A los novecientos pasos, la caballería Chin emprendió el galope tendido. Demasiado pronto, pensó Kachiun, que aguardaba, calmado, junto a sus nueve mil hombres. Al menos el valle no era tan ancho como para permitirles flanquearlo sin esfuerzo. Sentía crecer el nerviosismo de los guerreros que lo rodeaban. Ninguno de ellos se había enfrentado jamás a una carga a pie y ahora eran conscientes de cómo debían de sentirse sus enemigos. El sol relucía en la armadura y las espadas Chin que blandían los jinetes, listas para abrir una brecha en sus líneas.
—¡Recordad esto! —gritó Kachiun—. Estos hombres nunca se han enfrentado a nosotros en combate. No saben lo que podemos hacer. Una flecha para derribarlos y otra para matarlos. Elegid a vuestros hombres y a mi señal ¡disparad veinte!
Se acercó el arco a la oreja y sintió la fuerza de su brazo derecho. Por eso había entrenado durante años, fortaleciendo sus músculos hasta que tuvieron la dureza del acero. Su brazo izquierdo era mucho menos vigoroso y el bulto del músculo en su hombro derecho le hacía adquirir un aspecto asimétrico cuando tenía el torso desnudo. Sintió cómo temblaba el suelo cuando el tropel de jinetes estuvo más cerca. Cuando se encontraban a seiscientos pasos, echó una ojeada a lo largo de sus líneas, arriesgándose a mirar a los hombres de retaguardia. Todos tenían los arcos tendidos, listos para lanzar sus mortíferos proyectiles contra el enemigo.
Los soldados Chin iban aullando mientras avanzaban y sus gritos llenaban el valle, estrellándose contra las silenciosas líneas mongolas. Estaban bien armados y llevaban escudos, lo que los protegería de muchas de las flechas. Kachiun registró todos los detalles mientras se abalanzaban sobre ellos a una velocidad terrorífica. El alcance máximo de sus disparos eran cuatrocientos metros y dejó que lo atravesaran indemnes. A trescientos metros, vio por el rabillo del ojo que sus hombres lo miraban, aguardando su orden para disparar.
A doscientos metros, la línea de caballos era como un muro. Kachiun notó el mordisco del miedo y, en ese mismo momento, dio la orden.
—¡Derribadlos! —bramó, a la vez que soltaba su propia flecha con un rugido. Nueve mil saetas siguieron a la suya al instante; restallando al surcar el aire.
La carga se tambaleó como si hubieran caído en una zanja. Los hombres salieron disparados de las sillas y los caballos se desplomaron. Los que venían detrás chocaron contra ellos a galope tendido y, para entonces, Kachiun ya tenía lista la segunda flecha en la cuerda y estaba tensándola. Otra lluvia de flechas barrió a los soldados que llegaban.
Los jinetes Chin no podrían haber frenado aunque hubieran entendido qué estaba pasando. Las primeras filas se derrumbaron y los que saltaron sobre los caballos caídos se encontraron con otra descarga de saetas que se les clavaban a tanta velocidad que no llegaban ni a verlas. Las riendas les eran arrancadas violentamente de los dedos y, aun cuando las armaduras o los escudos los salvaban de la muerte, la fuerza de los tres o cuatro impactos que recibía cada soldado los arrojaba indefectiblemente al suelo.
Kachiun iba contando en voz alta según lanzaba, apuntando a los rostros desprotegidos de los soldados Chin que se levantaban aturdidos. Si no podía verles la cara, disparaba al pecho y confiaba en que la pesada punta de la flecha atravesara las escamas de hierro. Al alargar la mano hacia la flecha número quince notó cómo sus hombros empezaban a arder. Los jinetes Chin se habían estrellado a toda velocidad contra un martillo y no habían logrado aproximarse más. Kachiun palpó el suelo y descubrió que había usado sus veinte saetas.
—¡Treinta pasos adelante, conmigo! —bramó y avanzó al trote. Sus hombres lo siguieron, sacando el otro paquete de flechas de los carcajes. Los soldados Chin los vieron avanzar mientras miles de ellos seguían atravesando con esfuerzo las líneas de cadáveres. Muchos habían caído sin sufrir ninguna herida cuando sus caballos habían tropezado contra la masa de hombres y animales agonizantes. Los oficiales ordenaron a gritos que montaran de nuevo y los soldados chillaron aterrorizados al ver que los mongoles se dirigían hacia ellos.
