Al entrar en otra de las tiendas, oyó la respiración de varias personas. La oscuridad era absoluta, pero cerró los ojos y se concentró en los sonidos. Había cinco personas durmiendo en ese pequeño espacio, todas ellas inconscientes de la presencia del desconocido que los estudiaba. Cuatro tenían una respiración muy superficial y el asesino hizo una mueca: niños. La otra persona era probablemente su madre, aunque sin luz no podía estar seguro. Un solo chispazo obtenido con pedernal y acero bastaría, pero era un riesgo. Si se despertaban, no podría matarlos a todos antes de que dieran la voz de alarma. Tomó la decisión con prontitud.
Un rápido golpe produjo un destello que iluminó momentáneamente la ger, suficiente para revelar cinco cuerpos dormidos. Ninguno de ellos tenía la envergadura de un hombre adulto. ¿Dónde estaba el khan?
El asesino dio media vuelta para marcharse, consciente de que el tiempo corría. No pasaría mucho tiempo antes de que descubrieran los cadáveres de los guardias. Cuando los encontraran, la apacible noche estallaría en mil pedazos.
Uno de los niños resopló en su sueño y el ritmo de la respiración cambió. El asesino se quedó paralizado. Esperó un siglo hasta que la inspiración y la espiración se alargaron de nuevo y luego caminó con paso liviano hasta la puerta de la tienda. Había engrasado las bisagras y se abrió sin un solo ruido.
Se enderezó, cerró la puerta a sus espaldas y giró la cabeza despacio para elegir la siguiente ger. Con la excepción de la insolente tienda negra que miraba hacia la ciudad y la que estaba situada sobre el carro, todas las demás eran exactamente iguales.
El asesino oyó un ruido detrás de él y sus ojos se dilataron al darse cuenta de que era el tipo de sonido ahogado que precede a un grito. Cuando el grito comenzó ya se estaba moviendo, alejándose como una flecha hacia las profundas sombras. No entendía las palabras que resonaban como un eco a través de la noche, pero la respuesta fue casi inmediata. De todas las gers que alcanzaba a ver empezaron a salir a trompicones guerreros con el arco y la espada en ristre.
El que había gritado cuando su sueño fue interrumpido por la silenciosa presencia de aquel hombre en su hogar era Jochi. Sus tres hermanos se despertaron sobresaltados al oír el grito y, todos al mismo tiempo, empezaron a lanzar preguntas a la oscuridad.
—¿Qué pasa? —preguntó Borte por encima del ruido, retirando las mantas de un tirón.
Jochi ya estaba en pie, en la oscuridad.
—Había alguien aquí —contestó—. ¡Guardias!
—¡Despertarás a todo el campamento! —exclamó Borte—. No ha sido más que una pesadilla.
No podía ver su rostro cuando le respondió.
—No, lo he visto.
Chagatai se levantó y se situó junto a su hermano. En la distancia resonó el sonido de los cuernos dando la alarma y Borte maldijo entre dientes.
—Reza para que tengas razón, Jochi, o tu padre hará que te arranquen la piel a tiras.
Jochi abrió la puerta y salió sin molestarse en contestar. Los guerreros pululaban alrededor de las tiendas buscando un intruso aun antes de saber que había uno. Tragó con dificultad, deseando no haber soñado aquella figura.
Chagatai salió con él, con el pecho desnudo y unos pantalones como único abrigo contra el frío. La luz de las estrellas arrojaba cierta claridad sobre el campamento, pero reinaba una confusión total y en dos ocasiones los agarraron con ferocidad sólo para soltarlos después al reconocerlos.
Jochi vio a su padre llegar a grandes zancadas entre las gers: había desenfundado la espada, pero la llevaba hacia abajo en una mano.
—¿Qué sucede? —preguntó—, al notar su nerviosismo, su mirada se detuvo en Jochi. El muchacho se puso a temblar bajo aquella mirada directa, súbitamente convencido de que los había despertado a todos por nada. Sin embargo, negó esa evidencia en su interior, negándose a verse avergonzado delante de su padre.
—Había un hombre en la tienda. Me desperté y lo vi cuando abría la puerta para salir.
Gengis resopló, pero antes de que pudiera responder otras voces retumbaron en la noche.
