Cuando llegó la medianoche, una lluvia torrencial empezó a caer sobre la ciudad de Baotou. El aguacero invadía las calles y el constante martilleo contra las tejas sonaba como un trueno lejano. Mientras iba distribuyendo las espadas entre sus hombres, Chen Yi parecía sentirse complacido con el cambio de tiempo. Hasta los mendigos se encogerían en los portales mientras siguiera lloviendo. Era un buen presagio.
Cuando salieron a la oscuridad exterior, Khasar y Ho Sa repasaron atentamente la calle, mirando a izquierda y a derecha para comprobar si alguien los observaba. La luna estaba oculta tras negros nubarrones y sólo ocasionalmente, cuando las nubes la dejaban a la vista en su veloz carrera por los cielos, arrojaba su pálida luz. Temuge había dado por supuesto que el agua lavaría las calles y eliminaría parte del hedor que desprendía la ciudad, pero descubrió que, por el contrario, la pestilencia del aire había cobrado intensidad, y el olor a inmundicia humana se propagaba en la humedad del ambiente y penetraba en sus pulmones, provocándole náuseas. Las alcantarillas habían rebosado y Temuge vio cosas oscuras y resbaladizas que no podía nombrar pasar a trompicones arrastradas por la corriente. Se estremeció, súbitamente consciente de la agobiante presencia de masas humanas a su alrededor. Sin Chen Yi, no habría sabido por dónde empezar la búsqueda en el laberinto de casas y tiendas, amontonadas unas encima de otras en todas direcciones.
Otros dos hombres de Chen Yi se les habían unido en la puerta. Aunque no había toque de queda oficial, si todavía quedaba algún soldado en las calles sin duda le daría el alto a un grupo de diez hombres. Chen Yi encargó a uno de ellos la tarea de adelantarse a explorar cada cruce de caminos por el que iban a pasar y dio instrucciones a otros dos hombres de que se quedaran atrás para comprobar si los seguían. Temuge no podía evitar tener la sensación de que iba camino de una batalla. Mientras miraba cómo diluviaba, jugueteaba con la mojada empuñadura de la espada que Chen Yi había insistido en que llevara, deseando no tener que sacarla de su funda. Cuando se pusieron en marcha, avanzando al trote, estaba temblando. Las puertas se cerraron tras ellos con un sonoro ruido metálico, pero ninguno de ellos se volvió.
En algunas calles, los aleros de las casas garantizaban una delgada franja de terreno seco. Chen Yi redujo el trote al paso al recorrer esas zonas para evitar que el sonido de veinte pies a la carrera hiciera que los inquilinos de esas casas se asomaran a las ventanas. La ciudad no estaba totalmente a oscuras, ni totalmente dormida. Temuge vio alguna luz ocasional que salía de las forjas y los almacenes, que seguían funcionando durante la noche. A pesar de las precauciones de Chen Yi, Temuge estaba seguro de que sentía ojos observándolos según pasaban.
En la penumbra, Temuge perdió la noción del tiempo hasta tener la sensación de que llevaban media noche corriendo. La disposición de las calles no seguía ningún patrón fijo, era un laberinto serpenteante que en ocasiones no estaba formado más que por estrechos senderos cubiertos de denso barro que salpicaba a su paso, cubriéndolos hasta la rodilla. Temuge estaba sin resuello al poco de empezar la marcha y más de una vez alguien le había agarrado el brazo en la oscuridad y le había impulsado hacia delante para obligarle a mantener el paso. Maldijo entre dientes cuando, por culpa de uno de esos tirones de manga, metió el pie en un sumidero y algo blando y frío se le quedó enganchado entre los dedos de los pies. Confió en que fuera fruta podrida y no algo peor, pero no se detuvo.
El batidor regresó sólo una vez para indicarle a Chen Yi que debían tomar una ruta distinta de la que llevaban. Temuge rogó para que los soldados estuvieran pasando la noche en el calor de sus cuarteles en vez de estar muertos de frío y empapados por la lluvia como estaba él.
