XVIII

La habitual calma y el orden que reinaba en los cuarteles imperiales de Baotou habían sido interrumpidos por el ajetreo de los soldados que amontonaban sus equipos en los carros. Las ordenes de Yenking habían llegado durante la noche y el comandante, Lujan, no había perdido el tiempo. No debían dejar nada de valor para los mongoles y lo que no pudieran llevar consigo debía ser destruido. Ya había ordenado a un grupo de hombres que se hicieran con un martillo cada uno: las reservas excedentes de flechas y lanzas se estaban destruyendo con metódica eficiencia.

Había sido difícil dar la orden de evacuación y desde que recibiera ese mandato no había podido conciliar el sueño. Los soldados que protegían Baotou de bandoleros y tongs de criminales habían permanecido en la ciudad durante casi cuatro años. Muchos tenían allí sus familias y Lujan había tratado en vano de obtener el permiso para sacarlas de allí también.

La carta del general Zhi Zhong había llegado en manos de un mensajero imperial, perfectamente sellada. Lujan sabía que se arriesgaba a ser degradado o a un destino aún peor por permitir que los hombres que tuvieran mujer e hijos reunieran a sus familias, pero no podía dejarlos a merced del enemigo. Vio otro grupo de muchachos acomodarse en un carro mirando a su alrededor con ojos asustados. Baotou era cuanto conocían y, en una sola noche, les habían ordenado que lo abandonaran todo y se desplazaran con rapidez al acuartelamiento más próximo.

Lujan suspiró para sí. Al tener que movilizar a tanta gente, había sido imposible mantener su marcha en secreto. Sin duda las esposas habían avisado a sus amigas y las noticias se habían propagado en olas que habían avanzado durante la noche. Quizá ése era el motivo por el que en las órdenes no se incluía evacuar a las familias de los soldados.

Podía oír a la muchedumbre congregándose en el exterior de las puertas de los cuarteles. Meneó la cabeza sin darse cuenta. No podía salvarlos a todos y no desobedecería las órdenes que le habían dado. Sintió vergüenza ante su propio alivio por no tener que permanecer en el camino del ejército mongol y trató de no oír las voces llenas de confusión y terror que se elevaban en las calles.

Ya había salido el sol y temió haberse retrasado demasiado. Si no hubiera hecho venir a las familias de sus hombres, habrían podido salir sin ser notados al amparo de la oscuridad. Tal como estaban las cosas, tendrían que pasar entre una muchedumbre hostil a plena luz del día. Se armó de valor para comportarse de manera implacable ahora que la decisión había sido tomada. Si los ciudadanos se rebelaban, se produciría un derramamiento de sangre, quizá se produjera una pelea constante hasta la puerta del río, a cuatrocientos pasos de los cuarteles. El día anterior no le había parecido tan lejana. Deseó que se hubiera presentado otra solución, pero su camino estaba marcado y pronto sería hora de partir.

Dos de sus hombres pasaron junto a él a la carrera para cumplir alguna orden de última hora. Ninguno de ellos saludó a su comandante y Lujan percibió su ira. Seguro que ambos mantenían a alguna prostituta o tenían amigos en la ciudad. Todos los tenían. Habría disturbios cuando se marcharan, con los tongs libres para actuar a su antojo en las calles. Algunos de aquellos criminales eran como perros salvajes a los que sólo mantenía bajo control la amenaza de la fuerza. Cuando los soldados se hubieran ido, se arrojarían ávidamente sobre la ciudad hasta que los enemigos llegaran y los redujeran a todos a cenizas.

Ese pensamiento le produjo una cierta satisfacción, aunque seguía sintiéndose avergonzado. Intentó despejar su mente, concentrarse en el problema de sacar de la ciudad la columna de soldados y carros. Había situado a varios ballesteros a lo largo de la ruta, con órdenes de disparar a la multitud si los atacaban. Si eso fracasaba, estaba casi seguro de que los piqueros podrían contener a la turba el tiempo suficiente para que pudieran abandonar Baotou. En cualquier caso, sería terrible y cruel y no podía enorgullecerse de sus planes.

