Las campanadas de alarma resonaban por todo Baotou mientras ellos corrían a través de la noche, siguiendo a Lian. Además, la oscuridad estaba desapareciendo en algunas zonas a medida que más y más gente se iba despertando y encendía las lámparas en todas las puertas. Corrían atravesando círculos de luz en los que las gotas de lluvia refulgían como motas doradas para, a continuación, pasar de nuevo a la negrura nocturna.
Los soldados no los habían visto marcharse, aunque se habían librado por poco. Era evidente que Lian conocía bien la zona y, como una flecha, avanzaba entre los pequeños callejones detrás de las casas de los ricos sin ninguna vacilación. La mayoría de los guardias imperiales habían aparecido en el área de las puertas, pero ahora estaban ocupando gradualmente el centro de la ciudad, reduciendo las posibilidades de huida de los criminales que habían asesinado a los suyos.
Temuge seguía corriendo, jadeando penosamente a cada paso. Avanzaban siguiendo el trazado del muro, aunque en ocasiones Lian se alejaba de él para evitar pasar por patios abiertos y encrucijadas de calles. Khasar trotaba a su lado vigilando a izquierda y a derecha por si aparecían los soldados. Después de la pelea, cada vez que Temuge lo había mirado se lo había encontrado sonriendo, aunque Temuge sospechaba que era la sonrisa del idiota que no era capaz de imaginar las consecuencias de ser capturado. Su propia imaginación era suficientemente brutal por los dos y se estremeció mientras corría al imaginarse unos hierros al rojo abrasando su piel.
Lian hizo un alto cerca de una sección de la muralla que parecía más tranquila. Habían dejado atrás las masas de soldados moviéndose como hormigas de aquí para allá, pero las campanas de alarma habían hecho salir a los portales a numerosas personas que espiaban temerosas a los hombres que corrían.
Lian se giró hacia ellos, resoplando.
—Están reparando la muralla por aquí. Podemos escalar por las cuerdas de las cestas de escombros. Esta noche no encontraréis otro modo de salir de Baotou.
—Enséñame dónde están —dijo Chen Yi. Lian echó una ojeada a las pálidas caras que los observaban desde todas las ventanas que había a su alrededor. Nervioso, tragó saliva y asintió, guiándolos al lugar donde podrían tocar las antiguas piedras de la muralla de la ciudad.
Las cuerdas yacían enrolladas y, en la oscuridad, distinguieron las formas bulbosas de las blandas cestas utilizadas para transportar los escombros hasta la cima, desde donde los arrojaban hacia el núcleo de la muralla. Tres de las cuerdas estaban tirantes y Chen Yi agarró una de ellas con una exclamación complacida.
—Lo has hecho bien, Lian. ¿No hay escalas?
—Por la noche las guardan bajo llave —contestó Lian—. Podría romper los cerrojos fácilmente, pero nos retrasaría.
—Entonces esto nos servirá. Coge esta cuerda y muéstranos qué debemos hacer.
El constructor dejó caer el paquete de las herramientas al suelo y empezó a trepar, gruñendo por el esfuerzo. Era difícil juzgar la altura del muro en la oscuridad, pero a Temuge le pareció enorme cuando miró hacia arriba. Apretó los puños en la oscuridad, deseando desesperadamente no volver a ser humillado delante de Khasar. Conseguiría escalarlo. El pensamiento de que lo alzaran como a un saco de martillos era demasiado horrible para planteárselo siquiera.
Ho Sa y Khasar subieron juntos, aunque Khasar se volvió hacia Temuge antes de iniciar el ascenso. Seguro que pensaba que su endeble hermano se resbalaría y caería sobre Chen Yi como un castigo divino. Temuge lo miró con expresión airada hasta que Khasar sonrió y subió como una rata, haciendo que pareciera sencillo a pesar de su herida.
—Vosotros esperaréis aquí —murmuró Chen Yi a sus hombres—. Yo subiré con ellos y, cuando estén al otro lado sanos y salvos, regresaré con vosotros. Alguien tendrá que tirar de las cuerdas desde el otro lado.