Por fin, Chen Yi mandó parar al jadeante grupo a la sombra de la propia muralla de la ciudad. Temuge la distinguió en la oscuridad: una masa de una negrura más intensa que lo demás. Al otro lado se extendía el mundo que conocía y fue consciente de la sensación de protección que proporcionaba a la ciudad. Una muralla como ésa había sido de gran ayuda al rey de Xi Xia en Yinchuan. Ni todos los guerreros que Gengis había reunido habían conseguido abrir una brecha en una mole así. Se prolongaba en la distancia, alzándose imponente sobre una amplia calle de viviendas bastante semejantes al hogar del propio Chen Yi. Estas casas, no obstante, no estaban escondidas en los barrios bajos, sino que se erguían bien separadas unas de otras y en la brisa llegaba desde ellas el aroma de jardines en plena floración. Incluso el trazado de las calles había cambiado en esa área de Baotou. Atravesaron al trote una cuadrícula de islas, cada una de ellas separada de la ciudad por puertas y muros. Temuge luchaba por recobrar el aliento. Casi se ahogó cuando Khasar le dio una palmada en el hombro, con aspecto de estar tan cómodo como si acabara de retornar de un paseo nocturno.
Los dos mensajeros que se habían quedado atrás llegaron corriendo y negando con la cabeza. Nadie los seguía. Chen Yi no se detuvo a descansar, sino que les ordenó en susurros que se mantuvieran fuera de la vista mientras se acercaba a la puerta más próxima. Su mirada recayó en Temuge, que se recuperaba apoyando las manos en las rodillas y se acercó para hablarle al oído.
—Habrá guardias. Despertarán a su amo y yo hablaré con él. No pronuncies ninguna amenaza en mi ciudad, mongol. El propietario se sentirá nervioso al ver a un grupo de extraños aparecer tan tarde en su casa y no quiero que nadie saque sus armas.
Chen Yi dio media vuelta y se alisó la túnica negra con las manos mientras se dirigía a la puerta. Le acompañaban dos de sus hombres y el resto del grupo se echó hacia un lado situándose donde no pudieran verlos. Khasar agarró a Temuge de la manga y lo arrastró hacia él antes de que pudiera protestar.
Fue el mismo Chen Yi quien aporreó la puerta con fuerza y Temuge vio que una luz amarilla le iluminaba el rostro cuando un cuadrado sujeto con bisagras se abrió en la madera.
—Dile a tu amo que tiene una visita por cuestiones imperiales —anunció Chen Yi con voz firme—. Despiértalo si está dormido.
Temuge no pudo oír la respuesta, pero, tras lo que le pareció un siglo, el cuadrado se volvió a abrir y un nuevo rostro se asomó ante Chen Yi.
—No te conozco —dijo el dueño de la casa con claridad.
Chen Yi se quedó muy quieto.
—El Tong Azul te conoce a ti, Lian. Esta noche pagarás tus deudas.
La puerta se abrió de inmediato, pero Chen Yi no atravesó el umbral.
—Si tienes ballesteros apostados esperándonos, Lian, será la última noche de tu vida. He traído a varios hombres conmigo, pero las calles son peligrosas. No te alarmes y todo irá bien.
Con voz temblorosa, el rostro invisible murmuró una respuesta. Sólo entonces se giró Chen Yi hacia los demás y les indicó con un ademán que lo siguieran.
Temuge notó el terror que sentía aquel hombre al que habían hecho salir de la cama. Los hombros de Lian eran casi tan anchos como los de Khasar, pero estaba temblando visiblemente y mantuvo la mirada gacha ante Chen Yi mientras éste entraba en su casa con amplias zancadas.
Sólo había un guardia en la puerta y él también evitó mirar directamente a los recién llegados. La confianza de Temuge aumentó y empezó a mirar a su alrededor con interés en cuanto cerraron la puerta de la calle. La carrera a través de la lluvia y la oscuridad había quedado atrás y estaba disfrutando del servilismo con el que había reaccionado el maestro de obras de Baotou.
Lian, con el cabello revuelto por el sueño, se erguía con expresión pasmada ante Chen Yi.
—Haré que preparen comida y bebida —murmuró, pero Chen Yi negó con la cabeza.
