XXVI

Fueron necesarios dos meses para construir terraplenes de piedra y madera con los que proteger las grandes máquinas de guerra. Las catapultas que Lian había diseñado se habían fabricado en los bosques que crecían al este. Con sus enormes vigas aún pegajosas de savia, se elevaban como perturbadores monstruos a casi dos kilómetros de los muros de la ciudad. Cuando los terraplenes que servirían de parapeto estuvieron terminados, las llevarían rodando hasta el seno de su protectora sombra. Era una labor lenta y fatigosa, pero, en ciertos aspectos, la confianza de las huestes mongolas se había incrementado con el tiempo: ningún ejército había salido de las murallas para atacarlos. Había un lago de agua dulce al norte de la ciudad y las orillas estaban repletas de pájaros que podían cazar durante los meses de invierno. Eran los señores de la llanura Chin. Y, sin embargo, vivir era todo cuanto podían hacer cuando se habían acostumbrado a la rápida conquista y victoria, a descubrir nuevos territorios cada día. Ese súbito alto en su ritmo comenzaba a envenenar el ambiente de camaradería que reinaba entre las tribus. Ya se habían producido varias luchas a cuchillo provocadas por antiguas rencillas. Dos hombres y una mujer habían sido hallados muertos en la orilla del lago; se desconocía quiénes habían sido los asesinos.

El ejército esperaba nervioso a que la ciudad empezara a pasar hambre. Gengis no estaba del todo convencido de que los terraplenes de piedra pudieran proteger las pesadas catapultas, pero necesitaba algo que mantuviera a su pueblo entretenido. Al menos haciéndolos trabajar hasta el agotamiento se mantenían en forma y estaban demasiado cansados para discutir. Los exploradores se habían encontrado con una colina de pizarra, a menos de un día de viaje a caballo de Yenking. Los guerreros extraían la piedra con el entusiasmo que ponían en todas las tareas, rompiéndola con cuñas y martillos para luego izar los bloques hasta los carros. La experiencia de Lian era vital allí y apenas abandonó la cantera en aquellas semanas. Les enseñó cómo cuajar las piedras con una pasta de caliza quemada y los inmensos parapetos crecían a diario. Gengis había perdido la cuenta de cuántas veces había visto pasar los lentos y pesados carros por delante de su ger aunque Temuge llevaba un cuidadoso registro en sus reservas de pergamino robado, cada vez más escasas.

Los contrapesos que Lian había diseñado eran redes de cuerda llenas de grandes piedras que se colgaban de las palancas de las máquinas. Dos hombres se habían aplastado las manos durante la construcción, y sufrieron terribles dolores cuando Kokchu les cercenó los miembros destrozados. El chamán les había frotado las encías con una pasta densa y arenosa para amortiguar el dolor, pero aun así habían aullado de dolor. El trabajo continuó, vigilado siempre desde los muros de Yenking. Gengis no había podido hacer nada para impedir que los enormes arcos de guerra fueran trasladados a lo largo de las murallas para orientarlos contra sus propias armas. Equipos de sudorosos miembros de la guardia imperial construían nuevos nidos para ellos, trabajando tantas horas como los propios guerreros mongoles.

Fueron necesarios cientos de hombres fuertes para conducir las catapultas hasta las barreras situadas frente a Yenking. Bajo la nieve que caía sobre la llanura, Gengis observaba con frustración cómo los ingenieros Chin preparaban siete grandes arcos y empezaban a lanzar proyectiles de punta de hierro que golpearon los parapetos. Las catapultas respondieron con dos rocas que chocaron contra los muros, haciendo que una nube de esquirlas saliera volando por los aires. Las armas Chin quedaron intactas.

Tardaron un siglo en recolocar las enormes palancas de Lian. En ese tiempo, los arcos del muro sacudieron los parapetos una y otra vez. Antes de que las catapultas estuvieran listas para disparar por segunda vez contra la ciudad, aparecieron unas grietas en las barreras que habían construido las tribus: poco después quedaron completamente destruidas. Con cada golpe estallaban varias piedras, que caían como un chaparrón sobre Lian y sus hombres en forma de esquirlas. Muchos de ellos se tiraron al suelo, agarrándose las manos y la cara, tras retroceder tambaleantes bajo las incesantes salvas. Lian resultó indemne y se quedó mirando callado y sombrío cómo sus parapetos eran destrozados y sus máquinas quedaban expuestas.