Kachiun levantó el puño derecho y la línea se detuvo. Vio que uno de sus propios oficiales le daba un coscorrón tan fuerte a un muchacho que le hizo tambalearse.
—¡Si veo que le das a otro caballo, te mataré yo mismo! —exclamó el oficial. Kachiun se rió entre dientes.
—¡Veinte más! ¡Apuntad a los hombres! —gritó y la orden fue repetida a lo largo de la línea. La caballería Chin se había recuperado del primer impacto y vio a sus oficiales, tocados con penachos, instarles a que avanzaran. Kachiun apuntó a uno de ellos que se giraba sobre su montura blandiendo una espada en el aire.
Otras nueve mil flechas siguieron a la de Kachiun, que se hundió en el cuello de su blanco. A esa distancia, podían seleccionar a sus presas y la lluvia de flechas resultó devastadora. Una irregular segunda carga se desintegró bajo las silbantes saetas y el pánico empezó a recorrer las filas de los soldados Chin. Unos pocos hombres, indemnes, emergieron del caos al galope, con los escudos erizados de flechas. Aunque le dolió dar esa orden, Kachiun exclamó «¡Caballos!» y, a su alrededor, los animales se desplomaron con un chasquido de huesos rotos.
Diez flechas partían cada sesenta latidos sin dar respiro a sus rivales. Los más valerosos de ellos murieron con rapidez y dejaron sólo en pie a los débiles y asustados, que intentaban hacer dar media vuelta a sus monturas para regresar hacia sus propias filas. Las líneas que venían detrás se encontraron bloqueadas por caballos desbocados sobre los que colgaban sin vida los cuerpos de sus jinetes, atravesados por las certeras flechas.
Cuando disparó su cuadragésima flecha, Kachiun sintió el dolor lacerante de su hombro mientras aguardaba a que sus hombres lo imitaran. El valle que se extendía ante ellos estaba cubierto por un remolino de cadáveres y sangre, una mancha roja de cascos y soldados sacudiéndose en la nieve. Era imposible que pudieran cargar y, a pesar de que los oficiales Chin seguían chillando para que se levantaran y se abrieran paso hacia ellos, no había modo de que reunieran el ímpetu suficiente una vez más.
Kachiun echó a correr hacia delante sin dar ninguna orden y sus hombres lo siguieron. Contó veinte pasos, luego su excitación superó a su juicio y avanzó otros veinte más de manera que se acercó peligrosamente a la masa de hombres y caballos destrozados. Apenas cien metros separaban ahora a los dos ejércitos. Kachiun clavó otras veinte flechas en la prístina nieve y cortó el nudo que las mantenía unidas. Los soldados Chin aullaron aterrorizados al ver que los arcos volvían a tensarse frente a ellos. El pánico se propagó por sus filas y, cuando cayó la siguiente descarga de flechas, se desmoronaron.
Al principio, la retirada empezó lentamente y murieron tanto hombres que intentaban alejarse como aquéllos que eran empujados por los otros para avanzar. Los mongoles dispararon sus saetas metódicamente contra todo lo que veían moverse. Los oficiales cayeron enseguida y Kachiun lanzó un grito salvaje al ver que comenzaba la huida en desbandada. Los que aún no habían alcanzado la línea del frente fueron empujados a un lado con violencia y se contagiaron de ese miedo y de esa sangre.
—¡Más despacio! —ordenó Kachiun a sus hombres. Lanzó su flecha número cincuenta mientras consideraba acercarse aún más a los soldados para completar la aplastante derrota. Entonces se obligó a actuar con precaución, aunque su deseo era salir corriendo tras ellos. Había tiempo, se dijo. El ritmo del ataque se redujo como había ordenado y la precisión se incrementó todavía más de manera que cientos de hombres se desplomaron con más de una flecha hundida en el cuerpo. Sesenta, y ahora los carcaj s colgaban ligeros a sus espaldas.
