Hasta la mañana del segundo día no llegaron al lugar entre las cumbres donde Vesak había perdido la vida. Taran desenterró el cadáver de su amigo del montón de nieve que lo cubría, retirando la nieve de las grisáceas facciones en un silencio sobrecogedor.
—Podríamos dejar una bandera en su mano para marcar el camino —murmuró Khasar a Kachiun, haciéndolo sonreír. La fila de guerreros se extendía por la ladera de la montaña y la tormenta parecía estar amainando, pero no apremiaron al joven explorador mientras sacaba una franja de tela azul y envolvía con ella el cuerpo de Vesak, entregándoselo al padre cielo.
Taran se puso en pie y agachó la cabeza un momento antes de subir a la carrera el último tramo de terreno helado que llevaba hasta la pendiente descendente. La columna pasó junto a la figura congelada y todos los hombres se volvieron a mirar el rostro del guerrero muerto y murmuraron unas pocas palabras de saludo u oración.
Tras dejar el elevado puerto a sus espaldas, Taran pisaba terreno desconocido y el paso se redujo de forma frustrante. La luz del sol se difundía en todas direcciones deslumbrándolos y dificultando el avance directo hacia el este. Cuando el viento revelaba las montañas a alguno de los dos lados, Khasar y Kachiun observaban atentamente el paisaje y tomaban nota mental de algunos detalles del terreno.
A mediodía, calcularon que habían hecho la mitad del recorrido de descenso, con los dos fuertes gemelos todavía a mucha distancia por debajo de su posición.
Una caída a plomo de más de quince metros volvió a retrasarlos, aunque hallaron unas viejas cuerdas que marcaban el lugar por donde había escalado el soldado Chin. Después de haber pasado varios días a la intemperie, los cordones trenzados estaban quebradizos y ataron otros nuevos antes de bajar con el máximo cuidado. Los que llevaban guantes se los guardaron en el deel para el descenso y, al poco, se dieron cuenta de que los dedos se les estaban quedando blancos y tiesos a una alarmante velocidad. La congelación era una preocupación seria para hombres que planeaban utilizar sus arcos. Mientras trotaban por las abruptas pendientes, todos los guerreros abrían y cerraban los puños, o bien metían las manos en las axilas dejando que las mangas de sus túnicas se balancearan libremente.
Muchos se resbalaron en el hielo y las caídas más duras fueron las de los que habían escondido las manos en los deel. Se levantaban con movimientos rígidos, los rostros contraídos contra el viento mientras otros pasaban por su lado sin mirarlos. Todos y cada uno de ellos estaban solos y todos se pusieron en pie como pudieron para no quedarse atrás.
Fue Taran quien dio un grito de aviso cuando el sendero se dividió en dos. Bajo la espesa manta de nieve, una de las sendas era poco más que una arruga en la blanca superficie, pero serpenteaba en otra dirección y el muchacho no sabía cuál era la que los llevaría hasta abajo.
Khasar se aproximó a él, alzando la mano para indicar a los que estaban a sus espaldas que debían detenerse. La fila de hombres se extendía casi hasta donde yacía el cadáver de Vesak. No podían retrasarse y un solo error a esas alturas podría significar una muerte lenta, atrapados y exhaustos en una ruta sin salida.
Khasar mordisqueó una pielecilla de sus labios escareados y miró a Kachiun buscando inspiración. Su hermano se encogió de hombros.
—Deberíamos seguir avanzando hacia el este —dijo Kachiun con voz cansada—. El sendero lateral lleva de vuelta a los fuertes.
—Podría darnos otra oportunidad de sorprenderlos por atrás —respondió Khasar, mirando fijamente a lo lejos. El sendero desaparecía de la vista sólo veinte pasos más adelante perdiéndose en un remolino de viento y nieve.
—Gengis quiere que estemos detrás de los Chin tan pronto como sea posible —le recordó Kachiun. Taran observaba el diálogo fascinado, pero ambos hermanos hacían caso omiso del chico.
