Yenking, la ciudad del emperador, se quedó en silencio en las horas que precedían el amanecer aunque más por un exceso de comida y bebida en el Festival de los Faroles que porque sus habitantes temieran al ejército mongol. Cuando se puso el sol, el emperador Wei se subió a una plataforma para que la muchedumbre que se agolpaba a su alrededor pudiera verlo, y mil bailarines habían creado un estruendo capaz de despertar a los muertos con címbalos y cuernos. Se había encaramado a ella con los pies desnudos, mostrando su humildad ante el pueblo, mientras millones de voces repetían «¡Diez mil años! ¡Diez mil años!», y el clamor había atravesado como una ola toda la ciudad. En el Festival de los Faroles la noche quedaba desterrada: la ciudad relucía como una joya, con una miríada de llamas iluminando faroles fabricados con cuerno cocido o cristal. Incluso los tres grandes lagos estaban iluminados y sus negras superficies estaban cubiertas de pequeños botes, cada uno de los cuales llevaba una antorcha. La esclusa del gran canal, que se extendía a lo largo de tres mil li hasta la ciudad meridional de Hangzhou, estaba abierta y los botes atravesaban la noche deslizándose por sus aguas como un río de fuego, llevando la luz consigo. Mientras soportaba el ruido y el humo de los fuegos artificiales que estallaban y resonaban contra los grandes muros, el joven pensó que le agradaba ese simbolismo. Había tantos cohetes que toda la ciudad estaba cubierta en el blanco humo de la pólvora y el mismo aire tenía un sabor amargo. Muchos niños serían engendrados esa noche, ya fuera por la fuerza o por placer. Habría más de cien asesinatos y los propios lagos acogerían a docenas de borrachos en sus oscuras profundidades, ahogados mientras intentaban cruzarlos a nado. Pasaba lo mismo todos los años.
El emperador había sufrido durante los cánticos de adoración, sacudido por el clamor elevado en su nombre que se escuchaba a todo lo largo de las murallas y más allá. Incluso los mendigos, los esclavos y las putas lo aclamaban ese día y encendían sus destartaladas casas gastando para ello su precioso aceite. Lo soportó todo, aunque, a veces, la mirada que posaba sobre sus cabezas era distante y fría mientras planeaba aplastar al ejército que había osado penetrar en sus tierras.
Los campesinos no sabían nada de la amenaza y ni siquiera los vendedores de noticias tenían demasiada información. El emperador Wei se había ocupado de que los chismosos guardaran silencio y, aunque su arresto había preocupado a aquellos que estaban atentos a ese tipo de gestos, el festival había proseguido con su habitual entusiasmo, un festejo desenfrenado de bebida y luz y bullicio. Los borrachos y los danzarines hicieron pensar al emperador en gusanos retornándose dentro de un cadáver. Mientras ellos celebraban llenos de alegría, sus mensajeros imperiales le habían entregado noticias desalentadoras. Más allá de las montañas, las ciudades estaban en llamas.
Cuando el amanecer encendió el horizonte, los gritos y los cánticos se extinguieron finalmente en las calles, devolviéndole la paz. El último de los pequeños botes de madera iluminados había desaparecido en dirección al campo y sólo se oían unos cuantos petardos retumbando en la distancia. El emperador Wei se había recogido en sus habitaciones privadas y estaba contemplando el paisaje del calmado y oscuro corazón del lago Songhai, rodeado de cientos de grandiosas mansiones. Los más poderosos de sus nobles se agrupaban en torno a la masa central de sus negras aguas, a la vista del hombre de quien procedía su poder. Podía nombrar a todos los miembros de las familias de alta alcurnia, que luchaban y se esforzaban como abejas enjoyadas por hacerse con la administración de su imperio del norte.