—No será necesario. Llévame a algún sitio donde podamos hablar en privado. —Chen Yi echó un vistazo al patio de la casa. El albañil había prosperado bajo el poder imperial. Además de ocuparse de las reparaciones de la muralla, era responsable de la construcción de tres cuarteles y de la pista de carreras erigida en pleno corazón del distrito imperial. Y, sin embargo, su casa era sencilla y elegante. La mirada de Chen Yi se clavó en el único guardia y descubrió que estaba muy cerca de una campana que pendía de una viga.
—No te conviene que tu hombre llame a los soldados, Lian. Dile que se aleje de esa campana o creeré que pones en duda mi palabra.
El maestro de obras hizo una señal con la cabeza al soldado, que hizo una mueca y adoptó una nueva posición cerca del edificio principal. La lluvia arreció, cayendo con fuerza sobre el pequeño patio. Su frescor pareció hacer que el dueño de la casa volviera en sí y los guió al interior, mientras escondía su miedo encendiendo una a una todas las lámparas. Temuge vio cómo le temblaba la mano cuando acercaba la vela a una mecha tras otra, alumbrando la estancia más de lo necesario, como si la luz pudiera hacer desaparecer su miedo.
Chen Yi se acomodó en un duro sofá mientras aguardaba a que el albañil acabara de dar vueltas por la habitación. Khasar, Ho Sa y Temuge se quedaron de pie, juntos, observando la escena fascinados, en silencio. Los guardias de Chen Yi adoptaron posiciones detrás de su amo y Temuge vio cómo los ojos de Lian pasaban de uno a otro, registrando la implícita amenaza.
Por fin, vio que no podía retrasar la conversación por más tiempo. Se sentó frente a Chen Yi con las manos entrelazadas para ocultar sus temblores.
—He pagado mi diezmo al Tong —dijo—. ¿Era poco?
No, no lo era —respondió Chen Yi. Se detuvo un momento para retirarse el agua de lluvia de la cara, pasándose la mano por el pelo y arrojando las gotas al suelo de madera. La mirada de Lian las siguió—. No es eso lo que me trae hasta ti.
Antes de que Chen Yi pudiera continuar Lian habló de nuevo, incapaz de contenerse.
—¿Son los trabajadores, entonces? He empleado a todos los hombres que he podido, pero dos de los que me enviaste no querían trabajar. Los otros se quejaban de que no hacían lo que les correspondía. Iba a despedirlos esta mañana, pero si deseas que se queden…
Mientras estudiaba al maestro de obras, Chen Yi parecía haber sido esculpido en mármol.
—Son los hijos de unos amigos. Se quedarán, pero no estoy aquí por eso.
El constructor, desalentado, se encorvó ligeramente en su asiento.
—Entonces no lo entiendo —replicó.
—¿Cuentas con alguien que pueda hacerse cargo del mantenimiento de la muralla?
—Mi propio hijo, señor.
Chen Yi se quedó muy quieto hasta que el maestro de obras alzó la vista y lo miró.
—No soy ningún señor Lian. Soy un amigo que debe pedirte un favor.
—Lo que quieras —contestó Lian nervioso, esperándose lo peor.
Chen Yi asintió, complacido.
—Llamarás a tu hijo y le dirás que debe hacerse cargo del trabajo durante un año, quizá dos. He oído hablar muy bien de él.
—Es un gran hijo —coincidió Lian de inmediato—. Escuchará a su padre.
—Eso es muy sensato, Lian. Dile que estarás fuera durante ese tiempo, tal vez buscando una nueva fuente de mármol en una cantera en algún sitio lejano. Invéntate la mentira que te parezca, pero que no le quede ninguna sospecha. Recuérdale que las deudas del padre son las suyas cuando tú no estás y explícale qué diezmo debe pagarle al Tong si desea trabajar. No quiero tener que recordárselo yo mismo.
—Hecho —asintió Lian. Temuge vio que tenía la frente perlada por el sudor y notó que el corpulento constructor reunía valor para hacer una pregunta.
—Le diré a mi esposa y a mis hijos lo mismo, pero ¿puedo yo conocer la verdad?
Chen Yi se encogió de hombros e inclinó la cabeza hacia un lado.
—¿Cambiaría eso algo, Lian?
