El humo oleoso se extendía a lo largo de kilómetros y el cielo ardía, negro, sobre las montañas. Al final, muchos de los Chin se habían rendido, pero las tribus habían perdido demasiados de los suyos para considerar siquiera la clemencia. La matanza había proseguido durante días en torno al paso: aquéllos que aún lo deseaban salieron a buscar hasta el último de los soldados huidos y los mataron como si de las marmotas de su hogar se tratase.
Con las picas y los mástiles de las banderas, habían encendido hogueras inmensas: todo cuanto quedaba de los Chin era la comida y los muertos. Las familias habían entrado poco a poco en el paso detrás de los guerreros, trayendo carros y forjas con las que fundir las cabezas de las picas y obtener el acero. Los víveres fueron arrastrados hasta bancos de nieve para que se mantuvieran frescos.
No hubo recuento de los cadáveres de los Chin, ni tampoco era necesario. Nadie que viera las montañas de carne desgarrada las olvidaría jamás. Los niños y las mujeres ayudaron a despojar a los cuerpos de la armadura y cualquier objeto de valor. Sólo un día después de la batalla, el hedor era espantoso y el aire estaba plagado de moscas que crepitaban y se quemaban en las volutas de humo de las fogatas.
En las inmediaciones, Gengis esperaba a sus generales. Quería ver la ciudad que había enviado un ejército así contra él. Kachiun y Khasar se unieron a él con sus caballos, volviéndose a mirar, estupefactos, el inmenso campo de sangre y llamas que se extendía ante sus ojos. Las fogatas dibujaban sombras temblorosas sobre las montañas del valle y también el ánimo de las tribus se apaciguó mientras cantaban en voz baja por sus muertos.
Los tres hermanos aguardaron en silencio mientras los hombres que Gengis había reunido llegaban hasta ellos trotando, con la espalda erguida. Tsubodai fue el primero en acudir, pálido y orgulloso, con varias puntadas negras con muy mal aspecto recorriéndole el brazo izquierdo. Después reconocieron a Jelme y Arslan: dos oscuras siluetas cabalgando juntas recortándose contra las hogueras. Ho Sa y Lian el albañil fueron los últimos en llegar. Sólo Temuge se quedó atrás para trasladar el campamento a un río a dieciséis kilómetros hacia el norte. Las llamas arderían durante varios días más, aun cuando las tribus ya no estuvieran allí alimentándolas. Las moscas se estaban multiplicando y a Temuge le asqueaba el constante zumbido y el hedor de la descomposición de los cadáveres.
A Gengis le resultó muy difícil apartar la vista de la llanura. Lo que estaba viendo era la muerte de un imperio, estaba seguro. Nunca había estado tan cerca de la derrota y la destrucción como en la batalla del paso. La experiencia había dejado huella en él y sabía que siempre podría cerrar los ojos y evocar esos recuerdos. Ocho mil de sus hombres habían sido envueltos en un sudario blanco y llevados a la cumbre de la montaña. Lanzó una ojeada hacia donde yacían, como dedos de hueso en la nieve, distantes. Los halcones y los lobos desgarraban ya su carne. Se había quedado solo el tiempo suficiente para asistir al entierro celeste, para honrarlos a ellos y a sus familias.
—Temuge queda al mando del campamento —informó a sus generales—. Vayamos ahora a ver esa Yenking y a ese emperador. —Clavó los talones en su caballo y éste echó a correr con una sacudida. Los demás lo siguieron, como siempre habían hecho.
Erigida sobre una amplia planicie, Yenking era, con mucho, la mayor construcción que ninguno de ellos había visto jamás. Mientras iba creciendo ante él, Gengis recordó las palabras de Wen Chao, el diplomático Chin que había conocido algunos años atrás. Le había dicho que los hombres podían construir ciudades como montañas. Yenking era uno de esos lugares.
Las piedras que la conformaban eran de color gris oscuro y medía más de quince metros desde el lecho de roca hasta la cima. Gengis ordenó a Lian y a Ho Sa que dieran la vuelta a la ciudad para contar las torres de madera, todavía más altas. Cuando regresaron, habían recorrido más de ocho kilómetros e informaron de la existencia de casi mil torres, que sobresalían como espinas a lo largo de las murallas. Aún más inquietantes fueron las descripciones de enormes arcos situados sobre las almenas, manejados por soldados silenciosos y vigilantes.