—¡Aquí! ¡Dos muertos!
Gengis perdió el interés por sus hijos y soltó un sonoro gruñido ante la idea de que uno de sus enemigos estuviera recorriendo libremente el campamento.
—¡Encontradlo! —bramó. Vio a Kachiun llegar a la carrera con una larga espada en la mano. Khasar venía a poca distancia y los tres hermanos se reunieron tratando de poner orden en el caos.
—Cuéntame —dijo Kachiun al detenerse, con el rostro aún hinchado por el sueño.
Gengis se encogió de hombros, él mismo tenso como la cuerda de un arco.
—Jochi ha visto a un hombre en su ger y dos guardias han muerto. Hay alguien entre nosotros. Hay que encontrarlo.
—¡Gengis!
Oyó a Borte decir su nombre y se volvió hacia ella. Por la esquina del ojo, vio cómo una oscura sombra se movía de repente al oírlo.
Gengis giró y alcanzó a ver fugazmente al asesino abalanzándose sobre él. Blandió su espada y el hombre se hizo a un lado, retorciéndose como una serpiente, para levantarse con puñales en las manos tras hacer un volatín. Gengis supo que los lanzaría antes de que pudiera golpearlo de nuevo y saltó hacia la oscura figura, derribándolo. Un pinchazo de dolor le tocó la garganta y, al instante siguiente, sus hermanos estaban apuñalando al asesino, hundiendo las hojas en su cuerpo con tanta fuerza que se clavaron en el suelo. El enemigo no emitió ningún sonido.
Gengis se esforzó en levantarse, pero el mundo nadaba a su alrededor con blanda pereza y su visión estaba extrañamente desenfocada.
—Me ha herido… —dijo aturdido y cayó de rodillas. Oyó los pies del asesino golpear contra el suelo cuando sus hermanos le clavaron las rodillas en el pecho, destrozándole las costillas. Gengis se llevó una mano al cuello y luego miró, parpadeando, sus dedos ensangrentados. Su mano era terriblemente pesada y se echó para atrás en la tierra seca, todavía confuso.
Vio el rostro de Jelme surgir ante él, moviéndose despacio. Gengis miró fijamente hacia arriba, incapaz de oír lo que le decía. Vio que Jelme alargaba la mano hacia él y tiraba de la tela que le cubría la herida del cuello. Cuando volvió a hablar su voz pareció estallar en los oídos de Gengis, casi silenciando el torrente de susurros que le ensordecían. Jelme recogió el puñal del asesino y maldijo la mancha oscura que recorría su filo.
—La hoja está envenenada —intervino Jelme, y su propio miedo se reflejaba en Kachiun y Khasar, que miraban estupefactos a su hermano. El general no volvió a hablar, sino que se agachó y, poniendo la boca en el cuello de Gengis, empezó a chupar la sangre que fluía. Estaba caliente y sabía amarga y a Jelme le sacudieron algunas arcadas antes de escupirla a un lado. No se detuvo a pesar de que las manos de Gengis, que había perdido las fuerzas, le golpeaban con debilidad la cara cada vez que se retiraba.
Jelme oía el llanto de los hijos más pequeños del khan, sufriendo al ver a su padre allí tendido, próximo a la muerte. Sólo Jochi y Chagatai permanecían mudos, observando cómo Jelme escupía sangre hasta que la parte delantera de su deel estuvo cubierta de una mancha oscura y reluciente.
Kokchu se abrió paso entre la multitud, parándose, alarmado, al ver a su khan en el suelo. Se arrodilló junto a Jelme y puso las manos en el pecho de Gengis buscando el latido de su corazón. Latía a increíble velocidad y, durante un momento, Kokchu no logró percibir latidos individuales. El sudor brotaba de todos los poros del cuerpo del khan y su piel estaba roja y caliente al tacto.
Jelme succionaba y escupía y la sangre manaba. El general sentía que se le estaban durmiendo los labios y se preguntó si el veneno entraría en él. No importaba. Pensó en ello como si estuviera observando a otra persona actuando ante él. La sangre chorreaba de sus labios cuando cogía aliento cada vez que escupía.
