La ciudad de Baotou estaba en silencio cuando Chen Yi dio la bienvenida a Gengis en su casa. Ho Sa acompañaba al khan y Chen Yi hizo una profunda reverencia ante él, reconociendo que había cumplido sus promesas.
—Sé bienvenido en mi casa —dijo Chen Yi en la lengua de las tribus, inclinándose de nuevo cuando tuvo a Gengis frente a sí por primera vez. Al acercársele, Gengis, más alto incluso que Khasar lo hizo parecer aún más pequeño de lo que era. El khan iba ataviado con una armadura completa y llevaba una espada en la cadera. Chen Yi podía sentir su fuerza interior, la más poderosa que había percibido nunca. Gengis no respondió a la bienvenida formal, sino que lo saludó con una breve inclinación de cabeza y entró con amplias zancadas en el patio. Chen Yi tuvo que moverse con rapidez para poder adelantarlo y guiarlo hacia el edificio principal de su casa y, con las prisas, no vio que Gengis echaba una mirada fugaz al inmenso tejado y tenía que armarse de valor para entrar. Ho Sa y Temuge le habían descrito la mansión, pero seguía sintiendo curiosidad por ver cómo vivía un hombre rico en el corazón de una ciudad.
En el exterior, las calles estaban vacías, ni siquiera había mendigos. Todos los habitantes se habían atrincherado para protegerse de los guerreros que merodeaban por las calles, espiando a través de las puertas y buscando objetos de valor. Gengis había dado orden de dejar la ciudad intacta, pero ninguno de sus hombres pensaba que eso incluyera las reservas de vino de arroz, y los iconos de dioses que las gentes de Baotou guardaban en sus hogares eran especialmente populares. Los mongoles consideraban que la protección de sus gers nunca podía ser excesiva y recogían todas las estatuillas que parecían apropiadamente poderosas.
Una guardia de honor de guerreros esperaba a la puerta de la ciudad, pero, en realidad, Gengis podría haberse paseado solo por cualquier parte de ella. El único peligro potencial era el que representaban los hombres que él mismo lideraba.
Chen Yi tuvo que esforzarse para ocultar su nerviosismo mientras Gengis recorría el interior de su casa, examinando sus objetos. El khan parecía tenso y Chen Yi no sabía cómo iniciar la conversación. Había despedido a sus guardias y sirvientes para la reunión y la casa estaba extrañamente vacía.
—Me complace que mi maestro de obras te fuera de utilidad, mi señor —dijo Chen Yi para romper el silencio. Gengis estaba inspeccionando un jarrón negro lacado y no levantó la vista mientras lo devolvía a su sitio. Parecía demasiado grande para la estancia, como si en cualquier momento pudiera agarrar las vigas y echar abajo toda la casa. Chen Yi se dijo que era su reputación lo que le hacía parecer tan poderoso, pero en ese momento Gengis volvió sus pálidos ojos amarillos hacia él y sus pensamientos se congelaron.
Gengis pasó un dedo por unas figuras en un jardín que decoraban el jarrón y luego se giró hacia su anfitrión.
—No debes temerme, Chen Yi. Ho Sa dice que eres un hombre que ha hecho mucho con muy poco, un hombre a quien nadie le ha dado nada y que, sin embargo, ha logrado sobrevivir y enriquecerse en este lugar. —Chen Yi echó una breve mirada a Ho Sa al oír las palabras, pero la expresión del soldado Xi Xia no le dio ninguna pista. Por una vez en su vida, Chen Yi se sintió perdido. Le habían prometido Baotou, pero no sabía si el khan mantendría su palabra. Lo que sí sabía era que cuando un vendaval destruye la casa de un hombre, todo lo que puede hacer es encogerse de hombros y saber que ése era su destino y que no podía enfrentarse a él. Conocer a Gengis era eso para él. Las normas que había conocido durante toda su vida ya no servían. A una sola orden del khan mongol, Baotou sería arrasada.
—Soy un hombre rico —coincidió Chen Yi. Antes de que pudiera continuar, sintió que los ojos de Gengis se posaban sobre él, con súbito interés. El khan cogió de nuevo el jarrón lacado y empezó a gesticular con él. En sus manos, parecía increíblemente frágil.
—¿Qué es la riqueza, Chen Yi? Eres un hombre de ciudades, de calles y de casas. ¿Qué es lo que valoras? ¿Esto?
Habló con rapidez y Ho Sa le dio a Chen Yi un poco de tiempo para reflexionar traduciéndole las palabras de Gengis. Chen Yi le lanzó al soldado una mirada agradecida.
—Se han invertido mil horas de trabajo para fabricar ese jarrón, señor. Cuando lo miro, me produce placer.
