Gengis abrió los ojos enrojecidos y encontró a su lado a sus dos esposas y a su madre. Se sentía terriblemente débil y las venas del cuello le palpitaban con fuerza. Se llevó la mano hacia allí, pero Chakahai impidió que estropeara el vendaje sujetándole a tiempo la muñeca. Su mente estaba aletargada y se quedó mirándola fijamente tratando de recordar qué había sucedido. Recordaba estar junto a su tienda y a los guerreros corriendo arriba y abajo a su alrededor. Recordaba que era de noche y que, en la ger, reinaba la oscuridad y sólo una pequeña lámpara luchaba contra la negrura. ¿Cuánto tiempo había pasado? Parpadeó despacio, sintiéndose desorientado. La cara de Borte estaba pálida, unas oscuras ojeras rodeaban sus ojos y tenía una expresión preocupada. Vio cómo le sonreía.
—¿Por qué… estoy aquí? —preguntó. Tenía sólo un hilo de voz y tuvo que esforzarse para pronunciar las palabras.
—Te envenenaron —dijo Hoelun—. Un asesino a sueldo de los Chin te hizo un corte y Jelme te sacó el veneno succionando la sangre sucia de la herida. Te salvó la vida. —No mencionó la parte de Kokchu. Había soportado su salmodia, pero no le permitió quedarse ni había dejado que nadie más entrara en la tienda, porque quienes vieran a Gengis postrado siempre recordarían a su hijo así y eso socavaría su poder. Como esposa y madre de un khan, Hoelun conocía bastante las mentes humanas como para saber lo importante que era cuidar esos detalles.
Con un inmenso esfuerzo, Gengis se incorporó apoyándose en los codos. Como si hubiera estado esperando precisamente ese momento, el dolor de cabeza empezó a martillearle el cráneo.
—Un cubo —gimió, inclinándose hacia delante.
Hoelun reaccionó con prontitud y logró ponerle un balde de cuero bajo la barbilla para que vaciara el estómago: un líquido negro que vomitó con una serie de dolorosos espasmos. Vomitar acentuó su dolor de cabeza hasta límites casi insoportables, pero aunque ya no le quedaba nada dentro, era incapaz de detenerse. Por fin, se dejó caer en la cama, poniéndose la mano sobre los ojos para protegerse de la tenue luz que parecía horadarle la cabeza.
—Bebe esto, hijo mío —pidió Hoelun—. Sigues estando débil debido a la herida.
Gengis miró el cuenco que su madre sostenía frente a sus labios. Dio dos tragos de la mezcla de sangre y leche, notando un sabor agrio en la lengua, y luego alejó de sí el tazón con la mano. Le daba la impresión de que tenía los ojos llenos de arenilla y el corazón le latía violentamente en el pecho, pero su mente empezaba a despejarse por fin.
—Ayudadme a levantarme y a vestirme. No puedo seguir aquí tumbado, sin saber qué está pasando.
Para su irritación, cuando intentó alzarse, Borte lo obligó a tenderse de nuevo. Estaba demasiado débil para rechazarla y se planteó llamar a uno de sus hermanos. Era desagradable sentirse tan desvalido y Kachiun no haría caso omiso de sus órdenes.
—No lo recuerdo —dijo con voz ronca—. ¿Capturamos al que me hizo esto?
Las tres mujeres se miraron. Fue su madre la que contestó.
—Está muerto. Han pasado dos días, hijo mío. Durante todo ese tiempo, has estado muy cerca de la muerte. —Mientras hablaba, sus ojos se llenaron de lágrimas y Gengis se quedó mirándola fijamente, desconcertado. Sin previo aviso, la ira se apoderó de su mente: había estado sano y en forma y, de repente, se despertaba encontrándose en ese estado. Alguien le había hecho daño: ese asesino que habían mencionado. La furia entró en su organismo como el humo cuando trató de levantarse una vez más.
