XXIV

Gengis vio caer el árbol y rugió lleno de ira, arrancándole la cabeza a un hombre con un único tajo brutal. Estaba rodeado de un mar de estandartes rojos y dorados que ondeaban con un sonido de aves aleteando. Luchaba solo, con desesperación. Todavía no se habían dado cuenta de quién era. Sólo los que estaban más cerca de él trataban de acabar con ese guerrero endemoniado que gruñía y los golpeaba como un loco. Se movía veloz entre ellos, girando una y otra vez y acercándose y alejándose con celeridad, utilizando cada pieza de su armadura como un arma; cualquier cosa con tal de mantenerse con vida. A su paso iba dejando una estela de dolor. No se detenía ni un instante. Detenerse significaría morir entre esas huestes de banderas.

Los Chin percibieron la repentina incertidumbre de sus enemigos y lanzaron un grito desafiante: habían recuperado la confianza. Gengis alcanzó a ver una vasta fuerza de caballería totalmente fresca llegar por el flanco en un estrepitoso galope. Había perdido de vista a su hermano Kachiun, se había quedado sin caballo y se encontraba rodeado de enemigos. Había polvo por todas partes y sabía que la muerte le aguardaba apenas un suspiro más allá.

Mientras su desesperación iba en aumento, un jinete llegó hasta él abriéndose paso salvajemente entre los soldados e izó al khan por detrás con la pura fuerza de sus brazos. Era el luchador Tolui.

Jadeante, Gengis le dio las gracias al inmenso guerrero mientras hundían sus hojas en los hombres que se arrojaban gritando sobre ellos. Los virotes de las ballestas rebotaban tamborileantes contra sus armaduras y Tolui gruñó al sentir que las placas que las conformaban, de un grosor de un dedo, se quebraban por los impactos y muchas de ellas caían rotas al suelo.

—¡Hombres a mí! ¡Defended al khan! —bramó Tolui por encima de las cabezas del enjambre de soldados Chin. Vio un caballo sin jinete y dirigió su montura hacia él. Cuando Gengis se abalanzó hacia la silla vacía, recibió un corte en el muslo y lanzó un aullido de dolor. Reaccionó dando una salvaje patada, que rompió la mandíbula de su atacante. La punzada hizo que sus sentidos, aturdidos por la desesperación, despertaran y, sin dejar de asestar golpe tras golpe, miró a su alrededor para obtener una impresión general del campo de batalla.

Reinaba el caos: no parecía que los Chin lucharan con ningún tipo de formación, como si la abrumadora cantidad de soldados fuera suficiente para obtener la victoria. Sin embargo, desde el este, su general estaba reinstaurando el orden. La caballería del flanco alcanzaría a los hombres de Gengis mientras combatían en aquel hervidero de soldados. Gengis meneó la cabeza para deshacerse de la sangre que le cubría los ojos. No recordaba que lo hubieran herido, pero le escoda el cuero cabelludo y había perdido el casco de un golpe. Notó el sabor de la sangre en la boca y escupió mientras le rajaba el cuello a otro soldado.

—¡El khan! —gritó Tolui, y su voz retumbó en todos los rincones del paso. Kachiun lo oyó y respondió agitando la espada. No podía llegar hasta su hermano y muchos de sus hombres ya estaban muertos, destrozados. Contaba tal vez con cinco mil de sus originales nueve mil. Todos sus carcajes estaban vacíos y se encontraban demasiado lejos de la Boca del Tejón y del khan.

Kachiun alzó su espada y luego la llevó hacia atrás, haciendo un largo corte en el lomo de su propio caballo. La sangre empezó a manar mientras el animal aullaba y salía disparado, empujando a cuantos hombres estaban en su camino y haciendo que salieran volando por los aires. Kachiun gritó a su vez, lanzando un llamado desesperado a sus hombres para que lo siguieran, manteniéndose a duras penas sobre la silla, apenas capaz de guiar al animal herido. Cruzó a toda velocidad entre los soldados Chin, atacando a todo el que estaba al alcance de su espada. El caballo corría como loco y, de pronto, Kachiun oyó cómo se le rompía el esternón al chocar contra un obstáculo: salió volando por encima de la cabeza del animal y golpeó a alguien con su armadura. Oyó el grito de otro de sus guerreros a sus espaldas y Kachiun, aturdido y dolorido, se aferró al brazo que le tendían y subió a lomos del caballo, colocándose detrás del jinete.