Gengis hizo girar el jarrón en sus manos. Parecía vagamente decepcionado y Chen Yi miró de nuevo a Ho Sa. El soldado arqueó las cejas, indicándole que siguiera hablando.
—Pero eso no es riqueza, señor —prosiguió Chen Yi—. He pasado hambre y conozco el valor del alimento. He pasado frío y conozco el valor del calor.
Gengis se encogió de hombros.
—Una oveja sabe eso también. ¿Tienes hijos? —Conocía la respuesta, pero seguía queriendo comprender a ese hombre que venía de un mundo tan diferente al suyo.
—Tengo tres hijas, señor. A mi hijo me lo quitaron.
—Entonces, ¿qué es la riqueza, Chen Yi?
A medida que iba respondiendo las preguntas, Chen Yi se fue calmando hasta estar totalmente sereno. No sabía qué quería el khan, así que respondió honestamente.
—La venganza es la riqueza, señora para mí. La capacidad para llegar hasta mis enemigos y destruirlos. Eso es la riqueza. Tener a hombres que matan y mueren por mí es la riqueza. Mis hijas y mi esposa son mi riqueza. —Con gran delicadeza, tomó el jarrón de las manos del khan y lo dejó caer al suelo de madera. Se hizo añicos contra la madera pulida—. Todo lo demás no vale nada, señor.
Gengis esbozó una fugaz sonrisa. Khasar había dicho la verdad cuando afirmaba que Chen Yi no se dejaba intimidar.
—Creo que si hubiera vivido en una ciudad, habría llevado la vida que tú llevas, Chen Yi. Aunque no habría confiado en mis hermanos conociéndolos como los conozco.
Chen Yi no contestó que sólo había confiado en Khasar, pero Gengis pareció leerle el pensamiento.
—Khasar habla bien de ti. No haré que incumpla su palabra, dada en mi nombre. Baotou es tuya. Es sólo una etapa en el camino hacia Yenking para mí.
—Me haces muy feliz, señor —respondió Chen Yi, casi temblando de alivio—. ¿Tomarás una copa de vino conmigo? —Gengis asintió y la inmensa tensión que cargaba la habitación se disipó por fin. Ho Sa se relajó visiblemente mientras Chen Yi, con un gesto automático, miró a su alrededor buscando un sirviente y no encontró a ninguno. Con ceremoniosidad, recogió las tazas él mismo y se marchó haciendo crujir bajo sus sandalias los fragmentos de valiosa cerámica que una vez adornaron la casa de un emperador. Mientras servía el vino de arroz, la mano le temblaba ligeramente. Sólo cuando las tres tazas estuvieron servidas, Gengis se sentó. Ho Sa se acomodó a su lado con un crujido de su armadura. Agachó un poco la cabeza en dirección a Chen Yi cuando sus ojos se encontraron de nuevo, como si hubiera aprobado algún tipo de examen.
Chen Yi sabía que el khan no se habría sentado si no quisiera algo más de él. Observó su rostro chato y oscuro cuando Gengis aceptó la taza de sus manos. Chen Yi se dio cuenta de que también el khan se sentía incómodo y estaba tratando de elegir sus palabras.
—Baotou debe parecerte pequeña —aventuró Chen Yi mientras Gengis daba un sorbo al vino de arroz, deteniéndose a paladear un sabor que nunca antes había probado.
—Nunca había estado en el interior de una ciudad, excepto para incendiarla —contestó Gengis—. Ver una así, tan tranquila, es una experiencia extraña para mí. —Vació la taza y se la rellenó él mismo. Después le ofreció la botella primero a Chen Yi y luego a Ho Sa.
—Una más, pero es un licor potente y quiero tener la cabeza despejada —respondió Chen Yi.
—Es pis de caballo —contestó Gengis resoplando—, aunque me gusta la sensación de calor que transmite.
—Haré que envíen cien botellas a tu campamento, señor —dijo Chen Yi de inmediato.
El líder mongol le observó por encima del borde de su taza y asintió.
—Eres generoso.
—No es mucho a cambio de la ciudad en la que nací —contestó Chen Yi.
Gengis pareció relajarse al oírle decir eso y se echó hacia atrás en el sofá.
—Eres un hombre inteligente, Chen Yi. Khasar me dijo que eras tú quien gobernaba la ciudad incluso cuando los soldados estaban aquí.
—Puede que haya exagerado un poco, señor. Mi autoridad actúa sobre todo sobre las castas más bajas: los trabajadores del puerto y los comerciantes. Los nobles viven una vida diferente y sólo en contadas ocasiones he encontrado el modo de echarle el lazo a su poder.