—No debes sacarle demasiada sangre —le advirtió Kokchu, que no había retirado sus huesudas manos del pecho del khan— o estará demasiado débil para resistir el veneno que quede en sus venas. —Jelme lo miró con ojos vidriosos antes de asentir y hundir la cara en la ardiente piel una vez más. Sus propias mejillas se habían sonrojado al contacto con ese calor y continuó porque detenerse significaba ver morir a su khan.
Kokchu notó cómo el corazón de Gengis daba un salto y temió que pudiera pararse bajo sus manos. Necesitaba al hombre que había logrado que las tribus le tuvieran tanto respeto, especialmente ahora que Temuge le había abandonado. Kokchu empezó a rezar en voz alta, convocando a los espíritus por sus antiguos nombres. Llamó al linaje del propio khan con un torrente de sonidos. Llamó a Yesugei, incluso a Bekter, el hermano que Gengis había matado. Los necesitaba a todos para mantener al khan fuera de su reino. Kokchu sintió cómo todos se reunían cuando salmodió sus nombres, presionándole de tal manera que sus oídos se llenaron de susurros.
El corazón se sacudió de nuevo y Gengis emitió un grito ahogado: sus ojos abiertos miraron al frente sin ver. Kokchu notó que el agitado pulso se normalizaba, ralentizándose de repente como si en el interior se hubiera cerrado una puerta. Se estremeció en el frío, pensando que, por unos momentos, el futuro de las tribus había estado en sus manos.
—Ya basta, su corazón late con más fuerza —dijo con voz ronca. Jelme se echó para atrás y se sentó. Como habría hecho con un caballo herido, el general hizo una pasta de tierra y saliva y la colocó sobre la herida, presionando con la mano. Kokchu se asomó para observar el proceso y el alivio le inundó al ver que el flujo de sangre se reducía a un delgado hilillo. Ninguna de las venas principales había resultado seccionada y comenzó a regocijarse al pensar que Gengis aún podría sobrevivir.
Una vez más, Kokchu empezó a rezar en voz alta, obligando a los espíritus de los muertos a atender al hombre que había formado una nación con las tribus. No querrían que un hombre así estuviera entre ellos mientras hiciera avanzar a su pueblo. Lo supo con una certeza que le asustó. Los hombres y las mujeres observaron asombrados cómo Kokchu pasaba sus manos por encima de aquella forma sin fuerzas recogiendo hilos invisibles, como si sus dedos, al recorrer su cuerpo, envolvieran al khan en una telaraña de espíritus y fe.
Kokchu alzó la vista hacia Borte que se balanceaba, en estado de choque, con los ojos enrojecidos. Hoelun también estaba allí, y su rostro había adquirido una extrema palidez mientras recordaba la muerte de otro khan muchos años atrás. Con un gesto, Kokchu les indicó que se acercaran.
—Los espíritus lo mantienen aquí, por ahora —les dijo, con los ojos brillantes—. Yesugei está aquí, con su padre Bartan. Bekter está aquí para sostener al khan, su propio hermano. —Se estremeció, helado, y los ojos se le pusieron vidriosos durante un momento—. Jelme ha extraído gran parte del veneno, pero el corazón se agita indeciso: a veces late con fuerza, a veces débilmente. Necesita descanso. Si quiere comer dadle sangre y leche para que se fortalezca.
Kokchu ya no podía sentir el hondo frío de los espíritus apiñándose a su alrededor, pero habían hecho su trabajo. Gengis todavía vivía. Llamó a los hermanos del khan para que lo llevaran a la ger. Kachiun salió de su trance para ordenar que el campamento fuera registrado en busca de algún otro enemigo que todavía estuviera escondido. Después de eso, junto con Khasar, cargaron a su hermano al hombro y lo llevaron a la tienda de Borte.
Jelme se quedó allí, de rodillas, meneando la cabeza, preocupado. Su padre, Arslan, se agachó hacia él justo cuando el joven general vomitaba en el suelo ensangrentado.
—Ayudadme con él —ordenó Arslan, levantando a su hijo. El rostro de Jelme estaba flácido y todo su peso cayó sobre su padre antes de que dos guerreros avanzaran hacia ellos y lo sujetaran colocándole los brazos sobre sus hombros.
—¿Qué le pasa? —preguntó Arslan a Kokchu.