Los cinco mil luchaban como si hubieran perdido la cabeza, sin pararse a pensar en su propia seguridad. Los que estaban encajados entre sus enemigos hirieron a sus propios caballos como había hecho Kachiun, haciendo que salieran disparados dando coces y bufando a través de la abierta llanura entre las montañas. Tenían que alcanzar a Gengis antes de que lo mataran.

Kachiun sintió cómo la segunda montura se tambaleaba y estuvo a punto de caerse otra vez. De algún modo el animal logró enderezarse y, con los ojos desorbitados por el terror, fue guiado por el joven mongol a través de las líneas hasta entrar en campo abierto. Había caballos sin jinete por todas partes y Kachiun saltó hacia uno de ellos sin pensar, sacándose casi el brazo al agarrar las bridas. Entonces salió de la batalla haciendo una curva para tratar de controlar el pánico del caballo y, a continuación, lo recondujo hacia la lucha. Sus hombres lo habían seguido, aunque no podían quedar más de tres mil después de aquella salvaje carga a través del corazón del ejército Chin.

—¡Cabalgad! —gritó Kachiun, sacudiendo la cabeza para despejarla. Apenas podía ver nada y, debido al primer impacto contra el suelo, sentía que le iba a estallar la cabeza. Mientras galopaba junto al borde del ejército para unirse a su hermano, le daba la impresión de que se le estaba hinchando toda la cara. A casi un kilómetro de distancia, la retaguardia de la caballería de Zhi Zhong se dirigía hacia el paso para cerrarlo con veinte mil caballos y hombres totalmente descansados. Kachiun sabía que eran demasiados, pero no aminoró el paso. Alzó la espada mientras galopaba, haciendo caso omiso del dolor y mostrándole al viento sus dientes teñidos de rojo.

No más de mil hombres habían atravesado el paso antes de que el árbol cayera. La mitad de ellos ya estaban muertos y el resto se apiñaban en torno a su khan, dispuestos a defenderlo hasta el último hombre. Los soldados Chin se arremolinaban a su alrededor como un nido de avispas, pero los guerreros peleaban como posesos y, una y otra vez, Gengis volvía la vista atrás y lanzaba miradas fugaces al tronco que bloqueaba el paso. Sus hombres habían nacido para la guerra, todos y cada uno de ellos eran más hábiles que los soldados Chin que morían subidos a sus estribos. Todos sus carcaj s estaban vacíos, pero un gran número de sus hombres manejaban a sus monturas como si fueran una sola criatura. Los ponis sabían cuándo dar un paso atrás ante la embestida de una hoja y cuándo dar una coz y hundir el pecho de cualquiera que se atreviera a acercarse demasiado. Como una isla en un mar embravecido, los jinetes mongoles cruzaban por delante del ejército Chin, que era incapaz de acabar con ellos. Los virotes de las ballestas golpeaban contra su armadura, pero las filas de los regimientos estaban demasiado apretadas como para poder disparar salvas de flechas. Nadie quería aproximarse a aquellos adustos guerreros y a sus filos enrojecidos. Los que cabalgaban junto a Gengis estaban cubiertos de sangre resbaladiza y tenían las espadas pegadas a las manos. Eran hombres difíciles de matar. Sabían que su khan estaba con ellos y que sólo tenían que aguantar hasta que el tronco fuera cortado. Con todo, aunque los mongoles abatían a diez o a veinte por cada hombre de los suyos que caía, sus cifras empezaron a mermar Más y más comenzaron a echar la vista atrás, hacia el paso, con mirada sombría y creciente desesperación, mientras continuaban luchando.

Jelme y Arslan llegaron juntos al lugar donde el paso había quedado bloqueado y notaron la palidez del rostro de Tsubodai. El joven general saludó con la cabeza a sus superiores en rango.

—Necesitamos más hombres en el tronco —exclamó Jelme—. A este ritmo tardaremos horas en cortarlo.

Tsubodai le lanzó una mirada fría y adusta.

—El mando es tuyo, general. Sólo estaba esperando a que llegaras al frente. —Sin añadir nada más, se alejó con su caballo de ambos hombres y respiró hondo para gritar a sus soldados con voz estentórea.

—¡Lobos, desmontad! —bramó—. ¡Coged arcos y espadas! ¡A pie! ¡Conmigo!

Cuando Jelme y Arslan se hicieron cargo de los grupos de hacheros, Tsubodai se subió al tronco con la espada en ristre y miró a los soldados Chin y sus afiladas armas desde lo alto antes de derribar una pica de una patada y saltar sobre ellos. Sus hombres lo siguieron en una enorme y caótica carga que derribó a sus propios hacheros. Habían recobrado las fuerzas y estaban furiosos ante las triquiñuelas de los Chin. Además, nunca dejarían que su joven general fuera solo a salvar al khan.