—¡Kachiun! —llamó, pero su voz apenas resonó fuera de su garganta.
Las mujeres se precipitaron a aliviarlo, poniéndole un paño húmedo sobre la frente cuando volvió a colocar la cabeza sobre las mantas, sin que la mirada de odio hubiera desaparecido de sus ojos. No recordaba otra ocasión en la que sus dos esposas hubieran estado juntas en la misma ger. La idea le resultó incómoda, como si fueran a hablar sobre él. Necesitaba…
El sueño se apoderó de él sin avisar y las tres mujeres se relajaron. Era la tercera vez que se despertaba en dos días y, cada una de las veces, había hecho las mismas preguntas. Se sentían aliviadas al comprobar que no recordaba cómo le habían tenido que ayudar a orinar en el cubo o cómo le cambiaban las mantas cuando sus tripas habían expulsado un líquido negro y brillante, librando su cuerpo del veneno. Tal vez fuera por el carbón que había traído Kokchu, pero hasta su orina estaba más oscura de lo que las mujeres la habían visto nunca. Había surgido cierta tensión en la ger cuando el cubo estuvo lleno. Ni Borte ni Chakahai se habían movido para vaciarlo, aunque los ojos de ambas se posaron varias veces sobre él y se desafiaban mutuamente con la mirada. Una de ellas era la hija de un rey y la otra era la primera esposa del propio Gengis. Ninguna de ellas cedió. Al final, fue Hoelun quien lo sacó de la tienda, de mal humor, mirando enfadada a las dos mujeres.
—Esta vez parecía estar algo más fuerte —dijo Chakahai—. Sus ojos estaban limpios.
Hoelun asintió y se frotó la cara con la mano. Todas ellas estaban exhaustas, pero sólo se marchaban de la ger para retirar la basura o para traer más tazones de sangre y leche.
—Sobrevivirá. Y aquéllos que lo atacaron lo lamentarán. Mi hijo puede ser compasivo, pero esto no se lo perdonará. Más les valdría estar muerto.
El espía se movía con rapidez a través de la oscuridad. La luna se había ocultado detrás de las nubes: tenía poco tiempo. Se había hecho un hueco entre los miles de reclutas Chin. Como había previsto, nadie sabía si un hombre era de Baotou, o de Linhe o de otra de las demás ciudades. Podría haber pasado por un residente de cualquiera de ellas. Había sólo un puñado de oficiales mongoles entrenando a los urbanitas Chin para adiestrarlos como guerreros. No era considerada una labor muy honorable. Había sido bastante fácil para él dirigirse hacia un grupo y presentarse para que le asignaran una tarea. El oficial mongol apenas lo había mirado cuando le entregó un arco y le ordenó unirse a una docena de arqueros.
Cuando vio los vales de madera cambiando de manos en el campamento, le había preocupado que se tratara de indicios de un cierto control burocrático. No habría sido posible unirse a un regimiento Chin de esa manera, ni siquiera aproximarse sin que lo detuvieran numerosas veces para identificarlo. Los soldados Chin sabían lo peligroso que era que hubiera espías entre ellos y habían desarrollado diversas técnicas para complicarles el trabajo.
El espía sonrió para sí al pensarlo. Allí no había contraseñas o códigos. Su única dificultad residía en obligarse a mostrar tanta ignorancia como los demás. El primer día había cometido un error al clavar una flecha en el mismo centro de la diana. Todavía no sabía lo inútiles que eran los campesinos con los que estaba trabajando y cuando los demás dispararon, ninguno lo hizo tan bien como él. Entonces, el oficial mongol se había acercado a él con grandes zancadas, indicándole con señas que disparara otra flecha, pero el espía había escondido su temor. Se había cuidado de hacerlo mal después de aquello y el guerrero había perdido el interés, disimulando apenas el desagrado que le producía su escasa habilidad.