Gengis gruñó. No podía expresar la incomodidad que le producía estar sentado en una casa como ésa, rodeada de otras mil más. Casi podía sentir el peso de los demás seres humanos que las habitaban. Khasar tenía razón: para alguien que se había criado en los limpios vientos de las estepas, la ciudad tenía un olor hediondo.
—¿Entonces los odias, a esos nobles? —preguntó Gengis.
No era una pregunta casual y Chen Yi consideró su respuesta con cuidado. En la lengua de las tribus carecía de las palabras que quería utilizar así que habló en su propio idioma y dejó que Ho Sa tradujera.
—La mayoría de ellos viven existencias tan distantes que no pienso en ellos, señor. Sus jueces se vanaglorian de ser quienes hacen cumplir las leyes del emperador, pero no tocan a los nobles. Si yo robo, pueden cortarme las manos o me pueden dar latigazos hasta que muera. Si un noble me roba, no se hará justicia. Aunque me haya quitado una hija o un hijo, no puedo hacer nada. —Aguardó con paciencia a que Ho Sa terminara de hablar, sabiendo que había mostrado sus sentimientos con claridad bajo la mirada atenta de Gengis—. Sí, los odio —afirmó.
—Había varios cuerpos colgando de las puertas de los cuarteles cuando entré —dijo Gengis—. Dos o tres docenas. ¿Eran órdenes tuyas?
—Saldé antiguas deudas, señor, antes de que llegaras.
Gengis asintió, rellenando las tazas de ambos.
—Un hombre siempre debe saldar sus cuentas pendientes. ¿Hay muchos que piensan como tú?
Chen Yi sonrió con amargura.
—Más de los que puedo contar, señor. Los nobles Chin son una élite que gobierna a un grupo de personas de número muy superior al suyo. Sin su ejército no tendrían nada.
—Si sois muchos, ¿por qué no os levantáis contra ellos? —preguntó Gengis con sincera curiosidad.
Chen Yi suspiró, usando de nuevo la lengua Chin y hablando a gran velocidad.
—Los panaderos, los albañiles y los barqueros no forman un ejército, señor. Las familias nobles actúan de forma despiadada ante cualquier signo de rebelión. Ha habido tentativas de derrocarlos en el pasado, pero tienen espías entre el pueblo y hasta una colección de armas hace que envíen a sus soldados contra nosotros. Si alguna vez se desatara una rebelión, llamarían al emperador y su ejército nos atacaría. Pueden pasar por la espada a poblaciones enteras o reducir aldeas a cenizas. He tenido noticias de cosas así a lo largo de mi vida. —Vaciló, consciente, mientras Ho Sa repetía sus palabras, de que al khan aquellos actos no le parecerían tan terribles. Chen Yi casi alzó la mano para detener al soldado Xi Xia, pero al final se quedó quieto. Al fin y al cabo, Baotou estaba salvada.
Gengis evaluó al hombre que tenía frente a sí, fascinado. Había introducido a la fuerza la idea de la nación en las tribus, pero no era compartida por hombres como Chen Yi, todavía no. Todas las ciudades eran gobernadas por el emperador Chin, pero no querían que los liderara, ni se sentían parte de su familia. Era evidente que los nobles recibían su potestad del emperador. También era evidente que Chen Yi los odiaba por su arrogancia, su riqueza y su poder. Ese conocimiento podía serle útil.
—He sentido su mirada sobre mi propio pueblo, Chen Yi —dijo Gengis—. Nos hemos unido en una sola nación para defendemos de ellos, no, para destruirlos.
—¿Y gobernaréis como ellos? —preguntó Chen Yi, percibiendo la dureza de su tono antes de poder contenerse. Se dio cuenta de que sentía una peligrosa libertad hablando con el khan. La cautela y el freno habituales que existían en su lengua eran una endeble protección bajo aquella mirada amarilla. Pero Gengis se rió, haciéndole sentir un gran alivio.
—Todavía no he pensado en lo que pasará después de las batallas. Tal vez sea vuestro gobernador. ¿No es ése el derecho del conquistador?
Chen Yi inspiró profundamente antes de responder.
—Gobernar, sí, pero ¿caminará el guerrero de más bajo rango de tu ejército como un emperador entre los que habéis derrotado? ¿Se mofará de ellos y les robará lo que se le antoje aunque no se lo haya ganado?
Gengis lo miró fijamente.
—¿Los nobles son familia del emperador? Si me preguntas si mi familia tomará cuanto les plazca, por supuesto que lo harán. Los fuertes deciden, Chen Yi. Los que no son fuertes sueñan con hacerlo. —Hizo una pausa, tratando de comprender—. ¿Querrías que atara a mi pueblo con ridículas normas?