Gengis estudió a Lian con la esperanza de descubrir en él algún signo de que el albañil no se sintiera intimidado, pero su cuerpo se encorvaba sobre la silla. Como los mongoles, nunca había visitado la capital y no se le ocurría ningún modo de romper muros de ese tamaño.
En las esquinas del inmenso rectángulo, cuatro fuertes se elevaban separados de las murallas principales. Un ancho foso se abría entre los fuertes y los muros y otro más lo rodeaba por el exterior. Un enorme canal era la única brecha en las propias murallas. Discurría a través de una gigantesca compuerta de hierro que, a su vez, estaba protegida por plataformas para arqueros y catapultas. El canal se extendía hacia el sur más lejos de lo que ninguno de ellos alcanzaba a ver. Todo en Yenking tenía una escala que superaba los límites de la imaginación y Gengis se sentía incapaz de ingeniar una manera para abrirse paso por esas puertas.
Al principio, Gengis y sus generales se situaron tan cerca de Yenking como habían estado de Yinchuan o de algunas otras ciudades del oeste. Entonces, un potente sonido atravesó el aire de la tarde y un borrón oscuro pasó a toda velocidad por su lado, haciendo que el caballo de Kachiun se tambaleara con el impacto de su estela.
Gengis casi se cayó de su asiento cuando su propia montura se puso sobre dos patas y sólo pudo mirar asombrado a la saeta medio hundida en el blando suelo, más parecida a un tronco de árbol pulido que a una flecha.
Sin una palabra, sus generales se retiraron hasta donde la temible arma no podía alcanzarlos y su ánimo se hundió todavía más al comprender que se trataba de otra pieza de las defensas. Aproximarse más de quinientos pasos era invitar a que los atacaran con aquellos gigantescos astiles de punta de hierro. Sólo pensar que uno de ellos golpeara a un grupo de jinetes resultaba espeluznante.
Gengis se volvió en la silla hacia el hombre que había logrado abrir una brecha en murallas menores.
—¿Podemos tomar este lugar, Lian? —preguntó. El albañil no se atrevió a mirarlo a los ojos y paseó la mirada por la ciudad. Por fin, meneó la cabeza.
—Ninguna otra ciudad tiene una muralla con una parte superior tan ancha —respondió—. Desde esa altura, sus proyectiles siempre llegarán más lejos que nada que yo pueda construir. Si levantamos terraplenes de piedra, podría proteger las catapultas de contrapeso, pero si yo puedo llegar hasta ellos, desde luego que ellos también podrán llegar hasta mí y hacerlas astillas.
Frustrado, Gengis lanzó una mirada airada a Yenking. Haber llegado tan lejos y, sin embargo, tener que rehusar en el último obstáculo era exasperante. Tan sólo el día anterior había estado felicitando a Khasar por haber tomado el fuerte del paso y a Kachiun por su talento en la carga. En aquel momento había creído que su pueblo era imparable, que la conquista siempre sería sencilla. Sin duda, su ejército lo creía. Sus soldados susurraban que el mundo era suyo. Frente a Yenking, casi podía sentir la burla del emperador ante tal ambición.
Al girarse hacia sus hermanos, Gengis mantuvo la expresión impasible.
—Las familias encontrarán buenas tierras para pastar por aquí. Habrá tiempo para planear un ataque contra la ciudad.
Khasar y Kachiun asintieron con aire inseguro. Ellos también podían ver cómo la gran conquista arrolladora se había detenido a los pies de Yenking. Como el propio Gengis, se habían habituado a aquel excitante ritmo de conquistar ciudades. Los carros de su pueblo estaban ahora tan cargados de oro y riquezas que se les rompían los ejes en cualquier viaje largo.
—¿Cuánto tiempo tardaríamos en hacer que una ciudad así se quede sin alimento? —preguntó Gengis de repente.
Lian no sabía más que los demás, pero no quería admitir su ignorancia.
—He oído que en Yenking viven más de un millón de súbditos del emperador. Alimentar a tantos es difícil de imaginar, pero dispondrán de vastos graneros y almacenes. Después de todo, debe de hacer meses que saben que vendríamos. —Vio que Gengis fruncía el ceño y se apresuró—: Podrían ser tres años, incluso cuatro, señor.
