XX

Los dos exploradores estaban hambrientos. Hasta las gachas de queso y agua que llevaban empaquetadas se habían congelado mientras escalaban hasta lo alto del paso de la Boca del Tejón. Al norte y al sur, la segunda muralla de los Chin se extendía a través de las montañas. No era tan inmensa como la muralla que las tribus habían cruzado para entrar en las tierras de los Chin, pero ésta estaba entera, no habían dejado que se desmoronara a lo largo de los siglos como la otra. Preservada por el hielo, serpenteaba a través de valles distantes, destacando como una culebra gris en la blancura del terreno. En otros tiempos la construcción habría maravillado a los exploradores mongoles, pero a esas alturas simplemente se encogieron de hombros. Los ejércitos Chin no habían tratado de construir su muro hasta el punto más elevado de las cumbres pensando que nadie podría sobrevivir en las rocas y las pendientes de hielo sólido, tan frío a esa altura que la sangre sin duda se helaría. Se equivocaban. Los exploradores superaron el nivel de la muralla y penetraron en un mundo de hielo y nieve, buscando un camino por encima de las montañas.

La nieve recién caída había llegado a las llanuras, descendiendo en remolinos desde las nubes de tormenta que rodeaban los picos y cegándolos. Había momentos en que los vendavales abrían un agujero en la blancura, revelando el paso y las patas de araña del muro interior que se alargaba en la distancia. Desde esa altura ambos podían ver la mancha negra del ejército Chin en el extremo más lejano. Su propio pueblo había desaparecido de su vista sobre las estepas, pero ellos también estaban allí, esperando a que los exploradores regresaran.

—No se puede pasar —gritó Taran por encima del viento—. Tal vez Beriakh y los otros hayan tenido más suerte. Deberíamos volver. —Taran podía sentir el hielo en sus huesos, los cristales en sus articulaciones. Estaba seguro de que estaba próximo a la muerte y le costaba no mostrar su miedo. Su compañero, Vesak, simplemente gruñó, sin mirarlo. Ambos formaban parte de un grupo de diez, uno de los muchos que habían partido hacia las montañas para encontrar un modo de atacar la retaguardia del ejército Chin. Aunque se habían separado de sus compañeros durante la noche, Taran seguía confiando en el instinto de Vesak para encontrar una ruta, pero el frío, demasiado atroz para poder soportarlo, le estaba paralizando.

Vesak era un hombre mayor de más de treinta años, mientras que Taran todavía no había cumplido los quince años. Los demás hombres de su grupo decían que Vesak conocía al general de los Jóvenes Lobos, que saludaba a Tsubodai como un viejo amigo cada vez que se encontraban. Tal vez fuera cierto. Como Tsubodai, Vesak pertenecía a la tribu uriankhai, que había vivido en las zonas más al norte, y no parecía notar el frío. Taran se deslizó por una pendiente helada, y estuvo a punto de caer. Logró sujetarse clavando su cuchillo con fuerza en una fisura, pero su mano casi se resbala de la empuñadura cuando frenó con una sacudida. Sintió la mano de Vesak en su hombro, luego el veterano salió al trote de nuevo y Taran lo siguió tambaleándose, intentando aguantar su ritmo.

El chico mongol estaba perdido en su propio mundo de sufrimiento y esfuerzos por resistir cuando vio que Vesak se había detenido delante de él. Habían seguido la cresta oriental, tan resbaladiza y peligrosa que Vesak los había unido a ambos con una cuerda para que pudieran salvarse mutuamente. Sólo el tirón que sacudía su cintura impedía que Taran se quedara dormido mientras continuaba avanzando, e incluso recorrió cinco pasos antes de darse cuenta de que Vesak se había acuclillado. Taran se agachó contra el suelo con un gemido apenas ahogado, mientras el hielo de su deel se desprendía en afiladas esquirlas. Llevaba guantes de piel de oveja, pero, cuando se llevó a la boca un puñado de nieve y empezó a chuparla, sus dedos seguían estando congelados. La sed era lo que más recordaba de las tentativas previas de escalar los picos. Una vez que el agua de su botella se congelaba, todo lo que tenían era la posibilidad de derretir la nieve. Pero nunca era suficiente para satisfacer su reseca garganta.

Mientras estaba allí agazapado, se preguntó cómo conseguirían los ponis sobrevivir en el hogar cuando los ríos se transformaban en hielo. Los había visto pastando en la nieve y parecía bastarles. Aturdido y agotado, abrió la boca para preguntárselo a Vesak. El experimentado explorador le echó una breve mirada y le hizo señas de que se callara.