Chen Yi volvió a respirar hondo. Había pasado toda su vida rodeado de espías y falsedad, de una protección recubierta de más protección contra el día en que el ejército del emperador lo expulsara con fuego y sangre de la ciudad. Ese día no había llegado. En vez de eso, se encontraba frente a alguien con quien podía hablar con libertad absoluta. Nunca volvería a tener esa oportunidad.
—Comprendo lo que has dicho, pero ¿pasará ese derecho de hijos a nietos y más allá? Cuando algún cruel pelele mate a un niño dentro de cien años, ¿nadie podrá protestar porque lleva tu sangre?
Gengis permaneció inmóvil. Tras una larga pausa, meneó la cabeza.
—No conozco a estos nobles Chin, pero mis propios hijos gobernarán después de mí, si son suficientemente fuertes. Quizá dentro de cien años mis descendientes sigan teniendo el poder y sean esos nobles a los que desprecias. —Se encogió de hombros, vaciando su taza—. La mayoría de los hombres son como corderos, no son como nosotros. —Hizo un gesto con la mano para acallar la respuesta de Chen Yi—. ¿Lo dudas? ¿Cuántos en esta ciudad pueden igualarte en influencia, poder incluso antes de que yo viniera? La mayoría no pueden mandar… la idea les aterroriza. Y, sin embargo, para los que son como tú y como yo no hay mayor gozo que saber que nadie nos prestará ayuda. La decisión es sólo nuestra. —Hizo un gesto brusco con la taza. Chen Yi rompió el sello de cera de otra botella y volvió a llenar las tazas.
El silencio se había llenado de tensión. Para sorpresa de ambos hombres, fue Ho Sa quien lo rompió.
—Tengo hijos —dijo—. Hace tres años que no los veo. Cuando crezcan, se unirán al ejército como su padre. Cuando los otros hombres sepan que son mis hijos, esperarán más de ellos. Se alzaran con más rapidez que un hombre sin nombre y eso me produce satisfacción. Es por eso por lo que trabajo duro y soporto cualquier cosa.
—Nunca serán nobles, esos soldados hijos tuyos —contestó Chen Yi—. Un chico de las grandes casas les ordenaría que arriesgaran sus vidas en un incendio sólo para salvar un jarrón como el que he roto esta noche.
Gengis frunció el ceño, perturbado ante esa imagen.
—¿Harías que todos los hombres fueran iguales?
Chen Yi se encogió de hombros. Sus pensamientos giraban por el vino y no se dio cuenta de que hablaba en la lengua Chin.
—No soy tonto. Sé que no hay ley para el emperador, o para su familia. Toda ley procede de él y del ejército que le sirve. No puede estar sujeto por la ley como los demás hombres. Sin embargo, para el resto, los miles de parásitos que se alimentan de su mano, ¿por qué debería permitírseles que roben y asesinen sin castigo? —Vació su taza mientras Ho Sa traducía, asintiendo como si estuviera de acuerdo.
Gengis estiró la espalda, deseando por primera vez que Temuge estuviera allí para argumentar en su lugar. Había querido hablar con Chen Yi para comprender a esa extraña raza que vivía en las ciudades. En vez de eso, el hombrecillo había hecho que le diera vueltas la cabeza.
—Si uno de mis guerreros desea casarse —respondió Gengis—, busca a un enemigo y lo mata, haciéndose con sus posesiones. Luego le da esos caballos y cabras al padre de la chica. ¿Es eso asesinato y robo? Si lo prohíbo, haría que mis guerreros se convirtieran en hombres débiles. —Estaba algo mareado, pero se sentía a gusto. Volvió a llenar las tres tazas.
—Pero ¿ese guerrero roba en su propia familia, en su propia tribu? —preguntó Chen Yi.
—No. Sería un criminal, un ser despreciable si lo hiciera —contestó Gengis. Incluso antes de que Chen Yi hablara de nuevo, ya sabía adonde quería llegar.
—Entonces, ¿qué pasa con vuestras tribus ahora que están unidas? —dijo Chen Yi, echándose hacia delante—. ¿Qué harás si todas las tierras de los Chin llegan a ser tuyas?
Era una idea embriagadora. Era cierto que Gengis ya había prohibido que los jóvenes se robaran entre sí, y había ofrecido regalos de sus propios rebaños para los matrimonios. Era una solución que no podría mantener durante mucho tiempo. Lo que Chen Yi sugería era sencillamente una extensión de esa paz, aunque abarcaría tierras tan vastas que era difícil de imaginar.
—Pensaré en ello —aseguró, arrastrando un poco las palabras—. Ese tipo de pensamientos son demasiado grandes para devorarlos de una sentada. —Sonrió—. Sobre todo mientras el emperador Chin sigue sano y salvo en su ciudad y nuestra conquista apenas ha comenzado. Quizá al año que viene yo mismo no sea más que un montón de huesos desperdigados en la tierra.
