XXII

Mientras Kachiun aguardaba, el amanecer empezó a dibujar en el suelo los dedos de sombra de los árboles. Aun cuando Gengis avanzara a través del paso tan rápido como fuera posible, tardaría en llegar hasta el principal ejército Chin. A su alrededor, los hombres de Kachiun preparaban sus arcos y sacaban las flechas de sus atestados carcajes. Doce hombres habían fallecido en los altos puertos de las montañas: les había estallado el corazón mientras trataban de saciar sus pulmones con ese aire enrarecido. Otros mil se habían marchado con Khasar, pero, aun sin ellos, casi novecientas mil saetas podrían caer sobre el enemigo cuando llegara el momento.

Kachiun había buscado en vano un lugar en el que formar a sus filas de modo que quedaran ocultas a la vista de los Chin: sus hombres estarían expuestos en el valle y sólo dispondrían de sus lluvias de flechas para resistir una carga. Al pensarlo, en el rostro de Kachiun se pintó una mueca de preocupación.

El campamento Chin estaba prácticamente en calma en el frío de la madrugada. La nieve había borrado las marcas de su llegada y las pálidas tiendas aparecían heladas y hermosas, convertidas en un lugar de calma que no hacía sospechar el gran número de soldados que albergaban. Kachiun se preciaba de tener una vista muy penetrante, pero no se percibía ni un solo signo de que supieran que Gengis por fin se había puesto en camino. La guardia había cambiado al amanecer y cientos de hombres regresaron a sus tiendas para comer algo y dormir mientras otros ocupaban su lugar. No había ningún pánico en ellos, todavía.

A regañadientes, Kachiun tuvo que admitir que respetaba al general que estaba al mando del distante campamento. Justo antes del alba, había enviado a algunos jinetes a explorar el valle, que recorrieron de principio a fin antes de regresar. Era obvio que no creían tener a ningún enemigo tan cerca y Kachiun había oído cómo se llamaban los unos a los otros con despreocupación, mirando apenas hacia los picos y las laderas de las montañas. Sin duda pensaban que pasar el invierno tan seguros y protegidos del frío, rodeados de tantas espadas, era una misión muy fácil.

Kachiun se sobresaltó cuando uno de los oficiales le tocó el hombro y le puso un paquete de carne y pan entre las manos. Estaba cálido y húmedo en la zona que había permanecido en contacto con la piel de alguien, pero Kachiun tenía un hambre voraz: dio las gracias con una indicación de cabeza mientras hundía los dientes en la comida. Necesitaría que sus fuerzas estuvieran al máximo de su capacidad. Aunque todos ellos fueran hombres que llevaban practicando el tiro con arco desde la infancia, disparar cien flechas a toda velocidad les dejaría los hombros y los brazos terriblemente doloridos. Ordenó en un susurro a sus hombres que formaran parejas mientras esperaban y utilizaran el peso del otro para soltar los músculos y mantener el frío a raya. Todos los guerreros conocían los beneficios de ese ejercicio y ninguno de ellos quería fallar cuando llegara la hora de combatir.

El campamento Chin seguía en silencio. Nervioso, Kachiun tragó el último pedazo de pan y se llenó la boca de nieve hasta conseguir suficiente humedad para que se deslizara garganta abajo. Tenía que elegir a la perfección el momento de su ataque. Si avanzaba antes de que Gengis estuviera a la vista, el general Chin podría desviar parte de su inmenso ejército para derribar a los arqueros de Kachiun. Si salía tarde, Gengis perdería la ventaja de un segundo ataque y quizá fuera asesinado.

A Kachiun empezaban a dolerle los ojos de tanto esforzarse por distinguir lo que sucedía en la distancia. Ni por un momento se planteó dejar de mirar.

Los prisioneros empezaron a gemir cuando fueron conducidos hacia el paso, presintiendo lo que les aguardaba allí. Las primeras filas de jinetes mongoles les bloqueaban la retirada para que no tuvieran más alternativa que seguir trotando hacia delante. Gengis vio a unos cuantos jóvenes escabullirse entre dos de sus guerreros. Miles de ojos observaron su tentativa de huida con ansioso interés y luego volvieron la vista, desesperados, cuando fueron decapitados con rápidos mandobles.