El humo y el caos del festival se evaporó como la niebla matutina sobre los lagos. Ante aquella escena de antigua belleza, era difícil asimilar la amenaza del oeste. Y, sin embargo, habría guerra y el joven deseó que su padre siguiera vivo. El anciano había dedicado su vida a aplastar el más mínimo síntoma de desobediencia en los rincones más remotos del imperio e incluso más allá. El emperador Wei había aprendido mucho a su lado, pero era muy consciente de que la posición era absolutamente nueva para él. Ya había perdido varias ciudades que habían pertenecido a las tierras Chin desde el gran cisma que dividió el imperio en dos mitades trescientos siglos atrás. Sus antepasados habían conocido la época dorada, mientras que él tenía pocas posibilidades de devolver al imperio su antigua gloria.
Sonrió irónicamente al imaginarse cómo habría reaccionado su padre al enterarse de que las hordas mongolas habían entrado en las tierras de su familia. Habría recorrido los pasillos del palacio preso de furia, empujando a los esclavos para que se apartaran de su paso, mientras convocaba al ejército. Su padre nunca había perdido una batalla y su seguridad en la victoria habría levantado los ánimos de todos.
El emperador Wei despertó sobresaltado de su ensoñación cuando alguien carraspeó suavemente a sus espaldas. Se volvió desde la alta ventana y vio a su primer ministro haciendo una reverencia hasta el suelo.
—Su majestad imperial, el general Zhi Zhong está aquí como pidió.
—Hazlo pasar y asegúrate de que nadie nos molesta —respondió el emperador alejándose del hermoso amanecer y tomando asiento. Echó un vistazo a sus habitaciones privadas, comprobando que no había nada fuera de lugar. Su escritorio estaba libre del revoltijo de mapas y papeles, y ocultó cuidadosamente su ira mientras aguardaba al hombre que le libraría de las tribus. No pudo evitar pensar en el rey Xi Xia y la carta que le había enviado hacía tres años. Avergonzado, recordó la maldad que destilaban sus palabras y el placer que había sentido enviándolas. ¿Quién podía saber que la amenaza mongola era algo más que un puñado de guerreros vociferantes? Su pueblo nunca había temido a aquellas tribus, que podían ser masacradas cada vez que se producía alguna agitación en su seno. El emperador Wei se mordió la cara interior del labio mientras reflexionaba sobre el futuro. Si no podía derrotarlos con rapidez, tendría que sobornar a los tártaros para que atacaran a sus antiguos enemigos. El oro Chin podía comprar tantas batallas como arcos y lanzas. Recordó las palabras de su padre con afecto y una vez más deseó que estuviera allí para darle consejo.
El general Zhi Zhong era un hombre de inmensa presencia física, con la constitución de un luchador. Llevaba perfectamente afeitada y aceitada la poderosa cabeza, que relució cuando hizo una reverencia ante él. El emperador Wei sintió que su cuerpo se enderezaba automáticamente al verlo entran el legado de muchas horas en el campo de entrenamiento. Le tranquilizó ver de nuevo esa mirada feroz y esa inmensa cabeza, a pesar de lo que le había hecho temblar cuando sólo era un muchacho.
Cuando Zhi Zhong se levantó, el emperador descubrió que su mirada tenía un brillo asesino y volvió a sentirse como un niño. Se esforzó por mantener la voz firme mientras hablaba. Un emperador no podía mostrar debilidad.
—Están viniendo hacia aquí, general. He leído los informes.
Zhi Zhong sopesó al joven de piel tersa que tenía ante sí y deseó que el que estuviera allí fuera su padre. El anciano ya habría actuado, pero la rueda de la vida se lo había llevado y éste era el chico con el que tenía que tratar. El general apretó ambos puños, y se puso muy derecho ante él.
—No tienen más de sesenta y cinco mil guerreros, majestad imperial Su caballería es excelente y todos son arqueros de extraordinaria destreza. Además, han aprendido el arte del asedio y poseen armas de gran potencia. Han alcanzado un nivel de disciplina que nunca había visto en mis previos encuentros con ellos.
—¡No me hables de sus habilidades! —espetó el joven emperador—. Dime más bien cómo los aplastaremos.
El general Zhi Zhong no reaccionó ante la aspereza del tono. Su silencio era crítica suficiente y el emperador tuvo que animarle con un gesto a que continuara, con un rubor coloreando sus pálidas mejillas.