Khasar gimió en voz alta al oír el cálculo, pero el rostro del más joven de ellos, Tsubodai, se iluminó.
—Ya no tienen ejército para rechazar un asedio, señor. No necesitarías que nos quedáramos todos aquí. Si no podemos tirar abajo los muros, quizá nos permitas saquear este nuevo territorio. Tal y como están las cosas, ni siquiera tenemos mapas de las zonas que se extiendan más allá de Yenking.
Gengis miró a su general y vio el hambriento brillo de sus ojos. Su propio humor mejoró.
—Eso es verdad. Si tengo que esperar hasta que el emperador no sea más que piel y huesos, al menos mis generales no estarán ociosos. —Extendió el brazo y lo desplazó a través del paisaje que se desdibujaba en la distancia, mayor de lo que cualquiera de ellos era capaz de imaginar.
—Cuando las familias se hayan asentado, ven a verme con una dirección y podrás partir hacia allí. No desperdiciaremos el tiempo aquí adormilándonos y poniéndonos gordos.
Tsubodai sonrió y su entusiasmo encendió el de los demás, sustituyendo el sombrío ánimo de unos momentos antes.
—Como desees, mi señor —respondió.
Con su brillante armadura negra, el general Zhi Zhong caminaba arriba y abajo mientras esperaba, crispado, que los ministros del emperador se unieran a él en la sala de coronación. La mañana era apacible y oyó claramente los ásperos graznidos de las urracas en el exterior. Sin duda, si las veían, los augures hallarían un mensaje en aquellos pendencieros pájaros.
El funeral del emperador Wei se había prolongado casi diez días durante los cuales la mitad de los habitantes de la ciudad se desgarraron las ropas y se restregaron cenizas por la piel antes de que su cuerpo fuera incinerado. Zhi Zhong había tenido que sufrir las interminables oraciones de las familias nobles. Ni uno solo de ellos había mencionado la forma en que había fallecido el emperador, no bajo la fulminante mirada de Zhi Zhong y ante sus guardias, que no separaban la mano de la empuñadura de sus espadas. Le había arrancado la cabeza a la rosa imperial, cortándola de un solo golpe de modo que todo lo demás quedara en pie.
Los primeros días habían sido caóticos, pero después de que tres ministros fueran ejecutados por expresar su opinión, cualquier asomo de resistencia se desmoronó y el grandioso funeral se llevó a cabo exactamente igual que si el joven emperador hubiera perecido mientras dormía.
Había sido útil descubrir que los nobles del Gobierno habían hecho planes para la ocasión mucho antes de que fuera necesario. El Imperio Chin ya había sobrevivido a épocas de agitación e incluso al regicidio antes. Tras el espasmo inicial de indignación, habían retornado a sus rutinas casi con alivio. Los campesinos de la ciudad no sabían nada, excepto que el Hijo del Cielo había abandonado su carne mortal. Ignorantes de la verdadera situación, aullaban por las calles de la ciudad, ciegos en su histeria y su dolor.
El joven hijo del emperador no había llorado cuando se enteró del deceso de su padre. Al menos en eso, el emperador Wei había preparado bien a su familia. La madre del muchacho tenía suficiente sentido común como para saber que cualquier protesta significaría su propia muerte, de modo que había permanecido en silencio durante el funeral, pálida y hermosa mientras observaba cómo el cuerpo de su marido quedaba reducido a cenizas. Cuando la pira funeraria se hundió bajo el rugido de las llamas, Zhi Zhong tuvo la sensación de que ella lo había mirado, pero cuando alzó la vista, la cabeza de ella estaba agachada, rogando para que la voluntad de los dioses fuera magnánima. Mi voluntad, pensó el general, aunque el resultado iba a ser más o menos el mismo.
El general rechinó los dientes, irritado, mientras caminaba. En primer lugar el funeral había durado más de lo que habría creído posible y después le habían dicho que la coronación duraría otros cinco días. Era exasperante. La ciudad estaba de luto y ninguno de los campesinos trabajaba mientras se desarrollaban esos grandes acontecimientos. Había soportado las interminables pruebas con los modistos para marcar con sus nuevos trajes su posición como señor regente. Incluso había aguantado sin decir nada mientras los ministros, nerviosos, lo sermoneaban sobre sus nuevas responsabilidades. Y durante todo ese tiempo, el khan mongol merodeaba como un lobo junto a la puerta, vigilando la ciudad.