El ruido creado por los tambores, los caballos y los hombres empezó a rebotar en las altas paredes del paso cuando entraron en su abrazo rocoso. Mucho más adelante, los exploradores Chin regresaban a su campamento a la carrera a llevar la noticia del ataque a su general. El enemigo sabría que llegaba, pero su victoria no dependía de la sorpresa.

La horda de prisioneros avanzaba pesadamente sobre el pedregoso suelo mirando a derecha e izquierda con temor en busca del primer indicio de los arqueros Chin. Con más de treinta mil hombres caminando delante de los jinetes mongoles, el progreso era lento. Algunos prisioneros, exhaustos, se desplomaban en el suelo. Cuando los jinetes alcanzaban su altura, los empalaban con sus lanzas, tanto si estaban fingiendo como si no, mientras que los demás eran espoleados con gritos y silbidos exactamente iguales a los que utilizaban para mover los rebaños de cabras en su hogar. Ese sonido tan familiar resultaba siniestro en aquel lugar. Gengis echó una última mirada a sus filas, tomando nota mentalmente de las posiciones de sus generales de confianza antes de posar la vista al frente, deseoso de combatir. El paso tenía tres kilómetros de largo y no daría marcha atrás.

Por fin, Kachiun percibió una agitación frenética en el campamento Chin. Gengis estaba en marcha y la noticia había llegado hasta su general. La caballería cruzó al trote entre las tiendas y Kachiun notó que las monturas eran de calidad superior a las que les había visto utilizar anteriormente. Tal vez el emperador guardara las mejores líneas de sangre para el ejército imperial. Esos caballos eran más grandes que los ponis que conocía y su pelo brillaba en el sol del amanecer mientras los jinetes formaban para partir hacia la Boca del Tejón.

Kachiun vio varios regimientos de ballesteros y piqueros dirigirse con presteza hacia las primeras filas y su rostro se crispó contrariado al darse cuenta del inmenso número de soldados a los que se enfrentaban. Al cargar contra tantos hombres, el ejército de su hermano podía quedar rodeado por la masa de enemigos Chin. Su táctica favorita de envolver al enemigo era imposible en un espacio tan estrecho.

Kachiun se volvió hacia los hombres situados a sus espaldas y encontró todas las miradas clavadas en él, aguardando a escuchar una palabra de sus labios.

—Cuando dé la orden, salid a la carrera. Formaremos tres filas atravesando el valle, tan cerca de ellos como nos permitan llegar. No podréis oírme por el ruido de los arcos, así que haced que corra la voz de que debéis lanzar veinte flechas y luego esperar. Alzaré y haré caer el brazo para indicaros que lancéis veinte más.

—Su caballería lleva coraza, nos arrollarán —dijo un hombre a su lado, mirando hacia el valle, más allá de Kachiun. Todos ellos eran jinetes. La idea de enfrentarse a pie a una carga iba en contra de todo lo que conocían.

—No —respondió Kachiun—. Nada en el mundo puede enfrentarse a mis hombres cuando están armados con un arco. Las primeras veinte flechas provocarán el pánico entre ellos. Luego, avanzaremos. Si cargan, como sin duda harán, atravesaremos la garganta de todos sus hombres con una larga flecha.

Volvió la vista hacia el valle para observar de nuevo el campamento Chin. Ahora daba la impresión de que alguien le hubiera dado una patada a un hormiguero. Gengis se acercaba.

—Que vaya corriendo la voz de que los hombres estén preparados —murmuró Kachiun. De pronto su frente se cubrió de sudor. Sus cálculos tenían que ser perfectos—. Sólo un poco más. Cuando avancemos, hacedlo a toda velocidad.