Taran sintió que sus sentidos se agudizaban y su corazón empezó a salir de su aletargamiento. Ya habían estado cerca de los exploradores Chin en anteriores ocasiones. Fuera quien fuera quien comandara el ejército del paso, había ordenado salir a muchos de ellos para observar y entregar informes. La tormenta hacía difícil ver más de unos pocos pasos por delante y las altas cumbres se habían convertido en una competición mortal entre las dos fuerzas. El hermano mayor de Taran se había tropezado con uno de ellos, casi cayendo sobre él. Taran recordó la oreja que su hermano había traído como prueba y lo envidió. Se preguntó si alguna vez tendría la oportunidad de conseguir su propio trofeo y pavonearse lleno de orgullo entre los demás guerreros. Menos de un tercio de ellos habían sido iniciados con una muerte y se sabía que Tsubodai elegía a sus oficiales entre los miembros de ese grupo más que entre aquéllos que aún no habían demostrado su valor. Taran no tenía ni espada ni arco, pero su cuchillo estaba afilado e hizo girar sus entumecidas muñecas para mantenerlas flexibles.

Con un agudo dolor en las rodillas, se arrastró hacia Vesak, sabiendo que el aullido del viento cubriría cualquier sonido que pudiera hacer al moverse. Escudriñó la blancura tratando de vislumbrar lo que su compañero había visto. Vesak era como una estatua y Taran hizo cuanto pudo por imitar su inmovilidad, aunque el frío penetraba en él desde el suelo y lo hacía estremecerse constantemente.

Allí. Algo se había movido en el blanco. Los exploradores Chin llevaban ropas claras que se fundían con la nieve, lo que les hacía casi invisibles. Taran rememoró las historias que le habían relatado los guerreros más viejos. Decían que, cuando la nieve caía en veloces remolinos, las montañas escondían algo más que simples hombres. Deseó que se tratara sólo de leyendas que se habían inventado para asustarlo, pero aferró su cuchillo con fuerza. A su lado, Vesak alzó el brazo, señalando. Él también había visto la sombra.

Fuera lo que fuera, no había vuelto a moverse. Vesak se aproximó a él para hablar en susurros y, al hacerlo, Taran vio la figura de un hombre levantarse de un salto de un banco de nieve con una ballesta en las manos.

El instinto de Vesak funcionó bien. Vio cómo se abrían los ojos de Taran y se tiró al suelo, girando sobre sí mismo al hacerlo para alejarse. Taran oyó el restallido de la saeta sin verla y de pronto había sangre en la nieve y Vesak gritaba de rabia y de dolor. El frío desapareció al instante y Taran se puso en pie, haciendo caso omiso de la figura de su amigo, que se retorcía en el suelo. Le habían enseñado a reaccionar ante una ballesta y su mente quedó en blanco mientras se lanzaba hacia delante: sólo disponía de unos instantes antes de que el hombre tirara otra vez de la cuerda para disparar.

Taran se resbaló en el traicionero terreno, mientras la cuerda que le sujetaba a Vesak serpenteaba por la nieve tras de él. No tenía tiempo para cortarla. Vio que el explorador Chin estaba forcejeando con su arma y se lanzó sobre él, derribándolo. La ballesta salió volando por los aires y Taran se encontró enzarzado en un abrazo con un hombre más fuerte que él.

Lucharon en un silencio jadeante, solos y helados. Taran había aterrizado sobre el soldado y trataba desesperadamente de aprovechar la ventaja. Golpeaba con rodillas y codos, mientras su enemigo le sujetaba la mano que sostenía el cuchillo con ambas manos. Taran lo estaba mirando fijamente a los ojos cuando descargó la cabeza con fuerza contra su nariz, sintió cómo se rompía y oyó el grito de dolor de su rival. Todavía no había soltado la mano del puñal y le pegó una y otra vez, golpeando con la frente su sanguinolenta cara. Logró colocar su antebrazo libre bajo la barbilla del hombre y apretó la garganta expuesta. En aquel momento, el soldado le soltó la muñeca y clavó los dedos en los ojos de Taran, intentando cegarlo. Taran arrugó el rostro y le pegó otro cabezazo sin mirar.

Todo terminó tan rápido como había empezado. Taran abrió los ojos y vio que los ojos del soldado Chin se dirigían hacia arriba sin ver. Le había hundido el cuchillo casi sin notarlo y seguía sobresaliendo de su túnica forrada de piel. Taran yacía resollando en el aire enrarecido, incapaz de respirar normalmente. Escuchó que Vesak lo llamaba y se percató de que el sonido llevaba un tiempo oyéndose. Se esforzó por adoptar la expresión impasible del guerrero, haciendo acopio de disciplina. No quería quedar en vergüenza delante de Vesak.