Otro de sus soldados pasó corriendo a su lado y Lujan se dio cuenta de que era uno de los que había apostado en las puertas de los cuarteles. ¿Habrían comenzado ya los desórdenes?

—Señor, hay un hombre que desea hablarte. Le he dicho que se marchara a su casa, pero me ha dado esto y me ha dicho que aceptarías verlo.

Lujan observó la pequeña pieza de concha azul marcada con el sello personal de Chen Yi. Hizo una mueca. No deseaba reunirse con él, pero los carros ya estaban casi listos y los hombres se habían alineado frente a la puerta. Asintió, quizá impulsado por la vergüenza.

—Hazlo entrar por la puerta pequeña y asegúrate de que nadie pase por la fuerza aprovechando la ocasión. —El soldado se alejó rápidamente y Lujan se quedó a solas con sus pensamientos. Chen Yi moriría con el resto y nadie se enteraría del acuerdo que habían mantenido a lo largo de los años. Les había beneficiado a ambos, pero Lujan no lamentaría verse libre de la influencia de aquel hombrecillo. Hizo un esfuerzo para librarse de la fatiga y el soldado regresó con el líder del Tong Azul.

—No puedo hacer nada por ti, Chen Yi —comenzó a decir Lujan cuando el soldado regresó corriendo a situarse en su puesto—. Mis órdenes son retirarme de Baotou y unirme al ejército que se está reuniendo delante de Yenking. No puedo ayudarte.

Chen Yi se le quedó mirando fijamente y Lujan notó que llevaba una espada en la cadera. Tendrían que habérsela confiscado en la puerta, pero ninguna de las rutinas estaban siendo aplicadas aquel día.

—Pensé que me mentirías —aseguró Chen Yi— que me dirías que salías a realizar unas maniobras o para entrenar a los soldados. No te habría creído, por supuesto.

—Supongo que habrás sido uno de los primeros a los que les llegó la noticia anoche —aventuró Lujan encogiéndose de hombros—. Debo obedecer las órdenes.

—¿Permitirás que prendan fuego a Baotou? —preguntó Chen Yi—. Después de tantos años diciéndonos que sois nuestros protectores ¿echáis a correr en cuanto se presenta una auténtica amenaza?

Lujan notó que se ruborizaba.

—Soy un soldado, Chen Yi Cuando mi general me dice que marche, marcho. Lo siento.

El rostro de Chen Yi estaba rojo, aunque Lujan no podía distinguir si se debía a la ira o al esfuerzo de haber corrido hacia el cuartel. Sintió la fuerza de su mirada y apenas pudo sostenerla.

—Veo que has permitido que tus hombres pongan a sus esposas e hijos a salvo —señaló Chen Yi—. Tu propia mujer y tus hijos no sufrirán cuando lleguen los mongoles.

Lujan retiró la vista y la fijó en la columna. Ya había varias caras giradas hacia él, aguardando que les diera la orden de ponerse en marcha.

—He sobrepasado mi autoridad incluso en eso, amigo mío.

Chen Yi emitió una especie de gruñido con la garganta.

—No llames «amigo» a un hombre al que vas a abandonar a merced de sus asesinos. —Su ira resultó evidente en aquel momento y Lujan no fue capaz de mirarlo a los ojos mientras proseguía—. La rueda volverá a girar, Lujan. Tus amos pagarán por su crueldad como tú pagarás por esta vergüenza.

—Debo marcharme —dijo Lujan, con la vista fija en la lejanía—. Podrías vaciar la ciudad antes de que llegaran los mongoles. Muchos podrían salvarse si tú lo ordenas.

—Tal vez lo haga, Lujan. Después de todo, no habrá otra autoridad en Baotou cuando vosotros os marchéis. —Ambos hombres sabían que era imposible evacuar a la población de Baotou. El ejército mongol estaba a menos de dos días de camino. Aunque llenaran hasta la última barquita disponible y utilizaran el río para escapar sólo habría sitio para unos pocos. El pueblo de Baotou sería aniquilado mientras huían. Al imaginarse los campos de arroz tiñéndose de rojo por la sangre derramada, Lujan dejó salir un largo suspiro. Ya se había demorado demasiado.

