XXIX

Pasaron otros seis días antes de que los generales reunieran a sus hombres en cuadrados de diez mil, listos para partir. En esencia, cada tumán era una partida de saqueo a enorme escala, algo que todos ellos conocían bien. Y, sin embargo, un tamaño así requería organización y Temuge y su cuadro de hombres mutilados se ocuparon de recopilar víveres, monturas de refresco, armas, así como de sus listas. Por una vez, los oficiales no se quejaron de la interferencia. Delante de ellos se extendían unas tierras que nadie de su pueblo había visto jamás. Cuando fijaron la mirada en la dirección que sus generales habían elegido, los hombres sintieron una fuerte ansia de conocer mundo.

El ánimo de los que se quedaban no era tan jovial y Gengis dependía de Kachiun para mantener la disciplina mientras se recuperaba. La táctica había funcionado sorprendentemente bien y su hermano no tenía más que lanzar una mirada a la gran ger del khan para que los que discutían enmudecieran. Nadie quería molestar a Gengis mientras recobraba las fuerzas. El mero hecho de que estuviera vivo le había arrebatado a los antiguos khanes el poder que habían ido adquiriendo en el campamento. Con todo, el padre de los woyela fue uno de los que había exigido ver a Gengis, sin importarle las consecuencias. Kachiun le había visitado en su propia tienda y, después de eso, el khan woyela no había vuelto a abrir la boca. Sus hijos irían con Khasar hacia el sur y él se quedaría solo con unos sirvientes como único apoyo para ponerse en pie cada día.

La nieve había caído la noche antes, pero la mañana era luminosa y el cielo envolvía Yenking en un azul deslumbrante. Formando gigantescos cuadrados sobre la helada llanura, los guerreros esperaban órdenes, listos para montar mientras sus ponis mordisqueaban la nieve. Sus oficiales estaban revisando las líneas y el equipo aunque había muy pocos hombres lo suficientemente descuidados como para olvidarse algo, no cuando sus vidas dependían de ello. Muchos reían y bromeaban entre sí. Llevaban toda la vida desplazándose por la piel de la tierra y la parada obligatoria en Yenking había sido antinatural para ellos. Habría ciudades menos formidables en su camino y cada tumán transportaba varias catapultas en una docena de carros y hombres entrenados para utilizarlas. Los carromatos los retrasarían, por supuesto, pero todos recordaban Yinchuan, en el reino Xi Xia. No tendrían que aullar frente a muros distantes, sino que romperían las puertas de las ciudades y harían caer a sus pequeños reyes desde lo alto. Era una perspectiva alentadora y el ambiente era el de un día festivo de verano.

Los últimos artículos que entregó Temuge fueron las tiendas de color blanco, rojo y negro, tres para cada uno de los generales. La confianza de los guerreros se incrementó al verlas enrolladas y cargadas, atadas con largas cuerdas. Como mínimo, la presencia de las tiendas mostraba su intención de derrotar a todos aquellos que se les opusieran. Su fuerza les daba ese derecho.

Además de los tumanes, Gengis había creado diez grupos de veinte guerreros para explorar nuevas tierras. Al principio, los concibió como partidas de saqueo, pero Temuge le había persuadido de dotarlos de cargamentos de oro y regalos procedentes de distintos botines. Temuge había hablado con el oficial de cada uno de los grupos para cerciorarse de que comprendían que su tarea era observar y aprender, e incluso sobornar. Temuge los había llamado diplomáticos, un término que había aprendido de Wen Chao, muchos años atrás. Con ello, como en muchos otros casos, Temuge había creado algo nuevo para las tribus. Él sabía el valor de algo así aun cuando los demás implicados no fueran capaces de verlo. De hecho, sus hombres estaban mucho menos animados que los que tenían la misión de conquistar ciudades.