Gengis alzó la vista cuando los Jóvenes Lobos se unieron a la batalla. Se abalanzaron sobre los sorprendidos Chin desde atrás, abriendo una gran brecha en sus filas. Aquellos que resultaron heridos parecían no sentirlo y mantenían la mirada fija en Tsubodai, que seguía adentrándose entre sus enemigos a toda velocidad. Había visto al khan y su brazo todavía no había sido puesto a prueba ese día. Atacó a los Chin con una fila que no tenía más de doce hombres, jóvenes guerreros que se movían con tanta rapidez que era imposible frenarlos. Abrieron un camino hacia Gengis dejando a su paso una estela de muertos.

—¡Te estaba esperando! —le gritó Gengis a Tsubodai—. ¿Qué quieres de mí esta vez?

El joven general soltó una carcajada al verlo con vida y siguió riéndose mientras agachaba la cabeza para esquivar una espada y destripaba al hombre que la sostenía. Extrajo la hoja con un fuerte tirón y, al cambiar de posición, pisoteó a un cadáver. El ejército Chin se tambaleaba, pero seguía habiendo tantos soldados que incluso los diez mil de Tsubodai podían llegar a verse completamente rodeados. Desde uno de los flancos del gran ejército de los Chin brotó el sonido de los cuernos de la caballería y Gengis se giró en la silla mientras las filas Chin se reagrupaban y abrían un paso para la carga. Los guerreros mongoles se miraron unos a otros cuando la caballería Chin empezó a galopar a través de sus propias filas. Jadeante, Gengis sonrió enseñando los dientes mientras sus hombres formaban a su alrededor.

—Ésos son buenos caballos —dijo—. Cuando acabemos, seré el primero en elegir con cuál me quedo. —Los que lo oyeron, se rieron y, entonces, como un solo hombre, espolearon a sus monturas para pasar al medio galope, inclinándose sobre las sillas. Dejaron a Tsubodai solo defendiendo el terreno en torno al paso e iniciaron el galope con sus ponis justo antes de que las dos fuerzas se encontraran, enzarzándose en combate.

El comandante de la caballería Chin murió en el primer instante del encuentro con los jinetes mongoles. Bajo el estruendo de los cascos, también sus hombres iban siendo derribados de sus sillas. Los que lograron asestar un golpe, no hallaron más que el aire vacío: los mongoles los esquivaron, hundiéndose en sus asientos o haciéndose a un lado. Habían practicado toda su vida para ese momento. Gengis siguió avanzando al galope, adentrándose más y más en las filas de los jinetes, sintiendo que el brazo que empuñaba la espada ardía como el fuego. Los Chin no se acababan nunca y recibió un corte por encima de la cadera en un punto en el que se le había roto la armadura. Otro impacto le echó hacia atrás haciendo que, durante un instante, viera el pálido cielo balanceándose sobre él. Se recuperó y no llegó a caer; no podía permitírselo. Oyó gritos y supo que los jinetes de Kachiun habían caído sobre la caballería Chin desde atrás; se preguntó si llegaría a encontrarse con su hermano en medio de la batalla o moriría antes de poder volver a verlo. Había tantísimos enemigos… Ya no confiaba en sobrevivir, lo que hizo que su ánimo se aligerara y convirtió ese galopar entre sus enemigos en un momento de puro gozo. Era fácil imaginar a su padre cabalgando a su lado. Quizá por fin se sintiera orgulloso de él. Sus hijos no podían haber elegido un final mejor.

A sus espaldas, el árbol había sido finalmente cortado en tres. El ejército mongol fue entrando poco a poco en las heladas llanuras, con expresiones hoscas y listos para vengar a su khan. Jelme y Arslan iban en cabeza y padre e hijo estaban dispuestos para la lucha. Observaron las banderas y estandartes Chin ondeando a lo lejos.

—No cambiaría mi vida, Jelme, si pudiera retroceder en el tiempo —le gritó Arslan a su hijo—. Volvería a estar aquí.

—¿En qué otro sitio ibas a estar; viejo? —respondió Jelme con una sonrisa. Colocó una flecha en la cuerda del arco y respiró hondo antes de disparar la primera saeta hacia las filas enemigas.