—Buena suerte —murmuró, lanzando una mirada fugaz a los ojos de Chen Yi. No podía comprender el triunfo que vio brillando en ellos y estuvo a punto de volver a hablar pero se lo pensó mejor Se dirigió a grandes zancadas hacia el frente de la columna, donde un hombre sostenía su caballo. Ante la mirada de Chen Yi, las puertas del cuartel se abrieron y los de la primera fila se enderezaron mientras la multitud quedaba en silencio.

Las calles estaban flanqueadas por gente que los observaba atentamente. Habían dejado el camino libre para los soldados imperiales y sus carros, pero sus rostros estaban llenos de odio y, a gritos para que el gentío le oyera, Lujan dio orden a sus ballesteros de que se prepararan y salió al trote. El silencio era muy tenso y el comandante suponía que de un momento a otro les lanzarían una descarga de insultos. Sus hombres palpaban las espadas y las picas con nerviosismo, intentando no ver la cara de ninguna persona conocida mientras abandonaban el cuartel. La misma escena se estaría produciendo en otros cuarteles y ese grupo se encontraría con la segunda y tercera columna fuera de la ciudad antes de desplazarse hacia el este, hacia Yenking, y el paso de la Boca del Tejón. Baotou quedaría indefensa por primera vez en su historia.

Chen Yi observó cómo se marchaba la columna de guardias, dirigiéndose hacia la puerta del río. Lujan no podía saber que gran parte de la muchedumbre estaba formada por sus propios hombres, que estaban allí para mantener el orden e impedir que ciudadanos más imprudentes mostraran su disgusto ante la retirada del ejército. No quería que Lujan se retrasara, pero no había podido resistirse a ver su vergüenza en persona antes de que se marchara. Lujan había sido una voz comprensiva en la guarnición durante muchos años, aunque no habían llegado a ser amigos. Chen Yi sabía que para él habría sido duro recibir la orden de partir; y disfrutó hasta el último instante de su humillación. Le había costado un gran esfuerzo ocultar su íntima satisfacción. No habría ninguna voz discrepante cuando llegaran los mongoles, no habría soldados con orden de luchar hasta la muerte. La traición del emperador había puesto Baotou en manos de Chen Yi en una sola mañana.

Frunció el ceño, concentrado, cuando la columna de soldados alcanzó la puerta del río y Lujan pasó bajo la sombra de las desiertas plataformas de los arqueros. Todo dependía del honor de los dos hermanos mongoles a los que había ayudado. Deseó poder saber a ciencia cierta si Khasar y Temuge eran dignos de confianza o si vería su querida ciudad destruida. La multitud que aguardaba en los cuarteles observaba la retirada de los soldados sumidos en un silencio extraño e inquietante; y Chen Yi ofreció unas oraciones a los espíritus de sus antepasados. Recordando a su siervo mongol, Quishan, pronunció una última oración al padre cielo de ese curioso pueblo, pidiendo su ayuda en los próximos días.

Apoyándose en el travesaño superior de un cerco para cabras, Gengis sonrió al ver pasar a su hijo Chagatai lanzando gritos de alegría mientras recorría al galope todo el campamento. Esa mañana le había dado una armadura especialmente confeccionada para ajustarse al tamaño de un niño de diez años. Chagatai era demasiado joven para unirse a los guerreros en la batalla, pero estaba encantado con la armadura y cabalgaba sin cesar alrededor del campamento en un poni nuevo para que lo vieran los adultos. Muchos hombres sonrieron al verle blandiendo su arco y alternando carcajadas y gritos de guerra.