Con un tirón, extrajo el cuchillo y se separó del cadáver. La cuerda se le había enredado en los pies durante el combate y se libró de ella dando patadas al aire. Vesak volvió a llamarlo, y esta vez su voz sonó más débil. Taran no podía quitar los ojos del hombre que había matado, pero no se paró a pensar. Tardó unos momentos en tirar de la pesada cuerda que rodeaba al soldado para enrollarla en su propio cuerpo. Sin ella el cadáver parecía más pequeño y Taran se fijó en la sangre que había salpicado la nieve: un círculo de gotas rojas dibujaba la forma de la cabeza en el lugar donde había estado apoyada. Sentía cómo la sangre se le iba resecando en la piel y se frotó el rostro con brusquedad, con súbito asco. Cuando volvió a mirar a Vesak, vio que su compañero se había arrastrado hasta conseguir adoptar la posición de sentado y lo estaba observando. Taran lo saludó con una inclinación de cabeza, luego alargó la mano para cortarle una oreja al primer hombre muerto por su mano.

Tras meter el truculento pedazo de carne en una bolsa, se dirigió hacia Vesak tambaleándose, aún aturdido. La lucha había hecho desaparecer el frío de su cuerpo, pero de repente retornó con intensidad y se percató de que estaba tiritando y de que los dientes le castañeteaban cada vez que dejaba de apretar las mandíbulas.

Vesak tenía el rostro tirante por el dolor y jadeaba. La flecha le había alcanzado en el costado, por debajo de las costillas. Taran vio que el extremo negro de la saeta todavía sobresalía y la sangre había empezado a congelarse y a asemejarse a cera roja. Alargó un brazo para ayudar a Vesak a ponerse en pie, pero el guerrero negó con la cabeza con gesto fatigado.

—No puedo ponerme en pie —murmuró Vesak—. Déjame aquí sentado mientras tú sigues adelante.

Taran sacudió la cabeza con energía, negándose a aceptarlo. Levantó a Vesak, aunque su peso era excesivo para él. Vesak gruñó y Taran cayó con él, desplomándose de rodillas sobre la nieve.

—No puedo ir contigo —dijo Vesak, jadeando—. Déjame morir. Sigue el rastro de ese soldado lo mejor que puedas. Venía de más arriba, ¿entiendes? Tiene que haber un modo de atravesar.

—Podría arrastrarte sobre la túnica del soldado, como si fuera un trineo —replicó Taran. Le parecía increíble que su amigo se estuviera dando por vencido y empezó a extender el abrigo sobre la nieve. Las piernas casi se le doblaron al hacerlo y tuvo que apoyarse en una roca, esperando a que regresaran sus fuerzas.

—Debes encontrar el camino de vuelta, chico —susurró Vesak—. No vino desde nuestro lado de la montaña. —Respiraba a intervalos más largos cada vez y mantenía los ojos cerrados. Taran miró más allá de él, hacia donde yacía el soldado en un charco de sangre. De repente recordó la pelea y el estómago se le revolvió violentamente, haciendo que se doblara hacia delante sacudido por unas arcadas. No tenía nada sólido dentro que pudiera vomitar aunque expulsó un chorro de un denso líquido amarillo que dejó unas líneas dibujadas en la nieve. Se restregó la boca, furioso consigo mismo. Vesak no lo había visto. Se volvió hacia su compañero, a los copos que estaban posándose sobre sus facciones. Taran lo sacudió, pero no hubo respuesta. Estaba solo y el viento ululaba llamándolo.

Un rato después, Taran se levantó tambaleándose y regresó hacia donde el soldado Chin había estado acechándolos. Por primera vez, Taran miró más allá del cadáver y, de pronto, recobró por completo las fuerzas. Cortó la cuerda con su cuchillo y a continuación, avanzó a trompicones, escalando de forma temeraria y resbalándose varias veces. No había sendero, pero el terreno le pareció sólido cuando lanzó unos cuantos puñetazos contra la nieve y se encaramó por una pendiente. Aquel aire enrarecido lo obligaba a respirar entrecortadamente pero, de improviso, el viento se calmó y se encontró al abrigo de una inmensa roca de granito. La cumbre seguía estando mucho más arriba, pero no necesitaba alcanzarla: algo más adelante, vio una única cuerda por donde el soldado había trepado hasta ese punto. Vesak tenía razón. Había una forma de pasar al otro lado y la preciosa muralla interior de los Chin había resultado ser una defensa tan fallida como la otra.