Lleno de frustración, Zhi Zhong observó cómo se desbloqueaba el paso y veinte mil soldados avanzaban como una tromba, listos para la lucha. Los dioses no le habían servido al khan en bandeja. La propia caballería de Zhi Zhong combatía contra la pequeña fuerza del khan, mientras que se lanzaba contra los Chin otro grupo enemigo semejante a un tigre que le desgarrara la panza a un ciervo mientras corría. Los mongoles no parecían comunicarse, y, sin embargo, colaboraban en el campo de batalla, mientras que el propio Zhi Zhong era el único centro de mando de sus soldados. Se frotó los ojos y se quedó mirando fijamente las nubes de polvo mientras se desarrollaba la batalla.

El caos reinaba entre sus piqueros; algunos de ellos habían huido de la llanura y sus figuras eran ya pequeñas motas distantes entre las colinas. ¿Estaba todavía a tiempo de salvar la batalla? Se habían acabado todos los trucos: ahora todo se reducía a una lucha en una planicie y aún seguía contando con la superioridad numérica.

Dio nuevas órdenes a sus mensajeros y los siguió con la mirada mientras galopaban a través del campo de batalla. Flecha tras flecha, los mongoles del paso estaban derribando a sus hombres, abriendo una brecha en pleno centro del ejército que los esperaba. La implacable precisión del atacante estaba obligando a sus filas a replegarse, haciendo que se agruparan en vez de mantenerse separados como debían. Zhi Zhong se enjugó el sudor de la frente cuando vio que algunos jinetes enemigos aplastaban a sus piqueros como si estuvieran desarmados. Todo cuanto podía hacer era observar, paralizado, mientras los mongoles se dividían en grupos de cien y atacaban desde todos los ángulos con sus arcos, despedazando a su ejército.

No pasó ni un momento antes de que uno de aquellos grupos de saqueadores lo localizara allí arriba, dirigiendo la batalla. Zhi Zhong vio cómo se iluminaban sus rostros al distinguir los inmensos estandartes de guerra que rodeaban su tienda. Con la vista clavada en ellos, vio una docena de arcos orientarse hacia él y a varios jinetes tirando de las riendas para hacer que sus monturas giraran. Estaban demasiado lejos, ¿verdad? Cientos de sus guardias personales se interponían en su camino, pero no podían detener las flechas y, de repente, el general fue presa del pánico. Eran demoníacos esos hombres de las estepas. Lo había probado todo y seguían avanzando. Muchos de ellos habían sido heridos en la lucha, pero no parecían sentir el dolor cuando tensaron sus arcos con las manos sangrientas y espolearon a sus caballos, dirigiéndolos hacia él.

Una flecha descendente le golpeó el pecho, clavándose en su armadura y arrancándole un aullido de dolor. Como si el sonido liberara su miedo, de pronto perdió los nervios y llamó a gritos a sus guardias, a la vez que hacía que su caballo se volviera a la fuerza y se agachaba sobre la silla de montar. Otras flechas silbaron por encima de su cabeza y mataron a varios hombres a su alrededor. Ante la perspectiva de su propia muerte, la mente del general Zhi Zhong se vació y su confianza se desmoronó. Clavó los talones en su montura y el caballo salió al galope entre las filas, dejando atrás a su guardia.

No miró los ojos desorbitados en los rostros de sus soldados cuando vieron que los abandonaba. Muchos arrojaron al suelo sus armas y echaron a correr sin más, imitando su ejemplo. Algunos que no se movieron con suficiente rapidez fueron derribados por su caballo. Se le empañaron los ojos con el helado viento y todo lo que sabía era que necesitaba escapar de aquellos mongoles de rostro cruel que tenía a la espalda. Detrás de él, su ejército huía en desbandada total y la matanza continuaba. El ejército de Gengis siguió arrollando a los soldados imperiales, asesinando hasta que se les agotaron los brazos y de las bocas de sus caballos salía saliva blanca y espumosa.

Los oficiales de más graduación intentaron tres veces que sus hombres volvieran a formar y cada una de sus tentativas fracasó cuando Gengis, aprovechando la ampliación del terreno, envió salvajes cargas sobre ellos. Cuando Jelme hubo disparado la última de sus flechas, las lanzas funcionaron bien a máxima velocidad, y derribaron a sus blancos por la fuerza del impacto. Gengis había visto al general Chin salir huyendo y ya no sentía las terribles heridas que había recibido. El sol se elevó sobre la masacre y, a mediodía, las huestes del emperador se habían transformado en sangrientas montañas de muertos, mientras los supervivientes se dispersaban en todas direcciones y eran perseguidos.