—Pero Gengis no sabía que podía haber otro camino que condujera justo hasta detrás de los fuertes —dijo Khasar—. Merece la pena echar un vistazo, por lo menos.
Kachiun negó con la cabeza, irritado.
—Sólo tenemos una noche más en este lugar sin vida, porque al amanecer se pone en marcha. Si te pierdes, podrías congelarte y morir.
Khasar miró el rostro preocupado de su hermano y sonrió de oreja a oreja.
—Ya veo que estás seguro de que sería yo el que fuera. Podría ordenarte que fueras tú el que tomara ese camino.
Kachiun suspiró. Gengis no había puesto a ninguno de los dos al mando y pensó que no hacerlo era un error tratándose de Khasar.
—No, no podrías —replicó con paciencia—. Voy a seguir contigo o sin ti. No te detendré si decides probar a ir por el otro camino.
Khasar asintió, pensativo. A pesar de la ligereza de su tono, sabía a qué riesgos se enfrentaba.
—Aguardaré aquí y me quedaré con los últimos mil. Si no lleva a ninguna parte, daré media vuelta y os alcanzaré por la noche. —Se estrecharon brevemente la mano y, a continuación, Kachiun y Taran se volvieron a poner en marcha, dejando a Khasar allí e instando a los guerreros a que aceleraran el paso.
Contar a nueve mil hombres avanzando con lentitud le llevó mucho más tiempo de lo que había imaginado. Cuando los últimos mil aparecieron ante él, casi se había hecho de noche. Khasar se dirigió a uno de los guerreros y lo tomó del hombro, gritando para hacerse oír sobre el ulular del viento.
—Ven conmigo —le ordenó. Sin esperar respuesta, tomó el otro sendero, hundiéndose casi hasta la cadera en la esponjosa nieve virgen. Los fatigados hombres que caminaban tras él lo siguieron sin cuestionar la orden, entumecidos por el frío y el sufrimiento.
Sin tener a su hermano para conversar, Kachiun pasó en silencio muchas de las restantes horas de luz. Taran seguía guiándolos, aunque no conocía el camino mejor que cualquiera de los otros. El descenso era un poco más abierto en aquella zona de las montañas y, unas horas más tarde, el aire que respiraban parecía estar menos enrarecido. Kachiun se dio cuenta de que no necesitaba aspirar las bocanadas de aire con tanta energía para llenar sus pulmones y pudieron ver las estrellas por primera vez en varios días, brillantes y perfectas detrás de las nubes a la deriva.
A medida que avanzaba la noche, el frío se fue acentuando, pero no se detuvieron, sino que recuperaron fuerzas mientras caminaban comiendo la carne seca que transportaban en pequeñas bolsitas. La primera noche habían dormido en las laderas, dentro de zanjas individuales que cada hombre había excavado para sí a semejanza de los lobos. Kachiun sólo había conseguido conciliar el sueño durante unas pocas horas y ahora estaba desesperadamente cansado. Sin saber cuánto faltaba para alcanzar al ejército Chin, no se atrevía a permitir que sus hombres tomaran otro descanso.
La pendiente empezó a suavizarse un tiempo después. Había pálidos abedules mezclados con pinos negros, tan abundantes en algunas zonas que ya no caminaban sobre la nieve, sino sobre hojas muertas. Kachiun se sintió confortado al verlas porque eran un indicio de que estaban cerca del final de su viaje. No obstante, era imposible saber si habían pasado junto a los soldados Chin sin verlos o seguían caminando en paralelo a la Boca del Tejón.
También Taran estaba pasando un mal rato y Kachiun vio cómo hacía girar sus brazos cada cierto tiempo: era un viejo truco de los exploradores para que la sangre bajara hasta la punta de los dedos y no se congelaran y ennegrecerán. Kachiun lo imitó y ordenó que hicieran correr la voz de hacer lo mismo en toda la fila. A pesar del dolor que sentía en cada uno de sus músculos, se rió al imaginarse a toda la fila de adustos guerreros agitando los brazos como pajaritos.