Le pasó una gruesa cuerda a Temuge y observó cómo empezaba a ascender, alzándose por el muro con brazos temblorosos. Chen Yi meneó la cabeza, exasperado.
—No te caigas, miedica —dijo. Al ser tan menudo, Chen Yi subió a toda prisa y dejó a Temuge ascendiendo solo en la oscuridad. Le ardían los brazos y el sudor se le metía en los ojos, pero se obligó a trepar por la áspera piedra, pendiendo sobre los hombres de Chen Yi. Arriba apenas había luz y casi se soltó asustado cuando unas fuertes manos lo agarraron y lo arrastraron hasta la cima.
Temuge se quedó allí tendido, jadeante, olvidado por los demás y enormemente aliviado. Mientras los demás miraban la ciudad, su corazón latía con fuerza en el pecho. Debajo de ellos, los hombres de Chen Yi habían soltado las cestas de escombros y Khasar y Lian tiraron de las cuerdas con rapidez, lanzándolas hacia el otro lado.
El muro tenía tres metros de ancho en la parte superior y la cuerda pasaba por encima, muy tensa. Lian maldijo entre dientes al darse cuenta de que las cuerdas no llegarían hasta el suelo del exterior de la ciudad.
—Tendremos que saltar el último trecho y esperemos que nadie se rompa una pierna —dijo.
Faltaba por subir la última cuerda. Fue golpeando la pared hasta arriba con el fardo de las herramientas de Lian, el arco de Khasar y tres espadas que iban envueltos juntos. Lian lo hizo descender por el exterior del muro y se detuvo, aguardando a que Chen Yi diera la siguiente orden.
—Idos ya —apremió Chen Yi—. Tendréis que ir andando a menos que logréis encontrar algún sitio donde comprar mulas.
—No pienso montar en mula —aseguró Khasar de inmediato. ¿No hay ponis que merezca la pena robar en esta tierra?
—Es demasiado arriesgado. Tu pueblo está en el norte, a menos que pretendas retornar pasando por el reino Xi Xia. No está más que a unos cientos de li de aquí, pero habrá guarniciones de soldados imperiales en cada camino y en cada paso. Sería mejor que os dirigierais hacia el oeste a través de las montañas, viajando sólo de noche.
—Ya veremos —dijo Khasar—. Adiós, ladronzuelo. No olvidaré que nos has ayudado. —Se acuclilló en el mismo borde del muro y luego se dejó resbalar hasta quedar sujeto por los codos antes de alargar la mano hacia la oscilante cuerda. Ho Sa siguió a Khasar despidiéndose de Chen Yi con una mera inclinación de cabeza y Temuge también se habría marchado sin decir una sola palabra si el hombrecillo no le hubiera puesto la palma de la mano en el hombro.
—Tu khan ya tiene lo que deseaba. Tendrá que cumplir las promesas hechas en su nombre.
Temuge asintió enérgicamente. Le era indiferente si Gengis reducía Baotou a cenizas.
—Por supuesto —asintió—. Somos un pueblo honorable. —Chen Yi observó cómo se descolgaba, tan desgarbado y débil como antes. Cuando el líder del Tong Azul se quedó solo sobre el muro, suspiró. No se fiaba de Temuge, con su inquieta mirada y su obvia cobardía. En Khasar había percibido un espíritu afín: un hombre implacable, pero que confiaba en que compartiera su sentido del honor y de la deuda. Se encogió de hombros y se giró hacia su ciudad. No podía estar seguro. No disfrutaba de la emoción del juego y nunca había entendido a los que la amaban.
—Las fichas están sobre la mesa —murmuró—. ¿Quién sabe adonde irán a parar?