Mientras Zhi Zhong cabalgaba, su mente perdió el aturdimiento que le había acobardado. Los sonidos de la batalla fueron perdiéndose en la distancia mientras galopaba por el camino que llevaba a Yenking. Se volvió una única vez hacia la turbulenta masa de combatientes y sintió el amargo sabor de la vergüenza y la rabia en su garganta. Algunos de sus guardias personales se habían hecho con una montura para seguir a su general, leales a pesar de su fracaso. Sin una palabra, formaron a su alrededor de modo que una sombría falange de casi cien jinetes emprendió el camino hacia las puertas de la ciudad imperial.

Zhi Zhong reconoció a uno de los hombres que cabalgaba a su lado, un oficial de alto rango de Baotou. Al principio no conseguía recordar su nombre y no pudo dejar de asombrarse ante el torbellino de pensamientos que llenaba su mente. La ciudad crecía rápidamente ante ellos y le fue necesario un enorme esfuerzo de voluntad para recuperar la calma y tranquilizar los latidos de su corazón. Lujan. Por fin se acordó: el nombre de aquel hombre era Lujan.

Sudoroso dentro de su armadura, el general miró los altos muros y el foso que circundaban la ciudad. Tras el caos y el derramamiento de sangre, transmitía una sensación somnolienta y pacífica, despertando poco a poco al nuevo día. Zhi Zhong había adelantado a todos los mensajeros y el emperador todavía ignoraba la catástrofe que se había producido a sólo treinta kilómetros de distancia.

—¿Quieres ser ejecutado, Lujan? —preguntó al hombre que galopaba a su lado.

—Tengo familia, general respondió. Su rostro estaba pálido, consciente de lo que les esperaba.

—Entonces, escúchame y sigue mis órdenes —contestó Zhi Zhong.

El general fue reconocido desde la distancia y la puerta exterior descendió sobre la extensión de agua. Zhi Zhong se giró en la silla para repartir órdenes a voz en grito entre los hombres que lo acompañaban.

—El emperador debe ser informado —exclamó con brusquedad—. Podemos contraatacar con la guardia de la ciudad.

Vio que las palabras tenían un poderoso efecto en aquellos hombres derrotados, que hizo que se enderezaran en sus sillas. Seguían confiando en que su general pudiera salvar parte del desastre. Al entrar en la ciudad, Zhi Zhong transformó su cara en una máscara y el sonido de los cascos en las calles pavimentadas resonó con fuerza en sus oídos. Había perdido. Peor había salido huyendo.

El palacio imperial era una gigantesca construcción que se elevaba en el interior de la ciudad, rodeado por jardines de gran belleza. Zhi Zhong se dirigió a la puerta más próxima, que lo llevaría a una sala de audiencias. Se preguntó si el joven emperador estaría siquiera despierto a esa hora. Bueno, muy pronto estaría despierto y alerta, en cuanto recibiera las noticias.

Los guardias se vieron forzados a desmontar en la puerta exterior avanzando con amplias zancadas hacia el interior a lo largo de un ancho camino flanqueado de limeros. Varios sirvientes le salieron al paso y, a continuación, atravesaron una serie de salas. Antes de que pudieran llegar a presentarse ante el emperador, los soldados de la guardia del emperador les bloquearon el paso.

Al entregar su espada y aguardar a que se retiraran a un lado, Zhi Zhong no dejó entrever sus emociones. Sus soldados se quedarían en las salas exteriores mientras él estaba dentro. Imaginó cómo el emperador Wei era despertado en ese mismo momento, sus esclavos revoloteando a su alrededor e informándole de que el general había regresado. Los rumores inundarían el palacio, aunque todavía no sabían nada. El alcance total de la tragedia se asimilaría más tarde, pero el emperador debía ser informado antes.

Pasó mucho tiempo antes de que Zhi Zhong viera cómo las puertas de la cámara de audiencias se abrían ante él y cruzara el suelo de madera en dirección a la figura que estaba sentada al otro extremo de la estancia. Como había supuesto, la cara del emperador aún estaba hinchada por el sueño y su cabello había sido trenzado con tantas prisas que algunos mechones estaban descolocados.

—¿Qué es tan importante? —inquirió el emperador Wei, con voz tensa.

Por fin, el general se sintió calmado y respiró profundamente mientras se arrodillaba.

—Su majestad imperial me honra —dijo. Entonces levantó la cabeza y los ojos que miraron desde debajo de las pobladas cejas hicieron que el joven emperador, asustado, agarrara la parte delantera de su túnica con la mano crispada. Eran ojos de loco.