El cuerpo de Taran estaba entumecido por el frío y sus pensamientos avanzaban con lentitud. Por fin, asintió para sí y luego emprendió el regreso pasando por donde estaban los dos hombres muertos. No fracasaría. Tsubodai estaba esperando noticias.

A sus espaldas, empezó a nevar copiosamente y los blancos copos fueron cubriendo los cadáveres y borrando todos los signos de lo sucedido hasta que el escenario de la sangrienta lucha quedó helado y perfecto una vez más.

Bajo la nieve, el campamento no permanecía en silencio. Los generales de Gengis hacían que sus hombres lo cruzaran a caballo, practicando maniobras y tiro con arco para endurecerse. Los guerreros llevaban las manos y la cara cubiertas de grasa de oveja y entrenaban durante horas disparando flechas contra muñecos de paja a galope tendido, desde unos diez pasos de distancia. Los hombres de paja se encojían y saltaban una y otra vez, y los niños se precipitaban sobre ellos para arrancarles las flechas, calculando el tiempo que tenían antes de que el siguiente jinete apareciera al principio de la calle.

Los prisioneros que habían capturado en las ciudades seguían siendo miles, a pesar de los juegos de guerra en los que Khasar los había hecho participar. Eran una sola masa, que se sentaba o permanecía de pie en la franja exterior al círculo de las tiendas. A pesar de que sólo unos cuantos pastores vigilaban a aquellos hombres hambrientos, no se escapaban. En los primeros días, algunos salieron huyendo pero todos los guerreros sabían seguir el rastro de una oveja perdida y regresaban trayendo sólo sus cabezas, que arrojaban hacia lo alto en dirección a la muchedumbre de prisioneros como aviso para los demás.

Una nube de humo se cernía sobre todas las gers, que tenían los fogones encendidos. Las mujeres cocinaban los animales sacrificados y destilaban airag negro para calentar a sus esposos. Cuando los guerreros estaban entrenando, comían y bebían más de lo habitual, tratando de añadir una capa de grasa a sus cuerpos para protegerse del frío. Era difícil lograrlo pasando doce horas a caballo cada día, pero Gengis había dado la orden y casi un tercio de los rebaños había muerto para satisfacer el hambre de sus hombres.

Tsubodai llevó a Taran a la gran ger en cuanto el joven explorador le transmitió su informe. Gengis estaba allí con sus hermanos Khasar y Kachiun y salió de la tienda al oír que Tsubodai se aproximaba. El khan notó que el chico que acompañaba a Tsubodai estaba exhausto y se tambaleaba un poco en el frío. Tenía círculos negros en torno a los ojos y parecía que no había comido en varios días.

—Ven conmigo a la ger de mi esposa —dijo Gengis—. Te meterá carne caliente en el estómago y podremos hablar. —Tsubodai hizo una inclinación de cabeza y Taran intentó hacer lo mismo, sobrecogido por el hecho de estar ante el mismo khan. Siguió trotando a ambos hombres mientras Tsubodai le hablaba a Gengis del paso que Vesak y él habían encontrado. Mientras hablaba, el chico echó una mirada hacia las montañas, sabiendo que el cadáver congelado de Vesak estaba en alguna parte allí arriba. Quizá la primavera lo dejara de nuevo a la vista. Taran tenía demasiado frío y estaba demasiado cansado para pensar y, cuando por fin estuvo a cobijo del viento, tomó un tazón del grasiento estofado en las manos entumecidas y empezó a engullirlo con el rostro sin expresión.

Gengis observó al chico, divertido por su apetito voraz y por el modo en que lanzaba miradas de envidia al águila del khan. El ave roja tenía puesta la capucha, pero desde su percha se giraba hacia el recién llegado y parecía observarlo a su vez.

Borte no se alejaba del explorador, rellenándole el tazón en cuanto lo vaciaba. Le dio también un odre de airag negro, que lo hizo toser y resoplar, pero luego asintió agradecido cuando el color retornó de nuevo a sus heladas mejillas.

—¿Encontraste un paso hacia el otro lado? —le preguntó Gengis cuando los ojos vidriosos de Taran hubieron recobrado la viveza.

—Fue Vesak, señor. —De pronto, un pensamiento se le vino a la mente, rebuscó con dedos rígidos y torpes en su bolsillo y por fin extrajo algo que era claramente una oreja. La sostuvo en alto con orgullo.

—Maté a un soldado que estaba esperándonos allí.

Gengis cogió la oreja de sus dedos y la examinó antes de devolvérsela.