En su tiempo libre, Zhi Zhong había ascendido las escaleras una docena de veces hasta distintos lugares de la muralla para observar cómo las asquerosas tribus se asentaban en tierras imperiales. En ocasiones había creído percibir el olor del cordero rancio y la leche de cabra en la brisa. Era mortificante haber sido derrotado por esos ovejeros, pero no tomarían Yenking. Los emperadores que habían construido la ciudad la habían concebido para hacer una demostración de su poder. No caería con facilidad, se dijo Zhi Zhong.
Por las noches, seguían despertándole pesadillas en las que soñaba que era perseguido, en las que el zumbido de las flechas horadaba sus oídos como persistentes mosquitos. ¿Qué otra cosa podía haber hecho? Nadie había creído que los mongoles pudieran escalar las altísimas cumbres para flanquear su ejército. Zhi Zhong ya no se sentía avergonzado por la derrota. Los dioses no habían estado de su lado y, sin embargo, habían puesto en sus manos la regencia de la ciudad. Observaría cómo el ejército de los mongoles se hacía añicos contra las murallas y, cuando estuvieran destrozados y ensangrentados, tomaría la cabeza de su khan en sus propias manos y la enterraría en la más honda letrina de la ciudad.
Ese pensamiento le animó mientras esperaba a que apareciera ante él el emperador niño. En algún lugar en la distancia oyó el retumbar de los gongs anunciando al pueblo la presencia de un nuevo Hijo del Cielo.
Las puertas de la sala de coronación se abrieron para revelar el rostro sudoroso de Ruin Chu, el primer ministro.
—¡Mi señor regente! —exclamó al ver a Zhi Zhong—. ¡No llevas puesto tu traje! Su majestad imperial estará aquí en cualquier momento. —Después de ocuparse durante días de organizar el funeral y la coronación, parecía estar a punto del colapso. Zhi Zhong encontraba irritante al obeso hombrecillo y se deleitó anticipando el impacto que sus palabras tendrían sobre él.
—Lo he dejado en mis habitaciones, ministro. No lo necesitaré hoy.
—Cada instante de la ceremonia ha sido planificado, señor regente. Tienes que…
—No me digas que «tengo que» hacer algo —atajó Zhi Zhong—. Trae al chico aquí y ponle una corona en la cabeza. Recitad, cantad, encended velas de incienso, lo que queráis, pero dime una sola palabra más sobre lo que yo «tengo que» hacer y haré que te corten la cabeza.
El ministro lo miró boquiabierto, luego bajó los ojos, temblando visiblemente. Sabía que el hombre que tenía frente a sí había asesinado al emperador. El general era un traidor brutal y Ruin Chu no dudaba de que estaría dispuesto a derramar sangre incluso el día de una coronación. Se retiró caminando hacia atrás y haciendo reverencias hasta llegar a las puertas, que abrió para salir. Zhi Zhong oyó el lento ritmo de la procesión y aguardó en silencio mientras el ministro se unía a ella. Se rió entre dientes mientras oía cómo el ritmo se aligeraba.
Cuando las puertas se abrieron de nuevo, el séquito que rodeaba al niño de seis años que iba a convertirse en emperador tenía una clara expresión de terror. Zhi Zhong vio que el chaval lo estaba llevando bien pese a lo poco que había dormido a lo largo de los anteriores días.
La procesión se ralentizó de nuevo al pasar junto a Zhi Zhong en dirección al trono dorado. Los monjes budistas agitaban incensarios, llenando el aire de humo blanco. También ellos se pusieron nerviosos al comprobar que el general vestía su armadura: era el único hombre que llevaba una espada en la estancia. Los siguió con paso altivo cuando el hijo del emperador Wei ocupó su lugar en el trono. Era sólo el principio de la última fase. Sólo recitar los títulos llevaría hasta el mediodía.