El chamán retiró la vista de la tienda de Gengis. Con los dedos, le abrió los ojos a Jelme al máximo y los observó con atención. Las pupilas aparecían grandes y oscuras y Kokchu maldijo con voz suave.
—Es posible que haya tragado algo de sangre y que el veneno haya penetrado en él también. —Kokchu metió la mano bajo la empapada túnica de Jelme y palpó su pecho—. No puede haber sido mucho y es un hombre fuerte. Mantenle despierto si puedes. Haz que camine. Te traeré un bebedizo de carbón para él.
Arslan asintió. Se dirigió hacia uno de los guerreros que sostenían a Jelme y ocupó su lugar, poniéndose el brazo de su hijo en torno al cuello como si se abrazaran. Con la ayuda del otro guerrero, comenzó a caminar con Jelme entre las gers, hablándole mientras avanzaban.
La creciente multitud de guerreros, mujeres y niños se quedaron allí. No volverían a acostarse hasta que estuvieran seguros de que su khan viviría. Kokchu se giró para marcharse, movido por la urgencia de hacer una pasta de carbón que pudiera absorber el veneno que Jelme había ingerido. A Gengis no le serviría de mucho, pero traería un cuenco para él también. Cuando se aproximó al círculo de rostros que habían estado observando la escena, se retiraron para dejarlo pasar y fue entonces cuando vio a Temuge, que se abría paso a empujones hacia la primera fila. Un destello de maldad se encendió en los ojos de Kokchu.
—Llegas demasiado tarde para ayudar al khan —reprochó Kokchu con suavidad cuando Temuge estuvo más cerca—. Sus hermanos han matado al asesino y Jelme ha logrado impedir su muerte.
—¿Asesino? —exclamó Temuge, mirando a los que lo rodeaban y notando el dolor y el miedo en sus rostros. Su vista se posó en la figura vestida de negro que yacía despatarrada en el suelo y tragó saliva, horrorizado.
—Algunos asuntos deben tratarse a la manera antigua —le dijo Kokchu—. No pueden computarse o escribirse en una de tus listas.
Temuge reaccionó al desprecio del chamán como si le hubiera pegado.
—¿Tú te atreves a hablarme así? —inquirió. Kokchu se encogió de hombros y se alejó con paso amplio. No había podido resistirse a provocarlo, aunque sabía que lo lamentaría. Esa noche, la muerte había paseado por el campamento y Kokchu estaba en su elemento.
La muchedumbre se fue apiñando más y más a medida que los que acababan de llegar empujaban hacia delante ansiosos por recibir noticias. Se encendieron antorchas por todo el campamento mientras aguardaban el amanecer. El cuerpo del asesino yacía aplastado y roto en el suelo y lo miraban fijamente presa del terror; no queriendo aproximarse demasiado.
Cuando Kokchu regresó con dos cuencos de denso líquido negro, pensó que se parecían a un rebaño de yaks camino del matadero, abatidos, con la mirada entristecida, pero incapaces de comprender. Arslan le sujetó la mandíbula a su hijo y le inclinó la cabeza mientras Kokchu vertía el amargo líquido en su boca. Jelme se atragantó y tosió, salpicando de negras gotas la cara de su padre. Había recobrado la consciencia en parte en el tiempo que Kokchu había tardado en moler el carbón y el chamán no se demoró a su lado. Le puso el cuenco semivacío a Arslan en la mano libre y se dirigió hacia el otro. Gengis no podía morir, no a la sombra de la ciudad de Yenking. Al considerar el futuro, Kokchu sintió que le invadía un terror frío. Reprimió su temor al entrar en la minúscula ger; agachando la cabeza para pasar bajo el dintel. La confianza era parte de su oficio y no dejaría que lo vieran tan agitado.
Al rayar el alba, Khasar y Kachiun salieron, ciegos a los miles de ojos que se clavaron en ellos. Khasar recogió su espada, que seguía hincada en el pecho del muerto, y le propinó una patada a la cabeza del asesino, que colgaba a un lado, antes de enfundar la hoja.
—¿Vive el khan? —preguntó alguien.
Khasar posó una mirada fatigada sobre ellos, sin saber quién había hablado.
—Vive —contestó. Sus palabras se repitieron en un murmullo hasta que todos fueron informados.