Gengis estiró la espalda, pasando una mano por la gruesa tela de la tienda blanca que había levantado frente a los muros de Baotou. Era distinta de las gers de su pueblo, para que los de la ciudad la reconocieran y suplicaran a sus líderes que se rindieran. Aunque era dos veces más alta que su propia gran ger, no estaba construida con tanta solidez como la suya y temblaba con el viento. Observó cómo sus paredes entraban y salían como si respiraran. A ambos lados de la tienda se elevaban sendos estandartes cuyas crines blancas ondeaban con cada ráfaga y, semejantes a látigos, restallaban sobre los altos palos como si hubieran cobrado vida.

Baotou permanecía cerrada ante ellos y Gengis se preguntó si sus hermanos no se habrían equivocado al juzgar a ese Chen Yi. Los exploradores habían informado de que la columna de soldados había abandonado la ciudad el día anterior. Algunos de los guerreros más jóvenes se habían acercado lo suficiente para matar a algunos de ellos con sus arcos desde la distancia antes de ser repelidos. Si habían calculado bien las cifras de efectivos, en la ciudad no quedaba ningún soldado para defenderla y Gengis sintió que su ánimo se sosegaba. De un modo u otro, aquella ciudad caería como las demás.

Había hablado con el maestro de obras de Baotou y éste le había asegurado que Chen Yi no habría olvidado su acuerdo. La familia de Lian seguía estando dentro de las murallas que había ayudado a construir y tenía múltiples razones para desear que se sometieran pacíficamente al invasor. Gengis miró la tienda blanca. Tenían hasta la puesta del sol para rendirse, de lo contrario al día siguiente verían levantarse la tienda roja. Entonces no los salvaría ningún acuerdo.

Gengis sintió unos ojos posados sobre él y se giró hacia su hijo mayor Jochi, al otro lado del remolino de cabras. El chico lo observaba en silencio y, pese a lo que le había prometido a Borte, Gengis sintió que reaccionaba ante su mirada como ante un desafío. Sostuvo la mirada de Jochi con frialdad hasta que Jochi se vio obligado a bajar la vista. Sólo entonces Gengis le habló.

—Dentro de un mes es tu cumpleaños. Haré que fabriquen otra armadura para ti.

Jochi frunció los labios con gesto desdeñoso.

—Cumpliré doce años. No faltará mucho para que pueda cabalgar junto a los guerreros. No tiene sentido entretenerse con juegos de niños mientras llega ese momento.

Gengis estuvo a punto de perder los estribos. Su oferta había sido generosa. Le habría respondido, pero el regreso de Chagatai distrajo a ambos. El chico llegó rugiendo sobre su poni y bajó al suelo de un salto, dando un mínimo traspié y recuperando el equilibrio agarrándose al cercado de madera, para después atar las riendas a un poste con rapidez. Las cabras balaron asustadas en el redil y se apiñaron al lado contrario, alejándose de él. Gengis no pudo evitar sonreír ante la sencilla alegría de Chagatai, aunque sintió que la mirada de Jochi volvía a posarse en él, siempre vigilante.

Chagatai señaló con un gesto hacia la silenciosa ciudad de Baotou, a poco más de un kilómetro de distancia.

—¿Por qué no atacamos ese lugar, padre? —preguntó, echando una breve mirada a Jochi.

—Porque tus tíos hicieron una promesa a un hombre de esa ciudad —respondió Gengis con paciencia—. A cambio de entregarnos al maestro de obras que nos ha ayudado a conquistar todas las demás, esta ciudad seguirá en pie. —Hizo una pausa—. Si se rinden hoy.

—¿Y mañana? —preguntó Jochi de repente—. ¿Otra ciudad y luego otra más? —Cuando Gengis se volvió hacia él, Jochi se estiró—. ¿Vamos a pasarnos toda la vida conquistando estos lugares uno por uno?

Gengis sintió que la sangre le subía a la cabeza ante el tono que había utilizado el chico, pero entonces recordó la promesa que le había hecho a Borte de tratar a Jochi como al resto de sus hermanos. Su esposa no parecía comprender la forma en que le pinchaba a la menor oportunidad… No obstante, necesitaba que hubiera paz en el seno de su propia ger. Esperó un momento hasta haber controlado su genio.