Cuando amaneció el décimo día, los cuatro hombres estaban polvorientos y tenían los pies doloridos. Al no estar acostumbrado a caminar, Khasar había empezado a cojear y acompañaba a los demás en su penosa marcha con un humor de perros. Cuando estuvieron fuera del alcance de Chen Yi, Lian había hecho unas cuantas preguntas y, a continuación, también se había sumido en un adusto silencio. Caminaba con sus herramientas sobre el hombro y aunque compartió las liebres que Khasar había matado con el arco, no hizo ningún intento de unirse a las conversaciones cuando los demás planeaban la ruta a seguir. Un viento penetrante los obligaba a avanzar con una mano frunciendo la tela de las túnicas para sujetarlas.
Khasar había propuesto tomar el camino más corto hacia el norte. Temuge había protestado y había sido ignorado, pero Ho Sa le había hecho cambiar de opinión al describir los fuertes Chin y la muralla que protegían el imperio de los invasores. Aunque se había desmoronado en varios puntos, todavía había suficientes guardias como para suponer una amenaza para un grupo de sólo cuatro hombres. La única ruta segura era dirigirse hacia el oeste a lo largo de las orillas del río Amarillo hasta que alcanzaran las montañas que se extendían al norte y al sur del reino Xi Xia y el desierto de Gobi.
Al finalizar el décimo día, Khasar había insistido en entrar en una aldea Chin para hacerse con unos ponis. Su hermano y él aún llevaban una pequeña fortuna en plata y oro, al menos una cantidad suficiente para impresionar a unos campesinos que nunca habrían visto un nivel así de riqueza. Sólo encontrar un mercader que estuviera dispuesto a cambiar unas cuantas monedas de plata por otras de bronce ya les resultó imposible. Se marcharon con las manos vacías y se pusieron en marcha cuando cayó la noche, reacios a permanecer mucho tiempo en un sitio.
Cuando salió la luna, los cuatro hombres, fatigados, se habían adentrado en unos pinares y avanzaban muy despacio por sendas de animales tratando de no perder de vista las estrellas para orientarse. Por primera vez en su vida, Temuge era consciente de su propio olor a sudor y suciedad y deseó tener otra oportunidad de bañarse al estilo Chin. Evocaba su primera experiencia en una ciudad con nostalgia, recordando la pulcritud de la casa de Chen Yi. Le daban igual los mendigos, o las masas de gente que pululaban como moscas sobre carne en mal estado. Era el hijo y el hermano de un khan y nunca caería en un estatus tan bajo. Descubrir que los hombres ricos podían vivir con el lujo que había visto en Baotou había sido una revelación y le hizo algunas preguntas a Lian mientras caminaban en la oscuridad. El maestro de obras pareció sorprenderse de que Temuge supiera tan poco de la vida urbana, sin llegar a entender realmente que cada nuevo dato era como agua cayendo en un alma seca. Le explicó a Temuge que disponían de escuelas para aprendices y de universidades, a las que acudían grandes pensadores para intercambiar ideas y discutir sin que hubiera derramamiento de sangre. Como experto en construcción, le contó cómo se estaban instalando sumideros incluso en las zonas más pobres de la ciudad, aunque la corrupción había paralizado las obras durante más de doce años. Temuge absorbió toda la información y, mientras avanzaban, soñaba que estaba paseando junto a hombres cultivados en patios soleados y que debatían grandes cuestiones con las manos a la espalda. Luego, tropezó con una raíz o una piedra y Khasar se rió de él, lo que hizo añicos las imágenes.
Entonces Khasar se detuvo en medio del sendero sin previo aviso, haciendo que Ho Sa chocara contra su espalda. El soldado Xi Xia tenía demasiada experiencia y veteranía como para romper el silencio. Lian también paró, confuso, y Temuge alzó la cabeza saliendo bruscamente de sus pensamientos y quedándose sin aliento del susto. No los habrían localizado, ¿verdad? Habían visto un puesto de guardia en un camino hacía dos días y lo habían evitado con un amplio rodeo. ¿Habrían dado orden de capturar a los fugitivos? Temuge sintió una punzada de desesperación, convencido de repente de que Chen Yi los había delatado a cambio de su vida. Es lo que Temuge habría hecho y fue presa del pánico en aquella oscuridad en la que empezó a ver enemigos en cada sombra.