Cuando casi habían llegado a la mitad del paso, los prisioneros llegaron a la altura de los primeros grupos de ballesteros. Los soldados Chin habían adoptado posiciones en varios salientes rocosos situados a unos quince metros por encima del suelo. Los primeros que los vieron fueron los cautivos y, al instante, los que estaban en las líneas exteriores trataron de cambiar de posición, retrasando el avance de todos los demás al comprimir el centro. Los soldados Chin no podían fallar y lanzaron varios proyectiles zumbantes hacia donde los hombres se agolpaban. Cuando los aullidos se elevaron y resonaron en el paso, las tres primeras filas que iban con Gengis levantaron los arcos. Todos ellos podían acertarle a un pájaro en el ala o a tres hombres en hilera a galope tendido. Cuando tuvieron los blancos a tiro, las flechas rasgaron el aire y los soldados cayeron sobre las cabezas de los que pasaban por debajo. Las grietas ensangrentadas entre las rocas fueron quedando atrás a medida que los guerreros continuaron avanzando, obligando a los prisioneros a emprender el trote a trompicones.

Sólo un poco más abajo se toparon con dos enormes salientes de roca que dejaban un estrecho paso entre ellas. Con los mongoles gritando y azuzándolos con las lanzas por detrás, los prisioneros entraron por esa boca de embudo a la carrera y dando traspiés. Todos pudieron ver los dos enormes fuertes que se cernían sobre el único camino posible. Eso era el punto más interior del paso que los exploradores habían logrado ver antes de retornar a caballo al campamento. Después de allí comenzaba un terreno desconocido y nadie sabía qué podían esperar.

Khasar estaba sudando. Los mil hombres habían tardado mucho en descender por sólo tres cuerdas y, a medida que más y más guerreros iban llegando sanos y salvos a tierra firme, se había sentido tentado de abandonar a los otros. El grosor de la nieve era tal que los hombres se hundían hasta la cintura al moverse por la zona y ya no creía que ese sendero hubiera sido una ruta de caza para los hombres del fuerte, a menos que, más adelante, hubiera unos escalones excavados en la roca que no hubiera descubierto. Sus hombres habían conseguido llegar a la parte trasera del fuerte, pero, en la oscuridad, no lograba ver ningún modo de entrar. Como su gemelo al otro lado del paso, el fuerte había sido concebido para ser inexpugnable para todo el que pasara por la Boca del Tejón. Quizá los soldados Chin tuvieran que ser izados con cuerdas hasta el interior no podía saberlo.

Tres de sus hombres habían caído mientras descendían y, contra toda expectativa, uno de ellos había sobrevivido, aterrizando en un montón de nieve tan hondo que el guerrero, aturdido, tuvo que ser desenterrado por sus compañeros. Los otros dos no tuvieron tanta suerte y se estrellaron contra la roca desnuda. Ninguno de ellos había emitido ningún ruido, y el único sonido que se escuchaba era el ulular de los búhos que retomaban a sus nidos.

Cuando amaneció, Khasar había logrado que los hombres avanzaran por la espesa nieve: los primeros progresaban muy despacio, pero a su paso la iban apisonando para los siguientes. El fuerte se alzaba negro e imponente sobre sus cabezas y Khasar, frustrado, maldijo entre dientes, convencido de que le había quitado una décima parte de sus efectivos a las tropas de Kachiun para nada.

De repente, se topó con un sendero que se cruzaba en su camino y le invadió una oleada de excitación. Cerca de allí descubrieron una gigantesca pila de leña, escondida de la vista del que atravesara el paso. Era lógico que los guerreros Chin cogieran la madera de las laderas situadas a su espalda. Uno de los hombres de Khasar encontró un hacha de mango largo hundida en un tronco. La hoja estaba bien aceitada y exhibía sólo unas mínimas manchas de óxido. Al verla, esbozó una ancha sonrisa, sabiendo que eso significaba que tenía que haber una entrada.

Khasar se quedó inmóvil al oír ruido de pasos y las voces quejumbrosas de los prisioneros a lo lejos. Gengis se aproximaba y todavía no tenía forma alguna de ayudar a sus hermanos.

—Se acabaron las precauciones —le dijo a los guerreros que lo rodeaban—. Tenemos que entrar en ese fuerte. Adelantaos y encontrad la puerta que utilizan para meter la leña.