—No, señor. Perdóname por…
—No importa. Acompañarás a estos amigos míos fuera de la ciudad. Necesitan tu pericia, Lian. Lleva tus herramientas y, cuando hayas concluido el trabajo, me aseguraré de que seas recompensado por ello.
Abatido, el maestro de obras asintió y Chen Yi se puso en pie bruscamente.
—Habla con tus seres queridos, Lian, y luego ven a verme.
El constructor dejó solo al grupo y desapareció en la oscuridad de la casa. Los demás se relajaron un poco y Khasar se acercó a una cortina de seda y utilizó la tela para secarse la lluvia de rostro y cabellos. Temuge oyó el llanto distante de un niño cuando Lian informó a los suyos de lo que le acababan de decir.
—No sé qué habríamos hecho si tú no hubieras estado aquí para ayudarnos —le dijo Ho Sa a Chen Yi.
El jefe del Tong esbozó una leve sonrisa.
—Habríais dado tumbos por mi ciudad metiendo la pata una y otra vez hasta que los soldados os hubieran capturado. Quizá me hubiera acercado a ver a los espías extranjeros empalados o ahorcados. Los dioses son caprichosos, pero, esta vez, estaban con vosotros.
—¿Has pensado en cómo lo sacamos de la ciudad? —preguntó Temuge. Antes de que Chen Yi pudiera responder, regresó Lian. Tenía los ojos enrojecidos, pero caminaba erguido y parte de su miedo había desaparecido. Vestía un abrigo de tela gruesa y encerada para protegerse de la lluvia y sobre uno de sus hombros llevaba un paquete de cuero enrollado al que se aferraba como si le confortara.
—Ya he cogido mis herramientas —le dijo a Chen Yi—. Estoy listo.
Dejaron la casa atrás y, de nuevo, Chen Yi adelantó a un hombre para que vigilara las patrullas de soldados. La lluvia había disminuido y Temuge vislumbró fugazmente la estrella polar a través de las nubes. Chen Yi no les había explicado nada, pero empezaron a correr en dirección al oeste por un camino que discurría paralelo al muro y a Temuge no le quedó más remedio que seguirlos.
De la oscuridad que se extendía ante ellos brotó un grito y el grupo se detuvo como un solo hombre.
—Esconded las espadas —susurró Chen Yi. Temuge tragó saliva, nervioso, y oyó pasos que se acercaban por el camino empedrado. Esperaba ver regresar a su batidos pero, en vez de eso, oyeron el sonido de las pesadas sandalias con suela de hierro de la guardia imperial y Chen Yi revisó con ojos veloces los alrededores, registrando todas las posibles rutas de escape.
—Quietos ahí —ordenó una voz en la oscuridad. Temuge estaba lo bastante cerca de Chen Yi para ver cómo su rostro se crispaba.
Ante ellos aparecieron seis soldados provistos de armadura liderados por un hombre ataviado con un casco con un penacho de duras cerdas. Temuge gimió para sí al ver sus ballestas. Los hombres de Chen Yi tenían pocas oportunidades de salir airosos en un combate. Sintió que el pánico le subía como ácido por la garganta y empezó a retroceder sin darse cuenta. Fue la férrea mano de Khasar la que lo mantuvo en su sitio.
—¿Dónde está vuestro capitán? —exigió Chen Yi—. Lujan puede responder por mí. —Vio que tenían agarrado por el pescuezo a su hombre que se debatía tratando de liberarse, pero Chen Yi no lo miró.
El oficial del penacho frunció el ceño al percibir el tono y se adelantó un paso.
—Lujan no está de servicio hoy. ¿Qué os lleva a recorrer las calles corriendo en la oscuridad?
—Lujan te lo explicará —insistió Chen Yi. Se pasó la lengua por los labios, nervioso—. Me dijo que su nombre nos serviría de salvoconducto.
El oficial se giró y miró de reojo al desafortunado que mantenían agarrado por el cuello.
—Nadie me ha informado de eso. Vamos juntos al cuartel y le preguntaremos.
Chen Yi suspiró.
