmar la paz si deponían sus armas. Sin duda, fue decisivo el hecho de que estuvieran prácticamente agotados después de todo un día de ser perseguidos por un enemigo que atacaba con un poder impresionante sin sufrir ni una sola baja: su moral estaba por los suelos y Gengis sonrió al oír el ruido de las armas al caer.
Casi había anochecido cuando los silenciosos soldados entregaron la última de las numerosas picas, ballestas y espadas. Gengis había llevado miles de carcajes repletos a los hombres de Kachiun y los mongoles esperaban en calmada anticipación mientras el sol doraba las llanuras.
Antes de que se apagara la última luz, un cuerno resonó a través de la planicie y veinte mil arcos se tensaron. Los soldados Chin aullaron, horrorizados por la traición, pero el sonido fue ahogándose a medida que las descargas se sucedieron una tras otra, sin cesar hasta que estuvo tan oscuro que no se podía ver.
Cuando se alzó la luna, cientos de bueyes fueron sacrificados y asados en la llanura mientras, sobre los muros de la ciudad, Zhi Zhong paladeaba el sabor amargo de su propia saliva, presa de la más absoluta desesperación. En Yenking, estaban comiéndose a los muertos.
Cuando el banquete estaba en pleno apogeo, el espía vio que el chamán, borracho, se levantaba y avanzaba tambaleante entre las gers. Se levantó como una sombra para seguirlo y dejó a Temuge durmiendo pesadamente tras haber devorado una sangrienta pierna de ternera. Los guerreros estaban cantando y bailando alrededor de las hogueras y los jóvenes tamborileros tocaban un potente ritmo que silenciaba el leve ruido de sus pasos. El espía no perdió de vista a Kokchu mientras éste se detenía a orinar en el sendero, hurgándose en la ropa, torpe y medio adormilado, y lo oyó maldecir en la oscuridad al salpicarse los pies, pero, cuando se sumergió en la profunda oscuridad que se abría entre dos carros, dejó de ver a su presa. No se precipitó, adivinando que volvía para estar con la joven esclava que tenía viviendo con él en su tienda. Mientras caminaba, pensó en lo que iba a decirle al chamán. En su última visita a las murallas, había oído que el señor regente había comenzado una lotería de muerte en la ciudad: un miembro de cada familia de campesinos debía meter la mano en una vasija de arcilla tan profunda como su brazo. Los que sacaban una teja blanca eran sacrificados para alimentar al resto. Todos los días se producían escenas de inimaginable dolor y sufrimiento.
Estaba así perdido en sus pensamientos cuando, al dar la vuelta a la esquina de una ger, vio una sombra moverse: alguien lo golpeó haciéndolo caer contra uno de sus lados y el espía soltó un grito de horror y dolor. Las abrazaderas de mimbre crujieron contra su espalda y notó el frío de una hoja en la garganta cortándole la respiración.
Cuando Kokchu habló, su voz sonaba grave y firme, sin ningún signo de la formidable borrachera que el espía había presenciado antes.
—Has estado observándome toda la noche, esclavo. Ahora, sígueme a casa. ¡Chist! —siseó Kokchu cuando el espía levantó automáticamente los brazos, asustado.
—Si te mueves, te corto la garganta —susurró Kokchu en su oído—. Conviértete en una estatua, esclavo, mientras te registro. —El espía hizo lo que le decía, soportando que las manos huesudas de Kokchu recorrieran su cuerpo. El chamán seguía sujetando la hoja junto a su cuello y no logró llegar hasta los tobillos. Encontró una pequeña daga y la arrojó hacia la oscuridad sin mirar; pero no descubrió el puñal que llevaba en la bota y el espía dejó salir un lento suspiro de alivio.
Las dos figuras se elevaban entre las gers, escondidos de la luna y de los festejantes guerreros.
—¿Por qué querría seguirme un esclavo, me pregunto yo? Vienes a pedirme la pasta de tu amo y me haces unas cuantas preguntas inocentes mientras tus pequeños ojos lo recorren todo. ¿Eres un espía de Temuge o bien otro asesino? Si ése es el caso, hicieron mal eligiéndote.
El espía no respondió, aunque apretó la mandíbula ante ese ataque contra su orgullo. Sabía que apenas había mirado al chamán durante toda la noche y no pudo por menos que maravillarse ante una mente que producía un constante estado de sospecha. Sintió que la presión del cuchillo en su cuello aumentaba y soltó las primeras palabras que le vinieron a la mente.