—O quizá hayas aplastado a los nobles en sus fuertes y ciudades —replicó Chen Yi—, y tengas la oportunidad de cambiarlo todo. Eres un hombre con visión de futuro. Me lo has demostrado al perdonar Baotou.
Gengis meneó la cabeza, algo adormilado.
—Siempre cumplo mi palabra. Cuando todo lo demás esté perdido, siempre quedará eso. Pero si no hubiera salvado Baotou, habría sido otra ciudad.
—No entiendo —respondió Chen Yi.
Gengis volvió su mirada hacia él.
—Las ciudades no se rendirán si entregarlas no supone ningún beneficio para ellas. —Alzó un puño apretado y los ojos de Chen Yi lo siguieron—. Aquí tengo la amenaza de una terrible masacre, peor que nada que puedan imaginar. Una vez levanto la tienda roja, saben que perderán a todos los hombres que encontremos dentro de los muros de la ciudad. Cuando ven la tienda negra, saben que morirán también las mujeres y los niños. —Sacudió la cabeza—. Si todo cuanto ofrezco es la muerte, no tienen más elección que luchar hasta el último hombre. —Dejó caer el puño y alargó la mano para coger otra vez la taza, que Chen Yi llenó con manos temblorosas—. Si perdono a una ciudad, aunque sólo sea una, se correrá la voz de que no es necesario que luchen. Pueden elegir rendirse cuando plantemos la tienda blanca. Por eso no he destruido Baotou. Por eso vives todavía.
Gengis recordó la otra razón que le había movido a reunirse con Chen Yi. Su mente parecía haber perdido su habitual agudeza y pensó que tal vez no debería haber bebido tanto.
—¿Tenéis mapas en esta ciudad? ¿Mapas de las tierras que se extienden hacia el este?
Chen Yi se sintió aturdido tras escuchar las significativas palabras de Gengis. El hombre que tenía ante él era un conquistador al que no detendrían los débiles nobles Chin ni sus corruptos ejércitos. De repente se estremeció, viendo un futuro invadido de llamas.
—Hay una biblioteca —contestó, tartamudeando un poco—. Su acceso me ha estado prohibido hasta ahora. No creo que los soldados la destruyeran antes de marcharse.
—Necesito mapas —respondió Gengis—. ¿Me acompañas a revisarlos? ¿Me ayudarás a planificar la destrucción de tu emperador?
Chen Yi había bebido al mismo ritmo que Gengis y sus pensamientos giraban como un remolino en su mente. Pensó en su hijo muerto, ahorcado por nobles que no se dignarían ni a mirar siquiera a un hombre de baja cuna. Hagamos que cambie el mundo, pensó. Hagamos que arda.
—Él ya no es mi emperador, señor. Todo lo que alberga esta ciudad es tuyo. Haré lo que pueda. Si deseas escribas para redactar las nuevas leyes, te los enviaré.
Gengis asintió, borracho.
—La escritura —contestó, con desprecio— encierra las palabras.
—Las hace reales, señor. Las hace perdurar.
La mañana después de su encuentro con Chen Yi, Gengis se despertó con un dolor de cabeza que le martilleaba de tal modo las sienes que no salió de su ger en todo el día excepto para vomitar. No podía recordar gran cosa de lo sucedido después de que trajeran la sexta botella, pero las palabras de Chen Yi iban retomando a su memoria a intervalos y las discutió con Khasar y Temuge. Su pueblo sólo había conocido el mandato de un khan, en el que toda la justicia procedía del juicio de un hombre. Tal como estaban las cosas, Gengis podría pasarse todo el día resolviendo enfrentamientos y castigando los crímenes cometidos en las tribus. Ya era demasiado para él y, sin embargo, no podía permitir que los pequeños khanes retomaran su papel, si no quería arriesgarse a perderlo todo.
Cuando Gengis dio por fin la orden de avanzar, era extraño dejar atrás una ciudad sin ver las llamas agitándose en el horizonte a sus espaldas. Chen Yi les había entregado mapas de las tierras Chin que se extendían hasta el mar oriental, tierras más valiosas que nada de lo que habían conquistado hasta entonces. Aunque Chen Yi se quedó en Baotou, Lian, el maestro de obras, había accedido a acompañar a Gengis hasta Yenking. Lian parecía considerar las murallas que protegían la ciudad del emperador como un reto personal a su capacidad y se había presentado ante Gengis para ofrecerse a ir con ellos antes de que tuvieran ocasión de pedírselo. Su hijo no había arruinado el negocio en su ausencia y Gengis pensó para sí que, probablemente, las opciones de Lian fueran unirse al ejército invasor o prepararse para la jubilación.