La luna, llena y reluciente, se elevó en el rielo por encima de las montañas, iluminando la cansada columna en su pesado progreso. El pico que habían escalado se alzaba imponente a sus espaldas… otro mundo. Kachiun se preguntó cuántos de sus hombres habrían caído en esos altos pasos y habrían tenido que ser abandonados allí como Vesak. Esperaba que alguno de los guerreros hubiera tenido suficiente sentido común como para coger el carcaj del muerto antes de que lo cubriera la nieve. Debería haberse acordado de dar esa orden y farfulló irritado para sí mientras caminaba. Faltaba mucho para que amaneciera y sólo podía confiar en encontrar el camino que los llevaría hasta el ejército Chin antes de que Gengis atacara. Mientras daba amplias zancadas sobre la nieve, sus pensamientos vagaban, deteniéndose un momento en Khasar y luego en sus hijos, que aguardaban su regreso en el campamento. A veces, se perdía en ensoñaciones y creía estar en una cálida ger hasta que despertaba con un respingo para descubrir que seguía caminando. Al hermano del khan no lo dejarían tirado a un lado del camino para que muriera tras quitarle los carcajes llenos de flechas. Kachiun podía dar gracias aunque sólo fuera por eso.
Tenía la impresión de llevar toda la vida caminando cuando emergieron de una pequeña arboleda y, a unos pasos por delante de él. Taran, de repente, se agazapó. Kachiun lo imitó y, a continuación, avanzó con sigilo notando cómo protestaban sus rodillas. A sus espaldas oyó algunas maldiciones ahogadas cuando sus hombres fueron chocando unos contra otros a la luz de la luna, despertando de sus ambulantes trances por el súbito alto. Kachiun miró a su alrededor mientras seguía avanzando a gatas. Se hallaban en una pendiente suave, un valle de perfecta blancura que parecía continuar hasta el infinito. Al otro extremo, las montañas volvían a elevarse en riscos tan escarpados que dudaba de que nadie los escalara jamás. A su izquierda, el paso de la Boca del Tejón terminaba en una amplia zona llana a menos de dos kilómetros de donde estaban. La visión de Kachiun parecía más penetrante de lo que solía ser bajo la luz de la luna y abarcó la totalidad del vacío, hermoso y mortífero paisaje. Un océano de tiendas y estandartes se extendía a partir del final del paso. El humo se elevaba en volutas desde el campamento uniéndose a la niebla que rodeaba las cumbres y el olor a madera quemada que flotaba en el aire fue captado por los sentidos de Kachiun, que empezaban a salir de su letargo.
Consternado, gruñó para sí. Los Chin habían reunido un ejército tan vasto que no se veía su fin. La Boca del Tejón daba paso a unas llanuras de hielo y nieve que formaban una especie de hondonada circundada de altos picos: allí comenzaba el camino que llevaba a la ciudad del emperador. Los soldados Chin la cubrían por completo y llegaban todavía más allá, ocupando incluso la siguiente llanura. Las blancas montañas ocultaban su extensión total, pero, aun así, tenían más hombres de los que Kachiun había visto nunca. Gengis no sabía cuántos eran y, en unas pocas horas, emprendería con calma la marcha hacia el paso.
Con una súbita punzada de terror, Kachiun se preguntó si sus hombres serían visibles desde el campamento. Los exploradores Chin tenían que estar patrullando la zona. Serían tontos si no lo hicieran y ahí estaba él, con una columna de guerreros que se alargaba hasta el blanco refugio de las montañas. Necesitaban la ventaja de la sorpresa y casi la había arruinado. Dio una palmada a Taran en la espalda agradeciéndole el aviso y el chico sonrió encantado.