—Para derrotar al enemigo, tenemos que conocerlo, mi señor, Hijo del Cielo —pronunció el título para ayudarle a mantener el control, para que el emperador no se olvidara de su estatus en una época de crisis.
El general Zhi Zhong esperó a que el emperador hubiera frenado el temblor de su boca y hubiera dominado su miedo. Por fin, continuó.
—En el pasado habría buscado debilidades en su alianza pero no creo que esa táctica funcione en este caso.
—¿Por qué no? —exclamó Wei. ¿Es que aquel hombre no pensaba decirle cómo derrotar a las tribus? De niño, había soportado muchos sermones del canoso general y parecía que no se iba a librar de ellos ni ahora que tenía un imperio a sus pies.
—Ninguna fuerza mongola había superado antes el muro exterior. Todo lo que podían hacer era aullar frente a la muralla. —Se encogió de hombros—. No es la barrera que una vez fue y estos mongoles no han sido rechazados por una fuerza superior como habría sucedido en el pasado. En consecuencia, se han vuelto más audaces. —Hizo una pausa, pero su emperador no volvió a hablar. La mirada hostil del general perdió parte de su fiereza. Quizá el muchacho estaba empezando a comprender cuándo mantener la boca cerrada—. Hemos torturado a sus exploradores, majestad imperial. Más de una docena en los últimos días. Hemos perdido algunos hombres para conseguir traerlos vivos, pero ha merecido la pena para conocer al enemigo. —El general frunció el ceño al recordarlo—. Están unidos. No puedo predecir si la alianza se desmoronará con el tiempo, pero al menos este año son fuertes. Tienen ingenieros, algo que nunca pensé que vería. Y aún hay algo más: la riqueza Xi Xia los respalda. —El general se detuvo y su rostro reflejó el desprecio que le merecían sus antiguos aliados—. Será un placer para mí llevar el ejército al valle de los Xi Xia, majestad imperial, cuando hayamos terminado aquí.
—Los exploradores, general —le urgió el emperador Wei, con creciente impaciencia.
—Hablan de ese Gengis como de un elegido de los dioses —continuó el general—. No pude encontrar entre sus filas ni rastro de algún grupo que no lo apoyara por completo, pero no abandonaré la búsqueda. Ya he conseguido persuadirlos antes con promesas de poder y riqueza.
—Dime cómo piensas vencerlos, general —exclamó el emperador Wei—, o encontraré a otro que lo haga.
Ante esas palabras, la boca de Zhi Zhong se convirtió en una delgada línea en su rostro.
—Puesto que la muralla exterior está rota, no podemos defender las ciudades alrededor del río Amarillo, señor —contestó—. Esa zona es demasiado plana y en ese terreno tienen todas las ventajas. Su majestad imperial debe reconciliarse con la idea de perder esas ciudades y replegar a nuestros hombres.
El emperador Wei meneó la cabeza con frustración, pero el general insistió.
—No debemos permitir que sea él quien elija las batallas. Linhe caerá como Xamba y Wuyuan han caído. Baotou, Hohhot, Jining, Xicheng… todas están en su camino. No podemos salvar esas ciudades, sólo vengarlas.
El emperador Wei se puso en pie, furioso.
—¡Las rutas comerciales quedarán cortadas y nuestros enemigos sabrán que somos débiles! Te he hecho llamar para que me digas cómo salvar las tierras que he heredado, no para presenciar cómo son arrasadas junto a mí.
—No podemos salvarlas, majestad imperial —afirmó Zhi Zhong con firmeza—. Yo también lloraré por los muertos cuando esto termine. Viajaré a todas esas ciudades y me embadurnaré la piel con sus cenizas y haré ofrendas como expiación. Pero las perderemos. He dado órdenes de retirar a nuestros soldados de todas esas plazas. Servirán mejor aquí a su majestad imperial.
El joven emperador se quedó sin habla. Su mano derecha agitaba nerviosamente el forro de su túnica. Con un inmenso esfuerzo de voluntad, consiguió calmarse.
—Mide tus palabras cuando hables conmigo, general. Necesito una victoria y si me dices una vez más que tengo que renunciar a las tierras de mi padre, ordenaré que te corten la cabeza ahora mismo.