Zhi Zhong observó con gesto agrio mientras los ministros se acomodaban, situándose como pavos reales en torno al centro de la ceremonia. El incienso le dio sueño y no pudo evitar pensar en los mongoles en la llanura que se extendía frente a la ciudad. Al principio, había comprendido que los rituales eran necesarios, una manera de mantener el orden después del asesinato del emperador. La ciudad podría haber entrado en erupción sin una mano fuerte que la gobernara y había sido preciso para permitir a los nobles disponer del consuelo de sus tradiciones. Ahora estaba harto de ellas. La ciudad estaba en calma en su congoja y los mongoles habían empezado a construir catapultas gigantes y a elevar muros de piedra para proteger las armas.
Con una exclamación de impaciencia, Zhi Zhong avanzó unos pasos, interrumpiendo la monótona voz de un sacerdote. Paralizado, el niño se quedó mirando a esa figura de armadura negra. Zhi Zhong cogió la corona imperial del dorado cojín de seda. Era sorprendentemente pesada y al tocarla, por un segundo, sintió una punzada de respeto ante la idea de que estuviera en sus manos. Había asesinado al último hombre que se la había ceñido.
La colocó con firmeza en la cabeza del último emperador.
—Xuan, eres el emperador, el Hijo del Cielo —dijo—. Espero que gobiernes con sabiduría. —Ignoró la expresión escandalizada en las caras de los hombres que lo rodeaban—. Soy tu regente, tu mano derecha. Hasta que tengas veinte años me obedecerás en todo, sin hacer preguntas. ¿Comprendes?
Los ojos del niño se llenaron de lágrimas. Apenas podía entender lo que estaba sucediendo, pero tartamudeó una respuesta.
—Co… comprendo.
—Entonces ya está. Que el pueblo lo celebre y se regocije. Yo voy a las murallas.
Zhi Zhong dejó a los estupefactos ministros a sus espaldas con su tarea, abrió las puertas de par en par y salió del palacio a grandes zancadas. Al estar construido en alto en una de las orillas del lago Songhai, que alimentaba el gran canal, la vista desde la parte superior de las escaleras le permitía observar la ciudad, donde los súbditos aguardaban las noticias. Todas las campanas tañerían y los campesinos estarían borrachos durante días. Respiró hondo mientras vigilaba los oscuros muros. Al otro lado, sus enemigos trataban de encontrar un punto débil en la ciudad. Nunca conseguirían entrar.
Desde su asiento, Temuge contemplaba con ojos soñadores a tres hombres que, años atrás, habían sido khanes entre el pueblo. Notaba su arrogancia en cada una de sus acciones, controlando apenas el desdén que sentían por él. ¿Cuándo entenderían que no tenían ningún poder en el nuevo orden que su hermano había creado? Sólo había un gurkhan, un hombre superior a todos los demás. Su propio hermano estaba sentado ante ellos y, sin embargo, se atrevían a hablar con Temuge como si fueran sus iguales.
Mientras las tribus levantaban sus gers en la llanura que se extendía frente a Yenking, Temuge se había deleitado haciendo esperar a los hombres por puro placer. Gengis le había demostrado que confiaba en él otorgándole el título de maestro del comercio, aunque había sido el propio Temuge el que definiera las funciones del cargo, ante una hosca oposición. Le encantaba el poder del que disfrutaba y rememorar cuánto había hecho esperar a Kokchu antes de recibirlo el día anterior todavía lo hacía sonreír. Para cuando Temuge finalmente le permitió entrar en la ger del khan, el chamán estaba pálido de ira. El hecho de que Gengis le hubiera dejado utilizarla para su trabajo significaba que le daba su aprobación, un gesto que no les pasó desapercibido a los peticionarios. No tenía ningún sentido apelar a Gengis si no les gustaba una resolución que se había tomado en su nombre. Temuge se había asegurado de que lo comprendieran. Si Kokchu quería reunir un grupo de hombres para explorar un antiguo templo situado a más de cien de kilómetros de allí, era a Temuge a quien competía aprobar la petición e inspeccionar el botín.
Temuge entrelazó las manos frente a él, escuchando distraídamente a aquellos antiguos khanes. El padre de los woyela se apoyaba en dos de sus hijos, incapaz de sostenerse por sí solo. Habría sido un gesto de cortesía ofrecerle una silla, pero Temuge no era de los que olvida las viejas heridas. Siguieron de pie entonando su cantinela sobre el pasto y la madera mientras él dejaba que su mirada se perdiera en la distancia.