Durante un momento, pareció que las catapultas sobrevivirían, pero entonces un impacto directo golpeó la llanura, seguido casi al instante por otros tres más. A medida que los equipos de las murallas se habían ido cansando, el ritmo había disminuido, pero cada golpe tenía una fuerza tremenda. Varios guerreros fallecieron intentando arrastrar las máquinas fuera del alcance de los proyectiles. En un momento estaban allí sudando y gritando y, al momento siguiente, se habían convertido en manchas de sangre sobre la madera, y en el aire que los rodeaba flotaba una nube de nieve y polvo.

Era imposible rescatar nada. La garganta de Gengis emitió un sordo gruñido mientras observaba los cuerpos y los maderos rotos. Estaba suficientemente cerca de la ciudad para oír los vítores que se elevaron en su interior y sintió que la rabia le inundaba al tener que reconocer que Lian no se había equivocado. Sin protección, no podían igualar el alcance de las armas que jalonaban las murallas y cualquier artefacto que construyeran acabaría destrozado por los impactos de sus proyectiles. Gengis se había planteado fabricar altas torres con ruedas y dirigirlas hacia la ciudad, quizá incluso recubrirlas de hierro, pero las pesadas saetas las atravesarían, del mismo modo que sus propias flechas horadaban las armaduras. Si sus expertos en metal construían torres que pudieran resistir los impactos, serían demasiado pesadas para poder desplazarlas. Era desesperante.

Gengis caminaba arriba y abajo mientras unos cuantos guerreros valerosos enviados por Tsubodai recogían a los heridos y los sacaban del alcance de los proyectiles. Sus hombres creían que era capaz de tomar Yenking como había tomado otras ciudades. Ver las extraordinarias construcciones de Lian reducidas a astillas no ayudaría a elevar la moral en el campamento.

Mientras Gengis observaba cómo los Jóvenes Lobos arriesgaban sus vidas, Kachiun se aproximó y desmontó. La expresión de su hermano era inescrutable, aunque Gengis creyó detectar la misma honda irritación ante su fracaso.

—Fuera quien fuera el que construyera esta ciudad pensó bien en sus defensas —dijo Kachiun—. No lograremos tomarla por la fuerza.

—Entonces se morirán de hambre —exclamó Gengis—. He levantado la tienda negra delante de Yenking. No habrá piedad.

Kachiun asintió, estudiando a su hermano mayor con atención. Gengis nunca estaba en su mejor momento cuando lo obligaban a permanecer inactivo. En esos momentos, los generales se movían con precaución a su alrededor. A lo largo de los anteriores días, Kachiun había visto cómo el mal humor abandonaba a Gengis cuando se elevaron los terraplenes, fabulosamente fuertes. Todos ellos se habían sentido llenos de seguridad en sí mismos, pero ahora resultaba evidente que el comandante Chin sólo había aguardado a que arrastraran las nuevas armas hasta una posición en la que estuvieran a tiro. Fuera quien fuera, era un hombre paciente, y los enemigos pacientes eran los más peligrosos.

Kachiun sabía que Gengis era capaz de dejarse llevar por el impulso de una decisión precipitada. En ese momento, aún seguía escuchando a sus generales, pero a medida que avanzara el invierno, Gengis se sentiría tentado de intentar prácticamente cualquier cosa y las tribus podían sufrir las consecuencias de esa decisión.

—¿Qué opinas de mandar a algunos hombres que escalen los muros durante la noche? —preguntó Gengis, como un eco de los pensamientos de Kachiun—. Cincuenta o cien de ellos, para incendiar algunas partes de la ciudad.

—Podemos escalar esos muros —respondió Kachiun con cuidado—. Pero ahí arriba hay una patrulla Chin cada dos pasos. Antes dijiste que sería una inútil pérdida de hombres.

Gengis se encogió de hombros, irritado.

—Entonces teníamos catapultas. Puede que merezca la pena probar, a pesar de todo.