A continuación, echó a correr y sus hombres lo siguieron, preparando sus espadas y sus arcos mientras avanzaban.

El general Zhi Zhong estaba en el centro de un remolino de mensajeros, repartiendo órdenes en cuanto sus hombres le transmitían las noticias. No había dormido, pero su mente centelleaba de energía e indignación. Aunque la tormenta había pasado, el aire seguía siendo gélido y el hielo cubría el paso, así como todos los riscos que lo circundaban. Las espadas se resbalarían de las manos heladas. Los caballos se caerían y el frío le arrebataría las fuerzas a todos sus soldados. El general observó pensativo la leña que se había preparado para cocinar; pero que no había llegado a encenderse. Podría haber ordenado que trajeran comida caliente, pero la situación de alarma se había presentado antes de que el ejército comiera y ahora no había tiempo. Nadie iba a la guerra en invierno, pensó, burlándose de la certidumbre que había abrigado durante la noche.

Había defendido el final del paso durante meses mientras las tropas mongolas arrasaban las tierras que se extendían más allá de las montañas. Sus hombres estaban listos. Cuando los mongoles estuvieran a su alcance, se encontrarían con mil ballestas disparando una tras otra y eso era sólo el principio. Zhi Zhong se estremeció al sentir el azote del viento, que atravesaba rugiendo todo el campamento. Los había atraído hacia el único lugar donde no podrían emplear las tácticas de la guerra en las estepas. La Boca del Tejón protegería sus flancos mejor que cualquier ejército humano. Que vengan, que vengan… se dijo.

Gengis miró hacia delante entornando los ojos mientras los prisioneros pasaban en tropel entre los dos fuertes. El paso estaba tan atestado de prisioneros que su propio ejército se encontraba muy lejos de las primeras filas y apenas podía distinguir qué estaba pasando. En la distancia, oyó los gritos resonando en el aire helado y vio una súbita llamarada elevarse en el cielo. Los prisioneros más retrasados también la vieron y, aterrorizados, vacilaron en su avance frenando el progreso de la avalancha que precedía a los jinetes mongoles. Sin que fuera necesario que lo ordenara, sus hombres los atacaron con las lanzas y les obligaron a continuar caminando en dirección a las fauces que se abrían entre los fuertes. No importaba con qué armas contaran los Chin, era difícil parar a treinta mil cautivos. Algunos de ellos habían sobrepasado ya el punto de estrechamiento de los peñascos y habían seguido corriendo hacia delante. Gengis continuó avanzando con su caballo con la esperanza de que, para cuando llegaran a la altura de los fuertes, se les hubieran terminado las reservas de aceite y flechas. Había cadáveres a izquierda y derecha, y se hacían cada vez más numerosos a medida que se aproximaba a la zona más estrecha del paso.

Alzando la mirada, Gengis vio que había arqueros apostados en los fuertes pero, para su sorpresa, parecían estar apuntando al otro lado del paso, disparando flecha tras flecha hacia sus propios hombres. Era incapaz de entenderlo y sintió una punzada de inquietud ante aquel inesperado desarrollo de los acontecimientos. Aunque parecía una bendición, no le gustaba que lo sorprendieran mientras estaba encerrado en un lugar como aquél. Tenía la impresión de que las rocas lo presionaban, le urgían a seguir avanzando.

Cuando estuvo más cerca de los fuertes, oyó el estruendo de las catapultas, un sonido, ahora sí, que conocía bien y que comprendía. Más adelante, vio una humareda atravesando el aire y una estela de fuego propagándose por los muros del fuerte que se elevaba a su izquierda. Los arqueros se desplomaban en llamas desde sus plataformas y, desde el otro lado del paso, se elevaron unas exclamaciones de júbilo. Gengis sintió que el corazón le daba un vuelco. Sólo podía haber una explicación para aquello y ordenó a gritos que estrecharan la columna para pasar por el lado derecho de la Boca del Tejón, tan lejos de la parte izquierda como fuera posible.

Kachiun o Khasar habían tomado el fuerte. Fuera quien fuera el que estuviera allí arriba, Gengis le colmaría de honores cuando acabara la batalla, si los dos seguían con vida para entonces.