—¿Qué pasa? —siseó Temuge a la espalda de su hermano.
Khasar giró la cabeza a un lado y a otro, intentando localizar el sonido.
—He oído voces. Ahora el viento ha cambiado, pero antes las he oído.
—Deberíamos descender hacia el sur unos cuantos kilómetros para esquivarlos —susurró Ho Sa—. Si nos están buscando, podemos utilizar los bosques para hacer una pausa de un día.
—Los soldados no acampan en los bosques —dijo Khasar— porque, si alguien quiere atacar, resulta demasiado fácil arrastrarse sigilosamente hasta el objetivo. Seguiremos adelante, pero más despacio. Tened las armas preparadas.
Lian sacó un martillo de mango largo del fardo donde guardaba las herramientas y se lo colocó sobre el otro hombro enganchado por la cabeza. Temuge miró fijamente a Khasar cada vez más enfadado.
—¿Y qué nos importa a nosotros qué otras personas haya en el bosque? —preguntó en tono airado—. Ho Sa tiene razón, deberíamos dar un rodeo para evitar toparnos con ellos.
—Si tienen caballos, merece la pena que nos arriesguemos. Creo que va a nevar y estoy cansado de tanto caminar —contestó Khasar. Sin decir nada más, continuó avanzando con paso sigiloso, obligándolos a seguir adelante. Temuge maldijo en silencio. Hombres como Khasar no pasearían por las avenidas de la ciudad de su imaginación. Tal vez guardarían las murallas, mientras que otros hombres mejores que él serían tratados con el honor y la dignidad que merecían.
Mientras caminaban por la estrecha senda, vislumbraron el resplandor de una hoguera a través de los árboles y todos pudieron captar los ruidos que el fino oído de Khasar había percibido antes. Unas carcajadas resonaron con claridad en el aire nocturno y Khasar sonrió de oreja a oreja al oír relinchar a una yegua.
Los cuatro hombres se aproximaron furtivamente a la luz. El ruido que producían al moverse quedaba encubierto por los gritos y alegres voces de los desconocidos. Cuando estuvieron suficientemente cerca, Khasar se tendió boca abajo y espió a través de las ramas un pequeño claro rodeado por viejas raíces enredadas y retorcidas sobre sí mismas.
Vio una mula que estaba tirando de la faja de cuero que la sujetaba a una rama. Khasar descubrió complacido que también había tres ponis de largas greñas atados al borde del claro. Eran pequeños y delgados, y tenían la cabeza gacha. La mirada de Khasar se endureció cuando descubrió las blancas líneas de numerosas cicatrices en sus ancas y, a continuación, desató su arco y empezó a colocar flechas entre las zarzas.
Había cuatro hombres alrededor del fuego y tres de ellos estaban hostigando al cuarto, que era una figura menuda envuelta en una túnica de color rojo oscuro. Su cráneo rapado relucía sudoroso a la luz de las llamas. Los otros no tenían armadura, pero llevaban un cuchillo metido en el cinturón y uno de ellos había dejado apoyado sobre un árbol un arco corto. Continuaron divirtiéndose con una expresión cruel en el rostro, abalanzándose sobre el hombrecillo para golpearlo y retirándose luego como una flecha. Tenía los rasgos amoratados e hinchados, pero uno de los otros hombres sangraba abundantemente por la nariz y no se reía como hacían sus amigos.
Bajo la atenta mirada de Khasar, el que sangraba por la nariz cogió un palo y golpeó con vigor al hombre menudo, que se tambaleó por la fuerza del impacto. El porrazo resonó en todo el claro y Khasar esbozó una sonrisa lobuna mientras encordaba su arco sin necesidad de mirar. Apartándose de la luz, retornó hasta donde estaba Ho Sa arrastrándose como una serpiente y le habló en un volumen casi inaudible.