La larga marcha continuó a través de las tierras Chin. La masa central de carros y gers avanzaba despacio, pero siempre iba rodeada de decenas de miles de jinetes que buscaban la más mínima oportunidad para ganarse los elogios de sus comandantes. Gengis había permitido que partieran mensajeros desde Baotou a otras ciudades en su ruta hacia las montañas al oeste de Yenking y la decisión enseguida dio fruto. El emperador había retirado la guarnición de Hohhot y, sin soldados para reforzar su coraje, la ciudad se rindió sin que se disparara una sola flecha y, a continuación, les entregó dos mil hombres jóvenes para que los entrenaran en el arte de los asedios y del ataque con picas. Chen Yi había demostrado lo valioso de esa acción con su propio ejemplo: había seleccionado a los mejores soldados de su ciudad para que acompañaran a los mongoles y aprendieran las técnicas de la guerra. Es verdad que no tenían caballos, pero Gengis los puso bajo el mando de Arslan como infantería y aceptaron la nueva disciplina sin rechistar.
La guarnición de Jining se había negado a obedecer la orden del emperador y sus puertas permanecieron cerradas. Después de levantar la tienda negra al tercer día, Jining había sucumbido, pasto de las llamas. Otras tres ciudades se habían rendido después de eso. Los hombres jóvenes y fuertes eran tomados como prisioneros, conducidos como rebaños de ovejas. Sencillamente, eran demasiados para poder utilizarlos como soldados sin que su número superara el de los guerreros de las tribus. Gengis no los quería, pero no podía dejar tantos hombres a sus espaldas. Su gente conducía a una masa inmensa de personas por las tierras y, cada día, quedaban cadáveres en su estela. Cuando las noches fueron haciéndose más frías, los prisioneros Chin se apiñaban unos contra otros y cuchicheaban, creando un susurro constante que resonaba fantasmagórico en la oscuridad.
Había sido uno de los veranos más calurosos que ninguno de ellos había conocido. Los ancianos dijeron que el invierno sería gélido y Gengis no sabía si debía seguir avanzando hacia la capital o dejar la campaña para el año siguiente.
Las montañas que se elevaban delante de Yenking ya estaban a la vista y sus batidores salían en pos de los observadores enviados por el emperador cuando los veían aparecer en la distancia. Aunque sus caballos eran veloces, algunos de los exploradores Chin fueron atrapados y cada uno de ellos añadía nuevos detalles a la imagen de la ciudad que Gengis se estaba construyendo.
Una mañana que el suelo se había congelado durante la noche, se sentó sobre un montón de sillas de montar y se quedó mirando fijamente el pálido sol mientras se elevaba sobre la cadena de empinados y verdes riscos envueltos en niebla que protegían Yenking de él. Más altos que las cumbres que se alzaban entre Gobi y Xi Xia, hacían incluso que las montañas que recordaba de casa le parecieran menos impresionantes. No obstante, los observadores capturados hablaban del paso conocido como La Boca del Tejón y sintió que estaba siendo atraído hacia él. El emperador había congregado a sus efectivos allí, apostando por una única fuerza que hacía parecer pequeño al ejército que Gengis había desplazado hasta ese lugar Todo podría terminar allí y todos sus sueños quedarían reducidos a cenizas.
Se rió para sí al pensarlo. Fuera lo que fuera lo que le deparara el futuro, se enfrentaría a ello con la cabeza alta y su espada en ristre. Lucharía hasta el final y, si caía frente a sus enemigos, su vida habría sido una vida bien vivida. Parte de él sentía una punzada de dolor al pensar que sus hijos no sobrevivirían mucho a su muerte, pero alejó de sí esa debilidad. Sus hijos construirían sus propias vidas como él mismo había hecho. Si eran arrastrados por el viento de los grandes acontecimientos que estaban produciéndose, ése sería su destino. No podía protegerlos de todo.
En la ger que se elevaba a sus espaldas oyó berrear a uno de los hijos de Chakahai. No podía distinguir si era el niño o la niña. Su rostro se iluminó al pensar en la niñita que, aunque apenas se sostenía sola, avanzaba hacia él tambaleándose para apoyar su cabeza con afecto contra su pierna cada vez que lo veía. Había notado los terribles celos que habían invadido a Borte cuando presenció ese sencillo acto y suspiró al recordarlo. Conquistar ciudades enemigas era mucho menos complicado que las mujeres de su vida, o los hijos que le daban.
Por el rabillo del ojo vio aproximarse a su hermano Kachiun, caminando a grandes zancadas por uno de los senderos del campamento bajo el sol matutino.