Zhi Zhong se puso en pie despacio, recorriendo la sala con la vista. El emperador había despedido a sus ministros para escuchar la comunicación privada de su general. Había seis esclavos en la estancia, pero a Zhi Zhong no le importaba. Transmitirían la noticia a la ciudad como hacían siempre. Emitió un largo suspiro. Durante un tiempo, su mente había estado llena de confusión, pero ya se había aclarado.

—Los mongoles han atravesado el paso —intervino, por fin—. No he podido contenerlos. —Vio que el emperador palidecía: su piel adoptó un tono céreo bajo la luz que entraba por las altas ventanas.

—¿El ejército? ¿Nos han obligado a retirarnos? —preguntó con voz autoritaria el emperador Wei, alzándose y colocándose a su lado.

—Ha sido arrollado, majestad imperial.

Los ojos del general taladraron al joven que tenía ante sí pero, esta vez, no retiró la mirada.

—Serví bien a tu padre, majestad imperial. Con él, habría obtenido la victoria. Contigo, un hombre inferior, he fracasado.

El emperador Wei abrió la boca estupefacto.

—¿Vienes a verme con esta noticia y te atreves a insultarme en mi propio palacio?

El general suspiró. No tenía espada, pero extrajo un largo cuchillo de debajo de su armadura, donde lo había mantenido escondido. Al verlo, el joven emperador dio un grito ahogado, súbitamente aterrado.

—Tu padre no me habría permitido llegar hasta él, majestad imperial. Habría sabido que no debía confiar en un general que regresa de una derrota. —Zhi Zhong se encogió de hombros—. Al fallarte, me he hecho merecedor de la muerte. ¿Qué otra elección tengo, sino ésta?

El emperador tomó una honda bocanada de aire para llamar a voces a sus guardias. Zhi Zhong se lanzó contra él y le atenazó la garganta con una mano, ahogando el grito. Sintió las manos del joven golpeando su armadura, pero el muchacho era débil y su fuerza no disminuyó ni un ápice, al contrario. Podría haberlo estrangulado en aquel mismo momento, pero habría sido una deshonra para el hijo de un gran hombre, así que, en vez de eso, buscó el lugar apropiado en el pecho del emperador mientras éste se sacudía y retorcía y le hundió la hoja en el corazón.

Las manos se desplomaron y sólo entonces notó el escozor de los arañazos de sus mejillas. En torno a la hoja, la sangre manchó la tela de la túnica y el general izó al emperador para volver a sentarlo en su trono.

Los esclavos estaban chillando, pero Zhi Zhong, inmóvil frente al cadáver del joven emperador los ignoró. No había tenido elección, se dijo a sí mismo.

La puerta exterior se abrió de par en par y los guardias del emperador irrumpieron en la sala. Alzaron sus armas y Zhi Zhong se giró para enfrentarse a ellos, viendo cómo las figuras de sus hombres iban llenando el pasillo que había a sus espaldas. Lujan había seguido las órdenes recibidas y su armadura ya estaba ensangrentada. No tardaron demasiado en acabar con el último de ellos.

Respirando agitadamente, Lujan miró asombrado el blanco rostro del emperador muerto.

—Lo has matado —dijo, atónito—. ¿Qué hacemos ahora?

El general miró a los hombres exhaustos y manchados de sangre que habían introducido el hedor de la batalla en un lugar como aquél. Tal vez, más tarde, llorara por todo lo que había perdido, por todo lo que había hecho, pero no era el momento.

—Le decimos al pueblo que el emperador ha muerto y que la ciudad debe cerrarse y fortificarse. Los mongoles vienen hacia aquí. Es lo único que podemos hacer.

—Pero ¿quién será ahora el emperador? ¿Uno de sus hijos? —preguntó Lujan. Su rostro estaba blanco como el papel y no volvió a mirar a la figura despatarrada en el trono.

—El mayor sólo tiene seis años —repuso Zhi Zhong—. Cuando se haya celebrado el funeral, ordena que lo hagan venir ante mí. Gobernaré en calidad de regente suyo.

Lujan miró al general de hito en hito.

—Ave al nuevo emperador —susurró, y los que lo rodeaban repitieron sus palabras. En un estado casi de trance, Lujan se inclinó hasta que su frente tocó él suelo de madera. Los demás soldados lo imitaron y el general Zhi Zhong sonrió.

—Diez mil años —dijo con suavidad—. Diez mil años.