—Necesitamos sus caballos. No tienen pinta de soldados y puedo derribar a dos con el arco si tú te lanzas sobre el tercero. Hay un cuarto, un joven con la cabeza como un huevo, que sigue luchando, pero que no tiene ninguna oportunidad contra esos tres.
—Tal vez sea un monje —aventuró Ho Sa—. Son hombres resistentes, a pesar de que dedican toda su vida a mendigar y a orar. No deberías infravalorarlo.
Khasar alzó la vista, divertido.
—Yo me he pasado toda la infancia aprendiendo a utilizar las armas desde que amanecía hasta que se ponía el sol. Todavía tengo que encontrarme con uno de tu pueblo que sea un digno rival para mí.
Ho Sa hundo el ceño, meneando la cabeza.
—Si es un monje, estará tratando de no matar a sus atacantes. Los he visto hacer una demostración de sus habilidades ante mi rey.
Khasar soltó un suave resoplido.
—Sois un pueblo extraño. Soldados que no saben pelear y hombres santos que son luchadores expertos. Dile a Lian que tenga el martillo listo para partir algún cráneo después de que yo dispare.
Khasar regresó lentamente a su posición anterior y se puso de rodillas con cuidado. Descubrió sorprendido que el hombre de la nariz rota estaba tirado en el suelo, retorciéndose de dolor. Los otros dos lo miraban, y su ruidosa alegría se había trocado en un lúgubre silencio. El joven monje se erguía muy derecho a pesar de los golpes recibidos y Khasar le oyó hablar con voz serena a sus torturadores. Uno de ellos se mofó de él y arrojó a un lado su palo para extraer la siniestra daga de su cinturón.
Khasar tensó su arco y, ante el leve crujido de la madera, el monje miró hacia él a través del fuego, adoptando súbitamente una postura ágil, como si estuviera listo para alejarse de un salto. Los otros no habían notado nada y uno de ellos se abalanzó sobre el monje con la daga en alto para clavársela en el pecho.
Khasar expulsó aire y lanzó la flecha, que se clavó en la axila del bandido, derribándolo. Los otros se giraron hacia allí y Lian y Ho Sa se levantaron de un salto. Con rapidez, el monje se aproximó al hombre que quedaba en pie y le asestó un golpe en la cabeza que lo tiró sobre la hoguera, antes de que Ho Sa y Lian se abalanzaran hacia ellos con un alarido. Sin embargo, el monje hizo caso omiso de ellos, sacó a su atacante a rastras de las llamas y le dio unas palmadas en algunos mechones de cabello que habían empezado a echar humo. El hombre estaba inconsciente, pero su peso no pareció suponer ningún problema para el monje.
Cuando terminó, se enderezó y se giró hacia los recién llegados, haciendo una inclinación de cabeza. El hombre que sangraba por la nariz empezó a gimotear, entre aterrorizado y dolorido. Khasar preparó otra flecha mientras se aproximaba, con Temuge pisándole los talones.
El monje vio lo que Khasar pretendía hacer y se precipitó hacia delante, interponiéndose entre Khasar y la figura que se retorcía en el suelo. El cráneo rapado le hacía parecer poco mayor que un muchacho.
—Apártate —ordenó Khasar al monje.
Las palabras no provocaron ningún cambio en la expresión del joven, que sólo se movió para cruzar los brazos mientras clavaba la mirada en la flecha.
—Dile que se aparte, Ho Sa —ordenó Khasar, apretando los dientes por el esfuerzo de mantener el arco tendido—. Dile que necesitamos su mula, pero que puede seguir su camino cuando yo haya matado a este hombre.
Ho Sa habló y Khasar notó que la expresión del monje se iluminaba al oír palabras que conocía. Siguió un vertiginoso diálogo y, al no ver ningún signo de que fuera a cesar, Khasar maldijo en lengua Chin, disminuyendo la tensión de la cuerda.
—Dice que no nos necesita y que no tenemos derecho a matar a un hombre, porque su vida no nos pertenece —tradujo por fin Ho Sa—. También ha dicho que no nos va a dar su mula, porque no es suya, sino que se la han prestado.