—Lo que estamos haciendo aquí no es ningún juego —replicó—. No he decidido aplastar estas ciudades Chin porque me gusten las moscas y el calor de estas tierras. Estoy aquí, vosotros estáis aquí, porque su pueblo nos ha atormentado durante generaciones. El oro Chin ha enfrentado a cada tribu con todas las demás durante más tiempo de lo que nadie puede recordar. Y cuando ha reinado la paz entre nosotros durante una generación, nos han echado a los tártaros encima como perros salvajes.

—Ahora no pueden hacerlo —contestó Jochi—. Los tártaros están desunidos y nuestro pueblo es una nación, como tú dices. Somos demasiado fuertes. ¿Es entonces la venganza lo que nos mueve? —El muchacho no miraba a su padre directamente a los ojos y sólo se atrevió a mirarlo por el rabillo del ojo cuando Gengis se giró hacia otro lado, pero en su mirada brillaba un interés genuino.

Su padre resopló.

—Para ti, la historia son sólo historias. Ni siquiera habías nacido cuando las tribus estaban desperdigadas. No conociste aquella época y tal vez no puedes comprenderlo. Sí, esto es en parte una venganza. Nuestros enemigos deben aprender que no pueden aplastarnos sin que una tormenta caiga sobre ellos. —Desenfundó la espada de su padre y la volvió hacia el sol, haciendo que la reluciente superficie dibujara una línea dorada en el rostro de Jochi.

—Ésta es una buena espada, fabricada por un maestro. Pero si la enterrara bajo tierra, ¿cuánto tiempo mantendría su filo?

—Vas a decir que las tribus son como la espada —dijo Jochi, sorprendiéndolo.

—Quizá —contestó Gengis, irritado por esa interrupción de su discurso. El chico era demasiado listo, y eso no le beneficiaba—. Todo lo que he obtenido puede perderse, quizá por culpa de un solo hijo necio, que no tiene paciencia para escuchar a su padre. —Jochi esbozó una ancha sonrisa al oír esas palabras y Gengis se percató de que le había reconocido como hijo aun cuando lo que pretendía era borrar esa expresión arrogante de su cara.

Gengis abrió la puerta del redil y entró con la espada en ristre. Las cabras se alejaron como pudieron de él, subiéndose las unas sobre las otras y balando sin parar.

—Tú que eres tan inteligente, Jochi, dime qué pasaría si las cabras me atacaran.

—Las matarías a todas —respondió con presteza Chagatai a sus espaldas, intentando participar en esa competición de voluntades. Gengis no se volvió mientras escuchaba a Jochi.

—Te arrollarían —contestó Jochi—. Entonces ¿somos cabras que se han unido para formar una nación? —Al chico la idea pareció resultarle graciosa y Gengis se encolerizó y agarró a Jochi con una mano, lo pasó por encima de la cerca y lo arrojó despatarrado entre los animales, que echaron a correr presa del pánico, algunos de ellos intentando saltar la valla.

—Somos el lobo, muchacho, y el lobo no pregunta qué pasa con las cabras que mata. No considera cuál es el mejor modo de emplear su tiempo hasta que su boca y sus patas no están rojas de sangre y ha derrotado a todos sus enemigos. Y si vuelves a burlarte de mí, te enviaré a que te unas a ellos.

Jochi se levantó con dificultad y su rostro adoptó la fría expresión de una máscara. Con Chagatai, la disciplina habría tenido la aprobación como resultado, pero Gengis y Jochi se quedaron mirándose fijamente en un tenso silencio, y ninguno de los dos quería ser el primero en ceder. Jochi vio por el rabillo del ojo que, a un lado, Chagatai sonreía disfrutando de su humillación. En el fondo, Jochi no era más que un niño y sus ojos se llenaron de ardientes lágrimas de frustración mientras bajaba la vista y se encaramaba al cercado para salir del redil.

Gengis respiró hondo y empezó a buscar un modo de suavizar la ira que lo había invadido.