Gengis volvió sus pálidos ojos hacia su hermano. Kachiun sostuvo su mirada, sabiendo que su hermano querría saber la verdad.

—Lian dijo que la ciudad tenía más de un millón de habitantes —le recordó Kachiun—. A aquéllos a los que mandáramos les darían caza como a perros salvajes y se convertirían en la diversión de los soldados.

Como respuesta, Gengis gruñó, adusto y desesperado. Kachiun buscó una manera de alegrarle.

—Quizá haya llegado el momento de enviar a los generales a saquear las tierras, como dijiste que harías. Es obvio que aquí no vamos a conseguir una victoria rápida y hay otras ciudades en este país. Que tus hijos vayan con ellos, para aprender nuestro olvido.

Kachiun vio que la duda cruzaba el rostro de su hermano y pensó que le comprendía. Los generales eran hombres en los que Gengis confiaba: podían actuar sin su supervisión. Tenían una lealtad a prueba de fuego, pero hasta aquel momento la guerra se había luchado bajo la mirada de Gengis. Enviarlos lejos, quizá a miles de kilómetros de distancia, no era una orden que Gengis pudiera dar a la ligera. Había dado su aprobación más de una vez, pero, llegado el momento de hacerlos partir, de algún modo, la orden definitiva no había sido pronunciada.

—¿Es la traición lo que temes, hermano? —preguntó Kachiun con suavidad—. ¿De dónde llegaría? ¿De Arslan y su hijo Jelme, que han estado con nosotros desde el principio? ¿De Khasar o de Tsubodai, que te venera? ¿De mí?

Gengis esbozó una sonrisa tensa al pensarlo. Alzó la vista hacia las murallas de Yenking, que seguían intactas ante él. Con un suspiro, se dio cuenta de que no podía mantener a tantos hombres activos en esa planicie durante tres largos años. Antes de que transcurriera ese plazo, estarían enfrentándose entre sí como perros salvajes, haciéndole el trabajo al propio emperador Chin.

—¿Envío a todo el ejército? Tal vez me quede aquí yo solo y desafíe a los Chin animándolos a que salgan.

Kachiun se rió entre dientes al imaginárselo.

—A decir verdad, lo más probable es que pensaran que era una trampa y que te dejaran ahí —contestó—. Y, sin embargo, si yo fuera el emperador entrenaría a todo hombre capaz para convertirlo en un guerrero, creando un ejército desde dentro. No puedes dejar demasiados pocos hombres para guardar Yenking, o lo considerarían una oportunidad para atacar.

Gengis resopló.

—No se puede hacer un guerrero en unos cuantos meses. Que se entrenen esos panaderos y mercaderes. Agradecería la oportunidad de demostrarles qué significa nacer guerrero.

—Con voz de trueno, sin duda, y quizá un pene como un rayo —dijo Kachiun con la expresión seria. Tras un momento de silencio, ambos estallaron en carcajadas.

Gengis se había librado del mal humor que le había invadido tras la destrucción de las catapultas. Kachiun casi podía ver cómo subía la energía en su interior mientras pensaba en el futuro.

—He dicho que los haría salir, Kachiun, aunque todavía es pronto. No sabemos si otras ciudades tratarán de ayudar a Yenking y puede que necesitemos a todos nuestros hombres aquí. —Se encogió de hombros—. Si la ciudad no ha caído en primavera, haré partir a los generales y serán libres de iniciar la caza.

El ánimo de Zhi Zhong era meditabundo mientras miraba por la alta ventana de la cámara de audiencia del palacio veraniego. Apenas había hablado con el emperador niño desde el día en que le había coronado. Xuan estaba en algún lugar del laberinto de pasillos y habitaciones que habían conformado la residencia oficial de su padre y Zhi Zhong casi no se había acordado de él.