—¿Es que no ve el arco que tengo en la mano? —inquirió Khasar impaciente y lo alzó con ademán brusco en dirección al monje.
—Aunque lo estuvieras apuntando con doce arcos, le traería sin cuidado. Es un hombre santo y no siente temor.
—Un muchacho santo, con una mula para Temuge —replicó Khasar—. A menos que quieras cabalgar en el mismo caballo que mi hermano…
—No me importa —replicó Ho Sa de inmediato y volvió a hablar con el monje, haciendo tres pequeñas reverencias en el curso de la conversación. Al final el muchacho asintió enérgicamente, mirando a Khasar.
—Dice que puedes llevarte los ponis —explicó Ho Sa—. Él se quedará aquí para atender a los heridos.
Khasar sacudió la cabeza, incapaz de comprender.
—¿Me ha dado las gracias por rescatarlo?
Ho Sa no se inmutó.
—No necesitaba que lo rescatáramos.
Khasar miró al monje con el ceño fruncido y él sostuvo su mirada con expresión tranquila.
—A Gengis le encantaría este chico —dijo Khasar de repente—. Pregúntale si quiere venir con nosotros.
Ho Sa habló de nuevo y el joven negó con la cabeza, sin retirar sus ojos de Khasar.
—Dice que la labor del Buda puede llevarle por extraños caminos, pero que su lugar está entre los pobres.
Khasar resopló.
—Los pobres están en todas partes. Pregúntale cómo sabe que ese Buda no quería que lo encontráramos en este lugar.
Ho Sa asintió y, mientras traducía las palabras de Khasar, el interés del monje se fue incrementando visiblemente.
—Quiere saber si Buda es conocido entre los hombres y mujeres de tu pueblo —dijo Ho Sa.
Khasar esbozó una ancha sonrisa.
—Dile que creemos en el padre cielo, sobre nosotros, y en la madre tierra, bajo nuestros pies. El resto es lucha y dolor antes de la muerte.
Se rió al ver a Ho Sa parpadear perplejo al oír cuál era su filosofía.
—¿Eso es lo único en lo que creéis? —preguntó Ho Sa.
Khasar lanzó una breve mirada a Temuge.
—Hay algunos tontos que también creen en los espíritus, pero la mayoría de nosotros creemos en un buen caballo y un brazo derecho poderoso. No conocemos a ese Buda.
Cuando Ho Sa retransmitió el discurso, el joven monje hizo una inclinación de cabeza y se dirigió con amplias zancadas hacia su mula. Khasar y Temuge observaron cómo se subía de un salto a su grupa y el animal empezaba a bufar y dar coces.
—Menuda bestia malhumorada —espetó Khasar—. ¿Se viene con nosotros el chico?
Ho Sa aún parecía asombrado mientras hacía un gesto de asentimiento.
—Sí. Dice que ningún hombre puede adivinar cuál será su camino, pero que quizá tengas razón al decir que hemos sido guiados hasta él.
—Muy bien —respondió Khasar—. Pero dile que no dejaré a mis enemigos vivos y que no debe volver a interferir en mis decisiones. Dile que si lo hace, le cortaré su calva cabecita en ese mismo instante.
Cuando el monje escuchó sus palabras, se echó a reír a carcajadas, golpeándose el muslo.
Khasar lo miró con el ceño fruncido.
—Soy Khasar de los Lobos, monje —se presentó, señalándose el pecho con el pulgar—. ¿Cuál es tu nombre?
—¡Yao Shu! —contestó, golpeándose dos veces con el puño en su propio pecho como saludo. La acción pareció divertir al joven y se rió tanto que tuvo que enjugarse las lágrimas de los ojos. Khasar no le quitaba ojo de encima.
—Monta, Ho Sa —dijo por fin—. La yegua alazana es para mí. Por lo menos se ha acabado la caminata.