Kachiun organizó sus planes e hizo correr la voz a lo largo de la fila. Los hombres de la retaguardia retrocederían la distancia suficiente para evitar que el alba los revelara a aquéllos de sus rivales que tuvieran la vista más aguda. Kachiun alzó la mirada hacia el cielo despejado y deseó que cayera más nieve para cubrir su rastro. El amanecer estaba próximo y confió en que Khasar hubiera llegado a salvo a su destino. Con lentitud y esfuerzo, la hilera de guerreros empezó a retroceder por la pendiente en dirección a los árboles que habían dejado atrás. Mientras escalaba, a Kachiun le vino a la memoria un recuerdo de su infancia: había estado escondido con su familia en una hendidura en las colinas de su hogar, a un paso de morir de hambre y de frío a cada instante. Una vez más, se escondería, pero en esta ocasión saldría de su refugio rugiendo y Gengis cabalgaría feroz a su lado.
En silencio, elevó una plegaria al padre cielo rogando para que Khasar también hubiera sobrevivido y no estuviera a punto de morir congelado en alguna alta pendiente, perdido y solo. La imagen hizo que Kachiun esbozara una ancha sonrisa. No era tan fácil detener a su hermano. Si alguien podía conseguirlo, ése era él.
Una y otra vez Khasar hizo gestos a los hombres que lo seguían para que se callaran. La tormenta había cesado y, cuando se retiraron las móviles nubes, pudo ver las estrellas sobre sus cabezas. La luna iluminaba las yermas pendientes y vio que se encontraba al borde de una garganta que caía en picado. Cuando divisó la negra torre de uno de los fuertes Chin, se quedó un instante sin aliento: los fuertes estaban prácticamente a sus pies, pero separados por un abismo negro en el que se elevaban rocas tan afiladas que la nieve apenas se había posado sobre ellas. Enormes ventisqueros se amontonaban en torno al fuerte donde habían caído tras resbalar desde lo alto de los peñascos y Khasar se preguntó si sus hombres serían capaces de llevar a cabo ese descenso final. El propio fuerte había sido construido en un risco situado directamente frente al paso, y sin duda estaba repleto de armas para aplastar a cualquiera que vieran atravesándolo. Pero no esperarían sufrir un ataque desde los peñascos que se elevaban a sus espaldas.
Al menos tenían la luz de luna. Regresó con sus hombres, que estaban empezando a apiñarse. El viento se había convertido en un leve gemido y pudo dar sus órdenes en un susurro, empezando por decirles que comieran y descansaran mientras hacían pasar hacia delante las cuerdas que transportaban. Estos últimos mil procedían del tumán de Kachiun y Khasar no los conocía, pero los oficiales se presentaron ante él y aceptaron sus órdenes con un mero asentimiento. La voz corrió con rapidez y el primer grupo de diez comenzó a atar varias cuerdas, enrollándolas cerca del borde. Tenían las manos entumecidas por el frío y, al ver la torpeza con la que hacían los nudos, Khasar se preguntó si no estaría enviándolos a todos a la muerte.
—Si caéis, guardad silencio —susurró al primer grupo— o vuestro grito despertará al fuerte que tenemos debajo. Puede que lograrais sobrevivir, incluso, si caéis sobre una capa gruesa de nieve. —Uno o dos de ellos sonrieron ante esas palabras, echando una ojeada al abismo y meneando la cabeza—. Yo iré primero —dijo Khasar.
Se quitó los guantes de piel, haciendo una mueca de frío al coger la maroma. Había descendido peores pendientes, se dijo, aunque nunca cuando estaba cansado y con frío. Se obligó a adoptar una expresión de seguridad en sí mismo mientras daba unos tirones de la cuerda. Los oficiales la habían atado al tronco de un abedul caído y parecía estar sólidamente sujeta. Khasar se aproximó de espaldas al borde y trató de no pensar en el precipicio que se abría a sus pies. No había ninguna duda de que nadie podría sobrevivir a una caída.
—No más de tres hombres por cuerda —ordenó mientras emprendía la bajada. Se descolgó tan lejos como pudo y empezó a bajar por la piedra helada—. Atad más cuerdas entre sí o tardaremos toda la noche en llegar abajo.