Los soldados habían vitoreado a su general cuando las catapultas mongolas fueron destruidas esa mañana. Se habían vuelto hacia Zhi Zhong para buscar su aprobación y se la había mostrado haciendo una breve inclinación de cabeza a su oficial antes de descender con grandes zancadas los escalones que llevaban a la ciudad. Sólo en privado había apretado el puño en silencioso triunfo. No era suficiente para eliminar el recuerdo de la Boca del Tejón, pero era una especie de victoria y los asustados ciudadanos necesitaban algo para superar su desesperación. Zhi Zhong se burló para sus adentros recordando los informes de suicidios. Cuatro hijas de familias de alta alcurnia habían sido encontradas muertas en sus estancias en cuanto las noticias de la derrota del ejército habían llegado hasta Yenking. Las cuatro se conocían y, al parecer, habían preferido un final digno a la violación y la destrucción que consideraron inevitable. Otras once habían tomado el mismo camino en las semanas siguientes y a Zhi Zhong le había preocupado que esa nueva moda por la muerte pudiera extenderse por toda la ciudad. Enlazó las manos a la espalda, inspeccionando las casas de los nobles a través del lago. Hoy habría mejores noticias. Quizá entonces vacilaran con sus puñales de marfil y su desprecio por su habilidad. Yenking aún podía resistir a los invasores.

El señor regente se dio cuenta de que estaba cansado y hambriento. No había comido desde la mañana y en el día se habían celebrado tantas reuniones que ya no podía recordar cuántas. Todo hombre con autoridad en Yenking parecía necesitar su aprobación y su consejo. Como si él pudiera predecir mejor que los demás qué iba a suceder durante los próximos meses. Frunció el ceño al pensar en el suministro de alimento y echó un vistazo a una mesa auxiliar sobre la cual se apilaban los pergaminos formando una pirámide. Cada vez que comían, los ciudadanos de Yenking estaban un poco más cerca de su propia derrota. Ese simple hecho podía dejar en ridículo sus defensas, pero había sido el propio Zhi Zhong quien había vaciado los almacenes de la ciudad para alimentar al ejército. Le irritaba pensar en los mongoles consumiendo los víveres que él había reunido en el paso a lo largo de un año, pero no tenía sentido recordar las malas decisiones del pasado. Después de todo, el emperador y él habían creído que detendrían a los mongoles antes de que pudieran vislumbrar siquiera la ciudad imperial.

Zhi Zhong apretó los labios: los mercaderes de Yenking no eran unos necios. En toda la ciudad se había impuesto ya el racionamiento. Incluso el mercado negro se había hundido cuando comprendieron que el asedio podría no acabar con rapidez. Sólo unos cuantos seguían vendiendo comida a cambio de pingües beneficios. El resto había comenzado a almacenar reservas para sus propias familias. Como todos los de su ralea, tratarían de capear el temporal para luego engordar y hacerse ricos de nuevo cuando todo recomenzara.

Zhi Zhong tomó nota mentalmente de que debía ordenar que los comerciantes más acaudalados se presentaran ante él. Sabía cómo aplicar el tipo de presión que les haría revelar sus almacenes secretos. Sin ellos, dentro de un mes los campesinos estarían comiendo gatos y perros… ¿Y después de eso? Hizo crujir su cuello con cansancio. Después de eso, estaría atrapado en esa ciudad con un millón de personas desesperadamente hambrientas. Sería el infierno en la Tierra.

La única esperanza era que los mongoles no aguardaran fuera de las murallas eternamente. Se dijo a sí mismo que se cansarían del asedio y se dirigirían a otras ciudades con peores defensas. Zhi Zhong se frotó los ojos, aliviado de que sólo los esclavos que lo rodeaban pudieran ver su debilidad. En realidad, nunca en su vida había trabajado tanto como en ese nuevo puesto. Apenas dormía y cuando por fin se permitía un descanso, sus sueños estaban llenos de planes y estratagemas. La noche anterior no había dormido en absoluto: había permanecido hasta el amanecer al lado de los equipos de arqueros.

Sonrió con los labios apretados mientras evocaba de nuevo la destrucción de las máquinas mongolas. Ojalá hubiera podido ver el rostro del khan en ese preciso momento. Se sintió tentado de convocar a sus ministros para celebrar una última reunión antes de bañarse y acostarse. No, no mientras en sus ojos brillara algo más que la derrota cuando lo miraban. Les dejaría todo ese día, un día en el que había abierto una grieta en la imagen de invencibilidad del khan mongol.