Gengis se había quitado los vendajes del cuello, dejando a la vista una gruesa postilla sobre una magulladura de color amarillo y negro. Respiró hondo inhalando el aire frío y tosió en su mano sintiendo un ataque de debilidad. No estaba, ni con mucho, recuperado, pero él también desearía poder cabalgar junto a los demás, aun junto a aquellos que planeaban hablar y espiar más que saquear. Al pensarlo, lanzó una mirada irritada a Yenking, que se agazapaba como un sapo sobre la planicie. Sin duda el emperador Chin estaba en lo alto de las murallas en ese mismo momento, observando ese extraño movimiento de hombres y caballos. Gengis escupió en el suelo en dirección a la ciudad. Se habían ocultado tras los soldados en la Boca del Tejón y ahora se ocultaban tras las murallas. Se preguntó cuántas estaciones más resistirían y su humor se agrió.

—Los hombres están listos —dijo Kachiun, tras llegar hasta él a caballo y desmontar—. Podemos dar gracias a los espíritus, a Temuge no se le ha ocurrido ninguna otra cosa que pudiera irritarlos aún más. ¿Tocarás tú mismo el cuerno?

Gengis miró el pulido cuerno que colgaba del cuello de su hermano. Meneó la cabeza.

—Antes me despediré de mis hijos —dijo—. Tráelos a mi presencia. —Señaló con un gesto una amplia manta extendida en el suelo sobre la que había una botella de airag negro y cuatro vasos.

Kachiun inclinó la cabeza y se subió a la silla de un salto, hincó los talones en el animal para que se pusiera al galope y cruzó a través de las formaciones de hombres a la espera. Tenía que recorrer un largo trecho hasta llegar a sus sobrinos. Todos los guerreros allí reunidos tenían dos caballos a su lado de manera que la manada era inmensa y sus bufidos y relinchos resonaban con estruendo en el silencio de la mañana.

Gengis aguardó pacientemente hasta que Kachiun regresó con Jochi, Chagatai y Ogedai. Su hermano se situó a un lado para dejar que los chicos se aproximaran a su padre y se quedó observando por el rabillo del ojo a Gengis, sentado con las piernas cruzadas, y a los tres muchachos, acomodados frente a él sobre la áspera manta. En silencio, les sirvió a cada uno una taza del poderoso licor y ellos las tomaron formalmente en su mano derecha, apoyando la izquierda en el codo para mostrar que no llevaban armas.

Gengis los estudió y no encontró nada criticable en su actitud y modales. Jochi llevaba una nueva armadura, ligeramente grande para su tamaño. Chagatai seguía teniendo la que le habían dado. Sólo Ogedai llevaba el tradicional deel acolchado: a los diez años era demasiado pequeño para justificar una armadura de hombre, a pesar de la gran cantidad que habían cogido de la Boca del Tejón. El niño observaba la taza de airag con cierto recelo, pero bebió con los otros, sin cambiar la expresión.

—Mis pequeños lobos —comenzó Gengis con una sonrisa—. Cuando os vuelva a ver, todos vosotros seréis hombres. ¿Habéis hablado con vuestra madre?

—Sí —contestó Jochi. Gengis se giró hacia él y se asombró al notar la profunda hostilidad de su mirada. ¿Qué había hecho para merecerla?

Devolviéndole a Jochi su oscura mirada, Gengis habló con todos ellos.

—Cuando salgáis de este campamento, no seréis príncipes. Se lo he dejado claro a vuestros generales. Mis hijos no recibirán ningún tratamiento especial. Viajaréis como cualquier otro guerrero del pueblo y cuando tengáis que luchar, no habrá nadie que os salve por ser quienes sois. ¿Entendéis?

Sus palabras parecieron absorber todo su entusiasmo y sus sonrisas palidecieron. Uno a uno, asintieron. Jochi apuró su bebida y la dejó sobre la manta.

—Si llegáis hasta el puesto de oficial —continuó Gengis—, será sólo porque habéis demostrado que pensáis con más rapidez, que sois más diestros y más valientes que los hombres que os rodean. Nadie quiere ser liderado por un tonto, aunque ese tonto sea mi hijo.