El general sostuvo la airada mirada del emperador. No vio en él ninguna huella de la debilidad que había percibido en el pasado. Durante un instante, le recordó a su padre, y eso le agradó. Tal vez la guerra haría que la fortaleza de su linaje saliera a la superficie como ninguna otra cosa lo había hecho hasta el momento.
—Puedo reunir casi doscientos mil soldados para combatir contra ellos, majestad imperial. El imperio sufrirá hambrunas al desviar las reservas y provisiones hacia el ejército, pero la guardia imperial mantendrá el orden en Yenking. Nosotros elegiremos el campo de batalla, un terreno en el que los jinetes mongoles no puedan arrollarnos. Juro ante el Hijo de los Cielos por la memoria del propio Lao Tse que los destruiré completamente. He entrenado personalmente a muchos de nuestros oficiales y puedo afirmar ante su majestad que no fallarán.
El emperador alzó una mano para hacer pasar a un esclavo que aguardaba en la puerta y aceptó el vaso de agua fresca que le ofrecía. No le preguntó al general si deseaba beber algo, ni siquiera se le pasó por la cabeza, aunque era tres veces mayor que él y la mañana era calurosa. El agua de la Fuente de Jade era sólo para la familia imperial.
—Eso es lo que quería oír —dijo, agradecido, y bebió un trago de agua—. ¿Dónde tendrá lugar la batalla?
—Cuando las ciudades hayan caído, avanzarán hacia Yenking. Sabrán que esta ciudad es la residencia del emperador y se dirigirán hacia aquí. Los detendré en la cadena montañosa que se eleva en el oeste, en el paso de Yuhung, el que ellos llaman «la Boca del Tejón». Es suficientemente estrecho como para obstaculizar el paso de sus caballos y conseguiremos acabar con todos ellos. Nunca llegarán a esta ciudad, lo juro.
—No podrían tomar Yenking, aunque fracasaras —contestó el emperador, con seguridad. El general Zhi Zhong lo miró, preguntándose si habría salido alguna vez de la ciudad en la que había nacido. El general carraspeó suavemente.
—No habrá ocasión de comprobarlo. Los destruiré allí y, cuando el invierno haya concluido, viajaré a su patria y borraré de la faz de la tierra hasta el último de sus vástagos. Nunca se recuperarán de ese ataque.
El emperador sintió que recobraba el optimismo al oír esas palabras. No tendría que presentarse avergonzado ante su padre en la tierra de los muertos. No tendría que expiar su fracaso. Por un instante, volvió a pensar en las ciudades que conquistarían los mongoles, imaginándose una visión de sangre y llamas. La desterró con esfuerzo de su mente y tomó otro sorbo de agua. Las reconstruiría. Cuando el último de esos mongoles hubiera sido descuartizado, o clavado en uno de los árboles de su imperio, reconstruiría esas ciudades y su pueblo sabría que el emperador aún era poderoso, aún era bienamado por los cielos.
—Mi padre dijo que siempre habías caído como un martillo sobre sus enemigos —añadió el emperador, y su cambio de humor había suavizado su tono de voz. Alargó la mano y agarró el hombro de Zhi Zhong, cubierto por una sólida armadura—. Recuerda las ciudades perdidas cuando tengas por fin la oportunidad de hacerlos sufrir. En mi nombre, págales con su misma moneda.
—Como desee su majestad imperial —respondió Zhi Zhong, haciendo una profunda reverencia.
Ho Sa caminaba a través del vasto campamento perdido en sus pensamientos. Durante casi tres años, su rey le había dejado en manos del khan mongol y había veces en las que tenía que esforzarse para recordar al oficial Xi Xia que había sido. En parte, eso se debía a que los mongoles lo aceptaban sin reparos. Khasar parecía sentir simpatía por él y Ho Sa pasaba muchas noches bebiendo airag en su ger, servido por sus dos esposas Chin. Sonrió con gesto irónico mientras avanzaba. Habían sido noches excelentes. Khasar era un hombre generoso y no le importaba prestarle sus mujeres a un amigo.