—Eso ha estado muy bien —alabó, con paciencia—. ¿Podrías volver a encontrar el camino?

Taran asintió, agarrando la oreja como si fuera un talismán. Habían sucedido demasiadas cosas en muy poco tiempo y estaba abrumado. De nuevo fue consciente de que estaba hablando con el hombre que había formado la nación de las tribus. Sus amigos nunca creerían que había hablado con el khan en persona mientras Tsubodai lo observaba como un padre orgulloso.

—Sí, señor.

Gengis sonrió y su mirada se perdió en la lejanía. Hizo un gesto con la cabeza a Tsubodai, viendo su propio triunfo reflejado en sus ojos.

—Entonces, vete a dormir, muchacho. Descansa y come hasta hartarte, luego vuelve a dormir. Necesitarás estar fuerte para guiar a mis hermanos. —Palmeó a Taran en el hombro, haciendo que se tambaleara.

—Vesak era un buen hombre, señor —dijo Tsubodai—. Yo lo conocía bien.

Gengis miró al joven guerrero que había designado para liderar a diez mil hombres. Vio una pena profunda en sus ojos y comprendió que Vesak pertenecía a su misma tribu. Aunque había prohibido que se hablara de las antiguas familias, había vínculos que estaban muy arraigados.

—Si podemos encontrar su cadáver, haré que lo bajen al campamento y que se le rindan los honores merecidos —dijo—. ¿Tenía esposa, hijos?

—Sí señor —contestó Tsubodai.

—Me aseguraré de que no pasen penalidades —respondió Gengis—. Nadie les robará su rebaño ni obligará a su esposa a ir a la tienda de otro hombre.

El alivio de Tsubodai fue manifiesto.

—Gracias, señor —replicó. Dejó a Gengis para que comiera con su mujer y volvió a exponer a Taran al viento del exterior, cogiéndolo por la nuca para expresarle su orgullo.

Dos días después, cuando Khasar y Kachiun reunieron a sus hombres, la tormenta seguía rugiendo. Cada uno de los dos generales aportaba cinco mil guerreros a los que, tras dejar atrás sus caballos, Taran guiaría por las cumbres en una sola fila. Gengis no había perdido el tiempo en esos dos días: había ordenado confeccionar miles de copias de los muñecos de paja, madera y tela con los que entrenaban los arqueros y colocarlos en los ponis que no tenían jinete. En la remota posibilidad de que los exploradores Chin fueran capaces de distinguir algo en las llanuras azotadas por las ventiscas, no notarían que el número de hombres había disminuido.

Khasar estaba frente a su hermano, se estaban frotando mutuamente grasa en la cara antes de acometer la ardua subida que tenían por delante. A diferencia de los exploradores, sus hombres irían cargados con sus arcos y espadas, así como con cien flechas que llevaban dentro de dos pesados carcajes atados a la espalda. En total, los diez mil hombres llevaban un millón de flechas: habían invertido dos años de trabajo en confeccionarlas y eran su posesión más preciada. Sin bosques de abedules donde obtener más madera, no podían reponerlas.

Habían tenido que envolver todo lo que transportaban en trapos aceitados como protección contra la humedad y se movían con rigidez bajo las capas extra, sacudiendo los pies contra el suelo y dando palmas con las manos enguantadas para calentarse en el frío viento.

Taran, muy orondo por el hecho de ser él quien guiara a los hermanos del khan, estaba tan nervioso y lleno de entusiasmo que apenas podía mantenerse quieto. Cuando estuvieron listos, Khasar y Kachiun hicieron un gesto con la cabeza al chico y se volvieron a mirar a la columna de hombres que cruzaría las montañas a pie. El ascenso sería rápido y duro, una prueba cruel incluso para los que estaban más en forma. Los hombres sabían que si los batidores Chin los veían, tendrían que alcanzar el paso antes de que dieran parte de su maniobra. Todo el que cayera, sería abandonado.

El viento golpeaba las filas cuando Taran arrancó, girándose hacia atrás al sentir los ojos de todos posados en él. Khasar notó su nerviosismo y sonrió, compartiendo ese momento de excitación con su hermano Kachiun. Era el día más frío del invierno hasta la fecha, pero los hombres estaban de buen humor. Estaban deseando aplastar al ejército que los aguardaba al otro lado del paso. Y se deleitaban aún más pensando en saltar sobre ellos por detrás, echando por tierra sus ingeniosas defensas. El propio Gengis había acudido para verlos marchar.

—Tienes hasta el amanecer del tercer día, Kachiun —le había dicho Gengis a su hermano—. Entonces entraré por el paso.