Hizo una pausa, dejando que asimilaran la idea. Su mirada se detuvo en Chagatai.

—Sin embargo, sois mis hijos y espero que la sangre fluya honesta y verdadera en cada uno de vosotros. Los otros guerreros pensarán en la siguiente batalla, o en la última. Vosotros pensaréis en la nación que podríais gobernar. Espero de vosotros que encontréis hombres en los que podáis confiar y que trabéis vínculos con ellos. Espero que os esforcéis más y de forma más implacable de lo que nadie podría. Cuando estéis asustados, escondedlo. Nadie más lo sabrá y sea cuál sea la causa del miedo, pasará. La gente recordará cómo os comportéis.

Había tanto que decirles… Resultaba gratificante comprobar que incluso Jochi estaba pendiente de cada una de sus palabras, pero ¿qué otro podía decirles cómo gobernar si no lo hacía su propio padre? Ése era su último deber para con los chicos antes de que se convirtieran en hombres.

—Cuando estéis cansados, jamás lo comentéis y los demás pensarán que estáis hechos de hierro. No permitáis que ningún otro guerrero se burle de vosotros, aunque sea de broma. Es algo que los hombres hacen para ver quién tiene la fuerza necesaria para enfrentarse a ellos. Mostradles que no os dejáis acobardar y si eso significa veros obligados a luchar, bueno, eso es lo que tenéis que hacer.

—¿Y si es un oficial el que se burla de nosotros? —preguntó Jochi con suavidad.

De inmediato, Gengis volvió la mirada hacia él.

—He visto a algunos hombres quitarle importancia al asunto con una sonrisa o agachando la cabeza, o incluso dan unos brincos para que los demás se rían más fuerte. Si hacéis eso, nunca estaréis al mando. Aceptad las órdenes que os dan, pero mantened la dignidad. —Se quedó pensativo un momento—. A partir del día de hoy, dejáis de ser unos niños. También tú, Ogedai. Si tenéis que pelear aunque sea contra un amigo, derribadlo tan rápido y con tanta fuerza como podáis. Matad si tenéis que hacerlo o perdonad la vida… pero cuidado con hacer que un hombre quede en deuda con vosotros. Despertará su resentimiento más que ninguna otra cosa. Cualquier guerrero que alce el puño contra vosotros debe saber que está jugándose la vida y que perderá. Si no podéis ganar en el primer momento, vengaos si es lo último que vais a hacer. Viajáis con hombres que sólo respetan una fuerza superior a la suya, a hombres más duros que ellos mismos. Por encima de todo, respetan el éxito. Recordadlo.

Su adusta mirada recorrió sus rostros y vio que, sintiendo la frialdad de sus palabras, Ogedai se estremeció. Sin embargo, mientras proseguía, Gengis no sonrió.

—Nunca os permitáis ablandaros o llegará un día en que un hombre os lo quitará todo. Escuchad a aquéllos que saben más que vosotros y sed el último que hable en todas las conversaciones, hasta que esperen por vosotros para mostrarles el camino. Y tened cuidado de los individuos débiles que se aproximen a vosotros por vuestro nombre. Elegid a aquéllos que van a seguiros con tanto cuidado como a vuestras esposas. Si hay una habilidad que me haya puesto al frente de nuestro pueblo, es ésa. Puedo ver la diferencia entre un guerrero bravucón y un hombre como Tsubodai, o Jelme, o Khasar.

El fantasma de una burla rozó la boca de Jochi antes de poder retirar la mirada y Gengis se negó a dejar que se notara su irritación.

—Una cosa más antes de que os vayáis. Sed precavidos a la hora de esparcir vuestra semilla. —Jochi se ruborizó y Chagatai se quedó boquiabierto. Sólo Ogedai pareció no entender. Gengis continuó—: Los muchachos que pasan toda la noche jugando con sus partes se hacen débiles, se obsesionan con las necesidades de su cuerpo. Mantened las manos quietas y tratad el deseo como cualquier otra debilidad. La abstinencia os hará fuertes. Tendréis esposas y amantes cuando llegue el momento.