—No debes pensar en esta guerra como algo que hacemos antes de retornar a nuestra apacible vida. Piensa que somos guerreros, si hablar de espadas y lobos te resulta demasiado extravagante. Si dedico mi juventud a destruir la fuerza del emperador Chin, consideraré que cada día es una dicha. Su familia ha gobernado durante suficiente tiempo ya y ahora es el momento del auge de mi familia. No soportaremos que sus frías manos nos manipulen por más tiempo.

Jochi jadeaba, pero se controló para hacer una última pregunta.

—Entonces ¿esto no terminará nunca? ¿Aun cuando seas un anciano canoso, seguirás buscando otros enemigos contra los que luchar?

—Si queda alguno —contestó Gengis—. No puedo dejar sin terminar lo que he empezado. Si alguna vez nos desalentamos, si alguna vez vacilamos, se abalanzarán sobre nosotros en mayor número de lo que puedas imaginar.

Se esforzó para pensar en algo que pudiera levantarle el animo al chico.

—Pero, para entonces, mis hijos serán suficientemente mayores para cabalgar hacia nuevas tierras y someterlas al poder mongol. Serán reyes. Comerán comida grasienta, tendrán espadas adornadas con piedras preciosas y se olvidarán de lo que me deben.

Khasar y Temuge habían caminado hasta más allá del final del campamento para observar las murallas de Baotou. El sol estaba bajo en el horizonte, pero el día había sido caluroso y ambos estaban sudando en el espeso aire. Nunca sudaban en las altas montañas de su hogar, donde la suciedad caía como polvo de su piel reseca. En las tierras de los Chin, sus cuerpos acababan despidiendo un olor nauseabundo y las moscas los atormentaban constantemente. Temuge, en particular, tenía un aspecto pálido y enfermizo y le dolía el estómago mientras recordaba la última vez que había visto la ciudad. Había pasado demasiadas noches en la ger cargada de humo de Kokchu y algunas de las cosas que había presenciado le inquietaban todavía. Se le cerró la garganta y tosió. La tos pareció empeorar su estado y se mareó.

Khasar observó cómo se recuperaba sin un ápice de conmiseración.

—No respiras bien, hermanito. Si fueras un poni, te descuartizaría para alimentar a las tribus.

—No entiendes nada, como siempre —respondió Temuge con voz débil y limpiándose la boca con el dorso de la mano. Estaba perdiendo el color de las mejillas y, bajo la luz del sol, su tez tenía un aspecto cerúleo.

—Entiendo que te estás matando para besarle los pies a ese mugriento chamán —contestó Khasar—. He notado que incluso estás empezando a oler como él.

Temuge habría hecho caso omiso de las pullas de su hermano, pero cuando alzó la vista vio en los ojos de Khasar un recelo que no había visto nunca. Lo había percibido en otros que lo asociaban con el chamán del gran khan. No era exactamente miedo, a menos que fuera miedo a lo desconocido. En esas ocasiones había pensado que no era más que despreciable ignorancia de unos necios, pero ver esa misma cautela en Khasar fue extrañamente agradable.

—He aprendido mucho de él, hermano —contestó—. A veces he visto cosas que me han atemorizado.

—Las tribus murmuran muchas cosas sobre él, pero nunca es nada bueno —añadió Khasar con suavidad—. He oído que se queda con los bebés cuyas madres no los quieren. Y nunca se los vuelve a ver. —No miraba a Temuge mientras hablaba, prefería fijar la mirada en los muros de Baotou—. Dicen que mató a un hombre con sólo tocarlo.

Cuando se recobró del ataque de tos que le había doblado en dos, Temuge se enderezó lentamente.

—He aprendido a convocar a la muerte de ese modo —mintió—. Anoche, mientras dormías. Fue un proceso doloroso y por eso toso hoy, pero la carne se recuperará y seguiré guardando ese conocimiento.

Khasar miró de reojo a su hermano, intentando discernir si estaba diciendo la verdad.