Ho Sa se detuvo un momento a inspeccionar un haz de flechas nuevas, apilado junto a otros cientos de haces bajo una rígida estructura de cuero y palos. Eran perfectas, como esperaba. Aunque los mongoles se mofaban de las normas que él había tenido que obedecer en el reino Xi Xia, trataban sus arcos como a un hijo y sólo se ciaban por satisfechos con la máxima calidad.
Hacía mucho tiempo que se había dado cuenta de que le gustaban las tribus, aunque todavía añoraba el té de su hogar, tan distinto de la porquería salada que bebían los mongoles para protegerse del frío. ¡El frío! Ho Sa nunca había vivido un invierno tan duro como ese primer invierno en las estepas. Había seguido todos los consejos que le habían dado para mantenerse con vida y, aun así, había sufrido terriblemente. Meneó la cabeza al recordarlo y se preguntó qué haría cuando su rey le hiciera llamar para que regresara a su patria, lo que sin duda sucedería algún día. ¿Se marcharía? Gengis lo había ascendido poniéndole al mando de cien hombres bajo las órdenes de Khasar, y Ho Sa estaba disfrutando de la camaradería del grupo de oficiales. Todos ellos podrían haber sido comandantes en el reino Xi Xia, estaba seguro. Gengis no habría ascendido a ningún necio y Ho Sa se sentía orgulloso de su promoción. Cabalgaba en el ejército más grande del mundo, como guerrero y como líder. Ser depositario de confianza no era una cuestión fútil para un hombre.
La ger de la segunda esposa del khan era diferente de todas las demás tiendas del inmenso campamento. Las paredes estaban recubiertas de seda Chin y, cuando Ho Sa entró, el aroma de jazmín le sorprendió una vez más. No tenía ni idea de cómo había logrado conseguirlo Chakahai, pero en los años que había estado fuera de su hogar no se había quedado de brazos cruzados. Sabía que otras esposas Xi Xia y Chin se reunían en su ger con regularidad. Cuando uno de los maridos se lo prohibió a su mujer, Chakahai se atrevió a plantear el problema a Gengis. El khan no había hecho nada, pero a partir de entonces la esposa Chin había sido libre para visitar a la princesa Xi Xia. Sólo había sido necesaria una palabra en el lugar adecuado.
Ho Sa sonrió al inclinarse ante ella, aceptando que las manos de las dos muchachas Chin le tomaran por los hombros para quitarle la túnica exterior. Incluso eso era algo nuevo. Los mongoles se vestían sólo para protegerse del frío y no se paraban a pensar en lo que era correcto o no.
—Bienvenido a mi hogar; paisano —dijo Chakahai, inclinándose a su vez—. Me alegro de que estés aquí. —Habló en lengua Chin, pero el acento era el del hogar de Ho Sa. El guerrero suspiró al oír aquellos tonos, sabiendo que Chakahai lo hacía para complacerlo.
—Eres la hija de mi rey, la esposa de mi khan —contestó—. Soy tu siervo.
—Eso está bien, Ho Sa —contestó— pero también somos amigos, espero.
Ho Sa volvió a hacer una reverencia, más profunda que la anterior. Cuando se enderezó tomó el recipiente de té verde oscuro que le ofrecieron e inhaló su aroma con gusto.
—Claro que lo somos, pero ¿qué es esto? No he olido… —volvió a inhalar hondo, haciendo que el cálido olor llegara a sus pulmones. Entonces le invadió la nostalgia de su hogar y la fuerza de su añoranza hizo que se tambaleara.
—Mi padre envía un poco con su tributo todos los años, Ho Sa. Las tribus han dejado que se quede seco, aunque ésta es la tanda más fresca.
Ho Sa se sentó con cuidado, sosteniendo el tazón contra el pecho mientras bebía.
—Has sido muy amable al pensar en mí; —No la presionó, pero no sabía por qué le había hecho llamar ese día. Era consciente de que no podían pasar demasiado tiempo juntos. A pesar de que hubiera sido natural que dos Xi Xia se buscaran, un hombre no visitaba a la mujer de un khan si no existía alguna razón para ello. En dos años, se habían encontrado apenas media docena de veces.