Al poco tiempo todos estaban subidos a lomos de un caballo. Tras desabrochar la silla y tirarla al suelo, Ho Sa y Temuge montaron al mismo animal. Los bandidos supervivientes se habían mantenido en silencio durante la conversación, conscientes de que sus vidas pendían de un hilo. Observaron cómo se alejaban aquellos desconocidos y sólo cuando estuvieron seguros de que estaban solos, se incorporaron y maldijeron su suerte.
Cuando la partida de cinco hombres llegó al paso que separaba el reino Xi Xia del extremo meridional del desierto, lo encontró vacío y desguarnecido. En las montañas Khenti, a miles de kilómetros al norte; el invierno estaría arreciando, dispuesto a apoderarse de la tierra durante muchos meses. Incluso en el puerto soplaba un gélido vendaval que parecía estar disfrutando de su recién obtenida libertad. Ya no había fuerte que convirtiera el paso en un lugar de quietud, sino que ahora el viento soplaba constantemente y el aire estaba cargado de polvo y arena.
Al llegar al paso, Khasar y Temuge desmontaron y recordaron los primeros esfuerzos emprendidos para tomar el fuerte y cómo habían acabado en un baño de sangre. Gengis había logrado que su desmantelamiento se llevara a cabo con eficiencia. Algunos bloques inmensos yacían en la arena, en el mismo lugar donde habían caído, pero todas las demás piedras habían sido retiradas. Sólo unos cuantos agujeros cuadrados en las escarpadas paredes marcaban el sitio donde antes se aseguraban maderos y tirantes, pero por lo demás era como si el fuerte nunca hubiera existido. Ya no había ninguna barrera que frenara la llegada de las tribus desde el sur y ese hecho infundió en Khasar un sentimiento de orgullo.
Recorrió a pie el paso junto a Temuge, alzando la vista hacia las altas paredes que se elevaban a ambos lados. El monje y el maestro de obras los observaron sin comprender, ya que ninguno de ellos había conocido el lugar cuando el imponente fuerte de piedra negra bloqueaba el paso y el reino Xi Xia vivía en su espléndido aislamiento.
Ho Sa miró hacia el sur, girando su poni para contemplar los campos vacíos de su hogar. En la distancia se distinguían algunas manchas negras que mostraban los puntos donde habían quemado las cosechas podridas y habían echado las cenizas de nuevo a la tierra. Estaba seguro de que en las aldeas habría hambrunas, tal vez incluso en Yinchuan. Meneó la cabeza, desalentado.
Llevaba ausente casi cuatro meses y se alegraba de la perspectiva de reencontrarse con sus hijos y esposa. Se preguntó cuál habría sido el destino del ejército después de la aplastante derrota a manos del gran khan. Las tribus habían hecho añicos una antigua paz y su rostro se crispó al recordar tanta destrucción. En aquellos meses había perdido amigos y compañeros y el resentimiento retomaba fácilmente a la superficie. La humillación final había sido ver cómo el rey entregaba a su hija a aquellos bárbaros. Ho Sa se estremeció al pensar en que una mujer como ella se había visto obligada a vivir en sus apestosas tiendas, rodeada de ovejas y cabras.
Mientras Ho Sa observaba fijamente el valle, se dio cuenta extrañado de que echaría de menos la compañía de Khasar. Pese a su tosquedad y a su constante uso de la violencia, Ho Sa podía rememorar el viaje y sentir un cierto orgullo. Ningún otro miembro de los Xi Xia podría haber entrado de forma clandestina en la ciudad Chin y regresar con vida con un maestro de obras para Gengis. Cierto que Khasar casi había hecho que lo mataran en una aldea por beber demasiado vino de arroz. Ho Sa se frotó una costra del costado donde un soldado le había rozado las costillas con el filo de su cuchillo. Aquel hombre ni siquiera estaba apostado allí, sino que había ido al lugar a visitar a la familia. Cuando se le pasó la borrachera, Khasar era incapaz de recordar la pelea y no pareció darle ninguna importancia. En ciertos momentos era el hombre más irritante que Ho Sa había conocido en su vida, pero su insensato optimismo había calado en el soldado Xi Xia y se preguntó con inquietud si sería capaz de retornar a la rígida disciplina del ejército real. El tributo anual tenía que ser transportado a través del desierto y Ho Sa decidió que se presentaría voluntario para ponerse al frente de los guardias encargados de realizar ese viaje, sólo para ver las tierras de las que eran originarias las tribus.