—¿Te has escondido aquí? —exclamó Kachiun. Gengis asintió, dando un par de palmadas a su lado en las sillas de montar. Kachiun se sentó y le entregó a Gengis uno de los dos bolsillos calientes de cordero y pan sin levadura que traía, rebosantes de grasa humeante. Gengis lo tomó agradecido. Olía la nieve en el aire y deseó que llegaran los meses fríos.
—¿Dónde está Khasar esta mañana? —preguntó Gengis, arrancando un trozo de pan con los dedos y metiéndoselo en la boca.
—Ha salido con Ho Sa y los Jóvenes Lobos para enseñarles a cargar contra grupos de prisioneros. ¿Lo has visto? ¡Les da picas a los prisioneros! Ayer perdimos tres hombres.
—Me lo han contado —afirmó Gengis. Khasar utilizaba pequeños grupos de prisioneros para entrenar. A Gengis le sorprendía qué pocos estaban dispuestos a participar, a pesar de prometerles una pica o una espada. Sin duda era mejor morir así que en una apatía indiferente. Se encogió de hombros. Los jóvenes de las tribus tenían que aprender a luchar, como habrían hecho antes contra su propio pueblo. Khasar sabía lo que se hacía, Gengis estaba casi seguro.
Kachiun lo observaba en silencio, con una sonrisa irónica en los labios.
—Nunca preguntas por Temuge —dijo.
El rostro de Gengis se crispó. Su hermano pequeño le inquietaba y parecía que Khasar se había peleado con él. En realidad, Gengis tenía que reconocer que no conseguía que le interesaran las cosas que despertaban el entusiasmo de Temuge en los últimos tiempos. Se rodeaba de pergaminos Chin que iba llevándose de las ciudades, y los leía incluso en la oscuridad, a la luz de una lámpara.
—Entonces, ¿por qué estás aquí sentado? —preguntó Kachiun para cambiar de tema.
Su hermano resopló.
—¿Ves a esos hombres que están aguardando cerca de aquí?
—He visto a uno de los hijos woyela, al mayor —admitió Kachiun. A sus penetrantes ojos nunca se les escapaba nada.
—Les he dicho que no se me acerquen hasta que me levante. Cuando lo haga, vendrán a acribillarme con preguntas y demandas, como hacen todas las mañanas. Quieren que decida cuál de ellos tiene derecho a quedarse con un potro, porque uno es el dueño de la yegua y otro del semental. Luego, querrán que encargue una nueva armadura a algún trabajador del metal que resulta que es familiar suyo. La cosa no tiene fin. —Gruñó al pensar en ello—. Tal vez tú pudieras entretenerlos el tiempo suficiente para que pueda escapar.
Kachiun sonrió al ver el aprieto en el que estaba su hermano.
—Y yo que pensaba que nada podía asustarte —dijo—. Nombra a algún otro hombre para que trate con ellos. Debes estar libre para planear la guerra con tus generales.
Gengis asintió a regañadientes.
—Ya me lo has sugerido antes, pero ¿en quién podría confiar para ocupar esa posición? Con un solo gesto, tendría más poder que ningún otro hombre de las tribus.
A ambos se les ocurrió la respuesta al mismo tiempo, pero fue Kachiun quien habló.
—Temuge se sentiría honrado de asumir esa tarea. Lo sabes.
Gengis no contestó y Kachiun continuó como si no percibiera ninguna objeción.
—Es menos probable que te robe él que otros hombres o que abuse de su posición. Dale un título como «Maestro de Comercio». En pocos días tendrá organizado el campamento. —Al ver que su hermano no parecía convencido, Kachiun probó otro enfoque—. También le obligaría a pasar menos tiempo con Kokchu.
Gengis alzó la vista al oír esas palabras y vio que los hombres que esperaba a su alrededor daban un paso adelante pensando que tal vez fuera a levantarse. Recordó su conversación con Chen Yi en Baotou. Parte de él quería tomar él mismo todas las decisiones, pero era cierto que había una guerra que tenía que ganar.
—Muy bien —dijo, con reticencia—, dile que el puesto es suyo durante un año. Le enviaré a tres guerreros que han quedado mutilados en combate para que lo ayuden. Les dará algo que hacer. Quiero que uno de ellos sea tu confidente, Kachiun, y te informe sólo a ti. Nuestro hermano tendrá muchas oportunidades para quedarse con algo de lo que pasa por sus manos. Un poco no hace daño a nadie, pero si es codicioso, quiero saberlo. —Se detuvo un momento—. Y asegúrate de que comprende que Kokchu no debe tener nada que ver con su nuevo papel. —Suspiró—. Si se niega, ¿a quién más tenemos?
—No se negará —afirmó Kachiun con seguridad—. Es un hombre de ideas, hermano. Este puesto le dará la autoridad que necesita para gobernar el campamento.