Mientras los tres muchachos callaban ante él, avergonzados, Gengis desató su espada y su funda. No lo había planeado, pero parecía lo adecuado y quería hacer algo que los chicos recordaran.

—Cógela, Chagatai —dijo. Puso la espada envainada en las manos de su hijo. Chagatai casi la dejó caer de la sorpresa y la alegría. Gengis observó cómo levantaba la empuñadura con la cabeza de lobo para que reflejara el sol y luego, lentamente extraía la hoja que su padre había llevado consigo durante toda su juventud. Los ojos de los demás no se despegaban del brillante metal, relucientes de envidia.

—Mi padre, Yesugei, la llevaba el día que murió —dijo Gengis con suavidad—. Su padre encargó que la hicieran en un momento en el que los Lobos eran los enemigos de todas las demás tribus. Ha segado vidas y ha visto el nacimiento de una nación. Asegúrate de no deshonrarla.

Chagatai hizo una inclinación de cabeza desde su posición, abrumado.

—No lo haré, señor —contestó.

Gengis no miró el rostro blanco de Jochi.

—Ahora, marchaos. Cuando regreséis junto a vuestros generales, haré sonar el cuerno. Nos veremos de nuevo cuando seáis hombres y podamos encontrarnos en pie de igualdad.

—Estoy deseando que llegue ese día, padre —replicó Jochi, de repente. Gengis elevó su pálida mirada hacia él, pero no dijo nada. Cuando se alejaron de él al galope, cabalgando sobre el duro terreno, los chicos no hablaron entre sí y no se volvieron.

Cuando Gengis estuvo de nuevo a solas con Kachiun, notó la mirada de su hermano clavada en él.

—¿Por qué no le has dado la espada a Jochi? —preguntó Kachiun.

—¿A un bastardo tártaro? —soltó Gengis—. Veo a su padre devolviéndome la mirada cada vez que nos encontramos.

Kachiun meneó la cabeza, entristecido por el hecho de que Gengis pudiera tener tanta visión en todos los demás asuntos, pero estar tan ciego a ese respecto.

—Somos una extraña familia, hermano —aseguró—. Si nos dejas tranquilos, nos debilitamos y nos ablandamos. Si nos planteas un reto, si nos haces odiar, crecemos lo suficiente para contraatacar. —Gengis lo miró con expresión inquisitiva y Kachiun suspiró—. Si realmente querías debilitar a Jochi, deberías haberle dado a él la espada —continuó Kachiun—. Ahora te verá como un enemigo y se fortalecerá hasta ser duro como el hierro, tal como hiciste tú. ¿Es eso lo que pretendías?

Gengis parpadeó, perplejo ante lo que acababa de oír. Kachiun veía las cosas con una dolorosa claridad y fue incapaz de encontrar una respuesta.

Kachiun se aclaró la garganta.

—Tus consejos han sido muy interesantes, hermano —dijo—. Sobre todo la parte sobre no esparcir su semilla.

Gengis no le hizo caso, concentrado en observar cómo las distantes figuras se reincorporaban a los cuadrados de guerreros.

—No parece que a Khasar le hiciera demasiado daño —añadió Kachiun.

Gengis se rió entre dientes, alargando la mano hacia el cuerno de Kachiun. Entonces se puso en pie e hizo sonar una nota larga y grave a través de la llanura. Antes de que el sonido se extinguiera por completo, los tumanes se pusieron en movimiento con estrépito: su pueblo partía hacia la conquista. Deseó poder estar entre ellos, pero todavía tenía que ver caer Yenking.

Temuge gruñó mientras su siervo liberaba sus hombros de los problemas del día con un masaje. El pueblo Chin parecía tener una idea de la civilización que nadie entre las tribus podía igualar. Sonrió con gesto somnoliento ante la idea de pedirle a un guerrero que le trabajara los músculos de las pantorrillas con aceite. O bien lo tomaría como un insulto o bien lo golpearía como a un vellón de lana.