Aunque todos los guardias se quejaban cuando les tocaba hacer una guardia en medio de la noche, el intento de asesinato había producido una reacción en cadena en todo el campamento. Los oficiales mongoles insistían en mantener un perímetro vigilado para evitar otro ataque, incluso en la sección del campamento que albergaba a los reclutas Chin. El espía se había presentado voluntario para la última guardia, desde medianoche hasta el amanecer, lo que le situó al borde del campamento y sin compañía. Aun en esas circunstancias, abandonar su posición era un riesgo, pero tenía que ponerse en contacto con su amo o todos sus esfuerzos habrían sido en vano. Le habían ordenado recabar información, enterarse de algo. A partir de ahí, lo que hicieran con ella era asunto suyo.
Corrió descalzo en la oscuridad, alejando de su mente la idea de que hubiera un oficial que controlara si sus guardias estaban despiertos. No podía controlar su destino y sin duda oiría la alarma si descubrían que se había ido. En realidad, tenía una contraseña que podía gritar al llegar al muro y su gente sólo tardaría unos momentos en lanzar una cuerda y después estaría a salvo una vez más.
Algo se movió a su derecha y se dejó caer al suelo, controlando su aliento y quedándose absolutamente inmóvil mientras agudizaba sus sentidos. Desde que el khan había sido atacado, los exploradores cabalgaban durante toda la noche, por turnos, más alerta que nunca. Patrullar en la oscura ciudad era una tarea imposible, pero eran rápidos y silenciosos, y serían letales si lo capturaban. Mientras estaba allí tendido, el espía se preguntó si habría otros asesinos dispuestos para atentar contra el khan si sobrevivía al primer intento de asesinato.
Fuera quien fuera el jinete, no vio nada. El espía oyó cómo el hombre chasqueaba suavemente la lengua a su poni, pero los sonidos se desvanecieron y, a continuación, volvió a salir corriendo rápido como el rayo. Todo dependía de la velocidad.
Bajo las nubes, los muros de la ciudad se veían negros y tuvo que recurrir a su memoria para encontrar el lugar correcto. Contó diez torres de vigilancia desde la esquina sur y corrió hasta el foso. Se tendió boca abajo para tocar el borde y sonrió al notar la aspereza de la barca de mimbre y cuero que habían dejado allí atada para él. No quiso mojarse y en la oscuridad se arrodilló con cuidado en su interior; cruzó el foso con unos cuantos golpes de remo. Sin una sola luz, tenía que hacerlo todo palpando: salió de la barca y enrolló la cuerda alrededor de una roca. No podía permitir que el pequeño bote se alejara flotando.
El foso no llegaba hasta los muros que se alzaban imponentes frente a él. Un ancho pasillo de piedra circundaba toda la ciudad, húmedo y recubierto de un moho resbaladizo. En los días de verano, había visto a los nobles organizar carreras de caballos allí y apostar fuertes sumas a que su favorito sería el primero en regresar al punto de partida. Lo cruzó deprisa y tocó su ciudad natal: el gesto de apoyar brevemente la palma en el muro que significaba estar a salvo y en casa.
En lo alto, tal vez una docena de hombres se agazapaban en silencio tras las almenas. Aunque no dirían nada, le comprendían y, en esos fugaces momentos, la tensión que sentía se desvaneció y sólo quedó de ella la sensación de su ausencia.
Recorrió el suelo rápidamente con las manos, buscando un guijarro. Por encima de su cabeza, las nubes atravesaban veloces el cielo. Estudió con atención la posición de la luna. Dentro de un instante, se abriría un claro en las nubes y para entonces ya tenía que haber superado las murallas. Dio un golpecito con la piedra en el muro y en el silencio de la noche, el sonido retumbó con fuerza. Oyó cómo la cuerda se deslizaba hacia él antes de verla caer. Empezó a escalar y, al mismo tiempo, lo izaron desde dentro, de manera que subió a gran velocidad.
Al poco, el espía se encontró en lo alto de las murallas de Yenking. Un equipo de arqueros enrollaba la cuerda, preparándose para tirarla de nuevo. Había una figura junto a ellos y el espía se inclinó ante ella.