Kachiun recogió su propia espada de donde había caído y alzó la cabeza al oír sus susurros. En la tienda se había sentido impotente al no poder ayudar a su hermano y quizá por eso su mal humor estalló al verlos allí.
—¿Dormirán nuestros enemigos mientras nosotros seguimos aquí reunidos? —gritó Kachiun—. No. Id a vuestras gers y esperad noticias. Bajo su feroz mirada, los guerreros fueron los primeros que se dieron la vuelta y se abrieron paso entre la aglomeración de mujeres y niños, que también empezaron a retirarse, mirando hacia atrás mientras se alejaban.
Kachiun se situó junto a Khasar como si estuvieran custodiando la tienda donde yacía Gengis. Había llegado la segunda esposa del khan, Chakahai, con el rostro transformado en una máscara de pálido miedo. Todos los hombres habían mirado a Borte para ver cómo reaccionaba, pero ella, simplemente, había saludado a la mujer Xi Xia con una inclinación de cabeza, aceptando su presencia. En el silencio, Kachiun podía oír la cantinela de la salmodia que Kokchu entonaba en la tienda. Durante un momento, sintió que no quería volver al fétido interior, abarrotado de aquellos que amaban a su hermano. En cierto modo, sentía que su propio dolor quedaba debilitado por la presencia de los demás. Respiró hondo y el frío aire le despejó la mente.
—No podemos hacer nada más —dijo—. Falta poco para que amanezca y hay cosas que tenemos que hablar. Ven conmigo, Khasar; caminemos un rato.
Khasar lo siguió y ambos se alejaron hacia donde no pudieran oírlos. Tardaron bastante en salir del campamento y empezar a pisar la hierba helada, que crujió bajo sus pasos.
—¿Qué pasa? ¿Qué quieres? —preguntó Khasar por fin y detuvo a su hermano poniéndole una mano en el brazo.
Kachiun se volvió hacia él, con una expresión de oscura furia.
—Esta noche hemos fallado. No hemos mantenido el campamento a salvo. Debería haber considerado que el emperador enviaría algún asesino contra Gengis. Debería haber dispuesto más guardias para vigilar las murallas.
Khasar estaba demasiado cansado para discutir.
—Ahora no puedes hacer nada para cambiarlo —dijo—: Si te conozco bien, algo así nunca volverá a suceder.
—Una vez podría ser suficiente —exclamó Kachiun—. ¿Qué pasaría si Gengis muriera?
Khasar movió la cabeza a un lado y a otro. No quería pensar en ello. Al verlo vacilar Kachiun lo agarró por los hombros, casi sacudiéndolo.
—¡No lo sé! —gritó Khasar—. Si muere, regresaremos a casa, a las montañas Khenti y lo entregaremos a los halcones y a los buitres. Es un khan, ¿qué quieres que diga?
Kachiun dejó caer las manos.
—Si hacemos eso, el emperador presumirá de haber obtenido una gran victoria sobre nosotros. —Casi parecía que estuviera hablando para sí mismo y Khasar no lo interrumpió. No podía ni imaginar el futuro si Gengis no estaba allí—. El emperador vería a nuestro ejército retirarse —prosiguió Kachiun en tono grave—. Un año más tarde, todas las ciudades Chin sabrían que nos habían hecho retroceder.
Khasar seguía sin decir nada.
—¿Es que no lo ves, hermano? —preguntó Kachiun—. Lo perderíamos todo.
—Podríamos volver —respondió Khasar bostezando. ¿Había llegado a dormir algo? No estaba seguro.
Kachiun resopló.
—A los dos años, serían ellos quienes nos estarían atacando a nosotros. El emperador ha visto lo que podemos hacer y no cometerá los mismos errores otra vez. Nosotros mismos hemos creado esa oportunidad, Khasar. No puedes herir a un oso y salir corriendo: saldrá en tu busca para darte caza.
—Gengis vivirá —aseguró Khasar con terquedad—. Es demasiado fuerte para caer.
—¡Abre los ojos, hermano! —contestó Kachiun—. Gengis puede morir como cualquier otro hombre. Y si muere, ¿quién liderará las tribus? ¿O nos quedaremos mirando cómo se separan de nuevo? ¿No ves lo fácil que se lo pondríamos al ejército Chin cuando viniera tras nosotros?