Al principio, había lamentado la pérdida de su primer siervo, que hablaba muy poco y, de hecho, apenas conocía la lengua mongol. No obstante, había transmitido a Temuge la sensación de un día estructurado, de modo que los acontecimientos parecían fluir a su alrededor sin tensión. Temuge se había ido acostumbrando a despertarse después del amanecer y darse un baño. A continuación, su siervo lo vestía y preparaba un desayuno ligero. Leía los informes de sus hombres hasta el final de la mañana y entonces comenzaba los asuntos del día en sí. En un primer momento, haber perdido un hombre así bajo la daga de un asesino le había parecido una tragedia.

Temuge lanzó un suspiro de placer mientras el nuevo siervo le masajeaba un músculo en concreto, hundiendo profundamente los pulgares. Quizá no fuera una pérdida tan grave, después de todo. El viejo Sen no sabía nada de aceites y masajes, aunque su presencia había sido relajante, mientras que el nuevo hablaba siempre que Temuge se lo permitía, explicando cualquier aspecto de la sociedad Chin que llamara la atención a Temuge.

—Eso está muy bien, Ma Tsin —murmuró—. El dolor ha desaparecido casi por completo.

—Muchas gracias, mi amo —respondió el espía. No le gustaba frotarle la espalda, pero en una ocasión había pasado casi un año como guardia en un burdel y sabía cómo relajaban las chicas a sus clientes—. He visto marcharse a los ejércitos esta mañana, amo —añadió como si no tuviera importancia—. Nunca he visto tantos caballos y tantos hombres en un solo lugar.

Temuge gruñó.

—El hecho de que estén lejos hace mi vida más sencilla. Ya me he hartado de sus quejas y sus peleas. Creo que mi hermano también.

—No tengo ninguna duda de que traerán oro para el khan —continuó el espía. Siguió golpeando los pesados músculos de la espalda de Temuge hasta encontrar otro nudo que trabajar con sus duros dedos.

—Ya no necesitamos más —murmuró Temuge—. Ya tenemos varios carros de monedas y sólo parecen interesarles a los reclutas Chin.

El espía se detuvo un momento. Ése era un aspecto de la mente mongola que le confundía. Temuge ya estaba relajado, pero siguió trabajando, intentando entender.

—¿Es verdad entonces que no buscáis la riqueza? —preguntó—. Lo he oído decir.

—¿Qué haríamos con ella? Mi hermano ha acumulado oro y plata porque hay algunos que miran con codicia ese tipo de tesoros. Pero ¿para qué sirve? La auténtica riqueza no se encuentra en blandos metales.

—Sin embargo, podríais comprar caballos con ella, armas, incluso tierras —persistió el espía. Sintió cómo Temuge se encogía de hombros bajo sus manos.

—¿A quién? Un montón de monedas haría que un hombre nos entregara sus caballos, pero nosotros se los arrebatamos. Si tiene tierras, son nuestras de todos modos, y cabalgaremos por ellas a voluntad.

El espía parpadeó, irritado. Temuge no tenía ningún motivo para mentirle, pero el soborno no sería muy fácil si estaba diciendo la verdad. Probó una vez más, aun sospechando que era inútil.

—En las ciudades Chin, se pueden comprar casas enormes junto a un lago con oro, exquisitas comidas e incluso miles de siervos. —Se esforzó en pensar en más ejemplos. Para alguien que había nacido en una sociedad que empleaba las monedas, resultaba difícil explicar algo tan obvio—. Con oro se puede incluso comprar influencia y favores de los hombres poderosos, mi señor. Raras piezas de arte, quizá como regalo para vuestras esposas. Hace que todo sea posible.

—Comprendo —respondió Temuge, irritado—. Ahora, permanece en silencio.

El espía casi se dio por vencido. El hermano del khan no lograba captar el concepto. A decir verdad, aquello le hacía darse cuenta de la naturaleza artificial de su propio mundo. Era verdad que el oro era demasiado blando para ser utilizado para cualquier fin real. ¿Cómo había llegado a ser considerado tan valioso?