—Habla —dijo el hombre, recorriendo el campamento mongol con la vista.
—El khan ha sido herido. No pude acercarme demasiado, pero sigue con vida. Los rumores vienen y van por el campamento y nadie sabe quién tomará el control si muere.
—Uno de sus hermanos —respondió con suavidad su superior y el espía se paró en seco, preguntándose cuántos hombres más estarían recopilando información para él.
—Puede ser, o bien las tribus se separarán y quedarán al mando de los antiguos khanes. Es un buen momento para atacar.
Su amo siseó para sí, irritado.
—No quiero escuchar tus conclusiones, sino sólo lo que has averiguado. Si tuviéramos un ejército, ¿acaso crees que el señor regente se contentaría con quedarse sentado detrás de las murallas?
—Lo siento —contestó el espía—. Tienen víveres suficientes para varios años gracias a lo que han cogido de las reservas del ejército en la Boca del Tejón. Me he topado con una facción que desea volver a intentar entrar utilizando más catapultas contra los muros, pero son pocos y ninguno de ellos tiene influencia.
—¿Qué más? Dame algo que pueda decirle al señor regente —dijo su amo, agarrándole el hombro con fuerza.
—Si el khan muere, volverán a sus montañas. Todos los hombres dicen eso. Si vive, podrían quedarse aquí durante años.
Su amo juró entre dientes, maldiciéndolo. El espía lo soportó, bajando la mirada y clavándola en sus pies. Sabía que no había fracasado. La tarea que le habían encomendado era traer información fidedigna y eso era lo que había hecho.
—Encuéntrame a alguien que podamos comprar. Con oro, con miedo, lo que sea. Encuentra a alguien en ese campamento que pueda hacer que el khan desmonte la tienda negra. Mientras esté ahí, no podemos hacer nada.
—Sí, amo —respondió el espía. Su superior se alejó y le ordenaron que se marchara: la cuerda ya descendía serpenteante la muralla. Bajó casi tan rápido como había ascendido y, poco después, estaba atando la barca en la otra orilla y cruzando la hierba con paso ligero en dirección a su puesto. Alguien la guardaría y los mongoles no se percatarían de nada.
Era difícil observar las nubes y, al mismo tiempo, estar alerta de lo que sucedía en el terreno que se extendía a su alrededor. El espía era bueno en su trabajo, o nunca lo habrían elegido. Siguió corriendo y, cuando la luna rompió la barrera de nubes e iluminó la planicie, él ya estaba en cuclillas, escondido tras unos matorrales, todavía fuera del campamento principal. Bajo la luz plateada, pensó en los hombres que rodeaban al khan. No Khasar, ni Kachiun. Ni tampoco uno de los generales. Todo cuanto ellos querían era ver Yenking destruida, piedra por piedra. Por un momento, consideró abordar a Temuge. Al menos no era un guerrero. El espía sabía muy poco sobre el maestro de comercio. Las nubes oscurecieron la tierra una vez más y salió disparado hacia la primera línea de centinelas. Se reincorporó en su puesto como si no lo hubiera abandonado en absoluto y cogió su arco y cuchillo antes de ponerse un par de sandalias de cuerda. De repente, al oír que alguien se aproximaba, se puso rígido y se enderezó como cualquier otro guardia.
—¿Alguna novedad, Ma Tsin? —preguntó Tsubodai desde la oscuridad en la lengua de los Chin.
Le costó un gran esfuerzo controlar su respiración para responder.
—Nada, general. Es una noche tranquila. —El espía respiró silenciosamente por la nariz, a la espera de algún signo de que su ausencia había sido descubierta.