—Si me matas, no sabrás nada —dijo.
Kokchu permaneció largo tiempo en silencio, asimilando lo que acababa de oír El espía giró los ojos sin mover la cabeza para ver la expresión del chamán y encontró una mezcla de curiosidad y malicia.
—¿Qué es lo que debería saber, esclavo? —preguntó Kokchu.
—Nada que te gustara que alguien más oyera —contestó el espía. Dejó a un lado su habitual cautela, sabiendo que su vida dependía de ese momento. Kokchu era muy capaz de matarlo sólo para quitarle a Temuge uno de sus apoyos—. Déjame hablar y no lo lamentarás.
Notó un empellón y avanzó dando un traspié. Aun en la oscuridad, sentía la presencia de Kokchu a su espalda. El espía valoró distintos modos de desarmarlo sin matarlo, pero se obligó a sí mismo a relajarse. Puso las manos detrás de la cabeza y permitió que Kokchu lo condujera hacia su ger.
Le hizo falta valor para agacharse y cruzar el umbral con el chamán sosteniendo la hoja del cuchillo contra su espalda, pero el espía había llegado demasiado lejos como para fingir que sus palabras no habían sido más que un mal chiste. Sabía qué oferta tenía que hacer. El propio señor regente se había reunido con él en la muralla la última vez. Respiró hondo y empujó la pequeña puerta.
Una muchacha de gran belleza estaba arrodillada junto a la puerta abierta. Una lámpara iluminó sus rasgos cuando alzó la vista hacia él y el espía sintió que su pecho se tensaba al pensar que esa delicada joven tenía que esperar por el chamán como un perro. Ocultó su ira mientras Kokchu le indicaba que se marchara para que se quedaran solos. Ya en la puerta, la muchacha intercambió una última mirada con su compatriota y Kokchu se rió entre dientes.
—Creo que le gustas, esclavo. Me estoy cansando de ella. Puede que se la dé a tus oficiales Chin. Podrías probarla cuando ellos hubieran acabado de enseñarle humildad. —El espía ignoró sus palabras y se sentó en una cama baja, de manera que sus manos quedaran con naturalidad junto a sus tobillos. Si la reunión se torcía, aún podía matar al chamán y regresar a las murallas antes de que los demás lo averiguaran. Ese pensamiento le dio una confianza que Kokchu intuyó y que le hizo fruncir el ceño.
—Estamos solos, esclavo. No te necesito ni tampoco necesito saber nada que tengas que decirme. Habla rápido o te entregaré a los perros mañana por la mañana.
El espía inspiró lenta y profundamente, preparando las palabras que podían hacer que muriera torturado antes de que saliera el sol. No había sido él quien había elegido el momento, sino los cadáveres de Yenking. Ahora, o bien estaba en lo cierto respecto al chamán, o bien estaba muerto.
Enderezó la espalda y apoyó una mano en la rodilla, mirando con dureza a Kokchu con una leve expresión de desaprobación. El chamán lo fulminó con la mirada al percibir cómo en un instante había dejado de ser un esclavo asustado para convertirse en un guerrero lleno de dignidad.
—Soy un hombre de Yenking —dijo el espía con suavidad—. Un hombre del emperador.
Los ojos de Kokchu se agrandaron. El espía asintió con la cabeza mirándolo.
—Ahora mi vida está realmente en tus manos. —Un impulso repentino le hizo sacar la daga de su bota y colocarla en el suelo a sus pies. Kokchu hizo un gesto de reconocimiento ante ese acto de fe pero no bajó su propia arma.
—El emperador debe de estar desesperado o enloquecido por el hambre —replicó Kokchu con voz suave.
—El emperador es un niño de siete años de edad. El general que tu khan derrotó está al mando de la ciudad ahora.
—¿Él te envió aquí? ¿Por qué? —le preguntó Kokchu, con auténtica curiosidad. Antes de que el espía pudiera contestar; Kokchu respondió su propia pregunta—: Porque el asesino fracasó. Porque quiere que las tribus se marchen antes de que el pueblo muera de hambre o se alce contra él y arrase la ciudad.
—Así es —confirmó el espía—. Aun cuando el general deseara pagar un tributo por la ciudad, la tienda negra se eleva frente a las murallas. No tiene más remedio que aguantar otros dos años, o incluso más… —El rostro del espía no reveló ni una sombra de la desesperada mentira: Yenking caería en un mes, tres como mucho.