—Si no permites que los rebaños se desplacen a nuevos pastos sin uno de tus pequeños permisos —decía el woyela en ese momento—, estaremos sacrificando animales sanos porque se morirán de hambre. —Había engordado desde que Gengis le cortara los tendones de las piernas. Temuge se regodeó viendo cómo la cara se le ponía roja de rabia y posó la mirada en él con indolencia, sin responder. Ninguno de ellos sabía leer o escribir recordó con satisfacción. Los permisos habían sido una buena idea: pequeños vales hechos con madera de pino en los que se había grabado a fuego el símbolo de un lobo. Había ordenado a varios hombres que recorrieran el campamento pidiendo que les enseñaran esos vales a aquellos guerreros que vieran talando árboles o trocando parte de un botín o haciendo otras muchas cosas. El sistema todavía no era perfecto, pero Gengis lo había apoyado en su decisión de hacer volver a los que protestaban, cuyas caras palidecían de miedo.
Cuando los hombres acabaron su perorata, Temuge se dirigió a ellos con tanta amabilidad como si estuvieran hablando del tiempo. Se había dado cuenta de que el tono suave contribuía a incrementar su ira y le divertía provocarles de esa manera.
—En toda nuestra historia, nunca nos hemos reunido tantos hombres en un lugar —dijo, meneando la cabeza en un ademán de leve reproche—. Tenemos que estar organizados si queremos prosperan Si os dejo que taléis los árboles siempre que los necesitéis, no quedará ninguno para el próximo invierno. ¿Comprendéis? Tal y como lo he establecido, obtenemos la madera sólo de bosques que se encuentren a más de tres días de viaje a caballo y, a continuación, arrastramos los troncos hasta aquí. Exige tiempo y esfuerzo, pero veréis los beneficios de esa estrategia el año que viene.
Por mucho que su suave discurso les irritara, lo delicioso era que no podían encontrarle defectos a su lógica. Eran hombres de arco y espada y Temuge había descubierto que podía llevarlos por donde quería con su inteligencia superior ahora que tenían que escucharlo.
—Pero ¿y el pasto? —preguntó el tullido khan woyela—. No podemos mover ni una cabra sin que uno de tus mutilados exija un vale para demostrar que tenemos tu aprobación. Las tribus están cada vez más inquietas al verse gobernadas por una mano desconocida.
Temuge sonrió al furioso hombre cuyo peso estaba empezando a cansar a los hijos que lo sostenían a ambos lados.
—Ah, pero si ya no hay tribus, woyela. ¿Es que aún no has aprendido esa lección? Creía que lo recordarías todos los días. —Hizo un gesto y un sirviente Chin le colocó una taza de airag en la mano.
Temuge había elegido a su personal entre los Chin que Gengis había reclutado en las ciudades. Algunos de ellos habían sido sirvientes de familias nobles y sabían cómo tratar a un hombre de su posición. Cada día comenzaba con un baño caliente en una bañera de hierro construida especialmente para ese propósito. Era el único hombre del campamento que lo hacía y, por primera vez en su vida, podía oler a los de su propio pueblo. Arrugó la nariz al pensarlo. Así es como debería vivir un hombre, se dijo, dando sorbos mientras los woyela esperaban.
—Éstos son tiempos nuevos, caballeros. No podemos movernos de aquí hasta que la ciudad caiga, lo que significa que la cuestión del pasto debe gestionarse con cuidado. Si no ejerzo algún tipo de control, no quedará ni una brizna de hierba en el suelo cuando llegue el verano y entonces, ¿qué haremos? ¿Queréis que miles de kilómetros separen a mi hermano de sus rebaños? Seguro que no. —Se encogió de hombros—. Puede que estemos un poco hambrientos al final del verano. Quizá parte del rebaño tenga que ser sacrificado si la tierra no puede alimentar a tantas bestias. ¿No he enviado a mis hombres a buscar sal para curar la carne? El emperador pasará hambre antes que nosotros.