—Estoy seguro de que es algún tipo de truco —afirmó. Temuge le sonrió y, al tener las encías manchadas de negro, su expresión fue terrible.

—No es necesario tener miedo de lo que sé, hermano —replicó Temuge con suavidad—. El conocimiento no es peligroso. Sólo los hombres lo son.

Khasar resopló.

—Ése es el tipo de discurso infantil que te enseña, ¿no? Hablas como el monje budista, Yao Shu. Al menos, ése no siente ninguna admiración por Kokchu. Cada vez que se encuentran es como si fueran carneros que se hubieran internado en el territorio del otro.

—Ese monje es tonto —soltó Temuge—. No debería estar instruyendo a los hijos de Gengis. Puede que uno de ellos llegue a ser khan un día y ese «budismo» los hará débiles.

—No si es ese monje quien se lo enseña —repuso Khasar con una sonrisa—. Puede partir tablas con las manos, que es bastante más de lo que Kokchu puede hacer. A mí me gusta, aunque apenas pronuncia una palabra sensata.

—Puede partir tablas —repitió Temuge, imitando la voz de su hermano—. Por supuesto, típico que te haya impresionado algo así. ¿Acaso evita que los espíritus oscuros entren en el campamento durante las noches sin luna? No, él hace leña para el fuego.

Sin poder evitarlo, Khasar se dio cuenta de que se estaba enfadando. Había algo en esa nueva seguridad de Temuge que le desagradaba, aunque no habría sabido expresar en palabras por qué.

—Nunca he visto ninguno de esos espíritus Chin que Kokchu afirma alejar de nosotros. Pero sé muy bien que puedo utilizar la leña. —Se rió burlón cuando Temuge se puso rojo de rabia y notó que a él también le empezaba a hervir la sangre—. Si tuviera que elegir entre ellos, preferiría mil veces a alguien que sabe luchar como lucha el monje, y ya me arreglaría yo por mi cuenta si tuviera que enfrentarme con los espíritus de los campesinos Chin muertos.

Furioso, Temuge levantó el brazo para golpear a su hermano y, para su sorpresa, Khasar se encogió. El hombre que se lanzaría contra un grupo de soldados sin vacilar retrocedió un paso ante su hermano pequeño y se llevó la mano a la espada. Por un instante, Temuge casi se echó a reír. Deseó que Khasar viera lo gracioso que era eso, y recordó que una vez habían sido amigos, pero entonces sintió una frialdad deslizarse en su interior y se regocijó, exultante, del miedo que había visto en él.

—No te burles de los espíritus, Khasar, ni de los hombres que pueden controlarlos. Tú no has caminado por los senderos oscuros cuando la luna ha desaparecido ni has visto lo que yo he visto. Habría muerto muchas veces si Kokchu no hubiera estado allí para guiarme de vuelta a la tierra.

Khasar sabía que su hermano lo había visto reaccionar ante una mera palma abierta y el corazón batía con fuerza en su pecho. Parte de él no creía que el pequeño Temuge supiera algo que él ignoraba, pero los misterios existían y en los festejos había visto a Kokchu clavarse cuchillos en la carne sin derramar ni una sola gota de sangre.

Khasar se quedó mirando fijamente a su hermano, lleno de frustración, antes de dar media vuelta y regresar a grandes zancadas hacia las tiendas de su pueblo, hacia el mundo que conocía. Al quedarse solo, Temuge sintió deseos de lanzar un grito de triunfo.

Cuando se volvió hacia Baotou, las puertas de la ciudad se abrieron y a sus espaldas resonaron los cuernos de aviso en todo el campamento. Los guerreros ya estarían corriendo en dirección a sus caballos. Que corrieran, se dijo, embriagado por la victoria que había obtenido sobre su hermano. El mareo había pasado y caminó con paso confiado hacia la puerta abierta. Se preguntó si Chen Yi habría apostado arqueros en las murallas, listo para traicionarlos. No le importaba. Se sentía invulnerable y sus pies avanzaban ligeros sobre el pedregoso suelo.