Más y más cadáveres yacían despatarrados en medio del paso, de manera que su caballo tenía que pisar sobre ellos para pasar y relinchaba agitado. El corazón de Gengis batió sobresaltado cuando una franja de sombra se cruzó por delante de su rostro. Ya casi había llegado a la altura de los fuertes, al corazón del matadero diseñado por unos nobles Chin que habían muerto hacía ya muchos años. Miles de prisioneros habían perdido la vida y había zonas donde el suelo apenas se veía debido a la cantidad de cadáveres. Y, sin embargo, su andrajosa vanguardia había seguido adelante y ahora corría presa del terror. Las tribus mongolas apenas habían sufrido bajas y Gengis se sentía exultante. Pasó bajo el fuerte situado a su derecha y gritó a todo pulmón al grupo de guerreros que había logrado irrumpir en el bastión Chin. No podían oírlo. Él mismo apenas podía oír su propia voz.

Se echó hacia delante en la silla, deseando poner su montura al galope. Era difícil mantenerse al trote mientras las flechas volaban por el aire, pero se controló y levantó la palma extendida para indicar a sus hombres que se tranquilizaran. El interior de uno de los fuertes estaba ardiendo y las llamas salían por los orificios realizados para disparar. Cuando Gengis miró hacia lo alto, una plataforma de madera cayó envuelta en llamas y se estrelló contra el suelo. Los caballos relincharon angustiados y algunos se desbocaron y salieron corriendo detrás de los prisioneros.

Gengis se puso en pie sobre la silla para ver qué les aguardaba más adelante. Tragó saliva al ver una oscura línea al final del paso. Allí el paso era tan estrecho como entre ambos fuertes: una perfecta defensa natural. No había modo de atravesarlo sin pasar por donde se encontraba el ejército del emperador Chin. Los prisioneros ya estaban alcanzando ese punto y Gengis oyó las descargas de los virotes de las ballestas resonar como un trueno, un ruido tan fuerte en ese espacio confinado que cada disparo hería sus oídos.

Presa del pánico, los prisioneros se volvieron locos e intentaron huir, pero cada hombre era atravesado por múltiples proyectiles que hacían que giraran sobre sí mismos antes de desplomarse. Habían caído bajo una granizada de hierro y Gengis enseñó los dientes, sabiendo que pronto sería su turno.

El mensajero del general había empalidecido de terror y seguía temblando por lo que había visto. Nada a lo que se hubiera enfrentado durante su carrera hasta aquel momento le había preparado para la carnicería que se estaba produciendo en el paso.

—Han tomado uno de los fuertes, general —dijo—, y han girado las catapultas para atacar el otro.

El general Zhi Zhong miró con expresión tranquila a aquel hombre; irritado por sus muestras de pánico.

—Los fuertes sólo habrían mermado los efectivos de un ejército tan numeroso —le recordó—. Los detendremos aquí. —El emisario pareció recobrar la confianza al percibir la serena compostura del general y exhaló un largo suspiro.

Zhi Zhong esperó a que el mensajero se controlara y luego hizo señas a uno de los soldados que estaban más cerca.

—Saca de aquí a este hombre y azótale la espalda hasta arrancarle la piel —mandó. El mensajero se quedó boquiabierto al escuchar la orden—. Cuando haya aprendido a ser valeroso, puedes parar el castigo, o bien tras sesenta golpes con la vara, lo que antes suceda.

El emisario agachó la cabeza, avergonzado, y, cuando fue conducido al exterior por primera vez esa mañana, Zhi Zhong se quedó solo. Maldijo entre dientes un momento antes de salir de su tienda con grandes zancadas, deseoso de obtener más información. Para entonces ya sabía que los mongoles habían obligado a sus prisioneros Chin a caminar delante de ellos, de modo que habían gastado sus armas defensivas con su propia gente Al mismo tiempo que buscaba modos de enfrentarse a ella, Zhi Zhong tuvo que admitir para sí que era una táctica admirable. Decenas de miles de hombres desarmados podían ser tan peligrosos como un ejército si alcanzaban sus líneas.