Los hombres se le quedaron mirando, inmersos en una muda frustración. Podían mencionar diversos ejemplos de cómo su control se había extendido por el vasto campamento. Tenía una respuesta para cada uno de ellos. Lo que no podían expresar era su irritación por tener que obedecer a cada paso a una nueva norma de Temuge: los agujeros de las letrinas no debían excavarse demasiado cerca de los arroyos; los ponis sólo podían aparearse de acuerdo con una lista de líneas de sangre que Temuge mismo había elaborado, sin consultar a nadie; un hombre que tuviera un semental y una espléndida yegua ya no podía hacer que la cubriera sin tener antes que rebajarse a pedirle permiso… A todos les fastidiaba la nueva situación y el descontento se estaba propagando por el campamento.
No se atrevían a quejarse abiertamente, no mientras Gengis apoyara a su hermano. Si el khan hubiera escuchado sus quejas, le habría restado autoridad a Temuge y habría convertido su cargo en una burla. Temuge era consciente de ello: conocía a su hermano mejor que ellos. Una vez que Gengis le otorgó el puesto, no haría nada que pudiera interferir. Temuge se deleitaba en la oportunidad de mostrar cuánto podía alcanzar un hombre inteligente si no se le cortaban las alas.
—Si eso era todo, tengo que ver a muchos otros peticionarios esta mañana —dijo Temuge—. Tal vez ahora comprendáis por qué es difícil verme. Siempre me encuentro con alguien que se pasaría todo el día hablando antes de comprender lo que tenemos que hacer aquí; en lo que tenemos que convertirnos.
No les había concedido nada y su rabiosa frustración fue como un vino fresco para él. No pudo resistirse a hurgar un poco más en la herida.
—Si hay algo más que queráis comentar, estoy ocupado, pero, por supuesto, encontraré tiempo para escucharos.
—Nos escuchas, pero no nos oyes —replicó el khan con voz cansada.
Temuge extendió las manos para indicar que lo sentía.
—Me parece que no todo el mundo que se presenta ante mi comprende totalmente los problemas que me plantean. Incluso hay veces que se realizan negocios sin descontar el diezmo del khan para entregármelo.
Miró fijamente al viejo khan que colgaba de los brazos de sus hijos mientras hablaba y en la febril mirada del anciano se reflejó la vacilación. ¿Cuánto sabía Temuge? Había rumores de que pagaba a algunos hombres para que actuaran como espías y le informaran de cada transacción que se producía, de todo trato y de todo intercambio de riqueza. Nadie sabía cuál era el verdadero alcance de su influencia.
Temuge suspiró y meneó la cabeza como si se sintiera decepcionado.
—Confiaba en que serías tú mismo quien lo mencionara sin que yo te dijera nada, woyela. ¿No vendiste una docena de yeguas a uno de nuestros reclutas Chin? —Sonrió, como alentándolo—. He oído que el precio era muy bueno, aunque las yeguas no eran de la mejor calidad. Todavía no he recibido el diezmo de dos caballos que le debes a mi hermano, aunque supongo que me lo entregarás al ponerse el sol. En tu opinión, ¿es ésa una suposición razonable?
El khan de los woyela se preguntó quién le habría traicionado. Un momento después, asintió y Temuge esbozó una sonrisa radiante.
—Estupendo. Tengo que darte las gracias por haber abandonado este tiempo a aquéllos que aún te tratan como a una autoridad. Si surge alguna otra cosa que necesite mi atención, recuerda que siempre estoy aquí.
No se levantó cuando se volvieron para salir de la tienda del khan. Uno de los que no había hablado se dio media vuelta hacia él con una expresión de ira no disimulada y Temuge decidió hacer que lo vigilaran. Lo temían, tanto por su papel de chamán como porque sabían que, tras él, estaba su hermano. Kokchu le había dicho la verdad a ese respecto: ver el miedo en los ojos de otro hombre era tal vez el sentimiento más maravilloso que existía. Producía una sensación de fuerza y ligereza que sólo otra cosa en el mundo le hacía experimentar: la pasta negra que le facilitaba Kokchu.
Había otros hombres aguardando para verlo, algunos que él mismo había convocado. Consideró la perspectiva de pasar un insulso atardecer en su compañía y, en un impulso caprichoso, decidió que no le apetecía. Volvió la cabeza hacia un sirviente.
—Prepara una taza de airag caliente con una cucharada de mi mediana —ordenó. La pasta negra le haría tener visiones llenas de color y, después, dormiría toda la tarde, dejando que esperaran por él. Estiró la espalda al imaginarlo, satisfecho con su jornada de trabajo.