En la distancia, Khasar vio la primera luz rosada del amanecer detrás de Yenking. Le dio la bienvenida al día tras una noche que había creído que no tendría fin. Kachiun tenía razón. Si Gengis moría, la nueva nación se haría pedazos. Los antiguos khanes afirmarían su autoridad sobre las enfrentadas tribus. Sacudió la cabeza para despejarla.
—Entiendo lo que dices —le dijo a Kachiun—. No soy tonto. Quieres que te acepte como khan.
Al oír aquello, Kachiun se quedó totalmente inmóvil. No había otro camino, pero si Khasar no podía verlo, el nuevo día comenzaría con un derramamiento de sangre cuando estallara una lucha entre las tribus que decidieran marcharse y las que permanecieran leales. Gengis los había unido. Al primer signo de debilidad, los khanes probarían el sabor de la libertad y pelearían para conservarla.
Kachiun respiró hondo, y habló con voz calmada.
—Sí, hermano. Si Gengis muere hoy, las tribus necesitarán una mano fuerte que los sujete por el cuello.
—Soy mayor que tú —respondió Khasar con suavidad—. Tengo a mi mando a tantos guerreros como tú.
—Tú no estás hecho para liderar la nación. Lo sabes. —El corazón de Kachiun latía a toda velocidad por la tensión del esfuerzo de hacer que Khasar comprendiera la situación—. Si crees que sí eres el adecuado, prestaré el juramento de lealtad ante ti. Los generales seguirán mis órdenes y arrastrarán a los khanes con ellos. No voy a pelearme contigo por esto, Khasar; no cuando hay tanto en juego.
Khasar se frotó los ojos para alejar el cansancio mientras pensaba en lo que le había dicho Kachiun. Sabía cuánto tenía que haberle costado a Kachiun hacer la oferta. La idea de liderar las tribus era embriagadora, algo con lo que nunca antes había soñado. Le tentaba. Pero sin embargo, no era él quien había visto qué peligros acechaban a su frágil nación y esa falta de previsión era como una espina que se le había quedado hundida en la carne y le preocupaba. Los generales recurrirían a él esperando que resolviera sus problemas, para que les mostrara un camino a través de las dificultades que ellos no pudieran ver. Tendría incluso que planificar batallas en las que el triunfo o la derrota dependerían de su palabra.
El orgullo de Khasar se debatía con el convencimiento de que su hermano estaba mejor capacitado para liderar. No tenía ninguna duda de que Kachiun le brindaría su apoyo absoluto si se convirtiera en khan. Gobernaría a su pueblo y nadie sabría jamás que esa conversación había tenido lugar. Como Gengis lo había sido antes que él, sería el padre de todos ellos. Sería el responsable de mantenerlos a todos con vida en su lucha frente a un antiguo imperio concentrado en destruirlos.
Cerró los ojos, dejando que las relucientes visiones desaparecieran de su mente.
—Si Gengis muere, seré yo quien te preste juramento de lealtad, hermanito. Tú serás el khan.
Kachiun suspiró, agotado y aliviado. El futuro de su pueblo había pendido de la confianza que Khasar tuviera en él.
—Si muere, haré que todas las ciudades Chin queden arrasadas por el fuego, comenzando por Yenking —aseguró Kachiun. Ambos hombres miraron hacia los imponentes muros de la ciudad, unidos por su deseo de venganza.
Zhi Zhong se erguía sobre una de las plataformas donde reposaban los arcos, elevado sobre la llanura y el campamento mongol. Soplaba una fría brisa y sus manos, aferradas a la barandilla de madera, estaban entumecidas. Llevaba horas allí, observando a las tribus con la esperanza de descubrir un signo de que el asesino había tenido éxito.
Sólo un poco después, su vigilia se había visto recompensada: varios puntos de luz habían brotado súbitamente de las gers y Zhi Zhong se había agarrado con más fuerza a la barandilla, haciendo que los nudillos se le pusieran blancos mientras entrecerraba los ojos para escrutar la distancia. Multitud de sombras negras atravesaron a la carrera las parpadeantes zonas de luz y las esperanzas de Zhi Zhong crecieron, imaginando cómo se iba propagando el pánico.
—Morid —susurró, solo en la torre de vigilancia.