—No. No vamos a hacer eso —contestó y se lanzó como una flecha sobre el oficial clavándole en la garganta la daga que había ocultado en el puño. El oficial se desplomó con un grito entrecortado. Desde atrás, los soldados dispararon al instante sus ballestas hacia el grupo. Alguien aulló y, a continuación, los hombres de Chen Yi se abalanzaron sobre los soldados, asestándoles tajos terribles con sus espadas.
Khasar desenvainó la espada que le habían dado y rugió con toda la fuerza de sus pulmones. Su bramido hizo retroceder al soldado más próximo al mongol, que le pegó un tremendo golpe, adelantando su antebrazo para machacarle la cara con él. El impacto tiró al soldado al suelo y Khasar lo dejó atrás, embistiendo y golpeando a diestro y siniestro con los codos, los pies o la cabeza: cualquier cosa con la que pudiera derribar a sus enemigos. Los que habían lanzado sus flechas sólo podían alzar las ballestas para tratar de defenderse. La hoja de Khasar hizo trizas una de aquellas armas antes de hundir su filo en el cuello de otro soldado. En la oscuridad, sentía que se deslizaba entre sus enemigos como una brisa, vio una rodilla expuesta y le dio una patada, notando el crujido del hueso al romperse. Los soldados se movían con torpeza bajo el peso de sus armaduras, y Khasar era más ágil y veloz y se alejaba girando de cada amenaza presintiéndola antes de que estuviera sobre él. Sintió que alguien lo agarraba por detrás y le sujetaba el brazo en el que blandía la espada. Echó la cabeza hacia atrás con todas sus fuerzas y golpeó con los codos al agresor, que le gratificó soltando un gruñido de dolor y cayendo de espaldas.
Temuge chilló cuando uno de los soldados se estrelló contra él. Agitó a lo loco su propia espada, con los brazos debilitados por el terror. En algún lugar empezó a sonar una campana. Cuando registró el sonido, sintió que alguien lo levantaba y empezó a gritar hasta que Ho Sa le dio una bofetada.
—En pie. Ya se ha terminado —anuncio Ho Sa, violento por la vergüenza ajena. Temuge le agarró del brazo para ponerse en pie y se quedó mirando con fijeza la imagen de Khasar rodeado de cuerpos despedazados.
—¿Y a esto le llamas soldados, Chen Yi? —preguntó Khasar—. Se mueven como ovejas lisiadas.
Chen Yi seguía aturdido mientras miraba cómo Khasar colocaba sin inmutarse la punta de la espada en el pecho de un hombre que aún se movía, buscando un hueco entre las escamas antes de apoyar todo su peso sobre ella. Apenas podía creer la velocidad a la que había visto moverse al guerrero mongol. Sus propios guardias eran hombres elegidos por su destreza, pero Khasar había hecho que parecieran granjeros. Se dio cuenta de que había sentido deseos de defender a los soldados de su ciudad, por mucho que los odiara.
—Hay seis cuarteles en la ciudad, cada uno de ellos con quinientos o más de estas ovejas lisiadas —respondió—. Ha sido suficiente.
Khasar empujó uno de los cuerpos con el pie.
—Los guerreros de mi pueblo se los comerán vivos —aseguró. Entonces su rostro se crispó de dolor y se llevó la mano a la clavícula. La sacó manchada de sangre, que se disolvió rápidamente en la lluvia y se le escurrió entre los dedos.
—Tienes un corte —dijo Temuge.
—Estoy demasiado acostumbrado a luchar con armadura, hermano, y ya no detengo los golpes. —Irritado, Khasar le dio una patada al casco del oficial que estaba a sus pies y lo hizo salir volando para caer dando botes en el empedrado.
Los hombres de Chen Yi sujetaban a dos de los suyos, que colgaban de sus brazos exangües, rodeados de un charco de sangre y agua. Chen Yi los examinó, palpando con los dedos las puntas de las flechas que sobresalían de sus pechos. Pensó deprisa para reorganizar sus planes, frustrados por el encuentro con los soldados.
—Ningún hombre puede escapar a la rueda —declaró—. Dejadlos aquí para que los encuentren. Mañana, los oficiales imperiales querrán exhibir algún cadáver ante la muchedumbre.