Antes de que ella tuviera ocasión de responder entró otro hombre en la tienda. Yao Shu entrelazó sus manos y se inclinó ante la dama. Ho Sa observó divertido que el monje también recibía un tazón de auténtico té y suspiraba encantado al percibir su aroma. Sólo cuando Yao Shu finalizó la ceremonia de saludo, Ho Sa frunció el ceño. Si era peligroso reunirse en privado con la esposa de un khan, aún más peligroso era ser acusado de conspiración. Su preocupación aumentó cuando las dos pequeñas esclavas inclinaron la cabeza y salieron dejándolos a los tres solos. Ho Sa empezó a ponerse de pie, sin acordarse ya del té.
Chakahai le puso una mano en el hombro para sujetarlo, de modo que no podía moverse sin obligarla a soltarlo, así que se volvió a sentar, incómodo, y ella lo miró a los ojos. Los ojos de Chakahai destacaban grandes y oscuros en su pálida tez. Era hermosa y a su alrededor no había rastro de la rancia grasa de oveja de los mongoles. Ho Sa no pudo evitar que un leve escalofrío le recorriera la espina dorsal al sentir el roce de sus frescos dedos sobre la piel.
—Te he pedido que vinieras, Ho Sa. Eres mi huésped y sería un insulto que te marcharas, ¿no? Dímelo, todavía no comprendo del todo los modales que corresponde mostrar en una ger. —Era una reprimenda además de una mentira. Comprendía perfectamente las sutilezas del estatus mongol. Ho Sa se recordó a sí mismo que aquella mujer había crecido siendo sólo una de las numerosas hijas de su rey. A pesar de su belleza, no era inocente respecto a los asuntos de la corte. Se echó hacia atrás y se obligó a beber un sorbo de té—. Aquí nadie puede oírnos —dijo Chakahai con ligereza, incrementando su agitación—. Tienes miedo de estar participando en una conspiración, Ho Sa, pero no se trata en absoluto de eso. Soy la segunda esposa del khan, la madre de uno de sus hijos y de su única hija. Tú eres un oficial de su confianza y Yao Shu ha sido el tutor de los otros hijos de mi marido en habilidades lingüísticas y marciales. Nadie se atrevería a propagar ningún rumor sobre ninguno de nosotros. Si lo hicieran, haría que les cortaran la lengua.
Ho Sa miró a la cara a la delicada joven que era capaz de pronunciar una amenaza así. No sabía si tenía poder para hacer algo así. ¿Cuántas amistades había cultivado en este campamento con su estatus? ¿Cuántos esclavos Chin y Xi Xia? Era posible. Se obligó a sí mismo a sonreír, aunque había frialdad en su interior.
—Bien, entonces, aquí estamos. Tres amigos, bebiendo té. Me acabaré mi taza, majestad, y luego me marcharé.
Chakahai suspiró y su expresión se suavizó. Para estupefacción de ambos hombres, brillantes lágrimas asomaron a sus ojos.
—¿Tengo que estar siempre sola? ¿Tenéis que sospechar de mí incluso vosotros? —susurró, haciendo un obvio esfuerzo por controlarse. Ho Sa nunca alargaría la mano hacia un miembro de la corte Xi Xia, pero a Yao Shu no le paralizaba esa inhibición. El monje le puso un brazo alrededor de los hombros y dejó que la princesa apoyara la cabeza en su pecho.
—No estás sola —dijo Ho Sa con suavidad—. Entiendes que tu padre me ha puesto al servicio de tu marido. Por un momento, pensé que tal vez pretendías conspirar contra él. ¿Por qué si no nos convocarías aquí y mandarías a las niñas que se retiraran?
La princesa de los Xi Xia se incorporó y colocó un mechón de cabello en su lugar. Ho Sa tragó saliva, impresionado por su belleza.
