XVI

Ataviado con su armadura completa, Gengis observaba la destrucción de la ciudad de Linhe. Cuando su ejército se desplegó alrededor de las murallas, los campos de arroz habían quedado convertidos en una húmeda masa marrón a lo largo de docenas de kilómetros en todas direcciones. No corría ni un soplo de brisa y su estandarte de nueve colas de caballo colgaba lado mientras el sol se ponía sobre el ejército que había traído a aquel lugar.

A ambos lados de él, sus vasallos aguardaban órdenes y sus caballos piafaban inquietos. Junto a Gengis, un sirviente sujetaba una yegua castaña, pero el khan todavía no estaba listo para montar.

Muy cerca de la expectante columna, una tienda de tela de color rojo sangre se agitaba en el viento. En ochenta kilómetros a la redonda, sus tropas habían aplastado toda resistencia hasta que sólo la ciudad permanecía intacta, como Yinchuan, cuando sirvió de refugio al rey Xi Xia. Habían encontrado vacíos los fuertes y guarniciones de los caminos, ya que los soldados Chin se habían retirado ante un ejército contra el que nunca podrían competir. Por delante de ellos avanzaba el miedo de la invasión y los extremos del control Chin se iban replegando a medida que progresaban, dejando las ciudades desiertas. Ni siquiera los enormes muros habían sido un obstáculo para las catapultas y escalas de su pueblo. Gengis había disfrutado al ver vastas secciones de muralla destruidas y convertidas en escombros mientras practicaban con sus nuevas máquinas de guerra. Sus hombres habían arrollado a los defensores en cada lugar por el que pasaban, quemando los puestos de guardia de madera con una especie de furioso rencor. Los Chin eran incapaces de rechazarlos. Todo lo que podían hacer era huir o morir.

Llegaría un día en que las cosas no serían tan sencillas, Gengis estaba seguro de ello: cuando se alzara un general que supiera comandar a los Chin, o cuando las tribus llegaran a la propia Yenking. Pero hoy no era ese día.

Xamba había caído en siete días y Wuyuan había desaparecido bajo las llamas en sólo tres. Gengis observó cómo las piedras arrojadas desde las catapultas arrancaban pedazos de la muralla de Linhe y sonrió para sí, satisfecho. El maestro de obras que sus hermanos le habían traído le había mostrado un nuevo modo de hacer la guerra y ya nunca más lo detendrían unos muros. Durante dos años, su pueblo había construido catapultas y había aprendido los secretos y debilidades de los altos muros Chin. Sus hijos habían crecido, altos y fuertes y había estado allí para presenciar la entrada en la edad adulta del mayor. Era suficiente. Ahora había regresado ante los enemigos de su pueblo con la lección bien aprendida.

Aunque estaba algo retirado de las hileras de catapultas, oía claramente el retumbar de los impactos en el aire inmóvil. Los soldados Chin del interior no se atreverían a abandonar los muros para enfrentarse a sus huestes y, si lo hacían, agradecería esa oportunidad para terminar la batalla temprano. No les serviría de nada ahora que había plantado la tienda roja. Esquirla a esquirla, las murallas iban siendo derribadas con las piedras arrojadas por grupos de hombres sudorosos. Lian le había enseñado unos planos de una máquina aún más terrible. Gengis se la imaginó, viendo de nuevo el enorme contrapeso que Lian decía que lanzaría las rocas a una distancia de casi cien metros con una fuerza arrolladora. El maestro de obras Chin había hallado su vocación en el diseño de armas para un jefe que apreciaba su habilidad. Gengis había descubierto que comprendía los diagramas de Lian como si ese conocimiento hubiese estado en su interior desde siempre. La palabra escrita seguía siendo un misterio para él, pero la fuerza y la fricción, las palancas, los bloques de piedra y las cuerdas se dibujaban con instantánea claridad en su mente. Haría que Lian construyera su máquina gigante para atacar Yenking.

Y, sin embargo, la ciudad del emperador Chin no era como Linhe, no podrían someterla con unos cuantos proyectiles. Gengis gruñó al recordar los fosos y los inmensos muros que había descrito Lian, tan gruesos en la base como siete hombres tumbados uno detrás de otro. Las murallas de Xamba se habían desplomado sobre los túneles que habían excavado por debajo de su base, pero las torres de la fortaleza de Yenking habían sido erigidas sobre piedra y no podían socavarse así. Le haría falta algo más que catapultas para destruir la ciudad del emperador, pero disponía de otras armas, y con cada nueva victoria sus guerreros eran más diestros.