Khasar regresó hacia donde aguardaban sus compañeros. Se sentía lleno de júbilo ante la idea de ver su hogar de nuevo y entregarle a Gengis su presa. Sonrió abiertamente a todo el grupo, mostrando lo complacido que estaba. Todos se hallaban cubiertos de polvo y de mugre y las arrugas de su cara estaban negras. Yao Shu había empezado a aprender el idioma de las tribus de Ho Sa. Lian no tenía buen oído para las lenguas, pero él también había memorizado unas cuantas palabras útiles. Todos ellos inclinaron la cabeza con aire vacilante, devolviéndole el saludo a Khasar sin saber muy bien cuál era el motivo de su buen humor.
Ho Sa sostuvo la mirada de Khasar mientras éste se aproximaba hacia él. Se sentía sorprendido por la presión que le oprimía el pecho al pensar en que iba a separarse de esa extraña compañía y no conseguía encontrar las palabras para expresarlo. Khasar habló antes de que hubiera logrado dar con una frase adecuada.
—Mira bien esto, Ho Sa. Pasará mucho tiempo antes de que vuelvas a ver tu hogar.
—¿Qué? —exclamó Ho Sa, arrancado abruptamente de su serenidad.
Khasar se encogió de hombros.
—Tu rey te entregó a nosotros durante un año. Han pasado menos de cuatro meses y pasarán posiblemente otros dos antes de que lleguemos a las montañas. Te necesitaremos para que hagas de intérprete con el constructor y para enseñar al monje a hablar correctamente. ¿Creías que te ibas a quedar aquí? ¡Sí, lo creías! —Khasar pareció encantado al ver la expresión amargada que apareció por un momento en el rostro de Ho Sa—. Vamos a regresar a las estepas, Ho Sa. Atacaremos unas cuantas colinas con los trucos o artes que nos haya enseñado el constructor y, cuando estemos listos, iremos a la guerra. Quizá entonces nos seas tan útil que le pida a tu rey que nos preste tus servicios durante un año o dos más. Yo creo que estaría dispuesto a reducir tu precio del tributo si le pedimos que te entregue a nosotros.
—Estás haciendo esto para torturarme —espetó Ho Sa.
Khasar soltó una risita.
—Puede que un poco sí, pero eres un guerrero que conoce a los Chin. Te necesitaremos a nuestro lado cuando vayamos a guerrear contra ellos.
Ho Sa miró a Khasar con expresión furiosa. El guerrero mongol le dio una palmadita jovial en la pierna antes de alejarse y gritar por encima del hombro:
—Tenemos que sacar agua de los canales para almacenarla. Después de eso pondremos rumbo al desierto y a casa, donde nos esperan las mujeres y el botín. ¿Qué más puede pedir un hombre? Te encontraré incluso una viuda para que te caliente la cama, Ho Sa. Si no fueras tan terco, te darías cuenta de que te estoy haciendo un favor.
Khasar volvió a subirse al caballo, guiándolo hasta donde Lian estaba ayudando a Temuge a encaramarse a la silla y se inclinó hacia su hermano para hablarle.
—Las estepas nos están llamando, hermano. ¿Lo sientes?
—Sí, lo siento —respondió Temuge. De hecho, tenía tantas ganas de reunirse con las tribus como Khasar aunque sólo porque ahora sabía mucho mejor que antes qué podían ganar con sus conquistas. Mientras su hermano soñaba con luchar y saquear la imaginación de Temuge se llenaba de ciudades y de toda la belleza y poder que representaban.