Kachiun hizo una pausa. La caballería había sido aniquilada y muchos jinetes se alejaban corriendo a rienda suelta. Todavía podían volver a formar y, aunque no temía que lanzaran otra carga, identificó una oportunidad de arrollarlos abalanzándose sobre sus líneas. Sabía que acercarse era peligroso. Si los soldados Chin alcanzaban a sus hombres, el día aún podía terminar con un resultado a su favor. Kachiun observó los rostros sonrientes que lo rodeaban y respondió con una carcajada.
—¿Venís conmigo? —preguntó. Las voces de sus hombres se elevaron en gritos de regocijo y triunfo y Kachiun avanzó con grandes zancadas, sacando otra flecha de su carcaj. Esta vez la mantuvo en la cuerda mientras se dirigían hasta las primeras líneas de los vencidos. Muchos de ellos aún vivían y algunos de los mongoles recogieron sus valiosas espadas dedicando unos momentos preciosos a deslizarías bajo la faja de sus deels. Kachiun estuvo a punto de ser arrollado por un caballo que atravesó la línea al galope. Alargó la mano para asir las riendas y falló, pero dos de sus hombres lo detuvieron un poco más abajo. Había cientos de animales sin jinete y logró agarrar otro que, bufando y dando un respingo, había echado a correr al ver a la sólida línea de arqueros. Kachiun calmó a la bestia frotándole el morro mientras observaba cómo formaban de nuevo los soldados Chin. Les había demostrado lo que su gente podía hacer con los arcos. Quizá era el momento de enseñarles lo que podían hacer a lomos de un caballo.
—¡Coged espadas y montad! —gritó. Una vez más, la orden se repitió y vio a sus hombres correr alegres entre los muertos para montarse de un salto en las sillas de los caballos Chin. Eran más que suficientes, aunque algunas de las monturas seguían teniendo los ojos desorbitados por el terror y estaban salpicadas de la sangre de su anterior jinete. Entonces, Kachiun se subió de un brinco a la silla y se puso de pie sobre los estribos para observar lo que hacía el enemigo. Deseó que Khasar estuviera allí para ver aquello. Su hermano habría disfrutado de la oportunidad de cargar contra el ejército Chin con sus propios caballos. Lanzó un bramido desafiante y clavó los talones en su montura, echándose hacia delante cuando el animal, con un salto, se lanzó al galope.
Cuando Gengis llegó cabalgando sobre los caídos, se encontró con que al final del paso reinaba el caos. Las ballestas de los soldados Chin habían acabado con casi todos sus prisioneros, y medio millón de virotes yacían bajo sus pies en pilas inestables. Y, sin embargo, algunos de ellos habían alcanzado a la carrera las filas de los Chin, impulsados por el loco arrojo que les infundía el terror. Gengis les había visto recoger armas y barricadas con las manos sangrientas.
La ordenada descarga de proyectiles se tornó esporádica cuando los últimos de ellos atravesaron atropelladamente las líneas. Cientos de hombres se abrieron paso a través de la primera fila, dando codazos y patadas a los soldados en su desesperación. Cuando encontraban un arma, la usaban para repartir golpes salvajes a su alrededor hasta que alguien acababa con ellos.
Al avanzar, Gengis notó que varios virotes pasaban zumbando junto a él y se hundió en su silla cuando uno voló demasiado cerca de su cabeza. El vasto ejército Chin se encontraba frente a él; se dijo que había hecho todo cuanto había podido. El espacio del paso se amplió a medida que se aproximaba a él y se dio cuenta de que sólo uno de los lados era una pared de roca. Desde atrás, había pensado que el espacio entre las paredes era una enorme puerta, pero al verlo de cerca, observó que los Chin habían alzado un inmenso tronco de árbol que pendía en vertical a una costado. Había tensas cuerdas descendiendo desde lo alto y Gengis se percató de que podían dejarlo caer para bloquear el propio paso, cercenando su ejército por la mitad. Si caía, estaba perdido. Le invadió el pánico y su avance se ralentizó, tambaleante, hasta detenerse por completo junto a una montaña de cadáveres. Gengis lanzó un grito de frustración y se preparó para ser aplastado o ver caer el árbol. Llamó por su nombre a varios guerreros que se habían adelantado y les ordenó que prosiguieran a pie, señalándoles el gigantesco tronco que pondría fin a todas sus esperanzas. Al momento, empezaron a tratar de alcanzar las cuerdas y cortarlas.