Al principio, Gengis había pensado que se resistirían a adoptar su nuevo papel de manipuladores de máquinas. Hasta entonces, su pueblo nunca había funcionado bien como infantería, pero Lian había introducido entre ellos la idea de la ingeniería y Gengis descubrió que muchos hombres comprendían la disciplina de fuerzas y de pesos. Se había mostrado complacido por contar con guerreros que sabían destruir las defensas de una ciudad y, bajo su mirada satisfecha, se habían esponjado de orgullo.

Gengis sonrió al ver caer hacia fuera una parte del muro. Tsubodai había puesto a mil hombres a trabajar ante las murallas de Linhe. El ejército principal había formado columnas en el exterior de las cuatro puertas de la ciudad, esperando para lanzarse hacia la primera brecha que vieran abrirse en el muro. Gengis vio a Tsubodai caminando a grandes zancadas entre los hombres que manejaban las distintas catapultas, dirigiendo los disparos. Todo era tan nuevo para ellos que Gengis se enorgullecía de lo bien que se habían adaptado las tribus a la situación. Ojalá su padre estuviera vivo para verlo.

En la distancia, Tsubodai ordenó que adelantaran las barricadas de madera, protegiendo a sus guerreros, que embistieron contra las piedras debilitadas con largas picas en forma de gancho. Los arqueros de la ciudad no podían disparar sin arriesgar sus propias vidas y, aun cuando lo lograban, sus flechas se clavaban en la madera, desperdiciadas.

Bajo la atenta mirada de Gengis, un grupo de defensores asomaron la cabeza y volcaron un recipiente de hierro por la cima del muro. Muchos de ellos cayeron atravesados por flechas mongolas, pero siempre había otros hombres para ocupar su puesto. Gengis frunció el ceño al comprobar que habían logrado empapar de un líquido negro a una decena de piqueros. Los guerreros se agacharon tras su escudo de madera, pero, momentos más tarde, los soldados Chin lanzaron antorchas hacia ellos, incendiando el aceite, y el rugido de las llamas superó los gritos que lanzaban sus hombres mientras se ahogaban con los pulmones abrasados.

Gengis oyó a los guerreros que lo rodeaban jurar y maldecir. Los piqueros quemados de Tsubodai avanzaron a trompicones hacia los otros grupos, interrumpiendo el fluido ritmo del ataque. En la confusión, los arqueros Chin ensartaron a todos los que salieron de su propio escudo para proteger a sus compañeros o para poner fin a su agonía.

Tsubodai bramó nuevas órdenes y los grupos de los escudos retrocedieron lentamente, abandonando a los guerreros que se retorcían ante ellos hasta consumirse. Gengis asintió aprobador cuando las catapultas comenzaron a silbar de nuevo. Había oído hablar del aceite que ardía, aunque nunca lo había visto utilizado de esa manera. Prendía con mucha mayor velocidad que la grasa de oveja de las lámparas mongolas y decidió hacerse con unas reservas. Puede que todavía quedara algo de aceite en Linhe cuando cayera. Su mente repasó los miles de detalles que necesitaba recordar cada día hasta que sintió que le iba a estallar la cabeza.

Bajo el muro yacían los cadáveres oscuros y humeantes de sus hombres y unos lejanos vítores resonaron dentro de la ciudad. Gengis aguardaba a que Tsubodai abriera una brecha en el muro, cada vez más impaciente. La luz no duraría mucho más y, en el crepúsculo, Tsubodai tendría que ordenar a sus hombres que se replegaran.

Cuando las catapultas cantaron de nuevo, Gengis se preguntó cuántos hombres habrían perdido en el asalto. No importaba. Tsubodai comandaba a sus guerreros menos experimentados y necesitaban curtirse para la guerra. En los años que había pasado en las montañas Khenti, ocho mil muchachos más habían alcanzado la edad adulta y se habían unido a su ejército de jinetes mongoles. La mayoría de ellos cabalgaban junto a Tsubodai y se hacían llamar los Jóvenes Lobos para honrar a Gengis. Tsubodai casi le había suplicado para que les permitiera ser los primeros en el asalto de Linhe, pero Gengis ya había planeado que fueran esos jóvenes los que lideraran el ataque. Junto con su nuevo general, debían ser iniciados.