Los esbirros de Chen Yi dejaron caer a los dos muertos, cuyos cuerpos quedaron despatarrados sobre los adoquines. Temuge vio que los demás estaban heridos y jadeaban como perros al sol. Entonces Chen Yi se volvió hacia él y su rabia se transformó en desprecio.
—Te has salvado por el momento, miedica, pero nos buscarán por toda la ciudad. Si no consigo sacaros de aquí esta noche, os quedaréis aquí hasta la primavera.
Las mejillas de Temuge ardían de humillación. Todo el grupo lo miraba fijamente y Khasar retiró la vista. Chen Yi enfundó su espada y reinició el trote camino de las murallas. El batidor había sobrevivido a la sangrienta pelea y se adelantó de nuevo.
La entrada occidental era más pequeña que la que habían atravesado cuando llegaron desde el río. Temuge se sintió desalentado cuando vio unas luces que se acercaban y se oyeron gritos. Fuera quien fuera el ciudadano que hubiera hecho sonar la campana de alarma, los soldados habían salido de sus cuarteles y a Chen Yi le estaba resultando difícil evitar que los vieran. Se dirigió hacia un oscuro edificio cercano a la entrada y aporreó la puerta para que lo dejaran entrar. Temuge ya podía oír el sonido metálico de hombres armados alcanzándolos cuando la puerta se abrió y se precipitaron hacia el interior de la vivienda. De un portazo, cerraron de inmediato la puerta a sus espaldas.
—Manda unos hombres a las ventanas superiores —le dijo Chen Yi al hombre que había abierto la puerta—. Diles que nos informen de lo que ven. —Se puso a maldecir entre dientes y Temuge no se atrevió a hablar con él. Al ver el feo tajo que recorría toda la clavícula de Khasar, se olvidó de su pánico y le pidió a uno de los hombres de Chen Yi una aguja y un poco de hilo de tripa de gato. Sin emitir más que un par de gruñidos, su hermano observó cómo Temuge le cosía la piel dejando una línea irregular. La sangre y la lluvia habían limpiado la herida, así que no creía que se infectara. Mantenerse activo le ayudaba a calmar su palpitante corazón y le impedía pensar sin parar en que los estaban persiguiendo.
Uno de los hombres del piso de arriba los llamó con voz áspera y susurrante, apoyado sobre una barandilla.
—La puerta está cerrada y han levantado una barricada. Veo unos cien soldados, aunque la mayoría se están moviendo de aquí para allá. Hay treinta guardando la puerta.
—¿Tienen ballestas? —preguntó Chen Yi, alzando la vista hacia él.
—Veinte, tal vez más.
—Entonces estamos atrapados. Registrarán la ciudad de arriba abajo buscándonos —dijo y se volvió hacia Temuge—. Ya no puedo ayudaros más. Si me encuentran, me matarán y el Tong Azul tendrá un nuevo jefe. Tengo que irme.
El maestro de obras, Lian, no había luchado junto a los demás. Desarmado, se había retirado hacia los sumideros en cuanto empezó la pelea. Fue él quien respondió a Chen Yi, con una voz que retumbó en el abatido silencio.
—Conozco una salida —aseguró—. Si no os importa mancharos un poco las manos.
—¡Hay soldados en la calle! —susurró el oteador hacia ellos—. Están llamando a las puertas, registrando las casas.
—Dinos dónde está, Lian —le instó Chen Yi—. Si nos cogen, tampoco tú te salvarás.
El constructor asintió con la cabeza, con expresión adusta.
—Tenemos que irnos ya. No está lejos de aquí.
Las lámparas de grasa de oveja ardían y chisporroteaban arrojando una pálida luz amarillenta sobre la estancia, mientras Gengis se enfrentaba a una hilera de seis hombres de rodillas. Todos ellos tenían las manos atadas a la espalda. Todos ellos habían adoptado la expresión impasible del guerrero, ocultando su terror ante el khan. Gengis caminaba arriba y abajo con amplias zancadas. Estaba en el lecho de Chakahai cuando le habían hecho llamar y se había levantado lleno de furia, aun después de ver que era Kachiun quien pronunciaba su nombre en la oscuridad.