—Eres el único hombre de mi hogar en este campamento —replicó—. Yao Shu es el único Chin que no es un soldado. —Sus lágrimas parecían haber desaparecido definitivamente y su voz se iba fortaleciendo a medida que hablaba—. No traicionaré a mi marido, Ho Sa, ni por ti ni por mil como tú. Pero tengo niños y son las mujeres las que deben pensar en el porvenir. ¿Nos quedaremos los tres tranquilamente sentados observando cómo es arrasado el Imperio Chin? ¿Contemplaremos cómo es destruida la civilización sin decir nada? —Se volvió hacia Yao Shu que la escuchaba con mucha atención—. ¿Qué le sucedería a tu budismo, amigo mío? ¿Permitirás que sea arrollado por los cascos de los caballos de estas tribus?
Al oír esas palabras, Yao Shu habló por primera vez, con expresión preocupada.
—Si mis creencias pudieran arder señora, no confiaría en ellas, ni viviría de acuerdo con ellas. Sobrevivirán esta guerra contra los Chin, aunque los propios Chin no sobrevivan. Los hombres luchan para llegar a ser emperadores o reyes, pero ésos son sólo nombres. No importa qué hombre ostenta esos nombres. Los campos seguirán necesitando que los labren. Los pueblos seguirán llenos de vicio y corrupción. —Se encogió de hombros—. Ningún hombre puede saber qué nos deparará el futuro. Tu marido no ha planteado ninguna objeción a que sus hijos sean enseñados por mí. Quizá las palabras de Buda arraiguen en uno de ellos, pero es necio tratar de ver un futuro tan lejano.
—Tiene razón, majestad —afirmó Ho Sa con voz calmada—. Has hablado así movida por el miedo y la soledad, ahora lo veo. No me había parado a pensar en lo duro que esto tiene que ser para ti. —Respiró profundamente, sabiendo que estaba jugando con fuego, pero a la vez embriagado por ella—. En mí tienes a un amigo, como has dicho.
Entonces Chakahai sonrió y en sus ojos brillaron de nuevo las lágrimas. Alargó las manos y cada uno de ellos tomó una, sintiendo la frialdad de sus dedos en los suyos.
—Tal vez haya sentido miedo —dijo—. He imaginado que la ciudad de mi padre fuera invadida y mi corazón ha sufrido por el emperador Chin y su familia. ¿Creéis que podrán sobrevivir a esta guerra?
—Todos los hombres tienen que morir —respondió Yao Shu antes de que Ho Sa pudiera hablar—. Nuestras vidas no son más que un pájaro que pasa volando por una ventana iluminada y luego se pierde nuevamente en la oscuridad. Lo que importa es que no causemos dolor. Una buena vida defiende a los débiles y, al hacerlo, enciende una luz en la oscuridad que iluminará muchas vidas que aún están por llegar.
Ho Sa miró al solemne monje, viendo cómo relucía su cabeza afeitada. No estaba de acuerdo con sus palabras y casi se estremeció al imaginarse una vida tan seria y desprovista de gozo. Prefería una filosofía más sencilla como la de Khasar: el padre cielo no le habría dado fuerza si no quisiera que la utilizara. Si un hombre podía levantar una espada, debería usarla y no podía encontrar mejor oponente que los débiles, había menos posibilidades de que te destriparan cuando estuvieras distraído. No pronunció esas palabras en voz alta y se alegró al ver que Chakahai se relajaba y hacía un gesto de asentimiento hacia el monje.
—Eres un buen hombre, Yao Shu. Lo presentía. Los hijos de mi marido aprenderán mucho de ti, estoy segura. Quizá un día todos ellos tengan un corazón budista.
Entonces se puso de pie de repente y Ho Sa casi tira los posos de su té, ya frío. Depositó el tazón a un lado y volvió a hacer una inclinación de cabeza ante ella, contento de que la extraña reunión hubiera llegado a su fin.
—Pertenecemos a una antigua cultura —dijo Chakahai con voz suave—. Creo que podemos influir en una nueva cultura a medida que ésta se desarrolla. Si somos cuidadosos, nos beneficiará a todos.
Ho Sa contempló de nuevo sorprendido a la princesa de su pueblo, antes de iniciar los rituales de cortesía que le llevarían al exterior de la tienda, con Yao Shu detrás de él. Ambos se miraron en silencio un momento antes de tomar caminos separados y perderse en el campamento.