Los gritos de los heridos llegaban hasta Gengis transportados por el viento y, sin darse cuenta, golpeó rítmicamente la protección de la muñeca contra las láminas metálicas de sus muslos. Cayeron otras dos secciones del muro. Vio cómo se desplomaba una torrecilla de piedra, arrojando un grupo de arqueros casi a los pies de los jubilosos guerreros de Tsubodai. Las murallas de Linhe parecían ahora una dentadura rota y Gengis supo que el fin estaba próximo. Sus hombres acercaron al muro unas escaleras provistas de ruedas, mientras los equipos de las catapultas se retiraban por fin, agotados y triunfantes.

Gengis sintió cómo a su alrededor se enardecían los ánimos cuando los Jóvenes Lobos de Tsubodai cargaron sobre los defensores, oscureciendo la pálida piedra gris con sus ágiles cuerpos al iniciar el ascenso. Sus mejores arqueros, hombres capaces de atravesar un huevo a cien pasos, cubrían el asalto desde abajo. Los soldados Chin que se asomaban a los muros caían hacia atrás con el cuerpo repleto de flechas temblorosas.

Gengis hizo un enérgico gesto de asentimiento para sí y tomó las riendas de su yegua para montar. El animal bufó, percibiendo su excitado estado de ánimo. Miró a derecha e izquierda, observando los parientes rostros de sus vasallos y las filas y columnas de guerreros que rodeaban la ciudad en un inmenso círculo. Había creado ejércitos dentro de ejércitos, de modo que cada uno de sus generales comandaba un tumán de diez mil hombres y actuaba de forma independiente. Arslan estaba fuera de su vista, situado con su ejército detrás de Linhe, pero Gengis podía ver el estandarte de Jelme ondeando en la brisa.

El sol caía sobre todos ellos tiñéndolos de un bruñido tono dorado y naranja, arrojando largas sombras. Gengis buscó a sus hermanos, listos para cabalgar hacia las puertas este y oeste si eran las que primero se abrían. Tanto Khasar como Kachiun estarían encantados de ser los primeros en las calles de Linhe.

A su lado, la formidable figura de Tolui, que una vez fue vasallo de Eeluk de los Lobos, sólo le mereció una ojeada fugaz, aunque Gengis notó que el guerrero se erguía lleno de orgullo. Lo rodeaban muchos viejos amigos, que respondían a su mirada con una breve inclinación de cabeza. La primera línea de la columna tenía un ancho de sólo veinte caballos, con jinetes que rondaban los treinta años de edad, como él mismo. Gengis vio cómo se echaban hacia delante en sus sillas de montar, ansiosos por atacar la ciudad, y su pecho se colmó de optimismo y confianza.

De una docena de puntos en el interior de Linhe se elevaban girantes volutas de humo semejantes a los signos distantes de una tormenta en las estepas. Gengis observaba y esperaba con las manos temblando ligeramente por la tensión.

—¿Me permites bendecirte, gran khan? —dijo una voz que conocía, interrumpiendo sus pensamientos. Gengis se volvió e hizo un gesto de aproximarse a su chamán personal, el primero entre los hombres que caminaba por los senderos de la oscuridad. Kokchu se había deshecho de los andrajos que vestía en la época en que servía al khan naimano. Ahora llevaba una túnica de seda azul oscuro, sujeta con un fajín dorado. En las muñecas llevaba unas tiras de cuero de las que pendían como adorno algunas monedas Chin, que tintinearon cuando levantó los brazos ante Gengis. Éste inclinó la cabeza con expresión neutra, notando el frío tacto de la sangre de oveja con la que Kokchu le dibujó unas líneas en las mejillas. Sintió cómo le invadía una oleada de calma y mantuvo la cabeza gacha mientras Kokchu recitaba una oración a la madre tierra.

—Recibirá agradecida la sangre que derrames sobre ella, mi señor tanto como si las propias lluvias se tiñeran de rojo.