Tsubodai gruñó una respuesta y se alejó a grandes zancadas para hacer la misma comprobación con el siguiente hombre en la línea. Cuando se encontró solo, el sudor brotó de la piel del espía. El mongol había utilizado el nombre que había dado. ¿Sospechaban de él? Creía que no. Sin duda el joven general había hablado con su oficial antes de iniciar la ronda. Los otros guardias se asombrarían ante tal proeza memorística, pero el espía sólo sonrió en la oscuridad. Conocía demasiado bien los ejércitos para dejarse impresionar por los trucos de los oficiales.
Mientras hacia la guardia y permitía que su palpitante corazón se calmara, consideró el argumento que sustentaba la orden que había recibido. Sólo podía tratarse de la rendición. ¿Por qué otra razón podía el señor regente querer que la tienda negra fuera desmontada sino para ofrecer un tributo por Yenking? Sin embargo, si el khan lo averiguaba, sabría que estaban a punto de desmoronarse y se regocijaría al intuir que el final del asedio estaba cerca. Mientras meditaba sobre ello, el espía sacudió la cabeza, sintiendo cómo el temor le paralizaba. El ejército se había llevado todas las reservas de la ciudad y las había perdido ante el enemigo en el paso. Yenking había pasado hambre casi desde el principio y Zhi Zhong estaba más desesperado de lo que nadie sabía.
Entonces afloró su orgullo: había sido elegido para la tarea porque era tan hábil como cualquier asesino o soldado, más útil que cualquiera de ellos. Tenía tiempo para encontrar a alguien que valorara más el oro que a su khan. Siempre había alguien. En apenas unos días, el espía se había enterado de que había khanes que habían sido despojados de su poder y estaban llenos de rencor. Tal vez podría hacer que uno de ellos viera que había más valor en el tributo que en la destrucción. Volvió a considerar a Temuge, preguntándose por qué su instinto regresaba a él. Asintió para sí mismo en la oscuridad, deleitándose en el desafío que su misión suponía para su destreza, cuando tanto estaba en juego.
Cuando Gengis se despertó de nuevo el tercer día, Hoelun había salido a buscar comida. Formuló las mismas preguntas, pero esta vez no se tuvo que echar para atrás en la cama. Su vejiga estaba llena hasta el punto de producirle dolor y, con un balanceo, sacó las piernas de las mantas, apoyando los pies con firmeza antes de intentar ponerse en pie. Chakahai y Borte lo ayudaron a llegar al poste central de la ger; enroscándole los dedos alrededor del palo hasta que estuvieron seguras de que no se iba a caer. Situaron el cubo donde el arco de su orina lo alcanzaría y se retiraron.
Parpadeó mirando a sus esposas, extrañado de verlas juntas.
—¿Os vais a quedar ahí las dos mirando? —preguntó. Por alguna razón que no podía comprender, ambas sonrieron—. Salid —les dijo, y consiguió aguantar a duras penas hasta que abandonaron la tienda y pudo vaciar su vejiga. Arrugó la nariz al percibir el hedor de la orina, cuyo color distaba mucho de ser saludable.
—¡Kachiun! —llamó de repente—. ¡Ven a verme! —Oyó que le respondía un grito de alegría y esbozó una sonrisa de oreja a oreja. Sin duda los khanes habrían estado aguardando a ver si moría. Se aferró con fuerza al poste mientras meditaba sobre el mejor modo de recuperar el poder sobre el campamento. Había tanto que hacer…
La puerta volvió a golpear girando sobre sus goznes cuando Kachiun entró en la ger pese a las protestas de las esposas de su hermano.
—He oído cómo me llamaba —estaba diciendo Kachiun, abriéndose paso entre ellas con tanta suavidad como podía. Se quedó callado cuando vio que su hermano se había puesto en pie por fin. Gengis llevaba sólo unos pantalones mugrientos y estaba más pálido y delgado de lo que nunca lo había visto.
—¿Me ayudas a vestirme, Kachiun? —le pidió Gengis—. Tengo las manos demasiado débiles para hacerlo yo solo.
Kachiun tenía los ojos llenos de lágrimas y Gengis parpadeó.