Los seis hombres eran hermanos, desde el más joven, que era poco más que un niño, hasta los mayores, que eran guerreros adultos con esposas e hijos.
—Cada uno de vosotros me juró lealtad —exclamó Gengis. Al empezar a hablar se encolerizó y estuvo tentado de cortarles la cabeza a los seis.
—Uno de vosotros ha matado a un niño uriankhai. Que hable y sólo morirá él. Si no habla, pondrá en peligro la vida de todos vosotros. —Desenvainó lentamente la espada de su padre asegurándose de que oyeran el siseante sonido. En el exterior del círculo de lámparas, notó la presencia de una multitud cada vez mayor, que se habían despertado con el deseo de presenciar cómo se hacía justicia. No los defraudaría. Gengis se acercó al más joven de los hermanos y alzó como una pluma la pesada espada sobre él.
—Puedo encontrar al asesino, mi señor —dijo Kokchu con voz suave desde la oscuridad. Los hermanos levantaron la vista y observaron al chamán penetrar en la penumbra, con una mirada terrible—. Sólo tengo que poner la mano en la cabeza de todos ellos y sabré cuál es el que buscas.
Los hermanos empezaron a temblar visiblemente mientras Gengis asentía y guardaba su espada.
—Haz tu magia, chamán. El niño ha aparecido descuartizado. Dime quién ha sido.
Kokchu hizo una profunda reverencia y se situó frente a los hermanos, que no se atrevieron a mirarlo a los ojos. Presintiendo su proximidad, sus rostros se crisparon en muecas tirantes y temblorosas.
Gengis observó fascinado cómo Kokchu apoyaba ligeramente la mano en la cabeza del primer hombre y cerraba los ojos. Las palabras en la lengua chamánica brotaron de su boca como una líquida y vibrante letanía. Uno de los hermanos se estremeció con una violenta sacudida y casi se cayó de bruces antes de erguirse con esfuerzo.
Cuando Kokchu retiró la mano, el primer hermano se bamboleó, pálido y aturdido. El gentío que aguardaba fuera del círculo había aumentado y había cientos de voces murmurando en la oscuridad. Kokchu pasó al segundo hombre e inspiró profundamente con los ojos cerrados.
—El niño… —dijo—. El niño vio… —Se quedó muy quieto y todo el campamento contuvo el aliento mientras lo observaban. Por fin, Kokchu se sacudió, como si se liberara de un inmenso peso—. Uno de estos hombres es un traidor señor. Lo he visto. He visto su rostro. Mató al niño para que no te contara lo que había visto.
Dando un brusco paso adelante, Kokchu se dirigió al cuarto hombre de la fila, el mayor de los hermanos. Alargó la mano con un brusco movimiento y sus dedos se retorcieron largos y delgados entre el cabello negro de aquel hombre.
—¡Yo no maté al niño! —gritó el hermano, debatiéndose.
—Si mientes, los espíritus te arrebatarán el alma —susurró Kokchu en el tenso silencio—. Ahora, vuelve a mentir y muéstrale a tu khan el destino de los traidores y los asesinos.
Mientras gritaba, el guerrero tenía el rostro desfigurado por el terror.
—¡Yo no lo maté! ¡Lo juro! —Bajo la mano de Kokchu, fue presa de unas súbitas convulsiones y la multitud gritó asustada. Todos observaron horrorizados cómo ponía los ojos en blanco y se le abría la mandíbula, desencajada. Cayó hacia un lado, liberándose de ese tacto terrible entre espantosas sacudidas y espasmos. Su vejiga expulsó un gran chorro de orina humeante sobre la hierba congelada.
Kokchu se quedó mirando hasta que el hombre dejó de agitarse y sus ojos en blanco quedaron reluciendo bajo el resplandor de las lámparas. El silencio era inmenso, llenaba el campamento. Sólo Gengis fue capaz de romperlo e incluso él tuvo que hacer un esfuerzo para superar la sensación de admiración y pavor que le atenazaba.
—Corta las ligaduras de los otros hombres —ordenó—. La muerte del niño ya ha hallado respuesta. —Kokchu inclinó la cabeza ante él y Gengis envió a la muchedumbre a sus casas, donde aguardarían atemorizados a que retornara la luz del sol.