Gengis dejó salir una bocanada de aire con suavidad, complacido al percibir el terror en los hombres que lo rodeaban. Todos y cada uno de ellos eran guerreros desde su nacimiento, habían sido curtidos en el fuego y la batalla desde los primeros años de vida, pero seguían enmudeciendo y abandonando sus chácharas cada vez que Kokchu se presentaba entre ellos. Gengis había notado cómo el temor hacia él se incrementaba y lo había utilizado para disciplinar a las tribus, otorgando poder a Kokchu con su auspicio.

—¿Debo ordenar que desmantelen la tienda roja, mi señor? —preguntó Kokchu—. Se está poniendo el sol y la tela negra está lista para sustituirla.

Gengis se detuvo a considerarlo. Había sido el propio Kokchu el que sugirió ese método para sembrar el terror en las ciudades de los Chin. El primer día, se plantaba una tienda blanca en el exterior de sus murallas para mostrar con su mera presencia que no había soldados que pudieran salvarlos. Si no abrían las puertas al atardecer al amanecer se levantaba la tienda roja y Gengis transmitía así la promesa de que todos los hombres de la ciudad morirían sin excepción. Al tercer día, una tienda negra significaba que habría muerte sin fin, sin piedad, para todo ser vivo que encontraran tras las murallas.

Las ciudades del este aprenderían la lección y Gengis se preguntó si se rendirían antes así, como afirmaba Kokchu. El chamán sabía cómo emplear el miedo. Sería difícil impedir que los hombres saquearan con tanta ferocidad a los que se entregaban como a los que se resistían, pero la idea le gustaba. La velocidad era clave y si las ciudades caían sin luchar, podría avanzar aún más deprisa. Inclinó la cabeza ante el chamán, honrándolo con su gesto.

—El día aún no ha terminado, Kokchu. Las mujeres vivirán sin sus maridos. Las que sean demasiado viejas o feas para nosotros harán correr la voz sobre nuestra fuerza y el miedo se propagará por sus tierras.

—Como desees, mi señor —dijo Kokchu, con ojos brillantes. Gengis sintió que sus propios sentidos se reanimaban. Necesitaba hombres inteligentes a su lado si quería recorrer los caminos que su imaginación le trazaba.

—¡Mi señor khan! —exclamó un oficial, llamándolo. Gengis giró la cabeza de inmediato y vio que la puerta norte se abría bajo la embestida de los jóvenes guerreros de Tsubodai. Los defensores seguían luchando y observó cómo caían varios hombres de Tsubodai mientras se esforzaban por mantener la ventaja obtenida. Por un lado vio entrar al galope en su campo de visión a los diez mil de Khasar y comprendió que la ciudad se había abierto al menos en dos puntos. Kachiun seguía inmóvil en la puerta este y tenía que contentarse con observar con frustración cómo sus hermanos avanzaban con sus tropas.

—¡Adelante! —bramó Gengis, clavando sus talones en los flancos de su montura. Al sentir el viento en el rostro, recordó las carreras por las estepas de su hogar en días distantes. Alzó con esfuerzo una larga lanza de madera de abedul en la mano derecha, otra innovación. Sólo algunos de los hombres más fuertes habían empezado a entrenar con ellas, pero la moda se estaba extendiendo entre las tribus. Con la punta levantada, Gengis se lanzó con un rugido hacia la ciudad rodeado de sus leales guerreros.

Habría otras ciudades, lo sabía, pero esas primeras plazas serían siempre las más dulces en su memoria. A galope tendido, atravesó enardecido junto a sus hombres las puertas de Linhe, derribando a su paso a los defensores Chin, cuyos cadáveres quedaron desperdigados en el suelo como hojas ensangrentadas.

Temuge atravesó la noche, oscura como boca de lobo, en dirección a la ger de Kokchu. Desde la puerta, oyó el sonido ahogado de un llanto proveniente del interior; pero no se detuvo. No había luna en el cielo y Kokchu le había dicho que era en ese momento cuando tendría más fuerza y capacidad para aprender. A lo lejos, las hogueras seguían ardiendo en la cáscara destripada de Linhe, pero el campamento estaba en silencio después de la destrucción.