Al otro lado del ensanchamiento, Gengis veía arremolinarse las líneas Chin: algo iba mal. Se arriesgó a alzarse sobre los estribos para ver qué pasaba. Los últimos prisioneros estaban tirando de las barricadas de mimbre que protegían a los soldados Chin mientras éstos recargaban sus armas. Gengis contuvo el aliento cuando sus guerreros se unieron a los exhaustos prisioneros, con las espadas en ristre como relucientes líneas en el sol. Las ballestas habían quedado mudas por fin y Gengis vio que varios brazos se agitaban pidiendo más.
Por fin se les habían agotado los virotes, como esperaba. El suelo estaba ennegrecido por las pequeñas y feas saetas de hierro y todos los cuerpos despatarrados estaban repletos de ellas. Si se libraban del árbol, aún podría abrir una brecha en las filas Chin. Gengis desenvainó la espada de su padre, notando cómo la presión cedía de repente como una presa rompiéndose. A sus espaldas, los mongoles alzaron sus lanzas o largas espadas y clavaron los talones en sus monturas forzándolas a salvar los montones de muertos de un salto. Las restantes barricadas fueron derribadas a patadas. Gengis pasó bajo la sombra del enorme árbol y, arrastrado por la ola de guerreros, prosiguió sin detenerse hacia el ejército del emperador Chin.
La línea de jinetes horadó las filas de soldados Chin, abriendo una profunda brecha. Cada metro que avanzaban aumentaba el riesgo, puesto que ya no sólo había hombres frente a ellos, sino también en los flancos. Gengis iba asestando tajos a todo lo que se movía con un estilo de carnicero que era capaz de mantener durante horas. Frente a él vio cómo una línea de caballería chocaba, presa del pánico, contra sus propias líneas y las desbarataba por completo. Con tantos filos agitándose a su alrededor, no podía permitirse volverse para mirar el árbol. Sólo cuando otra línea golpeó la caballería a galope tendido alzó finalmente la vista, reconociendo a sus propios hombres sobre los caballos Chin. Entonces gritó con voz ronca, percibiendo el creciente pánico y la confusión de sus enemigos. Detrás de él, los impotentes regimientos de ballesteros estaban siendo destruidos por sus hombres que abrían un camino cada vez más profundo en las apretadas filas. No habría sido suficiente sin la carga del flanco, pero Gengis observó cómo sus jinetes causaban estragos en las líneas Chin: los mejores jinetes del mundo peleando con salvaje violencia contra sus enemigos.
Una espada golpeó a su montura en la garganta, abriendo un profundo corte que salpicó de sangre los rostros de los soldados en lucha. Gengis notó cómo el animal se tambaleaba y desmontó de un salto, derribando a dos hombres al caer sobre ellos con todo su peso.
En ese instante perdió su percepción de la batalla y sólo pudo continuar la lucha a pie, confiando en que hubieran hecho bastante. Más y más de sus guerreros estaban saliendo en tropel del paso, arrojándose contra el centro de la batalla… El ejército mongol golpeaba como un puño acorazado y las filas Chin se tambaleaban a punto de caer.
Todo cuanto el general Zhi Zhong podía hacer era observar boquiabierto cómo los mongoles abrían una brecha en las líneas del frente de su ejército. Había visto cómo aplastaban a su caballería y la hacían huir en desbandada hacia el ejército principal, propagando el pánico entre las filas. Podría haberlos tranquilizado, estaba seguro, pero entonces los malditos mongoles los habían perseguido a lomos de caballos robados. Cabalgaban con asombrosa habilidad, manteniéndose en perfecto equilibrio mientras lanzaban tandas de flechas al galope. Vio un regimiento de espadas desmoronarse y, luego, las primeras filas del paso se replegaron y una nueva oleada de ellos se abalanzó sobre sus soldados que, a su lado, parecían niños con espadas.