—¿No estarás llorando? —preguntó estupefacto—. Por todos los espíritus, estoy rodeado de mujeres.
Kachiun se rió, secándose los ojos antes de que Chakahai o Borte lo vieran.
—Qué alegría verte en pie, hermano. He estado a punto de darte por perdido.
Gengis bufó. Seguía estando débil y no soltó el poste central de la tienda para no caerse y humillarse a sí mismo.
—Manda a alguien a por mi armadura y comida. Mis esposas casi me matan de hambre con su descuido.
Fuera, se oía ya la buena nueva circulando por el campamento, transmitida con gritos más y más altos. Estaba despierto. Vivía. El bullicio pronto se convirtió en un estruendo que llegó incluso a los muros de Yenking e interrumpió a Zhi Zhong, que celebraba un consejo con sus ministros.
El general se quedó paralizado en medio del debate cuando oyó aquel sonido y notó cómo un nudo frío se formaba en su estómago.
Cuando Gengis salió por fin de la tienda-hospital, las tribus se congregaron a su alrededor para vitorearlo, golpeando sus armaduras con los arcos. Kachiun permaneció junto a él por si acaso se tambaleaba.
Pero Gengis caminó muy estirado hacia la gran ger sobre el carro, subiendo los escalones sin mostrar un solo signo de debilidad.
En cuanto pisó el interior de la tienda, al liberar a su extenuado cuerpo del sostén de su férrea voluntad, estuvo a punto de caer al suelo. Kachiun convocó a los generales, dejando a su hermano solo, sentado en una posición erguida que le resultaba dolorosa.
Cuando ocuparon sus puestos, Kachiun notó que el rostro de Gengis seguía teniendo una palidez enfermiza y que, a pesar del frío, el sudor perlaba su frente. Un nuevo vendaje envolvía el cuello de Gengis, como un collar. Su cara estaba tan delgada que la forma de su cráneo quedaba a la vista y, al dar la bienvenida a cada uno de sus hombres, relucía en sus ojos un brillo febril.
Cuando se acomodó en su sitio junto a Arslan y Tsubodai, Khasar sonrió al ver su expresión de halcón. Jelme fue el último en llegar y Gengis le indicó con un ademán que se aproximara. Pensó que sus piernas no lo sostendrían si se levantaba, pero Jelme hincó una rodilla en el suelo ante él y Gengis le apretó el hombro con fuerza.
—Kachiun me ha dicho que te viste afectado por el veneno que sacaste de mi cuerpo —le dijo.
Jelme negó con la cabeza.
—No fue nada —aseguró.
Gengis no sonrió al oírle, pero Khasar sí.
—Hemos compartido la misma sangre, tú y yo —afirmó—. Eso te convierte en mi hermano, tanto como Khasar o Kachiun o Temuge.
Jelme no contestó. La mano que descansaba en su hombro estaba temblando y podía ver el fuego que ardía en los ojos hundidos de su khan. Pero vivía.
—Coge un quinto de mis rebaños, cien rollos de seda y una docena de arcos y espadas de la mejor calidad. Te honraré ante las tribus, Jelme, por lo que has hecho.
Jelme inclinó la cabeza, sintiendo la orgullosa mirada de Arslan sobre él. Gengis retiró la mano y miró en derredor a los hombres que habían sido convocados en su nombre.
—Si hubiera muerto, ¿quién de vosotros habría liderado las tribus? —Las miradas se giraron hacia Kachiun y su hermano asintió con la cabeza. Gengis sonrió, preguntándose cuántas conversaciones se habría perdido mientras dormía como los muertos. Había pensado que tal vez fuera Khasar, pero no había humillación en su clara mirada. Kachiun había sabido cómo tratarlo.