Daba órdenes para ocultar su propio nerviosismo, esforzándose en mantener la expresión impasible y no dejar traslucir su miedo. Los guerreros se congregaron en torno al borde para observarlo hasta que, por fin, llegó al final del saliente y saltó. El hombre que estaba más cerca comenzó a anudar dos cuerdas para iniciar el segundo descenso y uno de ellos hizo un gesto con la cabeza a sus amigos, se tumbó sobre el estómago y agarró la temblorosa cuerda que había sostenido a Khasar. Él también desapareció por el abismo.
Gengis aguardaba con impaciencia a que llegara el amanecer. Había enviado a varios exploradores al paso con instrucciones de acercarse tanto como fuera posible, de modo que algunos retornaron con flechas de ballesta hundidas en la armadura. El último de ellos había regresado al campamento al ponerse el sol con dos astiles sobresaliendo de su espalda. Uno de los virotes había atravesado las capas de hierro, y un rastro de sangre recorría su pierna y los jadeantes flancos de su poni. Dada la importancia de las noticias que pudiera darle, Gengis escuchó el informe del explorador antes de enviarlo a que le curaran las heridas.
El general Chin había dejado el paso abierto. Antes de que el batidor tuviera que retroceder a causa de la lluvia de proyectiles, había visto dos grandes fuertes elevándose sobre la franja de terreno que se extendía más abajo. Gengis estaba seguro de que los soldados que los ocupaban estaban dispuestos a matar a cualquiera que tratara de cruzar por ese camino. El hecho de que el paso no estuviera bloqueado le preocupaba: sugería que el general deseaba que intentara un ataque frontal y que confiaba en poder obligar al ejército mongol a avanzar hacia sus hombres y ser aplastados en aquella posición, en la que tenían todas las de perder.
En su punto más abierto, el paso tenía casi dos kilómetros de anchura, pero a la altura de los fuertes, los muros de roca se estrechaban hasta no dejar un hueco de más de doce pasos entre ellos. Sólo la idea de encontrarse encerrado allí, incapaz de cargar, provocó una sensación de náuseas en el estómago de Gengis que reprimió en cuanto la identificó. Había hecho todo cuanto estaba en su mano y sus hermanos atacarían tan pronto como pudieran ver con suficiente claridad como para acertar a sus blancos. No los haría volver, ni siquiera si se le ocurría un plan mejor en el último momento. No estaban a su alcance, ocultos por las montañas y la nieve.
Al menos la tormenta había amainado. Gengis alzó la vista hacia las estrellas, que revelaron el masivo grupo de prisioneros que había conducido hasta la boca del paso, apiñados entre sí para darse calor. Avanzarían delante de su ejército, absorbiendo las flechas y saetas de los Chin. Si los soldados derramaban aceite ardiendo desde los fuertes, los prisioneros se llevarían la peor parte.
El aire nocturno estaba helado, pero no podía dormir e inspiraba hondas bocanadas para que el frescor llegara a sus pulmones. El alba estaba próxima. Otra vez, revisó mentalmente sus planes, pero no podía hacer nada más. Sus hombres habían comido bien, mejor de lo que lo habían hecho en meses. Los que irían en cabeza al entrar en el paso eran guerreros veteranos que llevaban buenas armaduras. En las primeras filas había puesto hombres con lanzas, en parte para ayudarlos a hacer avanzar a los prisioneros. Los Jóvenes Lobos de Tsubodai irían detrás de él y luego los guerreros de Arslan y Jelme, veinte mil que no echarían a correr por muy atroz que llegara a ser la lucha.