Por fin, Kokchu retiró el cuchillo. El espía no sabía cómo interpretar su acción. El señor regente le había lanzado entre los lobos para hacer una oferta. Todo cuanto poseía era el instinto que le decía que Kokchu habitaba entre las tribus, pero no pertenecía a ellas. Ese tipo de hombres estaban abiertos a una propuesta así, pero sabía que su vida podía concluir en unos pocos segundos. Un único arrebato de lealtad en el chamán, un único grito, podía hacer que todo terminara. Gengis sabría que había logrado derrotar a Yenking y la joya del imperio se habría perdido para siempre. El espía notó que su piel se perlaba de sudor pese al aire helado. Continuó antes de que Kokchu pudiera contestar.
—Si vuelven a levantar la tienda blanca, mi emperador pagará un tributo que haría llorar a cien reyes. Suficiente seda para forrar los caminos que llevan a vuestra patria, gemas, esclavos, obras sobre una magia muy poderosa, sobre ciencia y medicina, marfil, hierro, madera… —Había visto cómo los ojos de Kokchu relucían cuando pronunció la palabra magia, pero continuó con su lista sin vacilar—… papel, jade, miles y miles de carros cargados de riquezas. Suficiente para fundar un imperio si el khan lo desea. Suficiente para construir vuestras propias ciudades.
Todo lo que tendrá igualmente cuando la ciudad caiga murmuró Kokchu.
El espía meneó la cabeza con firmeza.
—Al final, cuando la derrota fuera inevitable, la ciudad sería quemada desde dentro. Debes saber que digo la verdad cuando afirmo que tu khan sólo encontrará cenizas y dos años más de espera en esta llanura. —Hizo una pausa, intentando en vano deducir el efecto que estaban produciendo sus palabras. Kokchu permanecía inmóvil como una estatua, escuchando casi sin respirar.
—¿Por qué no le has hecho esta misma propuesta al propio khan? —preguntó Kokchu.
Ma Tsin sacudió de nuevo la cabeza, súbitamente cansado.
—No somos ningunos niños, chamán, ni tú ni yo. Déjame hablar claro. Gengis ha levantado la tienda negra y todos sus hombres saben que significa la muerte. Sería una ofensa contra su orgullo aceptar el tributo del emperador y, por lo que he visto, antes preferiría quemar Yenking. Sin embargo, ¿y si es otro hombre, alguien en quien confiara, el que le diera la noticia en privado? Podría sugerir que se trataba de una muestra de clemencia, quizá, inspirada por las personas inocentes que sufren en la ciudad.
El espía vio con asombro que la mera idea hacía que Kokchu estallara en sonoras carcajadas.
—¿Clemencia? Gengis lo consideraría debilidad. Nunca conocerás a otro hombre que comprenda el miedo en la guerra tan bien como el khan al que sigo. No podrías tentarle con algo así.
Sin poder evitarlo, el espía notó que le invadía una oleada de ira ante el tono de burla del chamán.
—Entonces, dime cómo evitar que destruya Yenking o mátame y entrégame a tus perros. Te he dicho todo lo que sé.
—Yo podría hacer que cambiara de opinión —aseguró Kokchu con suavidad—, le he mostrado lo que puedo hacer.
—En el campamento te tienen miedo —respondió el espía enseguida, aferrando su huesudo brazo—. ¿Eres el hombre que necesito?
—Sí —contestó Kokchu. Hizo una mueca al ver el alivio del espía Chin—. Ahora sólo queda que pongas precio a mi ayuda en este pequeño negocio. Me pregunto cuánto vale esta ciudad para tu emperador. ¿Qué precio debería ponerle a su vida?
—Lo que pidas formará parte del tributo pagado al khan —respondió el espía. No se atrevía a creer que aquel hombre estuviera jugando con él. ¿Acaso le quedaba otra opción aparte de hacer lo que el chamán quisiera?
Entonces Kokchu se quedó callado unos momentos, valorando al hombre que estaba sentado ante él, tan derecho, en la cama.
—En el mundo hay magia verdadera, esclavo. La he sentido y la he utilizado. Si tu pueblo sabe algo de ese arte, tu emperador niño guardará ese saber en su preciosa ciudad —dijo por fin—. Nunca se aprende suficiente ni aunque se vivan cien vidas. Quiero conocer todos los secretos que haya descubierto tu pueblo.
—Hay muchos secretos, chamán: desde el arte de fabricar papel y seda hasta el polvo que arde, la brújula, un aceite que no se extingue. ¿Qué deseas saber?