Zhi Zhong se retiró de la ventana y, a través de los oscuros corredores se dirigió a la estancia donde el emperador Wei se había bañado todas las noches de su vida. Suspiró anticipando el placer del baño al llegar a la puerta y entró en una habitación en cuyo centro había una piscina a nivel de suelo. Los esclavos habían calentado el agua para su ritual y volvió a hacer crujir los huesos del cuello mientras se preparaba para sentir cómo las preocupaciones del día se iban disolviendo suavemente.

Los esclavos desvistieron a Zhi Zhong con tranquila eficiencia mientras él contemplaba a las dos jóvenes que esperaban en la piscina para ungirle la piel con aceites. En silencio, felicitó al emperador Wei por su buen gusto. Su hijo desaprovecharía las esclavas de la casa imperial, al menos durante unos años más.

Desnudo, Zhi Zhong se introdujo en el agua, disfrutando de la sensación de espacio que transmitían los altos techos. Escuchó caer las gotas de agua y cómo resonaba su eco y empezó a relajarse mientras las chicas enjabonaban su piel con suaves cepillos. Su tacto le reavivaba. Poco después, sacó a una de la piscina y la tendió de espaldas sobre las frías baldosas. Sus pezones se endurecieron ante ese frescor repentino. Sólo la parte inferior de sus piernas quedó sumergida en el agua caliente mientras él la tomaba en silencio. Estaba bien entrenada y empezó a acariciarle la espalda con las manos mientras jadeaba bajo el hombre que gobernaba la ciudad. Por unos instantes, su compañera observó a la pareja que se apareaba con desapasionado interés, luego continuó enjabonándole la espalda y presionó sus pechos contra él haciéndolo gemir de placer. Sin abrir los ojos, Zhi Zhong alargó su mano hacia la de ella y la guió hacia donde los cuerpos se unían para que pudiera sentir cómo penetraba a su compañera. Se pegó a él con habilidad profesional y él sonrió, y su mente se fue calmando gradualmente a pesar de que su cuerpo se tensara y temblara. Gobernar Yenking tenía sus compensaciones.

Tres noches después de la destrucción de las catapultas mongolas, dos hombres descendieron sin ser vistos por las murallas de Yenking, dejándose caer sin hacer ningún ruido cuando quedaban un par de metros. Las cuerdas desaparecieron por encima de sus cabezas izadas por los guardias del señor regente.

En la oscuridad, uno de los hombres miró de reojo al otro, controlando su nerviosismo. No le gustaba la compañía de ese asesino y se alegraría mucho cuando sus caminos se separaran. Su propia misión era un cometido que ya le había encomendado antes el emperador Wei y se regodeó ante la perspectiva de introducirse a hurtadillas entre los reclutas Chin que trabajaban sin descanso para el khan mongol. Para un hombre, los traidores merecían la muerte, pero él les sonreiría y trabajaría tanto como ellos mientras recopilaba información. A su manera, sabía que su contribución sería tan valiosa como la de cualquiera de los soldados que vigilaban las murallas. El señor regente necesitaba toda la información posible sobre las tribus y el espía no subestimaba su propia importancia.

Nadie le había dado el nombre del asesino, quizá tan bien protegido como el suyo. Aunque habían estado uno junto al otro dentro de las murallas, el hombre vestido de oscuro no había pronunciado ni una sola palabra. El espía no había podido resistir observarlo mientras comprobaba sus armas, atando y asegurando las pequeñas dagas de su oficio mientras esperaban. Sin duda, Zhi Zhong había pagado una fortuna en oro por el servicio, un servicio que, con toda probabilidad, supondría la muerte para el propio asesino a sueldo.

Era extraño estar allí agazapado junto a un hombre que esperaba morir esa misma noche y que, sin embargo, no mostraba ningún temor. El espía se estremeció levemente. No querría estar en su lugar y le costaba entender cómo podía pensar un hombre así. ¿Qué devoción podía inspirar una lealtad tan fanática? Por muy peligrosas que hubieran sido sus propias misiones en el pasado, siempre había confiado en regresar junto con sus amos, a su hogar.