—No haber planificado algo así ha sido una estupidez —les dijo Gengis—. Tomad lo que ha pasado como una advertencia. Cualquiera de nosotros puede caer y, si eso sucede, los Chin percibirán nuestra debilidad y atacarán. Cada uno de vosotros debe nombrar a un hombre en quien confíe para sustituirlo. Y otro para que sustituya a ese hombre. Estableceréis una línea de mando desde los cargos superiores hasta el último de los soldados para que todos sepan que tienen un líder, independientemente de cuántos guerreros mueran a su alrededor. No volverán a pillarnos desprevenidos.
Lo atravesó una ola de debilidad e hizo una pausa para dejar que pasara. La reunión tendría que ser corta.
—Para mí mismo, aceptaré vuestra voluntad y nombraré a Kachiun como sucesor hasta que mis hijos sean mayores. Khasar lo seguirá. Si todos nosotros caemos, será Jelme quien gobierne las tribus y contraataque en nuestro nombre.
Uno a uno, los hombres que mencionó fueron inclinando la cabeza, aceptando la nueva orden con una sensación de alivio. Gengis no podía saber lo cerca que habían estado del caos mientras él yacía herido. Todos los antiguos khanes habían reunido a los que habían sido sus hombres a su alrededor y una lealtad más antigua había tomado precedencia frente a los tumanes y sus generales. De un solo plumazo, el asesino los había hecho retroceder a los primitivos vínculos de sangre.
Su cuerpo había sido herido, pero Gengis no había perdido la capacidad de comprender a las tribus. Podía nombrar a cincuenta hombres que se habrían alegrado de verse libres de su gobierno si fallecía. Nadie habló mientras Gengis consideraba el futuro, sabiendo que tenía que restablecer las estructuras del ejército que había conquistado las ciudades Chin. De otro modo, se escindirían y acabarían siendo destruidos.
—Kachiun y yo hemos hablado de enviar al ejército a realizar incursiones fuera de aquí. Antes me resistía a hacerlo pero ahora es necesario que separemos las tribus. Algunas habrán olvidado el juramento que prestaron ante mí y sus generales. Debemos recordárselo. —Observó los rostros de los generales que lo rodeaban. Ninguno de ellos era débil, pero, con todo, necesitaban que él los liderara, que él les diera autoridad. Quizá Kachiun los habría mantenido unidos si hubiera muerto, pero no podía saberlo a ciencia cierta—. Cuando os vayáis, haced que los tumanes formen en la llanura, donde puedan ser vistos desde las murallas. Hagamos que vean, primero, nuestra fuerza y, después, nuestro desprecio por ellos cuando os marchéis. Que tengan miedo de lo que puedan hacer tantos hombres cuando toméis otras ciudades. —Se volvió hacia Tsubodai, viendo la excitación brillando en su mirada—. Te llevarás a Jochi, Tsubodai. Te respeta. —Gengis se quedó pensativo un momento—. No quiero que lo trates como a un príncipe. Es un muchacho difícil y arrogante y tienes que liberarlo de esos defectos por la fuerza. No tengas miedo de castigarlo en mi nombre.
—Como desees, señor —respondió Tsubodai.
—¿Adónde iréis? —preguntó Gengis, curioso.
Tsubodai no vaciló. Había meditado muchas veces su respuesta desde que tuvo lugar la batalla de la Boca del Tejón.
—Al norte, señor. Más allá de los territorios de caza de mi antigua tribu, los uriankhai, y más lejos aún.
—Muy bien. ¿Kachiun?
—Me quedaré aquí, hermano. Veré caer esta ciudad —respondió Kachiun.
Gengis sonrió al ver la adusta expresión en la cara de su hermano.
—Tu compañía es bienvenida. ¿Jelme?
—Hacia el este, señor —contestó Jelme—. Nunca he visto el océano y no sabemos nada de esas tierras.
Gengis suspiró al pensar en ello. Él también había nacido en el mar de hierba y la idea era tentadora. No obstante, antes vería caer Yenking.
—Llévate a mi hijo Chagatai, Jelme. Es un buen chico que puede que llegue a ser khan cuando haya crecido. —Su general asintió con solemnidad, todavía abrumado por el honor que Gengis le había rendido.