—Los Chin tienen jueces para aprobar las leyes y dirimir en las disputas —dijo Gengis, mirando hacia la distancia—. Me pregunto si nuestro pueblo aceptaría alguna vez a ese tipo de hombres entre nosotros.
—¿Si no fueran de tu propia familia? —preguntó Kachiun—. Tendría que ser un hombre muy valiente para atreverse a poner fin a las venganzas de las tribus, independientemente del título que le otorgaras. De hecho, mandaré otra docena de guardias para que protejan a Temuge. Nuestro pueblo podría llegar a mostrar su resentimiento con una flecha en la espalda. Al fin y al cabo, él no es su khan.
Gengis se burló.
—Seguro que sus espíritus oscuros la atraparían en el aire. ¿Has oído las historias que han surgido en torno a él? Es peor que con Kokchu. A veces me pregunto si mi chamán sabe lo que ha creado.
—Pertenecemos a un linaje de khanes, hermano. Somos líderes en todos los puestos que ocupamos.
Gengis le dio unas palmadas en la espalda.
—Averiguaremos si el emperador Chin piensa lo mismo que tú. Quizá ordene a su ejército que se rinda cuando nos vea acercarnos.
—Entonces, ¿será este año? ¿En invierno? Creo que no tardará mucho en empezar a nevar.
—No podemos quedarnos aquí si no hay mejores pastos. Tengo que tomar la decisión con prontitud, pero no me gusta la idea de alejarme del ejército que han apostado en la Boca del Tejón sin desafiarlos. Nosotros podemos soportar un nivel de frío que a ellos los ralentizará e inutilizará.
—Pero habrán fortificado el paso, habrán sembrado el terreno de pinchos de metal, habrán excavado trincheras… todo lo que se les haya ocurrido —repuso Kachiun—. No será fácil para nosotros.
Gengis volvió sus pálidos ojos hacia su hermano y Kachiun retiró la mirada, posándola en las montañas que se atreverían a atravesar.
—Son tan arrogantes, Kachiun. Cometieron el error de dejarme saber dónde están —dijo Gengis—. Quieren que nos enfrentemos a ellos en el punto donde son más fuertes, donde nos están esperando. Su muro no impidió mi avance. Sus montañas y su ejército tampoco lo harán.
Kachiun sonrió. Sabía cómo funcionaba la mente de su hermano.
—Veo que has situado a todos los exploradores en las faldas de las montañas. Sería raro si pensaras arriesgarlo todo en un solo ataque a través del paso.
Gengis sonrió con ironía.
—Creen que sus montañas son demasiado altas para cruzarlas escalando, Kachiun. Otro de sus muros rodea la cadena montañosa y han dejado las cumbres más altas sin muralla, como protección natural, porque las consideran demasiado elevadas para los hombres. —Resopló—. Para los soldados Chin, tal vez, pero nosotros nacimos en la nieve. Recuerdo a mi padre sacándome de la ger desnudo cuando sólo tenía ocho años. Podemos soportar su invierno y cruzar ese muro interior.
Kachiun también había gimoteado a la puerta de la tienda de su padre, gritando que lo dejaran regresar al interior de la ger. Era una antigua costumbre que muchos creían que fortalecía a los niños. Kachiun se preguntó si Gengis habría hecho lo mismo con sus propios hijos y, al mismo tiempo que formulaba esa pregunta en su mente, supo que sí. Su hermano no permitiría que sus hijos fueran débiles, aunque podía acabar con ellos en el proceso de fortalecerlos.
Gengis acabó la comida y se chupó los dedos en los que la grasa había empezado a solidificar.
—Los exploradores encontraran rutas alrededor del paso. Cuando los Chin estén temblando dentro de sus tiendas, nos abalanzaremos sobre ellos desde todos los lados. Sólo entonces, Kachiun, atacaré la Boca del Tejón, empujando a su propia gente delante de mí.
—¿A los prisioneros? —preguntó Kachiun.
—No podemos alimentarlos —respondió Gengis—. Aún pueden sernos de utilidad si reciben las flechas y proyectiles de nuestros enemigos. —Se encogió de hombros—. Será una muerte más rápida que esperar a morirse de hambre.
Tras decir eso, Gengis se puso en pie y miró hacia las pesadas nubes que transformarían la llanura Chin en un desierto de hielo y nieve. El invierno era siempre una época de muerte, en la que sólo los más fuertes sobrevivían. Suspiró al percibir movimiento por el rabillo del ojo. Los hombres que lo esperaban lo habían visto levantarse y se aproximaron enseguida, por si acaso cambiaba de opinión. Gengis los miró con cara de pocos amigos.
—Diles que vayan a ver a Temuge —ordenó a Kachiun, alejándose con amplias zancadas.