Kokchu gruñó.
—No regatees conmigo. Los quiero todos. ¿En vuestras ciudades hay hombres que se dediquen a ese tipo de artes?
El espía asintió.
—Sacerdotes y doctores de muchas órdenes.
—Haz que recopilen todos sus secretos para entregármelos, como un regalo entre colegas. Diles que no se dejen nada fuera o le contaré a mi khan una visión sangrienta y volverá para quemar vuestras tierras desde la llanura hasta el mismísimo mar. ¿Entiendes?
El espía liberó su lengua y respondió, tan aliviado que se sintió débil. Oyó voces en algún lugar próximo y se apresuró, tratando desesperadamente de concluir la conversación.
—Así lo haré —susurró—. Cuando vea elevarse la tienda blanca, el emperador se rendirá. —Se quedó pensativo un momento y luego volvió a hablar. El volumen de las voces provenientes del exterior se incrementó.
—Si nos traicionas, chamán, todo lo que deseas saber quedará destruido por el fuego. En la ciudad hay suficiente polvo que arde para reducir las piedras a gravilla.
—Una valiente amenaza —contestó Kokchu, burlón—. Me pregunto si tu pueblo tendría realmente voluntad suficiente para hacer algo así. Te he oído, esclavo. Has cumplido con tu misión. Ahora, vuelve a tu ciudad y espera a que aparezca la tienda blanca junto a tu emperador. Llegará a su debido tiempo.
El espía deseaba hacerle ver al chamán que debía darse prisa, hacerle comprender que debía actuar con rapidez. La precaución detuvo su lengua: pensó que confesarlo sólo serviría para debilitar su posición. Simplemente, al chamán no le importaba que en la ciudad hubiera gente muriendo a diario.
—¿Qué pasa ahí fuera? —exclamó Kokchu, molesto por los gritos que se oían en el exterior de la ger. Le hizo señas al espía de que saliera y lo siguió. Bajo la luz de la luna, todo el mundo estaba observando fijamente la ciudad y ambos hombres dirigieron su mirada hacia los muros.
Las jóvenes ascendieron despacio los escalones de piedra, vestidas de blanco, el color de la muerte. Estaban esqueléticas e iban descalzas, pero no temblaban. El frío no parecía tocarlas en absoluto. Los soldados que guardaban las murallas se echaron para atrás, presa de un miedo supersticioso, y nadie les impidió pasar. Miles de muchachas se iban reuniendo en lo alto de la ciudad. Decenas de miles. Hasta el viento se redujo a un susurro sobre Yenking. Reinaba un silencio perfecto.
El estrecho pasillo que rodeaba la ciudad estaba helado y brillaba blanco y duro a unos quince metros por debajo de ellas. Casi como una sola, las mujeres de Yenking se situaron al borde mismo de las murallas. Algunas se tomaban de las manos, otras estaban solas, con la mirada fija en la oscuridad. A lo largo de los kilómetros que medían los muros de la ciudad, iluminada por la luz lunar, se extendía una hilera de mujeres que miraba hacia abajo.
El espía contuvo la respiración y empezó a susurrar una oración que no había recordado durante años, una oración de la época en la que aún no había olvidado su verdadero nombre. Se le rompía el corazón al ver el sufrimiento de su pueblo y su ciudad.
A todo lo largo de las murallas había figuras de blanco semejantes a una hilera de fantasmas. Los guerreros mongoles, al ver que se trataba de mujeres, las llamaron a gritos, riendo y mofándose de las distantes figuras. El espía sacudió la cabeza para no oír esos bastos sonidos y las lágrimas brotaron de sus ojos. Muchas de las jóvenes se cogieron de la mano cuando miraron desde lo alto al enemigo que había llegado hasta las mismas puertas de la ciudad del emperador.
Mientras el espía observaba paralizado por el dolor; las mujeres saltaron al vació. Los guerreros enmudecieron, asombrados. Desde la distancia, sus figuras cayeron como una lluvia de pétalos blancos e incluso Kokchu meneó la cabeza, atónito. Otras tantas miles ocuparon su lugar sobre las murallas y se arrojaron hacia la muerte sin un solo grito: sus cuerpos se quebraron contra las duras piedras del terreno circundante.
—Si nos traicionas, la ciudad y todo lo que alberga desaparecerán destruidos por el fuego —susurró el espía al oído del chamán, con la voz ronca por el pesar.
Kokchu ya no tenía ninguna duda de que así sería.