Tan sólo el día anterior, todos ellos estaban nerviosos, a la espera de ver qué efecto tendría en las tribus la noticia de que Gengis había fallecido. Oírle dar órdenes había restaurado su confianza. Como susurraban las tribus, era indudable que los espíritus amaban a su khan. Jelme sintió cómo crecía su orgullo y su intento de mantener una expresión impasible se diluyó en una ancha sonrisa.
—Quiero que te quedes conmigo, Arslan, para que estés a mi lado cuando la ciudad se rinda obligada por el hambre —continuó Gengis—. Quizá entonces regresemos poco a poco al hogar y disfrutemos de unos cuantos años cabalgando en paz por las estepas.
Khasar chasqueó la lengua suavemente.
—El que está hablando es un enfermo, hermano. Cuando estés bien, querrás seguirme al sur y tomar las ciudades Chin como fruta madura, una a una. ¿Recuerdas al embajador Wen Chao? Yo iré a Kaifeng y al sur. Me gustaría ver su cara cuando me vea de nuevo.
—Al sur pues, Khasar. Mi hijo Ogedai tiene apenas diez años de edad, pero aprenderá más contigo que quedándose aquí mirando los muros. Sólo me quedaré con el pequeño Tolui. Adora al monje budista que trajiste con Ho Sa y Temuge.
Entonces me llevaré también a Ho Sa —contestó Khasar—. De hecho, podría llevarme a Temuge a algún lugar donde no cause más problemas.
Gengis consideró la idea. No estaba tan sordo como simulaba a las quejas sobre su hermano menor.
—No. Es bastante útil. Se interpone entre yo y mil preguntas estúpidas y eso es una ventaja. —Khasar bufó al oír eso, dejando claro lo que opinaba. Gengis continuó con cuidado, paladeando las nuevas ideas como si su enfermedad le hubiera liberado la mente—. Temuge lleva tiempo queriendo enviar pequeños grupos a conocer otras tierras. Quizá tenga razón al pensar que la información que puedan recopilar nos será útil. Al menos, esperar a que vuelvan disminuirá el tedio de este lugar maldito. —Asintió para sí—. Elegiré a los hombres y ellos también se irán cuando os marchéis los demás. Partiremos en todas direcciones.
En aquel momento sintió que se le acababa la energía, de forma tan repentina como había llegado y cerró los ojos para controlar una oleada de mareo.
—Ahora, dejadme todos excepto Kachiun. Haced que formen vuestros tumanes y decidle adiós a vuestras esposas y amantes. Estarán a salvo conmigo, a menos que sean muy atractivas.
Esbozó una sonrisa suave cuando se levantaron, satisfecho de ver que estaban visiblemente más seguros que cuando llegaron. Cuando Kachiun se quedó a solas en la gran ger; Gengis dejó que la animación le abandonara y de pronto su aspecto fue el de un hombre mayor.
—Tengo que descansar Kachiun, aunque no quiero regresar a esa tienda que huele a enfermedad. ¿Puedes poner a un guardia en la puerta para que pueda dormir y comer aquí? No quiero que me vean.
—Claro, hermano. ¿Puedo enviar a Borte para desvestirte y alimentarte? Ya ha visto lo peor.
Gengis se encogió de hombros, y habló con voz débil.
—Mejor manda a mis dos esposas. Sea la que sea la paz que han firmado, no durará si muestro alguna preferencia por una u otra. —Sus ojos estaban ya vidriosos. El esfuerzo de una única reunión le había llevado al límite del agotamiento y le temblaban las manos, que había posado en su regazo. Kachiun se giró para marcharse.
—¿Cómo conseguiste que Khasar aceptara que tú me sucedieras? —murmuró Gengis a su espalda.
—Le dije que podría llegar a ser khan —respondió Kachiun—. Creo que la idea le aterrorizo.