En su oscura vestimenta, el asesino era poco más que una sombra. Su compañero sabía que no respondería aun cuando se atreviera a susurrarle una pregunta. Estaba concentrado, su vida ya no era suya. No se permitiría una distracción. En completo silencio subieron en un pequeño bote de madera y utilizaron una pértiga para cruzar el negro foso. Una cuerda colgaba por la parte trasera para que pudieran tirar de él desde las murallas y esconderlo, o hundirlo. No habría ninguna huella de ellos que pudiera causar sospechas cuando despuntara el día.

En la orilla opuesta, ambos se agacharon al oír el cascabeleo de un arnés. Los exploradores mongoles eran eficientes, pero no podían vislumbrar lo que ocultaba cada lago de oscuridad y, por otra parte, buscaban una demostración de fuerza, no dos hombres aguardando para entrar furtivamente en su campamento. El espía sabía dónde habían plantado sus tiendas los reclutas Chin, que imitaban los hogares de sus nuevos amos sin ninguna vergüenza. Existía la posibilidad de que lo descubrieran y de que, entonces, él también fuera asesinado, pero era un riesgo que se contraponía a su habilidad y no dejó que la idea le perturbara. Volvió a mirar al asesino y, en esta ocasión, vio que su cabeza se giraba hacia él. Retiró la mirada, avergonzado. Durante toda su vida había oído hablar de la secta, hombres que entrenaban a todas horas para perfeccionar su destreza al matar. No tenían honor en el sentido que los soldados entendían el honor El espía había representado el papel de soldado suficientes veces como para conocer su credo y sintió una punzada de desagrado al pensar en un hombre que sólo vivía para matar. Había visto los frascos de veneno que llevaba guardados y el garrote de alambre que había atado con pericia alrededor de su muñeca.

Se decía que las víctimas de los asesinos eran su sacrificio a los dioses de la oscuridad. Su propia muerte era la prueba definitiva de su fe y les garantizaba un lugar elevado en la rueda de la vida. El espía volvió a estremecerse, lamentando que su trabajo le hubiera puesto en contacto con un ser tan destructivo.

Los sonidos de los exploradores mongoles se fueron extinguiendo y el espía, sorprendido, dio un respingo al notar que alguien le tocaba suavemente el brazo. El asesino le puso una jarra pegajosa en la mano. Olía a grasa rancia de cordero y todo cuanto pudo hacer el espía fue mirarla con expresión confundida.

—Restriégate la piel con ella —murmuró el asesino—. Por los perros.

Cuando el espía comprendió, levantó la vista, pero la negra figura ya estaba alejándose sin hacer ningún ruido y se desvaneció en la oscuridad. El espía agradeció a sus antepasados el regalo mientras se frotaba la piel con aquella porquería. Al principio pensó que había sido un gesto de amabilidad, pero luego consideró más probable que el asesino no quisiera que el campamento se despertara mientras llevaba a cabo su propia misión. Al pensarlo, se sintió humillado y se sonrojó. Ojalá no hubiera más sorpresas esa noche.

Cuando se hubo serenado, se puso en pie y trotó a través de la oscuridad en dirección a un destino que se había marcado mientras todavía había luz. Sin su sombrío compañero, sintió que su confianza comenzaba a retornar. Poco tiempo después, se encontraría entre los reclutas Chin, charlando y hablando como si los hubiera conocido muchos años atrás. Lo había hecho antes, cuando el emperador dudó de la lealtad de un gobernador provincial. Dejó a un lado ese pensamiento al darse cuenta de que debía estar en posición antes de que el asesino atacara o podrían capturarlo e interrogarlo. Se dirigió con paso tranquilo hacia el campamento dormido, saludando a un guerrero mongol que salió a orinar en medio de la noche. El hombre le respondió adormilado en su gutural lengua sin esperar que le comprendiera. Un perro levantó la cabeza cuando pasó, pero sólo gruñó suavemente al notar su olor El espía sonrió, invisible en la oscuridad. Estaba dentro.