Gengis desenfundó la espada de su padre y observó cómo resplandecía la cabeza de lobo de la empuñadura a la luz de las estrellas. Arremetió contra el vacío con ella, exhalando un gruñido. A su alrededor, el campamento estaba en silencio, aunque siempre había ojos que observaban. Realizó la serie de ejercicios corporales que Arslan le había enseñado, que estiraba los músculos a la vez que los fortalecía. El monje Yao Shu le estaba enseñando una disciplina similar a sus hijos, para endurecer sus cuerpos como una herramienta más. Gengis sudaba mientras blandía su espada siguiendo los movimientos de las secuencias. Su espada ya no era tan veloz como una vez lo fuera, pero ahora era más fuerte y poderosa y él seguía siendo ágil a pesar de las cicatrices dejadas por tantas antiguas heridas.
No quería esperar a que amaneciera. Se planteó ir a buscar a una mujer, sabiendo que lo ayudaría a quemar parte de su nerviosa energía. Su primera esposa, Borte, estaría durmiendo en la ger rodeada de sus hijos. Su segunda esposa aún estaba amamantando a su bebé. La idea le animó: imaginó sus blancos pechos rebosantes de leche.
Envainó su espada mientras recorría el campamento a grandes zancadas en dirección a la tienda de Chakahai, ya excitado ante la perspectiva. Se rió para sí mientras caminaba. El cálido cuerpo de una mujer y una batalla. Estar vivo en una noche como aquélla era algo maravilloso.
En su tienda, el general Zhi Zhong daba sorbos a una taza de vino de arroz caliente, incapaz de dormir. El invierno había caído sobre las montañas y se dijo que posiblemente pasaría los meses más fríos en el campo con su ejército. El pensamiento no le desagradaba del todo. Tenía once hijos de tres esposas en Yenking y, cuando estaba en casa, siempre había algo que exigía su atención. En comparación, las rutinas del campamento le resultaban relajantes, quizá porque había convivido con ellas toda su vida. En la oscuridad, oyó las contraseñas murmuradas del cambio de guardia y le embargó una sensación de paz. Siempre le había costado conciliar el sueño y sabía que era parte de la leyenda que contaban los soldados sobre él, que pasaba noche tras noche sentado sin dormir y que siempre se podían ver las lámparas ardiendo en la tienda del comandante a través del grueso tejido. A veces dormía con las lámparas encendidas para que los guardias pensaran que no necesitaba descansar. Consideraba que no había nada de malo en alentar su admiración. Los hombres necesitaban ser dirigidos por alguien que no dejaba entrever ninguna de sus debilidades.
Pensó en el vasto ejército que lo rodeaba y en los preparativos que había llevado a cabo. Sólo sus regimientos de espadas y picas sobrepasaban en número a los guerreros mongoles. De hecho, sólo para alimentar a tantos hombres habían vaciado los almacenes de Yenking. Los mercaderes habían gemido, incrédulos, al ver los documentos firmados por el emperador pero no tenían alternativa. El recuerdo lo hizo sonreír. Aquellos gordos vendedores de grano pensaban que eran el corazón de la ciudad. A Zhi Zhong le había divertido recordarles dónde residía el verdadero poder. Sin el ejército, sus hermosas casas no valían nada.
La manutención de doscientos mil hombres durante todo el invierno arruinaría a los campesinos a lo largo de miles de kilómetros al este y al sur. Zhi Zhong meneó la cabeza al imaginárselo. Tenía demasiadas cosas en la cabeza para pensar en intentar dormir. ¿Qué elección tenía? Nadie combatía en invierno, pero no podía dejar el paso desprotegido. Hasta el joven emperador comprendía que podían pasar meses antes de que la batalla comenzara. Cuando llegaran los mongoles en la primavera, él todavía estaría allí. Zhi Zhong se preguntó distraídamente si su khan tendría el mismo problema de suministro que él. Lo dudaba. Probablemente, los hombres de las tribus se comían entre sí y lo consideraban una exquisitez.