—¿Y si quisieras el caballo de uno de los guerreros de las tribus, amo? Digamos que es un caballo mejor que todos los demás.

—Si aprecias tus manos, no volverás a hablar —soltó Temuge. El espía siguió trabajando en silencio durante un tiempo y Temuge suspiró—. Le daría cinco caballos de calidad inferior, o dos esclavos capturados, o seis arcos, o una espada fabricada por un hombre hábil, lo que quisiera dependiendo de mis necesidades. —Temuge se rió para sí mientras se iba quedando dormido—. Si le dijera que tengo una bolsa llena de un valioso metal con el que podría comprar otro caballo, me diría que probara suerte con algún otro idiota.

Temuge se incorporó. El cielo vespertino estaba claro. Bostezó: había tenido un día lleno de ajetreo, organizando la partida de tantos hombres.

—Creo que me tomaré unas cuantas gotas de mi medicina esta noche, Ma Tsin, para ayudarme a dormir.

El espía ayudó a Temuge a ponerse la túnica de seda. Los aires de su nuevo amo le divertían, pero no podía evitar sentirse frustrado. El poder de los pequeños khanes había quedado sofocado cuando Gengis dio la orden de formar los tumanes. En realidad, no había perdido nada: ninguno de ellos tenía auténtica influencia en el campamento. El espía había renunciado a esa línea de actuación y había reaccionado con rapidez para reemplazar al sirviente ejecutado por el asesino. Moverse a esa velocidad daba lugar a la aparición de numerosos peligros y sentía la presión crecer día a día. Seguía pensando que Temuge era un individuo vano y superficial, pero no había encontrado nada que pudiera tentarlo para traicionar a los suyos, ni tampoco tenía ningún candidato mejor. La tienda negra tenía que ser desmontada, pero Gengis no podía averiguar la agonía que sufría Yenking. El espía se dijo que el señor regente le había impuesto una tarea casi imposible.

Perdido en sus propios pensamientos, el espía preparó el bebedizo de airag caliente y añadió una cucharada de la negra pasta del chamán que sacó, raspando, de una vasija. Cuando Temuge no lo miraba, lo olió, preguntándose si se trataba de un opiáceo. Los nobles fumaban opio en las ciudades y parecían estar muy apegados a sus pipas, como Temuge parecía estarlo a aquella bebida.

—Casi se han terminado las reservas, amo —dijo.

Temuge suspiró.

—Entonces, tendré que pedirle más al chamán.

—Iré yo a verlo, amo. No deberías preocuparte de nimiedades así.

—Eso es verdad —contestó Temuge, satisfecho. Aceptó la taza y dio un sorbo, cerrando los ojos de placer—. Ve, pero no le digas nada de lo que haces para mí. Kokchu no es un hombre agradable. Por ningún concepto le digas nada de lo que has visto y oído en esta ger.

—Sería más fácil si pudieras comprarle la pasta con monedas de oro, amo —replicó el espía.

Temuge respondió sin abrir los ojos.

—Kokchu no quiere vuestro oro. Creo que lo único que le interesa es el poder. —Apuró la taza, torciendo la cara al paladear los amargos posos, pero volcándola por completo a pesar de todo para no desperdiciar ni una sola gota. La idea de que la vasija estuviera vacía le perturbaba de forma extraña. La necesitaría de nuevo por la mañana.

—Ve a verlo esta noche, Ma Tsin. Si puedes, intenta descubrir cómo hace la pasta, para poder prepararla tú mismo. Se lo he preguntado antes, pero me lo esconde. Creo que disfruta de seguir manteniendo un cierto control sobre mí. Si puedes, averigua el secreto, no lo olvidaré.

—Como desees, amo —respondió el espía. Debía regresar al muro esa noche, para informar pero tenía tiempo para ver al chamán antes. Cualquier cosa podía resultar útil y, hasta el momento y mientras Yenking pasaba hambre, había conseguido muy poco en el campamento.