El asesino se aproximó a la gran ger del khan, moviéndose a través de la oscuridad como un espectro. El líder mongol había sido un necio al revelar su localización a todos los que vigilaban las murallas de Yenking. Era el tipo de error que un hombre sólo comete una vez, cuando no sabía nada del Tong Negro. El asesino no sabía si los mongoles regresarían a sus montañas y llanuras cuando su khan muriera. No le importaba. En una solemne ceremonia, su amo había puesto en sus manos un pergamino atado con una cinta de seda negra: entregaba la vida de su esclavo en un vínculo de sangre. No importaba lo que sucediera, no regresaría con sus hermanos. Si fracasaba, se quitaría la vida antes que dejarse capturar y arriesgarse a revelar los secretos de la orden. Las comisuras de sus labios se tensaron lúgubremente en un gesto divertido. No fracasaría. Los mongoles eran pastores de ovejas: buenos con el arco, pero meros niños frente a un hombre con su entrenamiento. Había escaso honor en ser elegido para matar incluso a un khan de esas tribus apestosas, pero no se paró a considerarlo. Su honor procedía de la obediencia y de lograr una muerte perfecta.

Nadie lo vio llegar a la gran tienda situada sobre un carro, que relucía blanca en la oscuridad, cerniéndose sobre él mientras la rodeaba con sigilo, buscando a los guardias. Había dos hombres en las inmediaciones. Podía oírlos respirar en su aburrida inmovilidad, esperando a sus relevos. Desde los muros de Yenking había sido imposible discernir los detalles y no sabía con qué frecuencia se cambiaba la guardia cada noche. Una vez que hubiera llevado la muerte a aquel lugar tendría que actuar con rapidez.

Perfectamente inmóvil, el asesino observó cómo uno de los hombres se alejaba y daba una vuelta a la ger del khan. El guerrero no estaba alerta y, para cuando se dio cuenta de que había alguien acechando en la sombra, ya era demasiado tarde. El guardia sintió que algo parecido a un látigo se enroscaba en su cuello y se hundía en su garganta, cercenando su grito. Un suspiro de aire ensangrentado salió de sus pulmones y el otro guardia, susurrando, le preguntó algo, sin sentirse alarmado todavía. El asesino dejó en el suelo al primero y avanzó hacia la esquina del carro, abalanzándose con presteza sobre el segundo cuando dio la vuelta. Éste también murió sin emitir ni un sonido y él asesinó lo abandonó donde cayó, cruzando con rapidez en dirección a las escaleras que llevaban a la tienda. Era un hombre menudo y apenas crujieron bajo su peso.

En la oscuridad del interior, oyó la lenta respiración de un hombre inmerso en un sueño profundo. El asesino se deslizó con ligereza por el suelo. En perfecto equilibrio, llegó adonde yacía la figura durmiente y se acuclilló junto a la cama baja. Estaban solos. Extrajo un cuchillo afilado cuyo metal había sido ennegrecido con hollín aceitoso para que no brillara.

Bajó una mano hacia la fuente de la respiración para encontrar la boca, que tapó. Cuando el durmiente se sacudió, veloz como un rayo, le cortó la garganta con el cuchillo. El gemido se apagó al instante y los espasmos del cuerpo se detuvieron. El asesino aguardó hasta que volvió a reinar el silencio, respirando superficialmente para no inspirar demasiado el hedor a heces procedente del cadáver. En la negrura, no podía ver el rostro del hombre que había matado y utilizó los dedos para recorrer sus rasgos: frunció el ceño. Aquel hombre no olía como los guerreros que hacían guardia en el exterior de la tienda. Sus manos temblaron un poco mientras exploraban la boca abierta y los ojos, y ascendían hasta el pelo.

El asesino maldijo para sí cuando palpó la trenza aceitada de su propio pueblo. Sólo podía tratarse de un siervo, alguien que merecía la horca por ayudar a los mongoles con su servicio. El asesino se sentó sobre sus talones mientras consideraba qué hacer a continuación. Sin duda el khan estaría cerca, se dijo. Había varias tiendas apiñadas en torno a la más grande. Una de ellas contendría al hombre que buscaba. El asesino recuperó la compostura recitando un mantra aprendido en su entrenamiento que le transmitió una calma instantánea. Todavía no se había ganado el derecho a morir.