El frío de la noche se había ido filtrando en su tienda y empezó a tiritar. Se envolvió mejor las mantas alrededor de los enormes hombros. Nada había vuelto a ser lo mismo desde que falleciera el anciano emperador. Zhi Zhong le había brindado su lealtad de manera absoluta, lo había reverenciado. El mundo realmente se había sacudido cuando por fin murió, mientras dormía, a causa de una larga enfermedad. Meneó la cabeza con tristeza. El hijo no era el padre. Para la generación del general sólo podía haber un emperador. Ver en el trono del imperio a un muchacho tan joven, cuya valía no había sido demostrada por ninguna prueba, corroía los cimientos de toda su vida. Era el fin de una era y tal vez debería haberse retirado tras su muerte. Ésa habría sido una reacción adecuada y digna. En vez de hacerlo, se había quedado a ver cómo se establecía el nuevo emperador y entonces se habían presentado los mongoles. Su retiro tendría que esperar un año más, al menos.
El rostro de Zhi Zhong se crispó al notar el frío penetrándole hasta los huesos. Recordó que los mongoles no sentían el frío. Parecían ser capaces de soportarlo como los zorros salvajes, con una mera capa de piel sobre la piel desnuda. Le desagradaban: no construían nada, no alcanzaban meta ninguna en sus breves vidas. El viejo emperador los había mantenido en su sitio, pero el mundo había cambiado y ahora osaban amenazar las puertas de la gran ciudad. No mostraría ninguna compasión cuando acabara la batalla. Si dejaba que sus hombres se desfogaran libremente en los campamentos mongoles, la sangre de las tribus sobreviviría en mil niños mal nacidos. No permitiría que se reprodujeran como piojos y volvieran a amenazar Yenking. No descansaría hasta que el último de ellos yaciera muerto y sus tierras estuvieran vacías. Los destrozaría y, en el futuro, si otra raza se atrevía a levantarse de nuevo contra los Chin, quizá recordara a los mongoles y abandonara sus planes y ambiciones con el rabo entre las piernas. Ésa era la única respuesta que merecían. Quizá ése podría ser su legado cuando se retirara, una venganza tan sangrienta y definitiva que creara un eco que resonara en los siglos que estaban por venir. Sería la muerte de toda una nación. Sería una especie de inmortalidad y esa idea le gustaba. Los pensamientos se agolpaban en su mente mientras el campamento dormía. Decidió dejar las lámparas encendidas y se preguntó si conseguiría conciliar el sueño aunque fuera unos minutos.
Cuando la primera luz del alba apareció tras las montañas, Gengis alzó la vista hacia las nubes que envolvían las altas cumbres. En las planicies que se extendían al pie de las montañas aún se demoraba la oscuridad y, al admirar ese paisaje, sintió que su corazón se regocijaba. El ejército de prisioneros que conduciría a través del paso se había quedado en silencio. Sus guerreros habían formado detrás de sus vasallos y sus dedos tamborileaban en las lanzas y arcos mientras esperaban sus órdenes. Sólo mil hombres permanecerían en retaguardia para proteger a las mujeres y a los niños del campamento. No había ningún peligro. Toda amenaza había sido localizada y eliminada de las llanuras.
Gengis sujetó con fuerza las riendas de su yegua marrón oscuro. A la primera luz del alba, los jóvenes tamborileros habían empezado a marcar el ritmo que, para Gengis, era el sonido de la guerra. Mil tambores aguardaban en las filas con los instrumentos atados a sus pechos. El estruendo retomaba de las montañas en un eco que hizo que su pulso se acelerara. Sus hermanos estaban en algún lugar, allí delante, medio congelados tras la larga caminata por los senderos de las cumbres. Más allá de ellas se extendía la ciudad que había derramado a la progenie de los Chin entre las gentes de su pueblo durante mil años, sobornándolos y asesinándolos como a una manada de perros cuando les convenía. Sonrió para sí ante esa imagen, preguntándose qué opinaría de ella su hijo Jochi.
El sol había ascendido cubierto por las nubes. Entonces, en un instante, las planicies quedaron bañadas de luz dorada y Gengis sintió su cálido roce en la cara. Alzó la vista del suelo. Había llegado la hora.