Arruinarían el efecto de los regimientos de ballesteros que había distribuido a lo largo del paso. Ordenó a un soldado que aguardaba órdenes que enviara nuevos carros de proyectiles hacia el frente y se quedó observando cómo partían pesadamente con su carga.

El khan había actuado con astucia, pero los prisioneros sólo servirían de escudo mientras estuvieran vivos y Zhi Zhong no había perdido la confianza en la victoria. Los mongoles tendrían que luchar por cada centímetro de terreno. Sin espacio para maniobrar, serían atraídos hacia sus hombres, que los aniquilarían.

Esperó, preguntándose si debería aproximarse a la primera línea. Desde la posición más retrasada en la que se encontraba, vio nubes de humo negro elevarse desde el fuerte capturado y volvió a maldecir. Era una pérdida humillante, pero al emperador no le importaría una vez que hasta el último de los guerreros mongoles hubiera caído.

Zhi Zhong confiaba en que muchos de ellos hubieran muerto bajo la lluvia de flechas de sus soldados antes de abrirles un sendero que los dirigiera hacia su ejército, para forzarlos a apiñarse más aún. Entonces avanzarían a la carrera hacia ese hueco y se encontrarían con que los atacaban desde todos los frentes, con su vanguardia envuelta en una masa de soldados veteranos. Era una buena táctica. La alternativa era bloquear el paso por completo. Había hecho planes para aplicar ambas estrategias y sopesó una frente a la otra. Ordenó a su corazón palpitante que se calmara y mostró una expresión de confianza a los hombres que lo rodeaban. Con mano firme, tomó una jarra de agua y se sirvió una copa, de la que empezó a beber dando pequeños sorbos mientras observaba lo que sucedía en el paso.

Por el rabillo del ojo, vio movimiento en el valle cubierto de nieve. Miró hacia allí y, durante un instante, se quedó paralizado. Oscuras hileras de hombres estaban brotando del final del bosque, formando una fila de ataque bajo sus ojos.

Zhi Zhong arrojó al suelo la copa mientras los mensajeros atravesaban el campamento a la carrera para informarle de lo que estaba sucediendo. Nadie podía escalar las cumbres. Era imposible. A pesar de su estupefacción, no vaciló y empezó a dar órdenes antes de que los emisarios hubieran llegado hasta él.

—¡Regimientos de caballería del uno al veinte, a formar! —rugió—. Defended el flanco izquierdo y acabad con esos hombres. —Varios jinetes se precipitaron hacia el paso para transmitir las órdenes y la mitad de su caballería comenzó a separarse del ejército principal. El general observó cómo se formaban las líneas mongolas, cuyos hombres avanzaban hacia él a grandes zancadas a través de la nieve. No se permitió dejarse llevar por el pánico. Habían escalado las montañas a pie y estarían agotados. Sus jinetes los arrollarían.

Le dio la impresión de que los veinte mil jinetes imperiales tardaban un siglo en colocarse en formación en el flanco izquierdo y para entonces, las líneas mongolas ya se habían detenido. Zhi Zhong apretó los puños mientras las órdenes iban pasando de regimiento a regimiento y por fin sus soldados salieron al trote hacia el enemigo que aguardaba en la nieve. No veía más de diez mil guerreros, como mucho. La infantería no tenía nada que hacer frente a una carga disciplinada. Serían destruidos.

Ante la atenta mirada de su general, los jinetes aceleraron y elevaron las espadas por encima de sus cabezas. Zhi Zhong, con la boca seca, se obligó a sí mismo a mirar hacia el paso. Habían llevado delante de sus tropas un escudo de prisioneros, habían tomado uno de los fuertes y le habían flanqueado pasando a través de las montañas. Si eso era todo lo que tenían, aún podía derrotarlos. Por un instante, su certidumbre vaciló y consideró dar la orden de bloquear el paso. No, todavía no habían llegado hasta ese punto. Su respeto por el khan mongol había aumentado enormemente, pero el general seguía sintiéndose confiado mientras su caballería se lanzaba valle abajo con gran estruendo.