Cerca de la tienda del chamán había otra, tan baja y achaparrada que Temuge tuvo que ponerse de rodillas para entrar. Una única lámpara cubierta arrojaba un pálido resplandor y el aire estaba cargado de gases, lo que hizo que Temuge se mareara tras respirar allí apenas unos segundos. Kokchu estaba sentado con las piernas cruzadas sobre un suelo de arrugada seda negra. Todos los objetos del interior habían sido regalos de Gengis y Temuge sintió que la envidia se mezclaba con el miedo que despertaba en él aquel hombre.

Le habían llamado y había acudido. Su papel no era hacer preguntas y cuando se sentó y cruzó las piernas frente al chamán, vio que Kokchu tenía los ojos cerrados y que su respiración no era más que un leve murmullo en su pecho. Temuge se estremeció en aquel ominoso silencio, imaginando oscuros espíritus flotando en el humo que llenaba sus pulmones. Procedía del incienso que ardía en un par de platillos de latón y se preguntó de qué ciudad habrían sido robados. Las tiendas de su pueblo exhibían objetos extraños en esos días sangrientos y pocos eran capaces de identificarlos todos.

Una nube demasiado densa de humo penetró en la garganta de Temuge haciéndole toser. Vio que una sacudida atravesaba el pecho desnudo de Kokchu y sus ojos se abrieron sin expresión, mirándolo sin verlo. Cuando enfocó de nuevo la mirada, el chamán le sonrió con los ojos ocultos bajo una oscura sombra.

—No has venido a mí durante todo un ciclo lunar —dijo Kokchu, con la voz enronquecida por el humo.

Temuge retiró la mirada.

—Estaba inquieto. Algunas de las cosas que me dijiste eran… perturbadoras.

Kokchu soltó una risita, una tos seca en su garganta.

—Así como los niños recelan de la oscuridad, los hombres recelan del poder. Los tienta y a la vez los consume. Nunca es un juego que se deba practicar con ligereza. —Posó su mirada en Temuge hasta que el joven alzó la cabeza con el rostro crispado. Los ojos fijos de Kokchu despedían un brillo de una extraña intensidad, y Temuge pensó que tenía las pupilas más grandes y oscuras que nunca.

—¿Para qué has venido esta noche —murmuró Kokchu—, sino para sumergir tus manos en la oscuridad una vez más?

Temuge respiró hondo. El humo ya no parecía irritarle los pulmones y se sintió exaltado, casi seguro de sí.

—He oído decir que identificaste a un traidor mientras yo estaba en Baotou. Mi hermano el khan me lo ha contado. Me dijo que le maravilló la forma en la que sacaste a aquel hombre de la hilera de guerreros arrodillados.

—Muchas cosas han cambiado desde entonces —dijo Kokchu encogiéndose de hombros—. Pude oler la culpa, hijo mío. Es algo que podrías aprender. —Kokchu hizo acopio de voluntad para mantener la concentración de sus pensamientos. Estaba habituado al humo y podía inhalar mucho más que su joven acompañante sin sentir su efecto, pero aun así veía destellos de luz en los bordes de su campo de visión.

Temuge sintió cómo se disolvían todas sus preocupaciones en la compañía de aquel extraño hombre que olía a sangre a pesar de sus nuevas prendas de seda. Las palabras salieron como un torrente de su boca, inconsciente de que estaba farfullando.

—Gengis dijo que habías puesto tu mano sobre el traidor y que habló en la lengua más antigua del mundo —susurró Temuge—. Dijo que el hombre gritó y murió delante de todos sin que tuviera herida alguna.

—¿Y te gustaría poder hacer lo mismo, Temuge? No hay nadie más aquí y conmigo no debes sentir vergüenza. Pronuncia las palabras. ¿Es eso lo que quieres?

Temuge se encorvó ligeramente y dejó caer las manos al suelo cubierto de seda sintiéndola resbalar entre sus dedos con una nitidez extraordinaria.

—Es lo que quiero.