El general emitió un grito ahogado, con la mente en blanco. Sus oficiales lo miraban esperando órdenes, pero estaban sucediendo demasiadas cosas a demasiada velocidad y se quedó paralizado. No, todavía podía recuperarse. Más de la mitad de su ejército aún no se había enfrentado al enemigo y otros veinte regimientos de caballería seguían esperando más abajo en la línea. Pidió que le trajeran su caballo y montó.
—¡Bloquead el paso! —gritó y sus mensajeros salieron corriendo a través de la línea en dirección al frente. Sus hombres estaban preparados para obedecer esa orden, si es que aún vivían. Si podía frenar el avance de los mongoles que entraban por el paso, podría rodear y destruir a aquellos guerreros que tan temerariamente cabalgaban entre sus propias líneas. Había hecho izar el árbol como último recurso, pero se había convertido en su única oportunidad para ganar algún tiempo y poder reagruparse.
Tsubodai vio a Gengis abandonar con gran estruendo el extremo del cañón, con el caballo al galope. Sintió que la terrible presión empezaba a ceder a su alrededor a medida que más y más hombres seguían a su khan a través del paso. Los Jóvenes Lobos de Tsubodai aullaban excitados. Muchos de ellos seguían tan encajados entre hombres y caballos que les era imposible moverse. El empuje de la palpitante masa humana había incluso hecho dar la vuelta a algunos guerreros que se esforzaban ahora por regresar a las primeras líneas del combate.
Tsubodai había perdido de vista a Gengis cuando vio, por encima de su cabeza, cómo se tensaba una de las cuerdas: varios hombres tiraban de ella. Alzó la vista y comprendió al instante que ese árbol que se zarandeaba en lo alto podía caer y separarlo de los que habían atravesado el paso.
Sus hombres no habían percibido el peligro y espoleaban a sus monturas para que avanzaran, lanzando animados gritos como los muchachos que eran. Tsubodai maldijo entre dientes cuando vio cómo se tensaba otra de las cuerdas. El árbol era enorme, pero no tardarían mucho en bajarlo.
—¡Objetivos allí! —rugió, indicándoles a sus hombres dónde se encontraban a la vez que tensaba y disparaba su arco más rápido de lo que lo había hecho nunca. Su primera flecha atravesó a uno de los Chin en la garganta y se desplomó, soltando la cuerda y derribando en su caída a dos de sus compañeros. Se destensó, pero otros soldados corrieron a cumplir la orden de Zhi Zhong y el árbol empezó a ladearse. Los Jóvenes Lobos respondieron con un enjambre de flechas, abatiendo a docenas de hombres. Era demasiado tarde. Los últimos soldados Chin dejaron caer el inmenso tronco justo encima de ellos, con un estruendo cuyo eco resonó en todo el paso. Tsubodai estaba a menos de veinte metros de la llanura que se abría al otro lado cuando se desplomó. Su caballo retrocedió asustado y tuvo que tirar de las riendas para controlarlo.
Incluso los pocos prisioneros que aún seguían con vida salieron de su sangriento frenesí al oír el ruido. Ante el estupefacto horror de Tsubodai, el silencio se extendió por las apretadas filas durante un momento antes de que se escuchara un único y terrible aullido de un guerrero cuyas piernas habían quedado aplastadas bajo el tronco. El costado del árbol bloqueaba el paso hasta la altura de un hombre. Ningún caballo podría saltarlo. Tsubodai sintió miles de ojos volverse de forma automática hacia él, pero no sabía qué hacer.
El estómago le dio un vuelco cuando vio brotar de detrás de la barrera las líneas de picas de los soldados Chin. Los que se atrevieron a asomar el rostro fueron derribados por las flechas, pero sus armas permanecieron en su sitio: una línea de pesado hierro semejante a una dentadura que se extendía a lo largo del tronco. Tsubodai, con la garganta seca, tragó saliva.
—¡Hachas! —bramó Tsubodai—. ¡Hachas, aquí!
No sabía cuánto tiempo tardarían en cortar un tronco tan inmenso. Hasta que lo consiguieran, su khan estaba atrapado al otro lado.