La sonrisa de Kokchu se amplió al oírle y dejó a la vista sus encías oscurecidas. No conocía la identidad del traidor y ni siquiera sabía si había habido un traidor entre aquellos hombres. La mano que había apoyado en el cuero cabelludo ocultaba dos minúsculos colmillos y una bolsa de veneno cubierta de cera. Cazar a la malvada y diminuta víbora que buscaba le había llevado muchas noches, y se arriesgó incluso a que la pequeña bestia lo mordiera a él. Comenzó a reírse otra vez al recordar el terror y la admiración en el rostro del khan cuando la víctima se retorció con sólo rozarlo. La cara del moribundo estaba casi negra hacia el final, pero las dos marcas gemelas de sangre estaban bien tapadas bajo su pelo. Kokchu lo había elegido debido a la joven Chin que había tomado por esposa. La muchacha había excitado la lujuria del chamán al pasar junto a su tienda cuando iba a por agua, pero luego lo había rechazado, como si fuera una de su pueblo y no una esclava. Se rió con más fuerza al recordar que había visto en los ojos del marido que había comprendido su elección justo antes de que la muerte se llevara ese pensamiento junto con todo lo demás. A partir de ese momento, Kokchu había sido temido y honrado en el campamento. Ninguno de los demás chamanes de las tribus osaba cuestionar su posición, no después de tal exhibición de poder. No experimentaba ningún sentimiento de culpa por haberlos engañado. Su destino era estar al lado del khan de la nación cuando éste triunfara sobre sus enemigos. Si tenía que matar a mil hombres para lograrlo, consideraría que era un precio que merecía la pena pagar.

Vio que Temuge tenía los ojos vidriosos debido al asfixiante humo que llenaba la tienda. Kokchu cerró la mandíbula, haciendo a un lado su regocijo. Necesitaba tener la mente clara para convertir al joven en su prisionero, atando su voluntad con unos lazos tan resistentes que nunca más pudiera liberarse.

Lentamente, Kokchu alargó la mano hacia la pequeña vasija de pasta negra y espesa que tenía a su lado y levantó un dedo en el que se reconocían algunas semillas diminutas mezcladas con aquella pasta reluciente. Lo dirigió a Temuge y, tras abrirle la boca sin encontrar resistencia, le untó la lengua con ella.

Tenía un sabor amargo y Temuge se atragantó, pero antes de que pudiera escupir, sintió una extraña insensibilidad extendiéndose velozmente por sus miembros. Oyó voces susurrantes a su espalda y giró bruscamente la cabeza a un lado y a otro con los ojos vidriosos, buscando el origen del sonido.

—Sueña los más oscuros sueños, Temuge —dijo Kokchu, satisfecho—. Yo te guiaré. O no, todavía mejor. Te daré los míos.

Había rayado el alba antes de que Kokchu saliera tambaleándose de su ger con un sudor ácido impregnando su túnica. Temuge estaba inconsciente sobre el suelo de seda y seguiría dormido durante la mayor parte del día que acababa de comenzar. El propio Kokchu no había llegado a probar la pasta, no había querido arriesgarse a balbucear ante Temuge, porque no estaba del todo seguro de cuánto recordaría el joven al despertar. No deseaba ponerse en manos del otro, no ahora que el futuro le sonreía. Inhaló hondas bocanadas de aire helado y sintió cómo la cabeza se le despejaba del aturdimiento provocado por el humo. Podía percibir su olor dulce brotando de sus poros y se rió para sí mientras regresaba a su tienda y abría la puerta de un golpe.

La joven Chin estaba arrodillada donde la había dejado, en el suelo junto a la estufa. Era increíblemente hermosa, pálida y delicada. Sintió que su deseo por ella se inflamaba de nuevo y se maravilló por su propia energía. Tal vez fueran los restos del humo en sus pulmones.

—¿Cuántas veces me has desobedecido y te has levantado? —preguntó en tono autoritario.

—No, no te he desobedecido —respondió ella, temblando visiblemente.

Kokchu alargó la mano para alzarle la barbilla, pero las manos se le resbalaron con torpeza del rostro de la mujer y se encolerizó. El gesto se transformó en un golpe que la tiró de espaldas.

El chamán jadeó mientras ella se incorporaba con dificultad y se volvía a arrodillar. Justo cuando el chamán se estaba desatando el fajín de su deel, la joven levantó la cabeza. Tenía sangre en la boca y Kokchu notó que su labio inferior había empezado a hincharse, lo que excitó tremendamente su deseo.

—¿Por qué me haces daño? ¿Qué más quieres? —le preguntó ella con los ojos brillantes de lágrimas.

—Poder sobre ti, pequeña —contestó, sonriendo—. ¿Qué otra cosa quiere un hombre sino eso? Está en la sangre de todos nosotros. Si pudiéramos, todos seríamos tiranos.